Profundidad inversa

 

Por Juan Manuel Sánchez-Villoldo 

Un «clic» apenas audible puso en funcionamiento el sistema de alarma en el habitáculo de Mahuru. Todos los dispositivos electrónicos se despertaron al mismo tiempo. Un minúsculo altavoz bajo su almohada comenzó a suministrar información al tiempo que las luces iban poco a poco subiendo en intensidad. Una voz femenina —Mahuru la había elegido entre todas las demás—, repasó punto por punto la lista de datos que ella había solicitado recibir cada mañana.

«Son las seis horas y treinta minutos Hora UTC. Hoy el clima estará nublado. Las temperaturas alcanzarán los 458 grados Celsius. La presión atmosférica continuará siendo alta, cerca de 89 atmósferas. Los vientos alcanzarán unos siete kilómetros por hora en el ecuador.  Existe la  posibilidad de una lluvia persistente de ácido sulfúrico. El Sol estará situado al oeste durante dos semanas más. Este informe será actualizado a las siete treinta, Hora UTC. La ducha está disponible».

Mahuru se cubrió con una toalla y se dirigió a las duchas. Puso la mano sobre el lector biométrico y esperó a que se abriera la puerta. En realidad no era más que una especie de cabina telefónica de unos ochenta centímetros de lado. El agua era un bien escaso a bordo de la Vindicator. El sistema permitió treinta segundos de agua caliente, lo justo para remojarse el cuerpo. Tras ese tiempo sólo se podía acceder a otros treinta segundos para quitarse el jabón. Después, un minuto de aire caliente servía para terminar de secarse. Cada miembro de la tripulación tenía derecho a dos duchas semanales, salvo  necesidad o causa mayor. Los sistemas de la Vindicator comenzaron a trabajar de forma instantánea reciclando el agua.

Sintió un escalofrío mientras volvía a la zona de dormitorios. Durante el periodo de sueño la temperatura se mantenía sobre los dieciséis grados en toda la nave, a excepción de los nichos donde se podía regular a voluntad entre los dieciocho y los veinte grados. Todo estaba pensado para funcionar con la menor energía posible. Los ingenieros habían creado una criatura casi perfecta, pero daba la impresión de haber olvidado que dentro tenían que viajar personas. Los espacios para los humanos estaban encajados con calzador entre la inmensa maquinaria que mantenía viva a la Vindicator. El habitáculo de Mahuru no era más que una especie de caja de ciento ochenta por ochenta centímetros, con poco más de metro y medio de altura. Estaba incrustado entre dos enormes tubos de ventilación y conducciones eléctricas del grosor de un brazo. No había mantas ni sábanas, tan solo una edredón de tejido sintético que no precisaba ser lavado y una almohada del mismo material. La toalla de Mahuru era un lujo que se le había permitido por ser la única mujer a bordo. En circunstancias normales los tripulantes, todos militares, iban desnudos desde sus cajas a la ducha. Sin embargo, nada era normal en aquel viaje.

Tres personas tripulaban la Vindicator, cuatro en realidad, pero siempre uno de ellos tenía turno de descanso. Mahuru dejó que su vista paseara por el puesto de mando.

