—¿Llegó el técnico? ¡Cómo tardaste, borgo puto!
Al ver al borgo, el jefe apenas sonrió. El sudor le perlaba la frente y los cachetes, y sus ojos, curiosamente bovinos, se hundían cada vez más en ese rostro congestionado. Presa de un tic espasmódico, su índice derecho subía una y otra vez, como el gancho de una grúa. Quería aflojar el cuello de su camisa, ceñido por una de esas corbatas miméticas que van tornasolando para combinar con las paredes o con la alfombra. Pero aunque tironeaba, su papada grasienta seguía estrangulada por el desprolijo nudo tudor. En ese momento, la camaleónica seda italiana reproducía el logo de Sonilex & Cía., estampado innumerables veces sobre los muros y los tabiques enmoquetados: un cerebro sangrante aserrado por la plica de una semifusa. Sonilex suena más fuerte.
Siempre observé al jefe con atención. Tal vez porque el aborrecimiento también se alimenta con detalles nimios. La forma en que se le aflautaba la voz cuando gritaba. Su invariable mal humor. La manía de sacarse los mocos de la nariz con los dedos. Sus anteojos eternamente sucios.
En fin, se esforzaba por hacerse detestar. Era un mal bicho con un carácter de mierda. Un tipo desagradable al que —gracias a la omnipotencia que es moneda corriente en su clase— no le importaba hacer gala de su obesidad. Un explotador, verdadero hijo de una gran puta. Resumiendo: era un biocomponente clase A, con todas las fanfarronerías propias de su casta.
Pero si todo salía bien —y hasta aquí todo había resultado según lo planeado—, no tendría que aguantarlo más.
Como estaba previsto, una hora antes el Soporte de Enlace Vital de mi puesto de trabajo había fallado. El muy turro se puso insufrible, algo que también habíamos calculado.
—¿Una hora hasta que venga el técnico? ¡La reconcha de la lora con estos borgos de mierda! —Me amenazó con un puño redondo y pálido, casi sin nudillos, y agregó—: ¡Más vale que no decaiga el nivel de productividad, Fareccia!
Luego de bendecirme con esa voz chillona, que podía crispar al más paciente, se metió en la oficina, rematando la sarta de rezongos con un portazo. Sé que Lomaxx, Iturriarte y los demás se habrían abalanzado sobre mí si se lo hubieran permitido las correas, los filamentos, el suero intravenoso y las sondas uretrales. Un SEV roto no era cosa de todos los días. Casi podía sentir cómo se estremecían de envidia, mientras bizqueaban frente a sus monitores retinianos, atados a las sillas. Sus dedos volaban sobre los teclados captores —que reconocían las huellas digitales y el ADN del usuario y chillaban estrepitosamente si permanecían sin ser aporreados durante un lapso mayor a diez segundos—. Una manga de boludos tiranizados que se contentaban con su existencia desdichada. Pero ninguno de ellos podía achacar esa resignación de corderos a su clase.
Observé el monitor. En el LifeScan mis signos vitales eran líneas rectas que discurrían sin interrupciones. Según el SEV, yo había muerto. Los filamentos que me unían al microordenador habían dejado de temblar y colgaban inertes. Los receptáculos implantados en mi piel ya no enviaban ninguna señal al hardware de interfaz. Aflojé las correas y me desenchufé, como si fuera la hora de salida. La sensación era indescriptible. Por primera vez en dos años podía estar sentado frente al monitor retiniano sin hacer nada, vagueando sin temor. Mi presión arterial no aumentaría hasta el borde del infarto, ni una hipoglucemia fulminante me amenazaría con un coma. Miré las pilas de facturas amontonadas a mi alrededor y contuve una carcajada. Le hice un corte de mangas al monitor, que permaneció silencioso, hasta que se ennegreció para mostrar el cerebro que seguía siendo despedazado por la semifusa psicópata. Hubiera deseado que mis dedos mayores fueran más largos y gruesos —como los del borgo que vendría a examinar mi SEV— para que el estereofónico fuck you que apunté a la oficina de mi jefe se adecuara a su enorme culo de hipopótamo.
Estiré las piernas y entrelacé las manos detrás de la nuca. No había ningún maldito dispositivo que controlara la cantidad de formularios que cargaba en el sistema, fustigándome como si fuera un esclavo, capaz de obstruirme la aorta si no alcanzaba las metas de productividad.
Aunque mi recreo se acabó con la llegada del técnico, me alegré, porque faltaba poco para alcanzar el objetivo. Ahora tenía frente a mí a un impasible borgo que inspeccionaba mi puesto de trabajo, y al neurasténico de mi jefe, impaciente por verme encadenado otra vez. Fingiendo desgano, volví a encastrar los terminales en mi piel, me ajusté la sonda uretral e inserté otra vez la aguja del suero en mi muñeca.
Luego de reiniciar el software, y de desmantelar el microordenador por completo y volver a montarlo, el borgo sentenció:
—SEV en perfecto estado.
—¡Pero eso no es posible! ¿No ve que Fareccia está muerto para la máquina? —Con una mano, la bola de grasa señaló las líneas rectas del LifeScan, mientras que con la otra se restregó los húmedos ojos de vaca—. ¡Algo anda mal en ese puto SEV!
Mi jefe estaba fatigado, tenía la cara amoratada y tironeaba del cuello de su camisa sin parar. Todos signos alentadores.
—Posible error en la actualización de la historia clínica del biocomponente del puesto de trabajo. Verificación necesaria —respondió indiferente el borgo. Y se quedó viéndome.
