Presidio

 

Por Ángel Ortega

El día es muy largo para el hombre que solo desea morir.

El estridente aullido de las sirenas hizo temblar los cristales del barracón. Ron despertó de un salto, empapado en sudor, y se puso en pie a toda prisa, tratando mentalmente de despejar el sopor que le impedía ver con claridad. Había que salir a formar inmediatamente sin perder ni un segundo.

Todos como una marea soñolienta fluyeron por el portón hasta el patio y poco a poco se fueron colocando en formación, casi en silencio, como todos los días. No se oía ni una palabra, apenas algún cuchicheo.

Una densa lluvia caía sobre ellos. Ron se encogió de hombros para protegerse el cuello y guardar algo del poco calor que le quedaba. Mientras, los últimos fueron llegando.

Ante ellos había, extendida sobre la pared gris del cuartel, una sábana que parecía hecha de saco de arpillera, cartón húmedo y cuerdas entretejidas sin forma. Normalmente no se movía, pero esta vez se meció por un viento que no estaba allí.

Ron fijó los ojos en la tela y escuchó una tos leve a su espalda. Miró por encima de sí y había un hombre increíblemente enjuto, al que le habían cosechado el ojo derecho y todos los dedos de la mano izquierda. Ron no sabía su nombre y simplemente le llamaba Viejo.

—A ver a quién le toca hoy —y mostró una sonrisa desdentada y carente de esperanza.

—Calla, Viejo, nos van a oír y nos van a joder.

Poco a poco, en el centro de la pared de andrajos se fueron dibujando figuras, al principio temblorosas pero en seguida bien contorneadas, de algo parecido a letras hechas con llamas azules. Un olor a pólvora inundó el patio, como ocurría siempre. Después se perfiló definitivamente un nombre y un apellido.

Por detrás Ron oyó los lamentos de alguien, que con toda seguridad serían del mencionado. Se imaginó a dos de sus compañeros que se habían librado sujetando por los hombros al desgraciado para acercarlo al cuartel, los murmullos y chapoteos de un torpe e inútil forcejeo.

Le llevaron llorando hasta la puerta de la cosechadora y le metieron dentro, al fondo de un pasillo sin luz. Una vez allí, ya no se veía ni se oía nada.

Y esa era la comida que tendrían hoy.

Atronaron de nuevo las sirenas y la gente se fue dispersando. Ron apretó los dientes y mirando el túnel oscuro recordó la única vez que había sido castigado por acercarse demasiado a la verja. Le llevaron dos prisioneros a través de ese mismo pasillo. Intentó negociar con sus captores pero sabía que era inútil.

Detrás de un recodo estaba su destino.

Frente a él había otro túnel, algo más estrecho. En el suelo había unas planchas de metal como las traviesas de una vía de ferrocarril, pero ni dispuestas paralelamente ni todas del mismo grosor.

De la oscuridad apareció la cosechadora. Era tan grande como una máquina de tren, alta y compacta. Estaba cubierta por la misma especie de tela de retales de saco, cuerdas enredadas y mechones de pelo que la pared del mensaje. En la parte delantera inferior había dos piezas móviles en forma de hojas de tijeras y en la superior una púa afilada que pendía de una pata articulada como la de una araña. En el centro había una esfera reluciente y translúcida.

Ron sabía lo que le esperaba. Todo el mundo conocía las tablas de castigos como una oración, estudiada desde tiempos imposibles de recordar. Acercarse a la verja, cosechar dos dedos.

Sin darle tiempo a reaccionar la cosechadora lanzó su apéndice en tijera y le cortó el dedo meñique y el anular con un solo chasquido metálico.

Ron recordaba el dolor como un resplandor brillante y un pinchazo agudo. Abrió los ojos y se encontró ya solo en el patio bajo la lluvia, mirando su mano mutilada. Aún podía notar los dedos ausentes.

Cuando no tenían que estar en formación, era obligatorio mantenerse en cuclillas o de rodillas. El chapoteo del agua de la lluvia casi le llegaba a la boca.

—Los hijos de puta que nos tienen aquí encerrados nos odian —dijo el Viejo.

Ron se dio cuenta de que estaba ahí.

—¿Odiarnos, por qué? —dijo Ron, entre dientes— Yo no le he hecho nada a nadie.

—Esta forma de torturarnos… no sacan nada de nosotros, no les servimos para nada, solo quieren hacernos sufrir. ¿Qué nos hacen? Nos mantienen el mayor tiempo posible despiertos y conscientes, pero privándonos de los sentidos arrancándonos los ojos, los dedos y la lengua. ¿Luego, qué? Mira a ese —señaló a un tipo encogido, sin ojos, que movía la cabeza de un lado a otro de forma estúpida—. ¿Qué vida le queda? ¿Para qué?