Nada que ver con los majestuosos navíos estelares que el ser humano había imaginado en el pasado. Las naves eran en realidad enormes masas de metal. Carecían de simetría alguna: no era necesaria en el vacío. Con todas las antenas y las sondas desplegadas parecía más un artrópodo lleno de parásitos que un invento del ser humano. Las necesidades del hombre eran las que a su vez causaban las limitaciones de las naves espaciales. Los controles ambientales eran grandes, caros y suponían un drenaje constante de energía. La Vindicator había hecho infinidad de misiones dentro del sistema solar mientras viajaba en modo automático. En esos casos las exigencias energéticas eran menos del cuarenta por ciento de las de una misión tripulada. Pero todo era diferente esta vez. Había sido necesario retorcer las entrañas de la nave para acomodar a diez personas en su interior. Cuatro tripulantes, la propia Mahuru y cinco soldados. Los ingenieros estuvieron a punto de pedir la cuenta cuando les dijeron que tenían que modificar el corazón de la nave para transportar personas. Era imposible crear más espacios dentro de aquella bestia, considerada la «vaca sagrada» de la exploración. Era como si les ordenaran operar de apendicitis a la Virgen María. Se suponía que era perfecta, el ejercicio máximo del principio de la microminiaturación, la máxima complejidad en el mínimo volumen.  Ahora les pedían que, como Penélope, destejieran en una noche todo lo tejido durante el día. Sin embargo eran los mejores ingenieros del planeta y supieron solventar el problema. Optaron por situar los equipos auxiliares fuera del enorme fuselaje de la Vindicator. Tendieron una red de umbilicales y desarrollaron un nuevo lenguaje para comunicar los diferentes módulos a la máxima velocidad. Todos los sistemas de respaldo viajaban a remolque, como si fueran una caravana. Eso acentuaba aún más la imagen de insecto de la nave.

Los ojos de Mahuru se toparon con uno de los monitores. En concreto el que correspondía con la imagen que estaba enviando la sonda Lyard. Dos sondas permanecían en alerta en el exterior de la nave: Lyard y Fauvel. La primera miraba directamente a la Vindicator y ofrecía una primera aproximación al estado de la nave. La segunda miraba al planeta Venus, objetivo de la misión.

—Tenemos compañía —comentó uno de los tripulantes tras saludar a Mahuru—. Me temo que esto se va a convertir en un aparcamiento de supermercado en cuestión de unos días.

—¿Quiénes son? –preguntó Mahuru mientras el tripulante giraba la sonda hacia los recién llegados.

—No lo tenemos muy claro —respondió el comandante—. Son naves pequeñas, no sabemos aún si están tripuladas o no. La base de datos nos da similitudes con algunos diseños de Sur-Europa y un modelo filipino. Las modificaciones que han introducido hacen que el sistema no pueda encontrar una identificación positiva al cien por cien, pero si quiere mi opinión, doctora —dijo volviéndose hacia Mahuru—, diría que una es un modelo Babieca y la otra una versión modificada de una nave Agila III filipina. En nuestra base de datos figura como Gazel.

—¿Han intentado comunicarse? —preguntó Mahuru.

—Negativo, doctora. Pero hemos detectado comunicación entre ellas. Es de suponer que han viajado juntas hasta aquí. Por el momento no hacen nada. Están ahí —señaló el monitor con la barbilla—, nada más. ¿Quiere leer el informe de ingeniería? —cambió de tema—. Lo he puesto en su terminal.

Mahuru asintió con un gesto y se sentó en su estación de trabajo. El informe se generaba de forma automática con las lecturas que tomaba el ordenador principal de todos los elementos conectados a él, pero antes de ponerlo en manos de Mahuru otro ingeniero hacía una criba y separaba el grano de la paja.

Sus ojos expertos recorrieron la pantalla sin observar anomalía alguna. Puso más atención al estado de uno de los muchos elementos que de forma literal colgaban de la Vindicator. Era su creación y la causa por la que ella había viajado hasta allí. Abrió el menú que contenía la información del Trieste.

Allí estaba. Mahuru recorrió renglón a renglón el estado de su criatura.

