Por Carlos Romeo
De repente te despiertas y te das cuenta de que es muy tarde. Te lavas, desayunas, dejas la cama sin hacer y el desayuno sin recoger porque vas muy retrasada. Ya en la calle casi corres, aunque te suponga un gran esfuerzo, pero es que no puedes dejar de ver a tu hija. El camino no es que sea ni muy largo ni muy corto, pero te cuesta. La fatiga te vence y no puedes más. Es tan duro que debes parar. Entras en el parque y te sientas a descansar.
Súbitamente la fatiga y el dolor cesan. Es como aquella laxitud que sentiste mientras te desangrabas tras tu segundo parto y te dejas llevar. Ya no hay dolor, ya no hay angustia.
Rememoras escenas de tu vida como cuando jugabas a tocar el piano sobre el mantel cuando eras niña. Recuerdas los gruesos libros que te ponías sobre el abdomen, tumbada en el suelo, para ejercitar el diafragma. Vuelven a tu memoria las partituras con las que acudías a los recitales y también las lecciones de piano. Aparece la imagen de aquel joven ingeniero el día que le conociste. Te emociona tu primer embarazo. Evocas tu llanto al llegar a Helsinki en 1938 desde Carelia. Revives con horror los bombardeos de la Guerra de Invierno. Te desgarra tu viudedad.
Entonces recuerdas que tu hija está enferma y no quieres marcharte.
***
Me acerqué a la mujer sentada en un banco del parque y le hablé.
—Mummi —así me dirigí a Hilja, mi abuela—. Despierte.
Ella se sobresaltó, levantó su mirada y frunciendo el ceño me observó con una mezcla de prevención y curiosidad.
—¿Quién es usted?
—Hola. Me llamó Karl y aunque le parezca sorprendente soy su nieto, el único hijo de Lisbeth.
—Sé muy bien que eso no es verdad —me dijo mientras se incorporaba separándose de su cuerpo—, usted no tiene edad para ser mi nieto ¿sabe? Lisbeth no ha tenido ningún hijo.
—Y yo sé por qué está usted en este parque —le dije—. Lisbeth está ingresada en el hospital y está muy enferma —ella asintió asombrada—. Esta mañana, como se le hizo tarde, dejó la casa sin arreglar y se fue corriendo a verla. En un momento dado no pudo más por el esfuerzo y se sentó en este banco. ¿No es así?
—¿Cómo es que sabe todo esto de nosotras? Me ha espiado y me ha seguido. ¿Qué quiere usted?
—Hilja, soy su nieto y fue mi madre quien me contó todo esto.
—¡Déjeme en paz! —exclamó emprendiendo el camino hacia el hospital—. ¡No se acerque!
La dejé marchar sabiendo lo que iba a pasar. Cuanto más se esforzaba en ir hacia el hospital más se alejaba de éste. Cuando llegaba a la salida más cercana a la dirección deseada, ella se daba cuenta de que estaba justo al otro lado. Pasado un momento cejó en el empeño y se quedó de pie, angustiada y casi llorando. Me acerqué a ella de frente para que me viera venir.
—¡Usted otra vez! —gritó al reconocerme—. ¡Ya le dije que no se me acercara! ¿Qué está pasando aquí?
—¿Quiere saberlo? ¿En serio? Por favor Hilja, mire dónde estaba sentada hace un momento.
Al hacerlo se quedó atónita. Se acercó lentamente al banco para encontrarse con que veía en éste a una mujer mayor y algo obesa. Estaba sentada con los ojos cerrados y una sonrisa. No respiraba. Estaba muerta y era ella misma.
Hilja se miró las manos, la ropa. Tocó a la mujer del banco intentando despertarla, pero no tuvo éxito. Me buscó con la mirada con un interrogante en el rostro.
Asentí con un gesto.
—¿Podemos hablar? —le pregunté—. Tengo algunas respuestas que ofrecerle, si usted quiere.
—Entonces ¿ambos estamos muertos?
—Sí. Es así. Tengo que admitirlo.
Ella quedó en silencio un instante sosteniéndome la mirada. Asumir los hechos pareció serenarla.
—¿Podríamos tutearnos? —le pedí—. Me cuesta mucho hablarle así a un familiar.
—Sí. Creo que será mejor. ¿Puedo ver a Lisbeth?
—No Hilja. Aquí y ahora no; pero sí un poco más tarde. Estamos, y al mismo tiempo no estamos, en el Helsinki de 1956. Nos encontramos en un lugar a mitad de camino entre lo que dejamos y lo que nos espera. Yo lo llamo la Ciudad Invisible. Has estado atrapada en ella, en la indefinición entre dos mundos.
—¿Por qué me ha pasado esto? ¿Cuánto tiempo he estado aquí Karl?