La lluvia empezó a caer más fuerte.

Ron se quedó mirando al agua embarrada dar saltitos inútiles.

Sonó de nuevo la sirena. Se fue formando una fila a partir de un muro de piedra que tenía un agujero redondo en el medio. Era la hora de comer.

De uno en uno, del agujero fueron cayendo unas piezas rectangulares de medio palmo, que los hambrientos desharrapados cogían como podían, unos con dedos y otros sin ellos. Finalmente cayó en manos de Ron su trozo de comida. Era, como todos, una pieza impecablemente recortada, a una temperatura algo tibia para que la grasa no estuviese demasiado correosa. El trozo de Ron tenía una oreja y un mechón de pelo. El resto era tejido uniforme y sin rasgos.

—Vaya, te ha tocado una oreja —dijo el Viejo— Menuda suerte.

—Sí, es una suerte —dijo Ron. Se llevó a la boca su ración y tenía el sabor de siempre, opaco, sordo, grumoso, el mismo maldito sabor que había tenido desde hacía años y años.

—Mi trozo es mucho peor —dijo el Viejo, y era verdad, porque estaba formado por nervios y tejido conjuntivo y tubular.

—Quiero morir —dijo Ron.

—Toca exploración de cavidades —dijo alguien.

Fueron formando indolentemente en el patio, y cuando estuvo casi todo el mundo se bajaron los pantalones y se pusieron en cuclillas. Estuvieron un rato así hasta que llegaron los inspectores, que no eran más que otros prisioneros como ellos a los que les habían encomendado la tarea. Antes Ron les llamaba traidores y vendidos, pero ya había entendido que era imposible negarse.

Lento y fatigoso el proceso se fue completando. A veces le hacían daño y a veces no, y esa vez fue de las que no.

—¿Ves lo que te digo? —dijo el Viejo—. Es imposible que llevemos nada metido en el culo. ¿Qué íbamos a llevar? Todo esto es para hacer que nuestra vida sea más insoportable.

—¿Te acuerdas de antes? —dijo Ron.

—¿Qué antes? —dijo el Viejo.

—Yo no.

—Si quieres morir, yo sé lo que puedes hacer —dijo el Viejo, despertando a Ron de su letargo.

La lluvia continuaba castigándoles sin piedad. Además, ahora había relámpagos silenciosos bajo una espesa capa de nubes casi negras.

—¿De qué hablas?

—Conozco un sitio donde crecen setas venenosas. Azules como el cielo. Un puñado de ellas, y zas, tieso como una tabla.

Ron miró a su alrededor por si alguien estaba observando y no vio a nadie, aunque eso no significaba que no estuvieran.

—Cuenta.

—Pasa el cuartel y las tres filas de barracones. Gira a la derecha y verás otro cuartel con sus correspondientes barracones. Camina más allá de todos ellos y llegarás a un cerro. Rodéalo y allí las tienes.

—Chocheas, Viejo.

Ron caminó en cuclillas hasta el final del muro del cuartel; miró tras la esquina y, sintiéndola vacía, se incorporó para poder estirar un poco las piernas y trotó hasta el primer barracón. Anduvo con la espalda pegada a la pared hasta la siguiente esquina, trastabillando entre los pegotes de barro que se iban formando alrededor de sus pies. Así, trabajosamente, fue transformando la narración del Viejo en espacio recorrido.

Llegó al cerro. Corriendo temerariamente lo rodeó y se tiró en plancha hasta el suelo. Tragó barro y trozos de hierba en descomposición y se quedó quieto.

Buscó con la mirada las setas. Su respiración atronaba.

Al lado del tocón de un gran árbol había un puñado de bolitas como huevos de pájaro, de un azul brillante, como un efecto óptico pintado sobre el paisaje en blanco y negro.

Se incorporó, corrió hacia ellas, se lanzó al suelo con las manos abiertas y se hizo la oscuridad.

Cuando Ron abrió los ojos sintió un gran dolor en la nuca. Estaba en una sala que le resultaba familiar pero que su mente se negaba a reconocer. Intentó cerrar los brazos pero algo que se ocultaba en la negrura se lo impedía. No. Esto no.

Un chirrido metálico acompañado de un golpeteo de pasos sonó justo frente a él. Patas articuladas y hojas de tijera se movían rápidamente como un hervidero de insectos. El ojo central de la cosechadora emitió una luz lechosa.

Y como un fogonazo vino a su mente la tabla de los castigos: intento de suicidio, cosechar todos los dedos, la lengua y ambos ojos.

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017