Apenas había salido de la universidad con un doctorado a sus espaldas cuando la noticia saltó a la primera página de todos los informativos. Algo estaba emitiendo una señal de radio desde Venus. Al principio todo fue secretismo y conspiración. Cada bloque que habitaba el planeta tierra observaba de reojo al vecino. Sur-Europa miraba a los países componentes de la Liga-Norte con bastante resquemor, cuando no con auténtico odio. China se había desmoronado en su desastrosa etapa capitalista y los filipinos supieron sacudirse el yugo en el momento adecuado a través de profundos y leoninos acuerdos con Corea y Japón. Todos temían que el vecino hubiera desarrollado tecnología como para establecerse sobre la superficie de otro planeta, y si ese planeta era Venus la cosa se complicaba aún más. Nada enviado por el hombre había soportado allí más de unos pocos días, sin embargo aquella señal llevaba meses atronando todos los observatorios del mundo. Por fin, cuando se pusieron las cartas sobre la mesa, se alcanzó un acuerdo mínimo sobre una realidad casi tan inquietante como la de una guerra. Nadie había enviado nada a Venus y la razón era muy sencilla: nadie sabía cómo hacerlo. De los estados independientes, solo Canadá tenía experiencia en el sector aeroespacial, pero carecía de medios para intentarlo, además hicieron público un desmentido oficial cuando sintieron que todos los dedos les estaban señalando: ellos no habían sido. Se creó una coalición entre los países del Norte de América, la Liga-Norte Europea y algunos estados sueltos de otras alianzas. El reto era poner a alguien en la superficie de Venus en menos de un año. Era imperativo encontrar alguien tan preparado como loco para enfrentar la misión. Y ahí apareció Mahuru Turua, una jovencísima doctora dispuesta a dar la vida por acudir al encuentro de lo que fuera que estaba llamando, de forma literal a la puerta de los gobiernos de la tierra. Su tesis doctoral había sido uno de los trabajos más brillantes que se habían publicado en décadas. Su especialidad era justo lo que se necesitaba. Mahuru había aplicado los mismos fundamentos que aplicó Piccard cuando a bordo del Trieste alcanzó el fondo de la sima de las Marianas. Ese era el punto que Mahuru defendía. Había considerado el problema de la presión como si se fuera a mover en un ambiente líquido. El reto era enorme. La superficie de Venus con casi noventa atmósferas de presión tenía además otros problemas añadidos. No es que no hubiera atmósfera respirable, el problema era que la atmósfera era corrosiva hasta el extremo de que los materiales habituales no aguantaban mucho tiempo. La temperatura de casi quinientos grados centígrados tampoco hacía las cosas más fáciles y, además, los vientos en superficie, aunque no fuertes en velocidad, eran como martillos, dada la densidad de los gases a tal presión. Aunque el nombre oficial del VEM  —acrónimo de Venus Explorer Module— era Fèrenic, que significaba «El portador de la victoria», ella lo seguía llamando Trieste II. No entendía de dónde había salido la moda de poner a todos los vehículos nombres de caballos famosos. Su batiscafo —porque eso era el Trieste II—, ya tenía un nombre que lo definía perfectamente.

—¿Doctora? —La voz de uno de los tripulantes la sacó de su distracción—. Tiene un mensaje de voz. ¿Quiere que se lo pase a su caja?

—No es necesario —respondió —. A mi terminal, por favor.

Tomó los auriculares y abrió el fichero; Era su madre deseándole suerte. Mahuru no había contado demasiadas cosas sobre el riesgo de la misión, pero los medios de comunicación, la mayor parte de las veces exagerando, habían vendido la imagen de una nueva heroína. Algunos habían buscado en su origen polinesio, Mahuru significa «Diosa de la Primavera», una similitud con las vírgenes que en tiempos ancestrales se lanzaban, en realidad eran lanzadas, al interior del volcán para apaciguar a los dioses. Mahuru huía de todo aquello. Se negó a conceder entrevista alguna y eso provocó una nueva andanada de la peor prensa mundial. Después de tantos siglos de civilización, la mayoría de los periodistas se seguían llevando mal con la ciencia.

Mahuru no estaba en realidad prestando atención a las palabras de su madre. La oía, pero no la escuchaba. Cuando su madre rompió a llorar, se limitó a quitarse los auriculares y cerrar el fichero. Se había preparado a conciencia para que nada pudiera afectar su rendimiento: ningún sentimiento iba a romper su concentración.