—Creo que no te fuiste del todo por el amor que le tienes a tu hija. No tiene mucho sentido hablar de tiempo. Desde mi punto de vista son unos sesenta años, desde el tuyo es sólo un instante. Aquí las leyes que rigen estas cosas no son como en el mundo que abandonamos.
—¿No nos ve nadie?
—Normalmente no nos ven, pero sí nos sienten ¿no has visto nunca a alguien que de pronto cambie de dirección o que dé un rodeo sin que hubiera un obstáculo delante? Han sentido algo. Algunas personas excepcionales, muy pocas, sí son capaces de vernos; pero no hay ninguna por aquí. También es posible aparecer y ser vistos, confundidos entre los seres vivos. Yo prefiero moverme así para poder interaccionar con las personas.
—¿Y ahora qué hacemos? —me preguntó Hilja.
—Tenemos que irnos, pero no hay mucha prisa.
—Irnos, ¿a dónde?
—A Viipuri, claro.
—Ya sé que te lo acabo de preguntar pero ¿puedo ver a Lisbeth o pasar por mi piso antes de irnos?
—La verás después, pero vayamos a tu casa ahora. Muéstrame el camino.
Hilja se dirigió al extremo opuesto del parque haciéndome un gesto para que la siguiera.
Al cruzar la calle se dio la vuelta para ver de nuevo a la mujer sentada en el banco, cómo dormida, pero muerta.
—¿Tenemos que… dejarla así? —me dijo Hilja.
Afirmé con la cabeza. —Sí. La encontrarán, claro. Será muy triste, pero no te preocupes. Será también digno.
—¿Y Lisbeth?
—Lo pasará muy mal en cuanto lo sepa. También sufrirá otra vez cuando pueda volver a casa porque lo revivirá de nuevo, pero lo superará.
La seguí por las calles de aquel Helsinki de 1956, bulliciosas y tranquilas a un tiempo, hasta el número cinco de la calle Freesen.
—¿Cómo podremos entrar? —me preguntó ella.
—Es la naturaleza de la Ciudad Invisible. Hay cosas que son posibles y otras no. Esta lo es, aquí y ahora.
Mi abuela sacó las llaves y abrió. Ya en la casa reconocí algunos muebles, cuadros, retratos y otros objetos de la vida corriente. Estaba muy turbado por observar aquellas cosas en su contexto original. Los tapices hechos por Hilja y mi madre, las fotos de mi abuelo; incluso los cubiertos que tan bien conocía.
Mi abuela se había dirigido al cuarto de baño, ya que quería lavarse la cara y las manos. Una reminiscencia de su etapa con vida.
—¿Por qué estamos aquí? —me preguntó ella al salir.
—En realidad en parte es un capricho mío, ya que tenía mucha curiosidad por conocer este lugar. Pero es también la ocasión para que te despidas de tu vida anterior.
—Karl, me he visto en el espejo y soy como cuando tenía unos treinta años de edad. Tú también tienes el mismo aspecto; sin embargo, no te pareces a nosotras. ¿Cómo es esto posible?
—Lo primero resulta que es parte de la naturaleza de la Ciudad Invisible —le dije—. Con treinta años, más o menos, uno es joven aún, pero con experiencia. Existimos aquí con toda nuestra potencialidad hecha acto. Vivimos en la Plenitud. Por lo demás, no soy como vosotras porque físicamente me parezco a mi padre.
—¿Pero se está aquí, así, para siempre? —preguntó Hilja.
—No, no es así. En la Ciudad Invisible algunos de nosotros estamos un tiempo y siempre por algún motivo. O bien tenemos algo que hacer o bien es que hemos dejado algo pendiente. Después, vamos al Otro Lugar del que nada puedo decirte. Desde allí hay personas que vienen aquí si es necesario o si les place, pero jamás contestan a nuestras preguntas sobre esa forma de vida. Sólo sonríen y se encogen de hombros. Por lo que sospecho, aquí adquirimos la Plenitud pero es allí donde la disfrutamos.
—¿Qué haces tú aquí?
—Mi vida anterior fue muy imperfecta y para mí muy dolorosa, pero aquí he aprendido mucho y me he desarrollado como persona. Lo que tengo claro es que quizá lo más importante, mi objetivo principal, era encontrarte. Por el amor a Lisbeth te negaste a aceptar tu propia muerte y entraste en la Ciudad Invisible de forma inconsciente. Mi misión era abrirte los ojos, por así decirlo.
—Entonces has hecho algo más ¿no?
—Sí. He estudiado piano, armonía y composición; también varios idiomas. Incluso he educado mi voz, para cantar tangos. También me he estado dedicando a cosas muy especiales. Aprovecho que puedo moverme en el espacio y el tiempo para recuperar obras de arte perdidas. Llevo algún tiempo haciendo esto. Nadie me lo indicó, simplemente supe que iba a hacerlo. Aquí nadie te da instrucciones, sólo lo sabes.
—¿Qué obras de arte?
