Por Lin Carbajales
Las débiles murallas del pueblo habían sido derrumbadas por la incontrolable vegetación híbrida alienígena, que, desde la lluvia de polen de más allá de las estrellas, crecía en todo el planeta, preparándolo para inconcebibles habitantes que aún estaban por llegar. Raíces tan gruesas como troncos avanzaban cada día con su lento reptar, y vainas de frutos luminosos y palpitantes o flores de colores desconocidos cernían sus fauces abiertas sobre los hogares silenciados por el terror, a los que, por su tamaño colosal, podrían devorar de un bocado, si es que se alimentaran de ese modo. Colgaban de tallos y ramas que se unían en celosías verdes, azules y rojas, y cubrían en algunas partes el cielo, sumiendo a los habitantes en las tinieblas. Cualquier vestigio de cosecha había desaparecido, y los animales yacían pudriéndose en los campos, con semillas como puños alimentándose de sangre entre sus vísceras derramadas.
Y por encima de todo se cernía Xaiatto, la fortaleza voladora; una construcción de otro mundo que combinaba metal, carne y savia, con retorcidos torreones rojos similares a garras deformes, y una base de raíces que se agitaban como tentáculos, impulsándola no bajo el agua, sino a través de los cielos.
Desde un balcón de la estructura alienígena, dos seres, ya no del todo humanos, observaban el frondoso paisaje. Sus venas verdosas eran tan gruesas como lombrices, repletas del líquido que los había transformado en encarnaciones de la destrucción, capaces de burlar la muerte. Portaban corazas, pero no emblemas, pues su señor Utarokugga, el dios-babosa de las estrellas, no los necesitaba.
El rostro redondo de Haru, hinchado por el suero, estaba iluminado con una sonrisa. Sus ojos de pupilas diminutas brillaban con alegría.
—Bueno, ya estamos aquí —murmuró.
A su lado, el robusto Fuyu, pensativo y taciturno, no compartía su excitación.
—¿No te cansas de esto? A veces envidio a los aldeanos, por miserable que sea su vida.
Haru parpadeó, desconcertada por aquellas palabras.
—¿Es que quieres morir? ¿O ser pisoteado?
—No, no. Pero la vida de mortal, antes de todo esto, tampoco era tan mala, a eso me refiero. Tenía momentos buenos.
Haru rio, mostrando sus finos dientes cubiertos de espesa saliva burbujeante.
—Nada puede igualarse a este poder y esta libertad. Por eso lo elegiste, al igual que yo —le recordó.
Tras unos segundos en silencio, Fuyu suspiró, melancólico.
—Cuando era joven, antes de que mi familia muriera, solíamos juntarnos todos, siempre que podíamos, para preparar pasteles de arroz con pasta de alubias. Luego nos sentábamos a la mesa y contábamos anécdotas y chistes, y comíamos los pasteles recién hechos. Eran tan dulces… Echo de menos aquellos momentos. En eso estaba pensando.
Haru, con la mirada fija en el poblado, parecía haber perdido el hilo de la historia en algún momento.
—Si quieres pasteles, secuestra a alguien que te los prepare.
Él negó con la cabeza.
—No, no lo entiendes…
—Ya es la hora.
Resignado, Fuyu cargó con su pesado mazo y lo apoyó en la hombrera de la armadura color sangre, cubierta de verdosas picas curvas, similares a púas de rosa. Haru, sin embargo, se desabrochó las correas de su coraza y se la quitó, revelando los nudosos músculos de su cuerpo blanco con vetas verdes. Cuando no consideraba que hubiera una amenaza seria, y casi nunca era así, solía preferir luchar con poca armadura, o incluso desnuda.
Ramas flexibles descendieron en cúmulo desde la fortaleza, enroscándose a otras titánicas plantas que, desde el suelo, se inclinaban hacia ellas, torciéndose en sinuosos nudos. Ambos semihumanos bajaron deslizándose sobre el puente viviente y, al llegar a la base, saltaron sobre hierbas hinchadas que se retorcían como dedos anhelantes, en una colina desde la que aún se podía contemplar el pueblo, más abajo y casi enterrado en flora.
Fuyu comenzó a descender la cuesta. Pronto fue adelantado por Haru, que corría a grandes zancadas. Su tsurugi forjada con metal alienígena parecía una extensión de su pálido cuerpo de melena blanca. Se escurría como un felino a través de cúmulos de monstruosos tallos que Fuyu tenía que rodear. Daba la impresión, errónea, de que se hubiera criado entre aquella exuberancia de otro mundo. Su compañero la perdió de vista pronto, y cuando alcanzó las viviendas, los gritos y sollozos ya inundaban el aire, y el humo y la sangre salía de los umbrales de puertas rotas, en cuyo interior solo quedaban los restos de la destrucción.
Vio cómo Haru, un borrón blanquecino que se desplazaba a toda velocidad, embestía el portal de otra de las casas. Él optó por unos hogares que se situaban tan solo unos metros más atrás, parcialmente escondidos por el laberinto de plantas, y que parecían aún intactos.
Llevó a cabo su tarea con la resignación de un trabajador hastiado. Sus víctimas huían, luchaban o se encogían de terror. Todo era igualmente inútil. Fuyu aplastaba cabezas y torsos como un campesino segaría el trigo, con su mente en blanco, vaciada a la fuerza de clemencia.
Salió de la cuarta o quinta casa, aturdido por el hedor de la sangre inocente que invadía sus fosas nasales. Escuchó a través de la multicolor amalgama vegetal a los rechonchos insectos recolectores, que ya se acercaban agitando sus cimbreantes tentáculos inferiores, para guardar restos humanos frescos en sus panzas transparentes. Excepto por su suave zumbido, a Fuyu le pareció que sus alrededores estaban extrañamente silenciosos, y se dio cuenta entonces de que no había vuelto a saber nada de Haru después de haberla visto entrar en aquella casa. Imaginó que se estaría recreando con algún tipo de tortura, pero decidió que era mejor comprobar que todo estuviera en orden. No tardó en encontrar el lugar, del que no se había alejado mucho, y que reconoció con claridad gracias a una especie de enredadera amarilla y velluda que le había llamado la atención.
Tras el umbral, halló lo esperado: una familia masacrada. Un chico joven yacía desnudo sobre ropas rasgadas, su cuerpo mutilado de una forma especialmente cruel. Sabía, más o menos, lo que Haru le habría hecho: ya la había visto, en incursiones anteriores, satisfacer su sadismo de la forma más metódica. Se esforzó en no pensar demasiado en ello.
La guerrera salió de una habitación trasera. Su piel estaba empapada de sangre, que goteaba de su barbilla y sus labios, y de su entrepierna. Sus brazos estaban tan rojos como si los hubiera sumergido en una cuba de vísceras. En aquel momento no cargaba con la espada: sus manos estaban ocupadas con algo que devoraba con evidente placer. Eran pequeños pasteles, no muy diferentes de los que Fuyu conocía. Masticando uno, se dirigió a él.
—Estaban en la alacena. ¿Quieres? No sé si son como los que dices tú, ¡pero están deliciosos!
Fuyu cogió uno y probó un pedazo. Le pareció repugnante. Estaba duro y mohoso, amargo; era arroz viejo y fresa podrida, con manchas de sangre. Escupió, asqueado. Haru no le prestó atención: estaba demasiado ocupada disfrutando de lo que percibía como un manjar maravilloso, un placer que, en adelante, siempre relacionaría con aquel momento, uno de los mejores de su vida.
© Copyright de Lin Carbajales para NGC 3660, Julio 2020