Quien vive por siempre – Reed.

 

Por  Laura López Alfranca

La ligera llovizna caiga y desaparecía al contacto con las ascuas, que intentaban mantenerse vivas lamiendo lo poco que quedaba de los cuerpos carbonizados. La guardia eclesiástica comenzó a retirar los cadáveres haciendo crujir cuerdas, madera y cuerpos por igual, para luego arrojar aquellos amasijos al suelo. Les vio acercarse a estos con la famosa daga de plata, y mientras rajaban y quitaban la piel ennegrecida, observó al Padre Havin sonriendo con los ojos verdes inyectados en sangre. A veces dudaba si cuando condenaba a alguna chiquilla a la hoguera parpadeaba siquiera… era como si no deseara perderse ni un solo segundo de aquel grotesco espectáculo.

Oyó los cuchicheos tras los altos e improvisados muros de madera; las familias de las condenadas rezaban esperando que el cura declarase a sus hijas inocentes y pudieran enterrarlas en camposanto. Su último consuelo… que dudaba que recibiesen.

Los soldados sostenían las planchas de madera con tan férrea voluntad, que conseguían que ni la muchedumbre furiosa pudiera ver los resultados de los exámenes.

—Lo sabía.

Al sentir el triunfo del Padre Havin, se giró para ver cómo dentro de una de las chiquillas se encontraron el cuerpo inmaculado de una criatura de la magia; la otra sólo era una inocente más asesinada por superstición.

—Prepare su engrudo, señor Kelwin —le ordenó, mientras hacía que sus hombres trajeran sus utensilios—. Quiero dos nuevas estatuas para la iglesia y cuanto antes las tenga, mejor.

Le vio salir del cerco y antes de que cualquier curioso pudiera saber qué ocurría, los guardias les apartaron sin conmiseración. No pudo percibir las palabras del veredicto de ambas chiquillas… pero sí los gritos de dolor como si de truenos se tratasen, rompiendo el obligado silencio del pueblo.

Se sentó en el suelo a llorar mientras veía cómo los soldados iban cortando la cabeza de ambas chicas, para luego coser este miembro al cuerpo de la otra y después, trocear todo el conjunto, evitando que se mezclasen ni una pequeña gota de sangre de los nuevos engendros. Se decía que si no se hacía esto, la bruja se alzaría para perseguir a sus asesinos. Suspiró, dudaba que fuera cierto… pero ¿qué iba a hacer? No podía enfrentarse al Padre Havin, no deseaba morir. Vio cómo trituraban ambos cadáveres al extremo, para luego mezclarlo con un líquido negro. Sabía de memoria el proceso y aquellos seres eran capaces de hacerlo con una precisión inhumana, nunca había encontrado resto alguno mientras hacía su trabajo.

Volvió a mirar cuando al contacto con la piel, carne y sangre humanas, la oscuridad del engrudo se tornaba en un blanco inocente y brillante. La mezcla se secó y así se creó el bloque de piedra con el que trabajaría después. A esa roca se le llamaba de cientos de formas poéticas y tristes.

Los servidores eclesiásticos cogieron las piedras y las llevaron hacia su estudio, Doleán Kelwin, el escultor… el mal nombrado redimidor de brujas, les siguió.

Una gota de lluvia le dio en la nuca y alzó la vista para encontrarse con esas expresiones suplicantes, que le pedían que esculpiese sus ataúdes mostrando cómo eran de verdad aquellas pobres infelices. Él lo sabía: unas santas. El sacerdote tendía a matar a las muchachas más virtuosas, aquellas que eran un ejemplo para la comunidad incluso en aquellos tiempos tan aciagos. Ante él, cientos de rostros grises se extendían sobre un pueblo, antaño hermoso y vivo, ahora oscuro y silencioso. Miradas implorando, odiándole o sintiendo lástima de su trabajo, mientras que la marea oscura de guardianes de la religión los apartaban, consiguiendo protegerle de sus jueces. Completamente cubierto… negro contra desesperación… todo negro… tragó saliva ante aquella sensación asfixiante de silencio y desesperanza. Lo único que brillaba en aquel horror era la iglesia, adornada con las estatuas que él había creado: blancas, sonrientes, inocentes… ajenas a todo el dolor que habían dejado atrás. Taciturnas, pensativas o juguetonas.