—Me dedico básicamente a recuperar partituras musicales y literatura. La primera vez fue todo un sueño. Fui a Jarvenpää para introducirme en Ainola y copiar la octava sinfonía de Sibelius el día previo a su destrucción mientras éste aún vivía.
—¡Pero si Sibelius está vivo!
—No, no, no. Tu mente sigue anclada en 1956, pero él murió al año siguiente. Además, puedo añadir que después de aprender alemán, me centré en recuperar las partituras perdidas de Johann Sebastian Bach, como los conciertos que fueron luego reconstruidos, los motetes en latín y otro material. Ahora me planteo recuperar la Ariadna de Monteverdi. He estudiado italiano a propósito.
—¡Dios mío! Estoy asombrada ¿se pueden salvar personas?
—No. No se puede hacer ya que alteraría el curso de la Historia y eso, aunque posible, no es deseable. Pero es muy tentador, claro.
—¿A qué se dedica Lisbeth?
—Ahora está en el Otro Lugar, del que no sabemos nada directamente, pero aquí escribió varios libros de poemas y se dedicó a traducir al finés textos de poetas románticos de habla alemana.
—¿Pero no me dijiste que la vería hoy?
—Sí Hilja, no te preocupes. Ha venido a propósito. Ella me pidió que fuera yo a buscarte.
Mi abuela, más tranquila, se sentó cerca del piano. Probablemente trataba de asimilar todo lo que le estaba diciendo. Pasado un momento me dirigí a ella de nuevo.
—¿Puedo pedirte un favor?
—¿Cuál Karl?
—Es algo egoísta pues es sólo un sueño… ¿Quieres cantar para mí?
Hilja se me quedó mirando muy sorprendida.
—Sí, pero tengo que preparar la voz, claro. ¿Qué quieres que cante?
Saqué unas hojas de papel pautado del portafolio que había llevado conmigo y se las enseñé.
—Es la Canción de Solveig de Edward Grieg, la primera de sus Seis Canciones para Orquesta. He hecho una reducción para piano especialmente para ti en esta ocasión. Espero que el noruego no sea una dificultad.
Ella negó con la cabeza y estudió la partitura. Después, sin mediar palabra, empezó a calentar la voz. Yo, mientras tanto, abrí el piano y me preparé. Estuvimos trabajando las líneas vocales con las hojas en la mano ya que la versión de la pieza que mi abuela conocía era la instrumental, incluida en la segunda Suite de Peer Gynt. Finalmente, Hilja me indicó que estaba preparada y esperando mi entrada. Le di el La central.
Estaba tan nervioso. Me sobrepuse y ataqué el inicio de la pieza con decisión y justo antes del momento en que ella iba a hacer su entrada, la hice un signo con la mirada. Nada me había preparado para la impresión que recibí al escucharla. Como cuando un joven debutante como director recibe y se ve envuelto en la marea de sonido de la orquesta después de dar la anacrusa. Su voz me atravesó por completo. Sólo pude intentar no perderme en mis sentimientos y seguir fielmente la pieza, para su lucimiento. Antes de la resolución de la canción, donde se repite un pasaje de coloratura, no pude sujetar más mis lágrimas. Terminé como pude mi parte al piano con el rostro húmedo y con el corazón acelerado. Como si se tratara del final del concierto del debut de un artista, cuando éste se refugia en el camerino —el cuarto de las lágrimas en alguna ocasión— y escucha cómo el público le reclama. Al comprender que lo ha hecho bien y que el respetable quiere más. Si volviera a suceder podría acostumbrarse a ello, pero nunca sería como esa primera vez.
Cuando cesaron las últimas resonancias de la pieza nada quebró la quietud.
Estaba inmóvil y no podía ni mirarle a la cara. Me avergonzaba un poco mi estallido emocional. Sentí cómo se acercó a mí y puso una de sus manos en mi hombro.
—Está todo bien, Karl. Lo has hecho todo muy bien —me habló mientras me di la vuelta—. Kulti pieni —me dijo antes de darme un beso en la frente.
—Mummi, ahora tocaré para ti —le susurré con un hilo de voz—. Un fragmento de tu repertorio, el Largo de uno de los conciertos de Vivaldi transcritos por Bach al órgano, el BWV 596. Lo he arreglado para piano para esta ocasión.
La música barroca tiene una cualidad que me serena. Y es que no puedo quedarme indiferente ante la belleza de ese movimiento lento. Me refiero a la de su parte solista para violín, transcrita para tecla por Bach, y al que yo intentaba devolverle un matiz mediterráneo y luminoso con mi humilde arreglo. Una pieza que hubiera agradado, tal vez, al propio Erik Satie.
De nuevo volvió el silencio al apagarse las resonancias, tras la parte que, en el concerto de Vivaldi, tocaba el tutti. Después, inesperadamente para mí, el aplauso solitario de mi abuela; que en mi corazón sonaba más alto y más fuerte que el de cualquier teatro con el aforo completo aplaudiendo de pie.
