El principio y el fin – Reed.

 

Por Laura López Alfranca

Cojeó a través de todo el corredor mientras lo iluminaba con la antorcha. Se paró para estudiar detenidamente las paredes de piedra y el suelo cubierto de agua… según le habían dicho, el pasillo era cuadrado y estaba seco, pero aquel lugar no coincidía en absoluto con lo que debía encontrar. Masculló una maldición y sacó el mapa, al mismo tiempo que lo miraba con atención; le aconsejaron que tuviera cuidado con los extraños engendros que por allí pululaban, con los vampiros, demonios e incluso con los hombres loquesea, pero no le habían explicado qué hacer en el caso de perderse por aquellos parajes. Encima, el mapa era ilegible, aunque fuera a prueba de idiotas como le habían asegurado, él había conseguido perderse.

Se giró y decidió deshacer sus pasos, el sonido de su pierna inútil al chocar contra la roca le martilleaba con fuerza. Oyó un rugido proveniente de las entrañas de la oscuridad y alzó la antorcha, de las sombras comenzaron a emerger miles de ojos blancuzcos que le observaban, al tiempo que le gruñían para mostrarle que estaban muertos de hambre.

El padre Johann había sido cazador cuando aún era fuerte y rápido, sabía que no debía correr, pero ahora no llevaba arma alguna y estaba completamente indefenso contra aquellos seres: iba a ser la comida perfecta para aquellos engendros. Suspiró exasperado, había vivido una larga vida y se había hecho sacerdote en sus últimos tiempos para mantener a su numerosa familia. Sabía que como mucho, le faltaría un año para su hora, dos si ocurría algún milagro, pero al menos había esperado poder haber hecho aquel último trabajo, necesitaba el dinero…

Aquellos seres comenzaron a surgir de las sombras y mostraron sus fauces de reptil, con dientes de sierra y aquella bocaza alargada y verde. Eran hombres colodabaigual, una de las de cientos de especies mutadas de los antiguos animales, que buscaban controlar el mundo que los suyos habían destrozado. Uno de ellos se lanzó contra Johann y éste le golpeó con la antorcha en la boca. El ser se apartó y se quejó dolorido al tiempo que se agarraba con las dos manos. El padre sonrió feliz, aquél debía ser un cazador joven, porque no entendía a qué si no se abalanzaba contra él.

Otro atacó y el sacerdote intentó darle, pero el ser le esquivó en el último momento y decidió asestarle un puñetazo en el estómago. La edad pesaba y su pierna aún más, por lo que cuando el puño de enemigo impactó en su vientre se quedó sin aliento y resolló, pero como un acto de reflejo le atizó en la cabeza con la antorcha haciendo que se alejara quemado. El grupo le miró con curiosidad, pero manteniendo las distancias, tal vez habían captado el mensaje de que Johann iba a vender cara su piel.

Entonces hubo un murmullo generalizado y los hombres lagarto dejaron paso al que parecía ser su líder. Nada más verle, el sacerdote metió las manos disimuladamente por entre su sotana raída y buscó otra de sus armas improvisadas. Aquel hombre tenía apariencia aniñada y frágil, de tal hermosura que impresionó al religioso. Su piel era blanca y sin ninguna imperfección, sus ojos castaños, eran del mismo color que su cabello que no tenía ni una sola calva… sin duda alguna, aquel debía ser el demonio del que le habían hablado, aunque no esperaba que éste sonriera y le tendiera una mano a modo de saludo, eso aterró al anciano.

—Buen… —comenzó a decir, pero Johann no esperó más tiempo y cogiendo el odre de agua bendita, se lo lanzó a aquella aparición a la cabeza.

—¡Atrás mal demonio, por el poder del Señor, retírate! —El malvado ser, lejos de derretirse o al menos humear al contacto del agua, escupió un pequeño chorro que se le había colado en la boca al intentar hablar con él. El padre se desesperó, vale que su nivel de fe no estuviera a la altura de la locura de su amigo James, que era capaz de quemar a los herejes, pero que sus bendiciones no pudieran ni defenderle contra aquel individuo… era demasiado. Nada, el vampiro estaba relamiendo el agua y hablaba con sus vasallos infernales con una sonrisa en los labios— Al menos podrías fingir tenerme un poco de miedo, soy un hombre de Dios muy poderoso.

—Es muy pura… el agua —dijo el otro con voz candorosa ¿cómo has conseguido que tenga este sabor?

—¿Es que me vas a dejar vivo si te lo cuento? —Aventuró Johann explorando todas las posibilidades.