—Qué mirás.
Pero el técnico seguía inmóvil y callado.
—¡Qué boludo sos, Fareccia! ¡Correte! ¿No ves que tiene que usar tu teclado?
—Ah —contesté de mala gana. Sin desconectarme, me levanté del sillón con rueditas y lo empujé hacia atrás con el pie. El hipopótamo balbuceó un par de insultos al ver el asiento vacío deslizándose, con las correas colgando. Escondí la sensación de triunfo detrás de mi mejor cara de idiota.
Los dedos largos y plateados del borgo relumbraron sobre mi teclado, que no distinguiría a ningún usuario hasta que lo configuraran de nuevo. En el monitor apareció el historial médico de mis veinticinco años de vida, desde la inseminación en un tanque amniótico clase D hasta la colitis de la semana anterior.
Uno los ve tan rápidos y eficientes a estos borgos que se pregunta por qué no hacen ellos todo el trabajo. Pero el gobierno dice que su fabricación y mantenimiento cuestan una fortuna. Que los puestos de trabajo en los que se emplea a los biocomponentes son más rentables. Los borgos sólo se encargan de las labores de precisión y los oficios burocráticos, para los cuales son convenientemente morosos y leguleyos. En cambio, toda tarea monótona y peligrosa la hacemos nosotros, bajo la estricta vigilancia del SEV. Somos mano de obra barata y renovable: los tanques no cesan de parirnos.
—Historia clínica del biocomponente clase D Mariano Fareccia sin datos erróneos.
Miré al borgo a los ojos:
—Biocomponente tu abuela, chirimbolo del orto. Soy un hombre, de carne y hueso.
Entonces mi jefe estalló. Gritó, revoleando los brazos como para sacudirse la rabia:
—¡Este borgo me está tomando por boludo! Si el SEV de Fareccia no está descompuesto y su historia clínica no presenta error, ¿cómo es posible que, estando él conectado a la puta máquina, el LifeScan no pueda monitorear sus signos vitales? ¡Decime, robot de mierda! ¡DECIME CÓMO ES POSIB…!
Una embestida de toses desgarradoras lo interrumpió. Se estaba asfixiando. Habíamos supuesto que el mal bicho sería duro de voltear, pero yo no lo aguantaba más, así que puse en marcha el plan de contingencia.
Salté hacia el puesto más cercano, desenchufándome de un tirón. Caer sobre Clementi, la mina «difícil» de la oficina, me ayudó a ignorar el intenso dolor en la muñeca. Una clase C despampanante. Qué pechos, qué piernas. Bendito el tanque que la formó. Desconecté su teclado y ella me clavó una mirada desorbitada.
—¡FAREC-C-IA…! ¿Qué hacés? ¡La con-cha de tu mad-dre…! —Las puteadas de la bola de grasa sonaban más aflautadas que nunca. Mientras el borgo trataba de ayudarlo, yo proseguí con mi labor, insensible a sus insultos, pero no por ser obsoletos —hace décadas que nadie proviene de un vientre femenino, y no hay cosa menos parecida a una vulva que un tanque amniótico—, sino porque mi misión ya casi estaba cumplida. Seguí con Vrandeker, después Lomaxx, luego Iturriarte… En cuestión de segundos, todos los empleados del sector se paralizaron en sus puestos. Estaban aterrados. Los teclados empezaron a quejarse y los monitores se oscurecieron, mostrando el sanguinario logo de Sonilex.
Por fin el hipopótamo se desplomó de culo. Su pecho crujía tan fuerte que competía con los teclados. Me acerqué a él y vi que en su cabeza latían, inútilmente, unas venas azuladas. Una urticaria supurante iba cubriendo su piel.
Ya estaba hecho. Ayudé a los pobres diablos a conectarse antes de que el SEV los reventara por perezosos.
Más tarde se informó que el mal bicho murió a causa de un choque anafiláctico. ¿Qué clase de jefe no podía mantener el rendimiento de su sector? El SEV inalámbrico —propio de los de su clase— había esperado más de dos horas desde la caída del nivel de productividad. Pero le asestó el golpe fatal unos minutos después de que los números habían descendido por debajo del límite.
No me arrestaron, ni hubo proceso judicial alguno, tal como lo habíamos anticipado. El borgo —cuyo testimonio no tiene validez en los juzgados de Montebaires— y los dóciles lameculos de mis compañeros alegaron que me vieron causar disturbios en la oficina. Sólo eso, lo que fue suficiente para que Sonilex me despidiera sin indemnización alguna. (Aunque logré sacarles una veintena de equipos Nanowave, unas maravillas nanotecnológicas que, una vez inoculadas, colonizan tus tímpanos. Es verdad que Sonilex suena más fuerte).
No pueden acusarme porque no hay jurisprudencia. Y los borgos son legisladores parsimoniosos, carentes del sentido de la urgencia. En todo caso, el verdadero homicida es el gobierno. O el hijo de puta que inventó el SEV. De vez en cuando hay que darles una cucharada de su propia medicina.
En realidad, deberían inculpar a mis prostaglandinas nuevas, que inhibieron las conexiones de mis tejidos con la interfaz, cegando al LifeScan. Ahora que la glándula artificial ha sido probada, no tardaremos en implantarla en todos los miembros de la Resistencia. Poco a poco nos vamos tecnificando.
Siempre estaremos agradecidos al hipopótamo. Dio su vida por la revolución.
© Copyright de Néstor Darío Figueiras para NGC 3660, Octubre 2016