Después de aquello aspiré hondo para serenarme y me dirigí a Hilja.
—Creo que llegó el momento de irnos —le dije mientras me levantaba de la silla y recogía las partituras de Grieg y Bach—. No es que el camino sea muy largo, pero algo tardaremos. Tengo a mi disposición un coche, que no está muy lejos de aquí.
Cuando mi abuela se dispuso a salir, antes de que cerrase la puerta, recorrió su casa como despidiéndose de ésta y, después de llevarse los dedos a sus labios, tocó el retrato de mi abuelo Kaarlo.
—Vayámonos ya —me dijo—. Como siga aquí un solo instante más creo que no podría irme. Tanto mi nostalgia como mi tristeza serían más fuertes que mi voluntad.
Ya en la calle, tras echar un último vistazo a la casa, bajamos hacia Correos. Entramos en el edificio dejando a mano izquierda la estatua ecuestre del Mariscal Mannerheim, ya que atravesar su vestíbulo era el camino más rápido para llegar a la estación de trenes siguiendo nuestra dirección.
—¿Tienes algo de hambre, Hilja?
—La verdad es que no. ¿Tú sí?
—Te diría que es más apetito que hambre. Recuerdo muy bien haber estado en muchas ocasiones en esta estación con Lisbeth en los años setenta y haber comido liha piirakka allí. Pero en el siglo XXI, el puesto donde lo vendían ya no existía, ya que hicieron una reforma de esa parte del edificio.
—¿Liha piirakka? Eres como un niño, Karl.
—¡Venga! Dame la mano Hilja. Ya que aún no has aprendido a viajar en el tiempo por ti misma, lo haré yo por ti. Lo único que notarás, Mummi, es que la gente viste de una manera un poco extraña para tu gusto y que hay más de un puliukko tirado por ahí.
Cogí de la mano a mi abuela y entramos en la hermosa catedral modernista que es la estación de trenes de Helsinki. Al mismo tiempo, nos desplazamos unos veinte años hacia el futuro.
Nos detuvimos delante del puesto que buscaba y compré mi liha piirakka junto a una botella pequeña de zumo de naranja. Mi abuela, que no había querido tomar nada, me miraba con una expresión entre divertida e incrédula.
—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería. Puedes ir donde quieras. Incluso puedes moverte en el tiempo. Y todo eso lo utilizas para esto.
Respondí a Hilja encogiéndome de hombros mientras daba buena cuenta de mi pastel de carne. Desde luego, estábamos de mejor humor.
Una vez terminada la consumición le hice una seña a mi abuela para que me siguiera.
—Vamos a buscar el coche, que está en un aparcamiento aquí mismo, pero no en este siglo. Así pues atravesamos la puerta hacia la explanada y al mismo tiempo llegamos a la segunda década del siglo XXI.
Ya en el vehículo, le enseñé a ponerse el cinturón de seguridad. Esto era más un reflejo de mis costumbres estando con vida y no una auténtica necesidad. El automóvil en realidad era espectral pero a primera vista indistinguible de un coche verdadero. Lo suficientemente convincente como para mezclarse entre el tráfico sin llamar la atención.
Nos dirigimos hacia el este dejando a un lado Porvoo por una autovía rodeada de bosques. Íbamos camino de Kotka. Le comenté a mi abuela que debíamos cambiar de coche. También le dije que cerca de la frontera rusa había un lugar indeterminado en el tiempo que yo usaba para relevar los vehículos. Además, me servía para efectuar otros cambios, como vestirme con ropa adecuada, etc. Pasado Kotka salimos de la autovía para tomar la antigua carretera de Viipuri y a unos pocos kilómetros, antes de la aduana, abandonamos la vía principal. Nos incorporamos a una carretera secundaria de tierra, que se dirigía hacia el sur. Ya cerca del mar, un camino apenas visible se apartaba de esta vía para llegar a una cabaña. Nos dirigimos al aita, que yo había habilitado como garaje. Después de abrir su portón introdujimos el coche.
Ya fuera de éste, entre la casa y el aita, Hilja estiraba un poco las piernas y lo cierto es que yo lo necesitaba también. Era curioso comprobar cómo los hábitos del cuerpo físico se mantenían en la Ciudad Invisible y tal vez en el Otro Lugar. Las sensaciones eran totalmente corpóreas, indistinguibles de las de un ser humano de carne y hueso. Me cuestionaba, si llegado el caso, sería capaz de sangrar, incluso si sería posible morir en este lugar. Y si era así, qué podría sucederme.