—Nadie quería hacerte daño, padre, sólo deseábamos hablar contigo, ¿eres el nuevo mensajero religioso? ¿El que va a dar la extrema unción a los llamados caníbales del gusano de metal? —el sacerdote asintió perplejo, ¿pero quién era aquel hombre? Disimuladamente, le bendijo y éste siguió tan campante, ¿tal vez es que era un demonio de otra religión?— Eso no me va a matar, no soy un ser maligno ni nada similar. No puedes hacerme nada con ninguna de tus creencias.

—Me lees el pensamiento, eso significa que tienes algún poder demoníaco —afirmó el otro alargando la antorcha para interponerla entre él y la criatura, pero ésta siguió sonriendo… su instinto de cazador le decía que aquella no era la respuesta— ¿O has abordado a tantos de los míos que ya sabes el procedimiento?

—Más bien lo segundo —volvió a acercar la mano con suavidad, mientras que sus vasallos esperaban expectantes—. Mi nombre es Adam, encantado de conocerte padre.

—Sigo sin fiarme, eres… demasiado perfecto para ser humano —ante la mueca de tristeza del otro, decidió seguir apurando su suerte, tal vez conseguiría escapar si caía en gracia a aquel ser—, ¿cuántos años tienes?

—Cuarenta y dos.

—¡Ajá, eres un ser inmortal! Nadie puede ser tan longevo y tener tan buen aspecto.

—Nací antes de las guerras —le trataba como si fuera un niño… aunque bien mirado, si era cierto lo que decía, le doblaba en años, ya que Johann había conseguido llegar a la venerable edad de veinte—, por favor, escúchame, no soy un demonio ni nada similar…

—¿Entonces por qué te relacionas con estas bestias devora hombres?

—A los hombres cocodrilo sólo les gusta el pescado, son demasiado prudentes como para comer humanos… sobre todo a aquellos como tú, que estáis infectados por todos los virus que acabaron con nosotros.

—Paparruchas, la Biblia lo dice bien claro, los animales no tienen alma. —Defendió el otro, aunque siempre había dudado sobre aquel punto.

—Pero éstos son también humanos… además, un hombre que porta un agua tan pura no creo que sea de los que siguen al pie de la letra las sagradas escrituras.

Ante aquel desarme, el padre bajó la antorcha y estudió al otro. No parecía mala gente… puede que lo hiciera para engañarle, pero su instinto no le hacía sentirse en peligro y éste le había salvado en innumerables ocasiones.

—Soy el padre Johann, antes cazador, depurador de agua e inquisidor de mi comunidad —saludó al fin dándole la mano— y ahora, para ganar una buena cantidad de dinero, salvador de almas de los caníbales del gusano de metal.

—Si lo deseas, puedo llevarte hasta tu destino… me gustaría hablar un poco contigo.

—¿Y tus vasallos?

—Son mis compañeros y no, no vendrían con nosotros, se ve que te incomodan.—El sacerdote asintió aliviado y sonrió a Adam con cierta confianza.

A un gruñido de aquel hombre, los llamados cocodrilos desaparecieron y los dos compañeros emprendieron el camino por los túneles, guiándose con la orientación del mayor de ellos. En poco tiempo, los corredores se vieron iluminados en el techo por unas tenues luces mágicas que guiaban el camino hasta unos enormes armatostes alargados iluminados por la misma magia, pero de color anaranjado.

—Los últimos vestigios de la ciencia humana: la luz eléctrica y el gusano de metal, que en verdad se llama tren.

—Lo que llamas ciencia es herética. —Afirmó el otro con ligereza, aunque no es que fuera algo que condenara con fervor, es más, todo eso le producía una enorme curiosidad.

—¡Y lo dice alguien que ha conseguido hacer agua pura! —Bromeó mientras le guiaba hasta el gusano de metal.

—¿No temes contagiarte? Muchos que bajan aquí acaban muriendo por el mismo mal que padecen estos infelices.

—¿Ves eso de ahí arriba? —preguntó señalando una rejilla— Se comenzaron a usar cuando yo tenía cinco años, esos aparatos que aún funcionan, al comenzar la guerra química y bacte… digamos que en aquellos tiempos, crearon venenos invisibles para matar a gran cantidad de gente. Esos cacharros hacen que esos males no entren al interior de los vagones.

—¿Y si el enemigo atacaba desde dentro?

—También impedían que nada saliera… en este caso también habría que incluir a las personas —el sacerdote tragó saliva, debía ser horrible vivir en un lugar reducido y muriendo todos a cada poco, normal que los habitantes del interior fueran caníbales—. Pero no se comen unos a otros, nadie sabe cómo pero han conseguido cultivar en su interior, además de vivir de lo que les traen los demás humanoides…

—¿No decías que nada podía entrar y salir?