—Si desea responder —era de nuevo la voz del tripulante—, le aconsejo lo haga cuanto antes. Entramos en conjunción superior en —miró un reloj integrado en su consola—… unas treinta horas.

—No será necesario —Mahuru se sintió mal ignorando a su madre de ese modo tan frío—. No es importante.

Sabía que Venus y la Tierra iban a encontrarse separados por el Sol, por lo que las comunicaciones serían imposibles durante un buen periodo. Le serviría de excusa frente a su madre, si es que volvía a verla.

—¿Estamos preparados para la aproximación? —preguntó mientras intentaba sacudir de su pensamiento el recuerdo de su madre llorando.

—Lo estamos si usted lo está, doctora —respondió el comandante.

—Adelante, entonces. Inicie el protocolo.

El comandante pidió con la mirada confirmación a los demás tripulantes y en cuanto la obtuvo inició un check-control desde su consola. A su vez el ordenador pedía confirmación a todos los sistemas que colgaban del casco de la Vindicator.

—Iniciando recogida de umbilicales en diez segundos: ¡Marca!

Estableció una cuenta atrás de cinco segundos tras los que unas zafas pirotécnicas separaron todos los elementos de respaldo que habían arrastrado hasta allí. No los iban a necesitar hasta el viaje de vuelta, si es que había un viaje de vuelta.

—Todos los umbilicales recogidos en sus dársenas —anunció uno de los tripulantes.

—¿Comunicación con los elementos de respaldo? —preguntó el comandante.

—Todo el panel en verde —respondió el otro tripulante.

—Ignición de «retro» en veinte segundos: ¡Marca!

Era la parte delicada de la maniobra. Tenían que hacer un encendido que les permitiera descender de los más de trescientos kilómetros en los que orbitaban, a unos cuarenta kilómetros sobre la superficie del planeta. Tras ello, mantendrían a la Vindicator en órbita geoestacionaria. Desconocían el régimen real de vientos y la temperatura a esa altitud. Solo contaban con las simulaciones que el ordenador había podido perfilar con los datos recogidos en tan solo unos pocos días.

El comandante terminó la cuenta atrás. Una ligera sensación de mareo les acompañó durante la deceleración mientras la Vindicator se dejaba caer en la nociva atmósfera del planeta.

—Parece que nuestros vecinos nos quieren seguir. A ver hasta dónde son capaces de llegar —comentó sin dejar de atender su panel de control—. ¿Altitud?

—Cien kilómetros y bajando —respondió un tripulante.

—Confirmo —añadió el segundo.

—Nuevo encendido de retro: Duración, cinco segundos. Ignición en diez segundos: ¡Marca!

Esta vez la Vindicator se quejó. Durante esos cinco segundos toda la nave tembló, trepidando como si se fuera a desarmar. Mahuru se sujetó con fuerza a los brazos de su silla. El comandante corrigió el ángulo de la nave. No estaba pensada para volar en la atmósfera, por eso habían tenido que abandonar parte del equipo flotando en el espacio. Aquellos cinco segundos se hicieron eternos para ella, pero la Vindicator terminó por rendirse y comenzó a deslizarse mansa sobre la atmósfera del planeta.

—¿Altitud? —solicitó de nuevo el comandante.

—Cuarenta y ocho kilómetros.

—Confirmo.

—¿Doctora? —dijo el comandante sin volverse.

—Un momento —respondió Mahuru—. Me están entrando datos.

La terminal comenzó a lanzar una serie de pitidos breves, correspondiendo cada uno de ellos a la entrada o actualización de un nuevo informe.