—Estar aquí me hace recordar mi niñez —la voz de Hilja interrumpió el hilo de mis cavilaciones—. Me trae a la memoria el verano, cuando íbamos al campo y la vida era sencilla. Nos pasábamos el día jugando, escondiéndonos en el aita entre las herramientas y las conservas. También tomando la sauna. Me recuerda, sí, los días luminosos y felices de antes de la guerra. Éste era el sueño de Lisbeth, tener un lugar así. Lo sabes ¿no? —asentí con la cabeza—. Pero dime ¿lo consiguió?
—No, no pudo ser. Incluso un sueño más sencillo que tener un mökki al lado de un lago y con una sauna, como el de tener una casa con terraza, o con una veranda, como ella decía, no fue posible.
Entramos en la cabaña donde añadí un sombrero y una gabardina al estilo de los años treinta a mi traje de chaqueta. Lo que yo llamaba en broma mi «aspecto vienés». De esta guisa, yo ya estaba listo para la parte final del viaje.
Abrimos el portón para sacar el simulacro espectral de un Fiat Balilla de 1936.
—¿Sabes por qué escogí este modelo, Hilja?
—No tengo ni idea. Evidentemente es un coche de antes de la guerra pero no conozco tus motivos.
—Hay dos razones. La primera es que cuando salgamos de aquí estaremos en la Finlandia de 1938 y necesitaremos un vehículo que no llame la atención. La segunda es que mi abuelo español tenía este modelo de coche y se lo requisaron al inicio de la guerra en España.
—¿Tu abuelo español? ¿Lisbeth se casó con un español? Con toda la gente que conocía… ¿tuvo que irse a España a casarse?
—Así fue, Hilja, así fue. Pero ella misma te lo contará todo luego. Descuida.
Una vez que el coche estuvo fuera, cerré el aita y nos dirigimos al camino. Allí hice la transición para retroceder en el tiempo más de setenta años. Volvimos a la carretera de Viipuri, para retomarla en dirección a la ciudad. Al atravesar el lugar donde se ubicaría en el futuro la nueva frontera, no pude dejar de sentir la inmensa alegría de seguir estando en tierra finlandesa.
Al llegar a la ciudad, menos de una hora después, dimos una vuelta por su centro sorteando los tranvías. Finalmente llegamos al número 13 de la calle Pellervo, que hacía esquina y lugar donde detuve el coche.
—Esta ciudad es justo como la recuerdo, Karl.
—Claro que sí, es Viipuri en 1938. Es como si no te hubieras ido nunca.
Una quietud expectante nos envolvió hasta que me dirigí a ella.
—Están esperándote en casa, Hilja.
—¿Quién me espera? —me dijo visiblemente nerviosa—. ¿Lo sabes?
—Está mi abuelo Kaarlo—Artturi, también Lisbeth y Wilhelmina.
—¿Wilhelmina? ¿Mi suegra?
—No, mummi, no. Es tu hija, tu segunda hija.
Mi abuela se llevó las manos a la cara y empezó a llorar. Ella no había caído en la cuenta de que en la Ciudad Invisible cabía la posibilidad de encontrarse, quizá, con cualquier fallecido. Siempre, en algún lugar de su corazón, albergaba su amor por aquella niña recién nacida que murió desangrada. Aquello sucedió en 1919 durante la guerra civil finlandesa. Ella dio a luz asistida sólo por una matrona, la cual tuvo que elegir entre salvar a la madre o a la hija. Mientras tanto el padre estaba ausente ya que le buscaban para fusilarle.
Hilja seguía llorando.
—¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible?
No pude menos que emocionarme y la respondí con voz entrecortada.
—Es la naturaleza de este lugar. Como ves, es una muestra más de la Plenitud que se adquiere aquí.
Pasó un tiempo, cesó su llanto y ya serena se dirigió a mí.
—Karl, de verdad, hoy me están pasando tantas cosas. Tengo que decir que hoy es un día feliz para mí. Hoy Jesús enjuagó mis lágrimas.
—Hilja, yo no sabría decirte si es gracias a Cristo o no, pero aquí el dolor a veces puede ser redimido. Eso sí que lo sé.
—¿No estamos más cerca de Dios aquí que en el mundo?
—Hilja, éste es un lugar sorprendente. Para el que era creyente en vida esto no es lo que esperaba encontrar. Para el agnóstico o el ateo la sorpresa no es precisamente menor, pero en otro sentido.
Hilja meditó y volvió a hablar, casi para sí misma.
—Hay tanto que hubiera querido hacer con ella. Con aquella niña. Recuerdo, por ejemplo, el día que fuimos con nuestra Lisbeth a ver en el Kinolinna el largometraje de Al Jonson Sonny Boy. La primera película sonora que recuerdo. No podía dejar de pensar en ella, en mi pequeña. Son tantas cosas.
Calló un instante, pensativa.
—¿Cómo es Wilhelmina?
—Wilhelmina, o mejor Mina, es una mujer espléndida. Lisbeth se parece a ti, pero su hermana ha salido a tu marido, ya que ella es morena de ojos claros. Además, tiene tu talento para la música ya que es una excelente mezzosoprano. Como se dice en España, canta como los ángeles.