—Las personas y los venenos, pero no he dicho nada de los alimentos. Muchos de ellos llevan allí desde hace años, tantos que si ahora salieran, morirían, los gérmenes del exterior acabarían con ellos… al menos han conseguido unir suficientes vagones como para que todos los que aún quedan dentro puedan crear comunidades como la tuya.

Ambos siguieron caminando y mientras el sacerdote confesaba y bendecía a todos, su compañero hablaba con varios unos cuantos pasos más allá. La verdad es que el trabajo no era desagradable, aquellos locos de dentro del interminable tren intentaban asustarle, preguntándole una y otra vez si el canibalismo era pecado. Al principio le angustió, luego decidió responderles con las mismas ganas de carcajearse por todo aquello… qué extraño que nadie le hubiera dicho nada sobre el comportamiento de éstos, aunque lo más probable es que viendo cómo estaban de extendidas las leyendas, ninguno de los suyos se hubiera adentrado tan abajo desde hacía mucho tiempo o si lo habían hecho alguna vez, debían haber pasado poco tiempo con los «caníbales.»

Después de unas cuantas horas se sentó al borde de la piedra labrada y sacó sus provisiones. Adam se acercó a él y sacó su propia comida, ambos la compartieron junto a unas cuantas historias. Aunque al final sólo Johann habló de su vida, de cómo su edad le había privado de su pierna que ahora estaba tan rígida y fría como las rocas, de sus hijos y hermanos, de todas sus ideas para depurar el agua y conseguir mejorar los cultivos… por primera vez, alguien le escuchaba y no intentaba quemarlo por loco, era una sensación muy agradable. Cuando se lo hizo saber a su compañero, éste sonrió tristemente.

—Debería haber sido así, ¿no crees? Que todos hubiéramos podido hablar con calma sobre cualquier tema, desde lo bueno que está este trozo de queso hasta sobre qué hacer con el mundo. —Ante aquella pena, el sacerdote agarró el hombro del otro y sonrió.

—Puede que Dios nos haya dado esta segunda oportunidad para que aprendamos. —Cuando oyó la risa agria de su compañero, se sintió molesto.

—Hace muchos siglos, la religión impuso la ley del miedo y nos hizo sus esclavos… no hace tanto, la ciencia nos obligó a todos a basarnos sólo en lo material y nos prohibió creer, consiguiendo que perdiéramos nuestra esencia —el sacerdote le miró con una ceja alzada, se sentía enormemente confuso: para él un año era mucho tiempo, sabía que antes habían existido las medidas como los siglos… pero para su pobre mente, aquello eran demasiados años como para poder siquiera atreverse a imaginarlo—. Ahora, por culpa de todos, sólo podemos aspirar a sobrevivir, esclavos del miedo, de la mortalidad… somos esclavos de la religión, de la ciencia y de la guerra que se libró por sus causas.

—Se nota que no tienes que preocuparte tanto como los demás por sobrevivir, nadie le habría dado tantas vueltas a la cabeza a algo que pasó hace tantos años —afirmó Johann con una gran sonrisa, y Adam correspondió al gesto tímidamente—. Puede que ahora no podamos darnos cuenta de tus ideas, pero dentro de varias vidas, cuando mis descendientes puedan disfrutar de todo lo que hemos conseguido los míos y yo, sé con seguridad que no volverán a  cometer nuestros errores… ten fe, los humanos podemos ser catastróficos como raza y puede que los que antes fueron animales ahora se hayan dado prisa por intentar ocupar nuestro lugar, pero seguro que todo irá a mejor.

—¿Es eso lo que de verdad deseas? ¿Que en el futuro las cosas vayan a mejor?

—Sí, sé que todo ira bien en el futuro.

—¿Y si te ofrezco hacer que todo vaya bien ahora? —ante aquella afirmación Johann le miró perplejo, ¿cómo iba a conseguirlo? —¿Y si fueras tú el que ayudara a los humanos, no a recuperar el poder sobre este planeta, sino a enmendar todos sus errores?

—Mi vida llegará a su fin de aquí a un año como mucho.

—¿Y si yo pudiera impedirlo? —entonces el sacerdote pensó que aquel hombre o estaba loco o era un terrible demonio, ¿cómo era posible que le ofreciera todo aquello? Adam sacó un botecito de cristal y algo envuelto en una tela transparente. Era translucido y tenía una aguja de metal muy fina… había oído leyendas sobre aquellos utensilios y todas terminaban con algo entre diabólico y maligno— Lo que está matando a la humanidad es su falta de fe, tanto en la ciencia como en lo inmaterial… no sé si existe un dios, tampoco que si de darse esa opción, habría querido todo esto.