—¡Es increíble! —Mahuru sabía que los datos eran correctos, pero no dejaban de ser asombrosos—. La velocidad del viento es de casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Casi todo es dióxido de carbono, dióxido de azufre, nitrógeno y argón, aunque éstos últimos son trazas. Veo también vapor de agua, helio y neón. La presión aquí es de casi dos atmósferas…

—Lo celebro mucho, doctora —interrumpió con humor el comandante—, pero me temo que ha llegado el momento. Podremos mantener a la Vindicator en esta posición unas trece horas —programó un reloj en cuenta regresiva—. Después nos vamos.  Creo que no podemos permitirnos el lujo de perder un segundo.

—Tiene toda la razón, comandante: voy a prepararme —respondió ella mientras se ponía en pie—. Puede comenzar el llenado del flotador. Mientras comprobaré con ustedes la comunicación con el Trieste II.

El comandante ya había abierto una nueva carpeta y había entrado en un nuevo protocolo. Cursó las órdenes precisas entre los tripulantes.

Mahuru intentó no correr, pero no pudo evitarlo. Ya no se trataba de la cuenta atrás que había sido programada. Era su propia excitación la que le hacía volar hacia la dársena del Trieste II. Pasó frente a los nichos donde dormían los cinco soldados en suspensión vital. Se había determinado hacerlo así para disminuir la carga de la Vindicator. Con hombres despiertos suponía más alimentos, más agua, mas soporte vital y, en definitiva, un mayor consumo de energía. Solo se les despertaría en caso de necesidad e incluso entonces sería atribución del comandante cuántos serían «activados», como rezaba en el protocolo. Atravesó el último departamento estanco y entró en la dársena.

El Trieste II estaba frente a ella. Había viajado hasta allí prendido de la panza de la Vindicator como si fuera una rémora. En el interior de aquella dársena solo estaba la entrada a la nave.

Explicado de un modo claro, el Trieste II era algo así como dos naves en una. Nunca tuvo claro cómo considerarlo, aunque ella misma lo hubiera diseñado. Se podía decir que era una nave dentro de otra, pero tampoco era incorrecto pensar que era un sofisticado traje espacial aparatoso en exceso. En esencia, ella se iba a introducir en un traje muy similar a los que se emplean en buceo a gran profundidad al que se había sustituido las piernas por un cilindro algo más ancho. Todo el conjunto sería después introducido en el enorme flotador a través de una apertura circular. Solo el traje pesaba más de quinientos kilos y se había probado en el océano Pacífico, donde había soportado sin problemas inmersiones de hasta dos mil metros. Ahora, una vez que Mahuru se había alojado en su interior, una grúa automatizada procedía a colocarla en el alojamiento correspondiente. La posición de Mahuru iba a ser incómoda. Estaría tumbada boca abajo todo el tiempo de la misión y su único contacto con el exterior serían, además de la radio, las imágenes que le suministrara el rosario de cámaras dispuestas a lo largo del flotador. Mientras descendía a lo largo del conducto enfundada en su equipo, escuchaba el silbido de los gases que poco a poco iban entrando en el flotador. En esa mezcla estaba oculta la idea maestra de Mahuru.

El batiscafo original del siglo XX estaba estructurado igual que su nave. Para soportar las altas presiones el flotador se llenó entonces de gasolina. La razón de ello estaba en que la gasolina pesa menos que el agua, por lo tanto siempre tiende a flotar. Pero además los líquidos son incompresibles, por lo tanto no hay que pelear con la presión. Mahuru se planteó un descenso en la superficie de Venus en los mismos términos. Consideró los gases a alta presión como líquidos, con lo que simplificó mucho la tarea de mantener su batiscafo incólume en aquella atmósfera. Los gases que se estaban inyectando ahora en el flotador, aunque su formulación era alto secreto, no tenían ninguna característica especial por separado, pero una vez mezclados y tras recibir una descarga eléctrica, cambiaban de la fase gaseosa a una fase semisólida, a la que Mahuru había bautizado como de «liquido imperfecto». El resultado era una especie de humo sólido que se comportaba como un líquido cuando se le sometía a presiones relativamente bajas, con lo que quedaba resuelto el problema estructural del batiscafo. Por otro lado era bastante más ligero que la atmósfera de Venus, por lo que también estaba garantizada la flotabilidad.