—Y tú ¿estás sólo?
—Mi esposa me sobrevivió, así que la espero con mucha ilusión porque sé que aquí será muy feliz.
Le indiqué con un gesto que saliera del coche.
—Hilja, ya sabes dónde es. Encontrarás la puerta de la calle abierta. Arriba sólo tendrás que llamar y te abrirán. Yo no subiré ahora ya que este momento es sólo para vosotros cuatro. Estaré de vuelta en una hora.
Después de ver cómo se introducía en el portal me dirigí hacia la plaza del mercado, que siempre es un agradable espectáculo para mí. Quería ver si había manzanas de Estonia, aquéllas que traían en barco cruzando el golfo de Finlandia.
Me entretuve entre los tenderetes hasta que decidí irme a la librería de la esquina de la calle Torkelli. Ojeé unos cuantos libros para ver si había alguna novedad de la divertida serie de Vaasan-Jaakkoo entre otras cosas de mi interés como planos y atlas.
Tras consultar mi reloj, salí a la calle y desanduve el camino hasta llegar a mi coche. Lo abrí para recoger mi portafolio. Acto seguido entré por el portal, subí las escaleras y toqué el timbre. Abrió mi abuelo mientras las tres mujeres seguían con su animada conversación. Acerqué una silla y me uní a ellas alrededor de la mesa. Tanto ésta como las sillas y el sofá, todo ello en estilo rococó rústico finlandés, me resultaban familiares al recordarlos de otros entornos. Me serví una taza de tzaika, endulzada con mermelada de arándanos, ya que eso era lo que estaban bebiendo, y probé uno de los deliciosos bollitos que había hecho mi madre. Bebida y comida espectral, que reproducía con asombrosa exactitud las sensaciones del mundo de los vivos. Para mí seguía siendo algo inexplicable.
—Äiti —dije, dirigiéndome a Lisbeth—¿habéis hablado mucho?
—Más o menos. Hay mucho que decir en muy poco tiempo y lo cierto es que aunque lo tenemos de sobra y llevamos un buen rato hablando, aún falta casi todo por contar. Desde luego lo más impactante para mi madre ha sido conocer a mi hermana —tanto Hilja como Mina se miraron y asintieron con la cabeza—. Ahora sé por qué Mina no está con nosotros en el Otro Lugar.
Quedamos en silencio un instante y entonces le hablé a mi abuelo.
—Vääri, ya que por fin estáis todos juntos —Kaarlo-Artturi esbozó una amplia sonrisa— quizá sea ya el momento de retomar viejas y buenas costumbres.
—¿Qué quieres decir, Karl? —me preguntó sorprendido, mientras las tres mujeres me miraron con la misma expresión.
—Hablo de las cosas que hacíais aquí en las veladas. Me lo contó mi madre siendo niño. Son situaciones difíciles de imaginar en el mundo tal y como era cuando yo tenía cuarenta años. Es decir, esas tardes dedicadas a la lectura de poesía o de fragmentos de novela; esas horas dedicadas al canto o a tocar el piano. Cuando traducías del ruso o del alemán textos de arias o canciones para tu esposa; o cuando ella tocaba algún nocturno de Chopin. Esas cosas inconcebibles en un mundo de televisión basura.
—Creo que ya sé por dónde vas Karl —intervino Hilja—. Pero… lo tuyo es curioso. Me sacas del parque donde morí para pedirme que cante para ti. Luego, cuando ya nos fuimos de la calle Freesen, lo único en lo que pensabas era en comer. Y ni siquiera parece que haga falta. ¿Qué quieres que hagamos ahora? Eres un caprichoso.
—Sí que es verdad que fui y sigo siendo algo caprichoso, y por eso mismo es cierto que tengo algo pensado y preparado. Pero en este caso no estoy solo ya que Mina ha colaborado conmigo. Se trata del Dúo de las flores, de la ópera de Léo Delibes Lakmé. En ella hay una parte de soprano y otra de mezzosoprano. Se trata de Lakmé, sacerdotisa de Brahma y de Mallika, su esclava. Los papeles exactos para ti y mi tía, respectivamente. De nuevo la reducción para piano la he hecho yo y la traigo conmigo —dicho esto abrí el portafolio y saqué unas partituras—. Piénsalo mummi, tres generaciones de una misma familia unidas por un dueto de ópera. ¿No es maravilloso?
—Pero no pretenderás que cantemos ahora ¿verdad? —contestó mi abuela.
—Por mí sí, claro, pero sé que es mejor no abusar. En cualquier caso, nosotros tres podríamos ensayar en otro momento, para hacerlo más adelante.
Aquello pareció tranquilizar a Hilja, que ya había tenido muchas emociones fuertes en las últimas horas. Seguimos charlando, ya que llevaba un tiempo sin ver a mis familiares y quería complacerme con su compañía.