Todas creadas a petición expresa del Padre Havin, que se negaba a tenerlas en camposanto, ni tampoco a enterrarlas en el bosque donde los seres mágicos podían llevarse los cuerpos. No, la única solución a su juicio era convertirlas en estatuas que adornasen el edificio de Dios, con aquellas grotescas posturas para alejar y molestar al mal que las poseyó. Según su lógica, como el alma acabaría por consumirse en el infierno, al menos su cuerpo viviría para siempre sirviendo al Señor.

Sin duda alguna, pensó, la alegría lleva mucho tiempo sin pisar este lugar maldito, así que debe sentirse feliz por haber ganado.

Todos sabían que las condenadas tenían algo más en común, aunque no se atrevían a decirlo. A la llegada de aquel hombre de Dios obsesionado con la limpieza del espíritu, comenzó a prohibir las fiestas, los bailes y las canciones, ya que, según su rama de la religión, eran terribles pecados disfrazados como inocentes y banales, que volvían la moral laxa y predispuesta a maldades mucho peores. No era el más peligroso, tampoco el más radical… sólo el que más éxito tenía encontrando seres mágicos entre la población, consiguiendo inflar su ego y desatarse sobre sus cabezas sin control.

Aún recordaba cómo al principio, a la llegada de ese hombre, las jovencitas se reían y cuchicheaban al verle pasar hablando de su hermosura; los niños tiraban de su sotana para llamar su atención y los más mayores le trataban como el jovencito que era. Fue entonces, cuando comenzó a castigar a todos públicamente, que se dieron cuenta que aquel no era como su antiguo párroco, al que todos adoraban y que había nacido en el pueblo. Aquel hombre se había propuesto eliminar todo contacto mágico, algo muy complicado al vivir tan cerca de otra realidad. Las hadas y los duendes se habían mezclado con los humanos… no existía nadie puro o, al menos, eso creían todos los aldeanos. Él había visto que algunas de aquellas chiquillas que se habían quemado por completo no albergaban a ningún otro tipo de ser bajo su piel… pero al necesitarlas para atar los cuerpos mágicos y que no reviviesen, las condenaba al instante. Obviamente había sido listo y escogió a aquellas que también se habían revelado a sus prohibiciones y promesas de condenación eterna, yendo a bailar y cantar por las noches con los seres mágicos. Incluso se hablaba de fornicación, pero, aunque fuera verdad ya poco importaba. Aquella inocente rebelión se había quemado y ahora, las que quedaban vivas se escondían o huían del pueblo a lugares más seguros.

Los guardias dejaron los dos bloques como él les pidió. Estudió su mísero piso… sólo tenía una cama, un lavabo, un calentador y su arte. Era pobre a causa de su culpabilidad, que le llevaba a dar todo aquel dinero que ganaba haciendo esculturas de las hijas de las familias pudientes. Usaba las sobras de aquel mármol funerario, que al ser tratado en una estufa, se juntaba y formaba nuevos bloques. Un pequeño consuelo para las familias que no podían llorar a los cuerpos de sus niñas bajo pena de muerte…

Levantó varias tablas del suelo y sacó el trozo de piedra muerta donde grababa los rostros de todas las fallecidas, por si algún día alguien se daba cuenta de aquel horror y permitían que fueran enterradas con sus familias. Era lo único que se le ocurrió para salvar tanto a pobres como a ricas.

Cuando acabó de grabar los dos rostros, se levantó y comenzó a golpear uno de los bloques dejándose llevar por sus herramientas.

Una vez, en una de esas pocas noches en que las chicas salieron a bailar y cantar a la luna llena, las siguió. En aquel momento, con su valor y su inocencia, le parecieron increíblemente hermosas… no del tipo de criatura que habitaba tras los cuerpos de chicas bajitas o gorditas o altas o delgadas… no, de aquella que sólo puede irradiar un ángel.