Escuchó cómo los cierres magnéticos hacían presa en su habitáculo mientras que en su monitor de estado las luces verdes informaban de cómo los sistemas estaban operativos y preparados. Después sonaron una serie de pequeñas explosiones que procedían de las zafas pirotécnicas que iban liberando definitivamente al Trieste II de su dársena. Mahuru y el comandante compartían las palabras justas para mantenerse mutuamente informados.

Comenzó el descenso. El umbilical que unía ambas naves era otro milagro de la ingeniería. Los mejores cerebros del mundo se habían aliado para crear aquel conducto de características únicas y que costaba una pequeña fortuna por centímetro. En esencia era un tubo hueco, aunque en las paredes del mismo, pequeños hilos de fibra establecían ciento treinta y seis canales de comunicación en duplex, con los que la información subía y bajaba al mismo tiempo sin encontronazos, atascos o demoras. Pero lo importante estaba en la luz de aquel conducto. Una substancia viscosa, similar a una grasa consistente, llenaba el tubo. Era en la práctica una auténtica médula artificial, con capacidad de trasmisión instantánea, almacenamiento y auto reparación. Al igual que los gases del flotador, podían reaccionar a la presión y conceder diferentes grados de rigidez al umbilical. Podía comportarse como una columna o retorcerse con una serpentina. Lo habían bautizado como neurogel por su capacidad de realizar un respaldo permanente de información. El gel podía mover la información archivada a lo largo de toda su extensión en un tiempo muy pequeño, con lo que servía de salvaguarda de los datos en transporte o proceso.

¿Preparada, doctora? —La voz del comandante sonó clara en el habitáculo de Mahuru.

—Lo estoy si ustedes lo están, comandante —respondió Mahuru con las mismas palabras que había usado el comandante minutos antes en el puente.

—¡Buena suerte, doctora Turua! —dijo el comandante—. Nos vemos en doce horas y veinte minutos.

La Trieste II abandonó por fin el refugio de la panza de la Vindicator y se enfrentó a cuerpo descubierto a la atmósfera de Venus. El fuerte viento la zarandeó mientras colgaba de su umbilical como una cometa. Mahuru contaba con ello y no se puso nerviosa. Dejo el control de balance en manos del ordenador de a bordo y se mantuvo alerta a las reacciones de su nave. Los pequeños y potentes motores de maniobra con los datos recibidos de diferentes giroscopios y acelerómetros dispuestos a lo largo del flotador, comenzaron a compensar con pequeños disparos la posición del batiscafo. Otros sensores externos llenaron de información las diferentes pantallas frente a los ojos de la doctora. Decidió mantener durante un tiempo todas las pantallas abiertas, aunque el volumen de información era tal que casi la confundía más que la informaba. Necesitaba saber que todo funcionaba de modo correcto. Después filtraría cómo quería recibir los datos. En pocos minutos la nave aprendió a interpretar la información y a recurrir a acciones de mínimo consumo para mantener la posición. Con un ligero impulso de popa y los motores laterales encendidos a intervalos regulares, la Trieste II se mantuvo adrizada y estable por detrás de la enorme Vindicator, ahora convertida en nodriza del VEN.

Descendió diez kilómetros. La temperatura en el exterior iba subiendo poco a poco, hasta cerca de los doscientos grados centígrados. El sistema de soporte vital no tenía problemas para compensar aquel calor. En el habitáculo no habría más de veinte grados. La presión estaba ya sobre las diez atmósferas. Nada que la Trieste II no pudiera manejar.

Mahuru comenzó a poner en marcha los micro laboratorios distribuidos por la nave. Uno se encargaba de tomar muestras de la atmósfera y calcular las concentraciones de los diferentes gases, mientras que otro intentaba determinar la existencia de organismos extremófilos. Cualquier científico hubiera dado años de vida por poder realizar esas pruebas como ella lo estaba haciendo, sin embargo Mahuru tenía la cabeza en otro indicador.