Lisbeth insistió en la idea de hacer algo de cena y, conociendo a mi madre, aquello era deliciosamente inevitable. Mientras tanto, aproveché la ocasión para decirle a mi abuela que diéramos un paseo, ya que tenía la intención de enseñarle algo importante. Así, bajamos por la calle Pellervo hasta la plaza Punaisenlähteen. Una vez allí fuimos hacia el sur por la calle Vaasa, una de cuyas aceras pertenece al parque Torkelli. Entonces, casi sin querer, nos detuvimos ante la verja de la puerta de la biblioteca de la ciudad y le hable a Hilja.
—Mummi, uno de los aspectos más fascinantes para mí de La Ciudad Invisible es lo que yo llamo la Biblioteca de Babel. Que yo sepa no tiene un nombre oficial —eso aquí no tiene sentido—, pero éste es el lugar donde se concentra todo el conocimiento humano y espectral. Tiene dos funciones, una de ellas es su uso como archivo y la otra es la formativa. Es justamente aquí donde aprendí a usar la tecnología espectral y perfeccioné mis estudios de música e idiomas.
—¿Y todo eso está en la biblioteca de Viipuri?
—No, esta biblioteca es sólo una de las puertas de entrada de la Biblioteca de Babel. Esos accesos se ubican de forma variada. Algunos están en lugares sagrados, otros en templos de la cultura o incluso en construcciones interesantes por algún motivo. En Helsinki hay una en la estación de trenes y otra en el monumento a Sibelius.
—Karl ¿hemos venido en coche cuando podíamos haber atravesado la Biblioteca de Babel y llegar aquí enseguida?
—Sí, tengo que reconocerlo; pero deseaba hablar contigo y, además, me encanta viajar en coche. También quería pasar por mi mökki para cambiarme de ropa y coger otro coche, ya sabes.
—¿Se puede ir a dónde se quiera?
—Sí, con la debida precaución de que siempre haya una puerta abierta en el tiempo oportuno.
—¿Cómo es eso?
—Por ejemplo, uno no puede pretender llegar a París en 1956 a través de la Pirámide del Louvre.
—La Pirámide del Louvre, el monumento a Sibelius… desde luego tengo mucho que conocer. ¿Crees que me gustarán?
—No lo sé, Hilja, pero creo que incluso no gustándote podrás reconocer el valor espiritual de esos lugares. La Sagrada Familia y el Parque Güell en Barcelona, el Círculo de Bellas Artes en Madrid, la casa de la cascada de Frank Lloyd Wright, ¡hay tantos sitios!
Durante esta breve conversación habíamos estado de pie delante de la verja que sellaba la entrada de la biblioteca.
—Pero ¿cómo vamos a entrar si el edificio está cerrado?
—Ya lo aprenderás. Somos… fantasmas ¿no?
La cogí de la mano y atravesamos la verja de la puerta de la biblioteca sin problemas. Al pasar entramos por lo que era uno de los lados de un enorme hexágono que rodeaba un jardín central circular. Era un inmenso vestíbulo que comunicaba con otras salas, pasillos y rampas; con un sol radiante que lo inundaba de luz a través de unas ventanas cenitales y una inmensa cristalera que daba al jardín. Toda la estructura visible tenía un revestimiento de madera muy clara, posiblemente de abedul. Yo ya lo conocía sobradamente, pero para Hilja aquel lugar era totalmente nuevo.
—¡Qué hermoso es esto! ¿Cómo me orientaré aquí?
—En realidad es mucho más sencillo de lo que podrías creer. Las salas de lectura son para grupos muy reducidos. En ellas puedes pedir en cualquier idioma cualquier documento o archivo disponible en el soporte que tú elijas. Si lo que deseas es formación, el sistema te dará instrucciones precisas para llegar a los talleres o aulas que necesites. Parte de la docencia es individual pero también hay clases en grupo, sobre todo las prácticas. Además, hay salas de concierto, teatros, exposiciones, todo lo que quieras. Fíjate en la cantidad de personas que hay aquí.
Ella miró con asombro y entusiasmo a un tiempo al variopinto gentío que se desplazaba por el lugar, mezcla de todas las razas, épocas y culturas de la humanidad.
—Y aún hay más ¿verdad, Karl?
—Sí, hay zonas de trabajo especializado. Por ejemplo, una de las más activas ahora es la de un grupo que está ocupado recuperando los fondos de la Biblioteca de Alejandría, incluyendo la del Serapeo —de la misma Alejandría— y la de la ciudad de Pérgamo, que tiene una relación histórica importante con ella. Es el sueño de cualquier filólogo, filósofo o historiador. Además, los fondos se están traduciendo en primer lugar a los idiomas más hablados del mundo. Significa, por ejemplo y entre otras muchas posibilidades, poder disponer de la biblioteca particular de Aristóteles. ¿Qué te parece?
