El operario, embutido en una refulgente bata blanca, lanzó una mirada fría y profesional a la temblorosa mujer. Ella se estremeció de nuevo, el rostro surcado por gruesas lágrimas, mientras le devolvía la mirada con la expresión asustada de un pájaro atrapado en su jaula.
—Vamos a ver —comentó el hombre en tono neutro, restándole importancia al asunto—, cuénteme todo lo ocurrido sin omitir ningún detalle.
—¡Oh, Dios mío! —la mujer tiritó apretándose la chillona bata que llevaba—. No sé cómo… yo jamás había supuesto algo así… no podía imaginar…
—Cálmese, por favor —el operario trató de tranquilizarla alzando una mano—. Ya verá cómo encontramos una solución al problema. Pero necesito saber todos los detalles, puede ser muy importante para diagnosticar lo ocurrido.
—Todo empezó hace años —la mujer se ensimismó en sus recuerdos—. Conocí al hombre que debía ser mi marido en una fiesta de sociedad. Entonces me pareció un joven simpático y agradable. Ni por un momento llegué a intuir algo semejante, se le veía tan lleno de vitalidad, formal e inteligente. Era un brillante ejecutivo y yo le admiraba.
»A raíz de la primera cita, comenzamos a salir juntos con asiduidad. Confieso que me enamoré de él casi en el acto y no tardamos muchos meses en casarnos. Los años siguientes al matrimonio fueron serenos y felices; él desempeñaba un puesto de alta responsabilidad en una importante multinacional, por lo que siempre acostumbraba a estar ocupado. Viajes, conferencias, grupos de estudio, todo ello consumía gran parte de su tiempo, obligándole a llevar un ritmo de vida intenso y constante. Siempre había alguna reunión o cena de trabajo, a las que ocasionalmente asistía yo también. En aquel tiempo él continuaba siendo el hombre brillante e ingenioso que yo había admirado».
«También en el hogar resultaba un ser entrañable y cariñoso. Jamás me faltó un solo electrodoméstico por novedoso que fuera, ni un nuevo modelito de ropa por caro que resultara. Él pagaba de forma religiosa todos los recibos y facturas de la casa; incluso se acordaba a veces de comprar alguna chuchería para los niños. En las escasas ocasiones que sus actividades le dejaban alguna hora de asueto permanecía conmigo, recostado en su sillón favorito, contemplando la televisión o leyendo el diario. Sí, era un esposo y padre de familia ejemplar».
«Pero hará cuestión de unos tres años la situación comenzó a cambiar de forma sutil. Mi marido seguía comportándose como siempre, pero el brillo de sus ojos había perdido intensidad; parecía más distante y le costaba conciliar el sueño. Incluso comía con desgana, pareciendo no disfrutar con ello. A veces se quedaba con la mirada perdida en el vacío, como si su mente estuviera bloqueada. Aquel extraño comportamiento comenzó a preocuparme, aunque ni aún entonces llegué a sospechar lo que iba a suceder».
—Bueno, bueno —la interrumpió el operario con impaciencia—, todos esos detalles no me dicen nada interesante; será mejor que puntualice y me explique lo que ha sucedido esta noche.
—A eso iba —siguió la mujer con una mueca de aprensión—, sólo trataba de que usted comprendiera la situación; no sé si le será de ayuda, pero… En fin, volviendo a lo que ha ocurrido hoy, diré que mi marido regresó a casa temprano. Al parecer habían anulado una importante reunión de trabajo y él se sentía deprimido. En el acto comprendí que su estado había empeorado de forma visible. Cenó con los ojos prendidos en la pantalla del televisor y, aunque parecía no enterarse de nada, había un brillo en su mirada que me asustó. Por fin le obligué a acostarse, le di una aspirina y le arropé con dos mantas para que no tuviera frío. Entonces, tratando de mostrarme afectuosa, decidí darle un beso de buenas noches en la mejilla.
—Ahora llegamos a lo importante —el operario se inclinó ansioso hacia ella—; dígame con exactitud qué pasó entonces.
—Bueno, yo llevaba puesta una redecilla para el cabello, con rulos sujetos por pinzas a los mechones. Al inclinarme sobre mi esposo para besarle perdí el equilibrio y una de las pinzas se clavó en su rostro. Entonces… oí como una explosión y él comenzó a encogerse ante mí.
La mujer acabó su relato con un sollozo incontenible, señalando con mano trémula hacia la cama. En efecto, sobre el lecho era visible una extraña figura desdibujada que, de forma vaga, recordaba a un enorme globo sin aire.
—Creo que me desmayé —continuó ella, sobreponiéndose—; cuando me recuperé de nuevo, examiné los… restos y descubrí una especie de etiqueta que parecía haber salido de entre algún pliegue. Sólo había escrito las iniciales P.M.C. y un número de teléfono. Me encontraba tan asustada que sólo se me ocurrió llamar allí; una chica muy amable me tranquilizó y me dijo que no tocara nada, que usted vendría en el acto.
—Perfecto, perfecto —el operario se frotó las manos con satisfacción—. No debe preocuparse, señora; ese desperfecto no tiene importancia, pronto quedará solventado.
Sin aguardar más, el hombre se acercó al lecho y extrajo de su maletín una pequeña bomba de aire. Con mano experta, acopló la misma a la desdibujada figura mediante un tubo transparente, accionando la manivela de la presión. Un potente chorro recorrió el tubo, rellenando con suavidad aquella forma imprecisa.
Media hora más tarde, el marido de la asustada mujer volvía a estar inflado.
—Bien, ya está —el operario recogió sus herramientas con parsimonia—. Le he colocado un parche provisional en el poro de la cara, así no volverá a perder aire por allí. Llévelo mañana a nuestro taller y suturaremos la fuga de forma definitiva. Eso sí, tenga cuidado y no vuelva a pincharlo con nada metálico; se trata de un modelo bastante gastado. De todas formas, le dejaré una tarjeta por si vuelve a suceder algún otro percance. Buenas noches, señora.
La mujer le acompañó hasta la puerta y volvió a la habitación sin acabar de comprender lo que había sucedido. Contempló con estupor a su marido, plácidamente dormido, y examinó perpleja la tarjeta que el operario había dejado sobre la mesilla. Era breve; decía: “Plastic Men Corporation, Inc. – Servicio de Reparaciones”.
La verdad entró al fin en su cerebro.
—¡Dios mío! —exclamó— ¡Es de plástico!
© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Julio 2016