Tenía a la vista un mapa de las señales de radio que habían llamado la atención de los gobiernos mundiales. Las primeras evidencias estaban llegando. Desde la Tierra no habían podido apreciar un detalle importantísimo. Se había pensado en que las señales tenían un único origen, pero los indicadores de Mahuru informaban ahora de varias fuentes, al menos en su proximidad. Pidió un recuento al ordenador y confirmación por el ordenador de la Vindicator. La respuesta fue clara y contundente. Decidió abrir un canal.

—Vindicator. Recibo múltiples señales de radio. ¿Me pueden confirmar las lecturas? –preguntó.

Un momento, Trieste —respondió la voz de uno de los tripulantes—. Tenemos algunos problemas con uno de los visitantes.

Mahuru tuvo que hacer un ejercicio de paciencia. Un minuto después recibió la contestación de la Vindicator.

Atención Trieste: Confirmamos todas las lecturas. Hay más de treinta focos diferentes a su alrededor, pero hay algo más —hubo unos segundos de silencio— ¿Tiene lecturas de la altitud de los emisores?

—Necesito unos segundos, Vindicator —respondió Mahuru, mientras cambiaba el modo de lectura—. Creo que lo tengo. Las lecturas se mueven entre… ¡Vaya! —Mahuru no lo podía creer—. ¡No están en superficie! Todos los emisores de radio se encuentran entre veintitrés y veintinueve kilómetros de altura. ¡Es increíble!

Trieste —sonó de nuevo la voz del tripulante—. Según nuestras lecturas no se trata de ecos. Son fuentes independientes y además móviles. De hecho, una de ellas pasará a unos cien metros de su posición en unos minutos.

—Lo tengo en el radar, Vindicator.

—¿Podrá hacer una lectura visual?

—Negativo, Vindicator. Estas nubes no son solo acumulaciones de vapor de agua, —explicó—Están cargadas de dióxido de azufre y son bastante opacas. Pero lanzaré una sonda a su paso mientras desciendo a su altitud. ¿Pueden maniobrar?

—Afirmativo, Trieste. Iniciamos aproximación.

Mahuru decidió bajar unos cinco kilómetros más para situarse en el centro de la franja de altitud de los emisores. Estaba preparando un poney, como se había bautizado a las pequeñas sondas transportadas por la Trieste II, cuando sintió un violento tirón. Su nave comenzó a oscilar sin control como la punta de un látigo mientras infinidad de luces se encendían en rojo en sus paneles. El irritante sonido de las alarmas se le clavó en los tímpanos al tiempo que los motores de maniobra se disparaban enloquecidos tratando de recuperar la posición bajo la Vindicator. Mahuru intentó no perder los nervios.

—¿Qué está pasando?—preguntó mientras intentaba tomar gobierno de la nave.

—¡Los filipinos! —la respuesta se demoró unos segundos eternos—. ¡Han querido ver qué tenemos debajo y han chocado con el umbilical! —la voz del tripulante tenía que superar a las numerosas alarmas que también habían saltado en la Vindicator—. Estamos intentando recuperar nuestra posición ¿Puede darnos su informe de daños?

—Afirmativo, Vindicator. Lo estoy enviando ahora, pero le comento a viva voz lo principal —los paneles de Mahuru iban regresando al verde conforme el ordenador de la nave recuperaba el control—. No tengo daños estructurales —informó—, pero las maniobras de posicionamiento han consumido un quince por ciento del combustible. No hay afectación de los sistemas principales. He perdido una cámara de estribor, pero puedo cubrir ese ángulo modificando la focal de la cámara siguiente.

Mahuru hizo un veloz cálculo mental.

—Puedo asumir sin problemas el consumo de combustible. Aún estoy un cinco por ciento por debajo de las peores simulaciones.