Sintió las lágrimas fluir libremente, pero no se detuvo. Todo era parte de la costumbre.

Siguió tallando, recordando sus voces cantar aquel himno, el sudor empapando sus vestidos; sin mostrar nada de carne, tan sólo brillando, siendo libres, no como todos los demás.

Las esquirlas le dieron en la cara, pero no se frenó.

Era capaz de ver sus rostros sonriendo, riéndose… las últimas carcajadas inocentes de aquel lugar oscuro…

Cuando acabó estudió sus obras. Una miraba al suelo con una sonrisa, cuando la colocaran, parecería que estaba sentada y observando a los que quedaron detrás. La otra extendía sus manos al espectador y sonreía ampliamente, con esperanza. Sólo era capaz de hacer aquellas maravillas cuando la piedra tenía un alma para guiarle, si no era un artista mediocre y sin talento.

Miró por la ventana y comprobó que ya estaba empezando a amanecer. Había estado horas trabajando y aún quedaba pedir que se llevaran sus obras de su casa. No soportaba que aquellos ángeles indulgentes le mirasen dormir, como si fueran capaces de perdonarle sus pecados.

Cogió su abrigo y caminó por los caminos de tierra. Unos martillazos le hicieron levantar la cabeza para ver con perplejidad, cómo la guardia eclesiástica estaba apuntalando las ventanas con tablones de madera. Corrió a la plaza consiguiendo que sus pasos resonasen al pasar de la arena a la piedra y allí vio a los vecinos pidiéndole explicaciones al Padre Havin.

—Hermanos, debéis entender que es por vuestro propio bien —dijo sin casi alzar la voz. Era capaz de hacer que una multitud bulliciosa se callara a causa del miedo—. Pronto será la noche de San Juan y como ya sabéis, son las horas preferidas de las brujas y demás seres impíos.

Doleán suspiró como única respuesta. ¿Qué más daba? Nadie podía negarle nada a ese hombre, así que mejor dejarle hacer su perversa voluntad; aunque antaño aquella era la fiesta que con más ansia se esperaba en el pueblo.

El escultor pidió a algunos de los soldados que trajeran las nuevas estatuas y mientras aguardó allí, mirando cÓmo algunos de los hombres se revolvían e incluso luchaban contra los hombres de piedra del cura.

Sólo se calmaron al ver a los lacayos de la iglesia venir con sus nuevas obras. Todos miraron cómo las colocaban, en silencio, como si estuvieran en un funeral. Y cuando las jóvenes estuvieron en los lugares donde descansarían eternamente, fue como si el edificio brillase con mayor intensidad, intentando llenar de esperanzas los corazones marchitos que lo observaban.

Antes de que pudieran siquiera comenzar los sollozos, los habitantes fueron conducidos a sus casas donde las puertas fueron selladas con más tablones. Abrió la entrada cuando se marcharon, se asomó por entre las rendijas y se encontró con los ojos oscuros de la mujer que vivía enfrente de él, la hermana de una de las chicas. Era joven, pero tanta pena y sufrimiento la habían envejecido hasta encanar sus cabellos y arrugar su blanca piel.

—Si alguien prendiera fuego al pueblo nadie podría escapar —aseveró su vecina con voz neutra—. Esto se convertiría en un infierno.

—¿Más de lo que ya es? No, sabe que nos salvarían. Dejarnos morir y descansar sería demasiado para ese demonio de hombre —ambos quedaron en silencio y cuando decidieron despedirse, ella sólo dijo una frase.

—Añoro todo lo que hemos perdido. Ojalá pudiéramos recuperarlo.

—Yo también.

El escultor se tumbó en la cama y se durmió. No hubo sueños ni pesadillas, pensaba que alguien sin esperanzas no tenía derecho a algo así.

De pronto, no supo a qué hora ni en qué momento, escuchó un tablón caer y unas risitas resonando ante la puerta de su hogar. Abrió los ojos, se incorporó y en el hueco que dejaba la madera, pudo ver una luz blanca iluminando su mísera casa. Los ruidos de las tablas al ser arrojadas a un lado siguieron, como la charla entre aquellas voces femeninas y risueñas. Luego oyó cómo echaban a correr y aunque pensó que lo sensato era no moverse, se acercó y abrió la puerta.