—Es maravilloso, pero al mismo tiempo es una lástima que este conocimiento recuperado no pueda revertir en el mundo de los vivos.
—Es así por la misma razón por la que no podemos recuperar o salvar vidas ni intervenir en la Historia. El mundo se ha desarrollado sin ello, para bien o para mal, y debemos respetarlo. Antes de la era de la comunicación, sólo una fracción del conocimiento antiguo se salvó del paso del tiempo y de las vicisitudes del devenir histórico. Es como si sólo nos quedara del pasado un cuadernillo medio quemado, con sólo algunas páginas intactas, que en otro tiempo era parte de un hermoso volumen. Aquí reconstruimos el libro para quien habite en la Ciudad Invisible o en el Otro Lugar y quiera estudiarlo.
—La era de la comunicación… que concepto más singular ¿Qué más hacéis?
—Mucho, pero lo más difícil es recuperar culturas perdidas. Las que no dejaron ninguna tradición escrita. Sólo podemos reconstruir su tradición oral y su arte si disponemos de accesos adecuados. Cuanto más atrás retrocedemos en el tiempo es más difícil encontrarlos. Ya no hablo de edificios, sino de lugares sagrados, como la montaña de Saana o la isla de Ukko en Laponia, por ejemplo. Éstas no existían antes de la última era glaciar.
Hilja se llevó las manos a la cabeza queriendo asimilar tanta información y guardó silencio por un instante. Poco a poco iba entendiendo las posibilidades de aquel lugar.
—¿Puedes enseñarme algo más concreto?
Asentí con un gesto y la cogí de la mano. Atravesamos el vestíbulo para meternos en el primer gran pasillo a la derecha, decorado con vistosos tapices, hasta encontrar una pequeña sala vacía. Ésta era hexagonal con un área central circular. Una de las paredes era diáfana con una ventana que daba a un bosque, otra estaba ocupada por la puerta, mientras que las cuatro restantes tenían terminales y puntos de lectura. Pasamos y cerramos la puerta para acomodarnos en dos sillones confortables.
Me dirigí a mi abuela.
—Voy a programar una grabación que hice de los conciertos de órgano dados por Bach. Es sencillo, sólo hay que dirigirse al archivo y hacer la demanda —me di la vuelta y en voz alta hice mi petición. —Sistema, por favor, queremos ver y escuchar las dos últimas piezas del concierto dado por Johann Sebastian Bach el primero de diciembre de 1736, entre las dos y las cuatro de la tarde, en la Liebfrauenkirche de Dresde. Primero un plano general del interior de la iglesia y después un travelling para centrarnos en el ejecutante.
Dicho y hecho, esto es lo que apareció sucesivamente en el centro de la sala.
Yo contemplaba a mi abuela mientras ésta no desviaba su mirada del músico, al que tanto admiraba. Hilja estaba maravillada y no pudo contenerse. Se acercó a la imagen dando una vuelta alrededor de ella. Como la reproducción era tridimensional ella observaba con detalle todos los aspectos técnicos de la interpretación del organista. Se diría que hubiera querido tocarle, de haber sido posible. Finalmente, Hilja se paró y quedó de pie, a la derecha del teclista, para disfrutar con su técnica. —«Cómo desearía tener la partitura delante»— pensó.
El sonido era de tal calidad por su acústica que, cerrando los ojos, uno podía imaginarse estar situado en el mejor lugar de la iglesia.
Al finalizar la última pieza, la imagen, antes de desvanecerse, volvió a un plano general del interior del templo. Hilja se volvió a sentar.
—Otro día, si quieres, podrás escuchar el concierto completo.
—Sí, claro, supongo que lo haré. No sé ni qué decirte. Estoy tan emocionada que no tengo palabras para agradecerte todo esto.
—Entonces, cuando termine tu período de aprendizaje, ¿vendrás conmigo y con Mina a escuchar la Ariadna de Monteverdi?
—Eso no debes ni preguntarlo, ¡claro que sí! Soy soprano, ¿cómo podría perderme ser testigo de una de las primeras óperas?
Ella estaba visiblemente excitada. Casi podría decir que veía cómo se amontonaban nuevas ideas y emociones en su mente.
Hilja me habló.
—Entonces será aquí donde aprenderé a moverme en el espacio y el tiempo; y a hacerme visible o no ante los vivos. Es aquí donde podré consultar las partituras que tú mismo recuperaste. Todo eso y más ¿verdad?
—Sí, todo eso y más. Volvamos ahora a casa y regresemos con los nuestros.
Escrito en Madrid, entre el 6 de marzo de 2007 y el 29 de febrero de 2008, y dedicado a la memoria de mi madre en el vigesimoquinto aniversario de su muerte (21/02/1983).
© Copyright de Carlos Romeo para NGC 3660, Marzo 2017