Un molesto silencio de radio le hizo pensar que algo no estaba bien allá arriba.

—Vindicator ¿Me recibe?

Afirmativo, Trieste. Estamos revisando nuestra evaluación: denos un minuto.

Mahuru aprovechó ese tiempo para comprobar en el radar la situación de las emisiones de radio. Parecían haberse alejado durante los movimientos erráticos de la Trieste, pero era indudable que se acercaban de nuevo. Decidió lanzar el poney.

—Atención, Trieste —esta vez era la voz del comandante—. Tenemos información importante. Necesito toda su atención.

—Adelante, Vindicator —respondió Mahuru.

Bien… —el comandante carraspeó un par de veces antes de continuar—. El impacto de la Gazer filipina con el umbilical ha sido más fuerte de lo que parece. Tenemos un daño del treinta al treinta y cinco por ciento en una extensión de más de sesenta metros… —el comandante hizo una pausa—. No podemos garantizar la recogida, pero si lo hacemos ahora tenemos un sesenta por ciento de posibilidades de éxito. Si esperamos o si hacemos descender más a  la Trieste, no podremos izarla de nuevo.

En el monitor de Mahuru el poney le indicaba que había establecido contacto.

—Deme cinco minutos, comandante…

—Doctora… No tenemos esos cinco minutos…

Ignoró la presión del comandante. Las imágenes de la sonda tenían toda su atención. Su pirueta mental de tratar a aquellos gases tan densos como si fueran líquidos había quedado totalmente justificada. Lo que estaba viendo le daba la razón.

Un rayo de enormes proporciones anunció tormenta. Eso suponía que comenzaría a llover ácido sulfúrico en cuestión de minutos. El umbilical averiado no podría con eso, estaba segura.

—Remito una captura de imagen —comunicó a la Vindicator—. Reclamo el derecho a bautizar una nueva especie. La primera especie extraterrestre. Se llamará aliena inasi —recordó a Inas, su madre, rezando por ella en su polinesia natal—. Confirme.

Lo confirmo… —la voz del comandante destilaba angustia— Doctora: tengo que sacarla de ahí ahora mismo…

—Negativo, Vindicator. En ausencia de intervención militar yo tengo el mando de la misión científica. Ordeno descender a la Trieste hasta la superficie del planeta. La Vindicator se situará en altitud estándar y en la próxima órbita recibirá una sonda donde habré almacenado toda la información que recoja hasta ese momento. En esa sonda estará también mi cesión de mando hacia usted.

—¡Pero, doctora!

—Cumpla sus órdenes, comandante —Mahuru sonaba muy tranquila—. Les deseo un cómodo viaje de vuelta.

Cortó la comunicación. Ese punto crítico de la misión había sido discutido en profundidad y se había acordado no poner objeciones si la decisión implicaba un sacrificio personal. Sintió cómo la Vindicator comenzaba a largar más y más metros de aquel sofisticado cable que ella misma había contribuido a crear. Habían pensado en los peores escenarios posibles, o al menos eso pensaban, pero le había faltado uno: la enorme estupidez humana. Se sintió privilegiada por haber sido el primer ser humano en ver una forma de vida alienígena. Como si estuviera escuchando, aquella enorme criatura con forma de manta raya pasó cerca de su nave.

Sesenta horas después, el comandante de la Vindicator abría un fichero codificado enviado por Mahuru. Allí estaba la declaración oficial de la cesión del mando de la misión. En un fichero aparte dirigido a él, Mahuru le rogaba remitiera un mensaje a su madre. No lo quiso leer. Se le escaparon las lágrimas cuando imaginó a la doctora Mahuru Turua agonizando bajo la temperatura abrasadora de Venus, sintiendo el mordisco del ácido sulfúrico por todo el cuerpo.

© Copyright de Juan Manuel Sánchez-Villoldo para NGC 3660, Julio 2016