Se encontró con su vecina, que observaba cómo esa intenta luz se alejaba bajando las escaleras.

—Venid, venid —reconoció a una de las jóvenes brujas en aquella advertencia.

—Vamos a llegar tarde a la fiesta.

Sin dirigirse ni una palabra o mirada, ambos corrieron tras aquellas apariciones y al llegar a la calle, se encontraron con algo extraño: los ángeles habían descendido de la cornisa y se movían guiando a aquellos habitantes que se habían aventurado a seguirlas. Sonreían y reían sin malicia, esperando o ayudando a los que no eran capaces de ir más deprisa. Tal y como eran en vida… ni aún siendo almas de piedra dejaban de tener corazones de algodón.

Doleán sintió cómo sus labios sangraban al ensancharse su expresión; dolía tanto que sus ojos lloraron, aunque no estaba seguro de cuánto era debido al sufrimiento y cuánto a la alegría. Corrió siguiendo las figuras a la plaza, donde una intensa luz brillaba y la iglesia iluminaba la oscuridad de la noche sin estrellas.

Allí vio cómo los ángeles cantaban y bailaban junto a compañeros humanos. Casi gritaban alegres, como si no importase quién pudiera oírles y castigarles. Una de ellas se acercó a él y cogiéndole de las manos le miró suplicante.

—Por favor, Señor Kelwin, baile conmigo —era Isadorah Connwork. Una niña dulce que, hasta el día de su muerte, le persiguió para que danzaran juntos—. Me lo debe, en la última fiesta se negó.

—Tienes razón, es lo menos que te debo.

La siguió hasta la plaza saltando, ya que no sabía moverse con gracia. Todos chocaban con todos, fueran niños o mayores, hombres o mujeres; tan sólo importaba volver a vivir de nuevo, cantar y divertirse como llevaban sin hacer desde… demasiado tiempo.

De pronto hubo un grito y todos se vieron rodeado por un círculo de llamas que iba avanzando contra los que festejaban aquel día. Hubo empujones, gritos y desesperación; aun a pesar de la mala vida nadie deseaba morir. Algunos intentaron atravesar el fuego, justo después escuchaban sus gritos desesperados al otro lado, hasta que se silenciaban y les precedía aquella quietud encogían más el alma que los últimos estertores; era entonces, en el momento en que volvía la calma, cuando comprendían que la única forma de sobrevivir, era intentar permanecer en el centro del cerco costara lo que costara. Escuchó a pequeños y ancianos llorar al verse pisoteados por los más fuertes, todos se empujaron unos a otros, incluso aunque cayeran en el fuego.

Cuando todo parecía perdido, los ángeles volvieron a cantar con alegría calmando sus corazones, para luego darles la mano entre la humareda para hacerles quedarse quietos y por encima de sus cabezas, pudieron ver al Padre Havin mirándoles furioso.

—¡Os concedí limpiar vuestros pecados! ¡La vida eterna! ¿¡Y es así cómo me lo pagáis!? —Doleán tosió y sintió sus ojos llorar.

Ellas no respondieron, tan solo siguieron cantando con fervor aquel himno, mientras las llamas iban acabando con todos los vivos que allí había. El escultor notó cómo la piedra de la mano se derretía contra él, pero el rostro del ángel le miró sonriente.

—¿No lo ves? Nosotras tenemos alegría, somos libres… por eso viviremos por siempre sin necesidad de un cuerpo de roca, ni de una lápida con nuestro nombre.

Le dio la razón. Aunque ellas habían vivido menos tiempo, habían sido más felices que todos aquellos que se habían acobardado ante el padre Havin. Alzó la vista y vio cómo las cenizas de los que iban cayendo cubrían el blanco edificio de la iglesia, ennegreciéndolo, llenándolo de horribles formas que delataban que, en aquel lugar santo, se había instalado el mal. Nadie dejaría que algo tan horrible continuara, pensó, nadie podría quedarse impasible…

© Copyright de Laura López Alfranca para NGC 3660, Noviembre2017