—Dios nos castiga por nuestros pecados, es ley de vida. —Afirmó el otro, pero nunca había creído en que el salvador fuera algo así y menos por lo que había leído.

—Ayúdame Johann, si me dejas inyectarte esta medicina, juntos podremos investigar la superficie y recuperar todos los secretos de la ciencia… podremos devolverle a la humanidad la libertad de escoger su camino, trabajaríamos para enseñarles a no caer en los errores del pasado… tal vez conseguiríamos salvar  a tu familia con mis conocimientos, vivirían tanto tiempo como yo. —Ante aquella oferta, el sacerdote miró al demonio con temor. Salvar a su familia… ¿cómo sería posible si sólo tenía una botellita de aquello? ¿Habría más? Y si lo que decía era cierto, ¿no sería una enorme herejía evitar la muerte que Dios les había deparado?

Poco a poco en sus pensamientos se fue haciendo la luz y supo cuál era la respuesta: aquí estaba la verdad, la realidad es que Dios deseaba que la humanidad viviera, que aprendiera de todo el daño que había hecho e intentara mejorar, ¿cómo se explicaba si no que aún quedaran retazos del pasado como la luz, los trenes o aquel frasquito? Tal vez estaba intentando que le escuchara, que ayudara a aquel hombre a salvarles… pero él sólo era un simple sacerdote, que únicamente servía para inventar locuras y redimir a unas pocas almas, no sabría ayudar a toda una raza al borde del abismo.

Adam seguía hablando, pero Johann no le escuchaba, seguía intentando encontrar el orden en sus caóticos pensamientos. Sentía que su compañero le había dejado en la mano el frasquito y la cosa de plástico, mostrándole que confiaba en él.

El sacerdote alzó la mirada y entonces comprendió la verdad de su misión… no, él no iba a ayudar a la humanidad, no iba a salvarla. Sonrió ampliamente y le tendió a su compañero el antídoto.

—Adam, inyéctamelo —el otro masculló e intentó hacerle entender unas explicaciones complicadas sobre alergias, incompatibilidades y mil majaderías más que podían ocasionarle la muerte—. Hazlo… es esto o es morir dentro de poco tiempo, confío en ti.

Su amigo sonrió y comenzó a quitarle la manga mientras le agradecía su ayuda, incluso afirmó que tenía expresión de santidad y el religioso le pidió que cuando le adoraran no se olvidara de él. El científico se rió de aquella frase que tachó de «tamaño despropósito» y afirmó que juntos devolverían a la humanidad a su época dorada, el principio de una era y el fin de la anterior.

Johann no era idiota, sus conocimientos no eran ni por asomó los de Adam, pero él tenía un poder del que carecía el científico o más bien que necesitaba tanto como el respirar… su compañero salvaría la humanidad, de eso estaba seguro, pero el sacerdote iba a cumplir una misión más sencilla: sería su amigo, le daría la compañía que sus ojos le habían dicho que ansiaba. Cualquiera habría pensado que era algo insignificante, pero en aquellas pocas horas que ambos habían compartido juntos, el padre sabía que el hombre podría haber hecho todo sin su ayuda… pero no sin su compañía, ya que por mucho que se comunicara con los seres que habían surgido de los animales, necesitaba a los humanos. Adam era el regalo de Dios para los suyos, su perdón hecho persona, y Johann se encargaría de cuidarle y de darle el amor que necesitaba con ahínco.

Entonces ambos amigos se encaminaron por los túneles, el científico le mostró al sacerdote el caminó a seguir para llegar a su hogar y, en su plano, le indicó el camino que debía seguir para cuando decidiera que debían volverse a encontrar.

El padre anduvo con dificultad por su cojera, que resonaba por los corredores… aunque aquello fallara, le hablaría a alguno de los suyos de su nuevo amigo, para que pudiera ayudarles. Y de pronto se paró perplejo y tocó su pierna asustado y maravillado… Adam había conseguido su primer milagro como perdón de Dios, su rodilla se había movido. No mucho, pero llevaba años sin poder sentir siquiera aquello… el antídoto del científico había dado resultado, al menos con su pierna. Con una sonrisa de felicidad y los ojos empañados, corrió los pocos pasos que quedaban hacia su hogar carcajeándose como si de un chiquillo se tratara.

© Copyright de Laura López Alfranca para NGC 3660, Junio 2017