1. Areolas
Areolas de mujer. Circulares, islas hiperpigmentadas que se encrespan cuando las rozo con mis dedos zombis o cuando soplo en ellas con suavidad. Se dilatan y me desbordan, saltan por encima de mí. Los pezones, en el centro de aquella piel oscura, apuntan hacia lo alto. Endurecidos como columnas, traspasan el techo de la habitación y siguen ascendiendo. Me agarro a ellos para no caerme, ya que, en el vacío, entre las estrellas, siento vértigo.
2. Meñiques
Meñiques, los de los pies. Insignificantes. Prescindibles. Ni siquiera se pueden alzar, como los de las manos: así hacen en Japón: levantar el meñique al hablar de un zombi y de una humana significa que algo sentimental hay entre ellos. Pero los de los pies están escondidos, nadie los tiene en cuenta. Excepto al desnudarse. Entonces se rebelan. Sueltan toda clase de obscenidades, gritan, concentran en su superficie las sensaciones táctiles, se retuercen de placer.
3. Pelos
Pelos. Largos y flexibles, y también cortos. Se mecen sobre el pubis, y en la cabeza, en las pestañas, en la nariz. Me llaman y se contraen. Cantan al unísono, como un coro. Cambian de color, constantemente, y así también me seducen. En todas sus gamas. Se me meten en los ojos y en la boca. Los huelo, los trago, los aspiro, los saboreo, los mimo, los peino, les canto canciones, les hago carantoñas. La mayoría de zombis los aparta. A ellos les molestan para comer, prefieren una piel limpia. Pero yo no.
4. Yemas
Yemas de los dedos. Me levanto de la cama, enciendo una bombilla, examino mis manos temblorosas. Me arden las yemas, tengo la sensación de haberme quemado. Veo pliegues laberínticos, y surcos infinitos en los que podría perderme, y espirales que cambian cada vez que giro un dedo y vuelvo a mirar. Leo su nombre, grabado entre arcos que alcanzan el lecho de las uñas. Por eso arden las yemas, porque antes de dormir quise rozarla, otra vez. Si me hubiera atrevido, ahora tendría negras, completamente carbonizadas, las puntas.
5. Dedos
Dedos. Fue un accidente. Nada premeditado. Le pasé un objeto, no importa cuál ni para qué, y sus dedos se rozaron con los míos. Cada uno fue un brazo que quiso aferrarse a los otros. Dedos fríos y dedos vivos. Dedos zombis, inertes, y dedos que algún día encogerían. Anclas que no querían partir del fondo, donde la arena; garfios que ataban diferentes embarcaciones; velas plegadas, aseguradas sobre sus cabos en la cara alta de una verga, en el grátil de una nave roja. Que cada cual escoja la metáfora marina que más le guste. Da lo mismo, ninguna sirve. Yo solo sé que aún me duelen las yemas.
6. Úvula
Úvula. Una. Sola. Las amígdalas zombis estaban muy bien juntas y no necesitaban a nadie. La úvula le dijo algo a la lengua, que también es una, pero la lengua tenía la agenda permanentemente ocupada (saborear humanos, entrevistas, conversaciones lúdicas y, naturalmente, sexo). El paladar tampoco estaba por la labor. Ni los dientes. Preguntó en la parte de atrás, pero ni la faringe ni la laringe tenían tiempo ni ganas de relacionarse con los de fuera. Las amígdalas la buscaron un par de veces, cuando se llenaron de pus y algo oyeron acerca de extirparlas como tratamiento definitivo, pero cuando se les pasó el miedo, se olvidaron de la úvula. Peor fue lo de la lengua zombi. Hablaba mal de la úvula, pero a sus espaldas. Las veces que estuvieron juntas, la lengua siempre le reía las gracias. La úvula se hartó y los mandó a freír espárragos. Decidió hincharse, y por eso a algunos zombis se les nota una voz gangosa. Esta historia la leí en un libro de cuentos zombis.
7. Entrañas
Entrañas. Hay cosas que no son comunicables. Permanecen invisibles, apartadas de la mirada. Palabras de los vivos que duermen en las entrañas de los que estamos muertos.
Entrañas zombis. Rojas, aplastadas, bañadas, mojadas por la sal. Una vez sus pequeñas manos blancas acariciaron (muy levemente, de una manera casi impalpable) mis entrañas zombis. La piel entonces se plegó y todo en mí se volvió del revés.
Entrañas a la vista. Blancas, enfebrecidas, luminosas, bañadas por el sol. Una vez, sus pequeñas manos blancas.
© Copyright de Daniel Pérez Navarro para NGC 3660, Octubre 2017