Por Guillermo Arbona
Lo escuché en la radio. Murió casi todo el planeta. La vegetación se fue a tomar por culo junto a la mayoría de las especies animales. El agua del mar se tornó tóxica y los pececillos, las algas y todo el mundo marino se convirtió en una especie de masa gris oscura y ausente de vida.
Lo pensé después: se ha muerto casi todo el planeta y los únicos que están vivos son los locutores de radio y yo. Pues vaya mierda. ¿No es casualidad? Pero bueno, de las casualidades surgen las buenas historias.
Y esta historia es de las buenas. Al menos es lo que pienso, que para algo es mía. No tengo abuela, eso sí, desde hace mucho. Pero por no tener, ahora no tengo ni abuela, ni abuelo, ni esposa, ni hijos. Se han muerto todos. Fueron al supermercado para hacer la compra semanal, pero yo le dije a mi esposa que no iba a ir porque me dolía la cabeza. Y era verdad. Pero la cabeza me dolía tanto porque la noche anterior escribí y bebí mucho. Mi esposa estaba acostumbrada a esas cosas. Ella era artista. Pero de las de verdad. Vivíamos de sus cuadros. Lo mío era más bien supervivencia mental. Era eso, sí, escribía o me suicidaba. Mi esposa era muy buena persona. Mierda, me cuesta mucho hablar de ella en pasado. Tampoco sé si realmente se ha salvado de todo esto. En la radio no dicen nada. Solo que si alguien está vivo que intente contactar con ellos. Y una mierda. Seguro que lo que quieren es cazar a los pocos que quedamos y jodernos vivos.
No me joderán vivo. Ya me han jodido bastante.
Fui a abrir una de las ventanas de mi cochera para ver qué había en el exterior cuando escuché a esos dos paletos hablando. Dijeron algo así:
«No se recomienda salir a la calle. El aire está enturbiado. Según fuentes de la OMS se ha propagado una bacteria letal que afecta al ser humano. No está aún confirmado, pero lo recomendable es que salga con algún tipo de mascarilla a la calle. A ser posible alguna que pueda limpiar el aire». Y después blablabla.
En fin. Me puse a rebuscar por el garaje a ver si había alguna puñetera mascarilla. Ni una. Pues vaya mierda. Y yo me estaba asfixiando cada vez más. Me agobié. Me encendí un cigarrillo y me puse a pensar. Se me vino una reflexión. Si me pusiera dos cigarrillos en la nariz podría salir a la calle. Eso debía de filtrar el aire. Pero claro, era una total gilipollez. ¿Cómo iba a fumar por la nariz? En realidad, ya lo había hecho. Pero no había salido nada bien el invento.
Terminé el cigarrillo y lo apagué en el suelo. Ahora nadie me regañaría por hacer eso, ja.
Bueno, subía hasta casa, entré a la cocina, me serví un whisky caliente, me lo bebí de un trago, después de serví otro, y después otro y después…
Desperté hecho una mierda. Era de noche. Bien, ustedes pensarán que soy imbécil, que perdí, quizás el poco tiempo que tenía para intentar encontrar una solución o averiguar el paradero de mi familia. De todo lo que piensen tienen razón. Maldita sea, soy muy tonto. Ya me lo decían en el colegio y en el instituto. No llegué a la universidad porque mis padres opinaban lo mismo, que soy un ceporro. Y al final me lo voy a creer. Sin embargo, pensándolo bien, yo tenía razón. Los hijos de puta se dedicaron a trabajar, estudiar, montar en metro, viajar y toda la gilipollez, y ahora están muertos. Muertos requetemuertos. Ja, ja. ¿Ahora quién ríe el último? Vaya genios. Yo vivo y ellos muertos. Menudos capullos.
En fin, que tenía un dolor de cabeza de mil demonios, conque fui a la ducha, me di una buena limpieza, después vomité, lo limpié, me lavé los dientes, me eché colonia y fui a mi dormitorio. Viendo la cama de matrimonio me dieron ganas de echarme otra siesta. Pero no sucumbí finalmente al encanto de las sábanas de pelo. No, tenía que buscar una solución. Me vestí con uno de los monos de pintor que había pillado en un rastrillo benéfico, unas botas de agua y me até en el cuello un pañuelo con olor a rancio.
Fui hasta la puerta de entrada y allí pensé que quizás iba a ser la última vez que vería mi casa, el mundo, todo. Lo más probable es que saliera a la calle y me envenenara con el aire o con las plantas.
Lo habían dicho en la radio.
Vaya, empecé a sentir miedo. De verdad. Y un especial cariño por mi vida y mi cuerpo. Yo sé que no valían un duro, pero joder, estaban conmigo desde que tengo uso de razón. Tenía un amor extraño hacia mí mismo. Hacia mi ser. Mi alma.
Me lo pensé mejor.
Antes de salir quería volver a escuchar aquella canción de los Beatles que tanto me gustaba, quería ver el último capítulo de Juego de tronos, quería beber una última copa de ron y fumar el puro de reserva que tenía para cuando me quitara de fumar.
Lo hice. Monté toda la puñetera parafernalia. Estaba cojonudo. Era mi mejor momento. El mejor momento de toda mi maldita existencia. Por fin, silencio. Al fin estaba haciendo lo que me apetecía. Beber, fumar, reír, llorar, bailar. Sobre todo, bailar. Era feliz.
Creo que todos tenían razón. Yo era un ser solitario. No necesitaba a nadie. Conmigo mismo tenía suficiente. Y yo empeñado en formar una familia y en pagar una hipoteca y todo el rollo.
Qué bien me lo estaba pasando. La hostia en vinagre. Hasta me alegré de que todos que hubieran muerto. Luego me arrepentí un poco, la verdad. Nadie tenía la culpa de que mi felicidad se basara en la muerte de todo ser viviente. Deseé que murieran también los locutores. Pero bueno, decidí apagar la radio para no escucharlos más. Así era como si estuviesen muertos de verdad.
El vinilo llegó a su fin y un silencio sepulcral reinó el salón. Una maravilla. Hay diferentes tipos de silencio, ya lo sabrán ustedes, pero este era el mejor. No se escuchaba una mosca. Claro, estaban muertas. De una escala del 1 al 10 este silencio tendría un 9,75. No creo en la perfección.
Bueno, después de beberme lo que quedaba de ron decidí rebuscar más alcohol en la cocina. Entonces escuché un ruido procedente del exterior. Un golpe en la puerta. Me acojoné, soy un tipo muy miedoso. Nunca me monto en la montaña rusa ni me da por ir a patinar sobre hielo y mucho menos hago barbacoas.
Volvieron a golpear la puerta. Miré a mi alrededor buscando un escondite. No había ninguno. ¿Cómo era posible? Aquella era mi casa, debía de haber un maldito sitio donde meterse para casos así. Siendo escritor, ¿cómo no se me había ocurrido antes pensar en eso? Ese pequeño detalle tan esencial.
Esa cosa que estaba golpeando la puerta logró de alguna manera abrirla, así que corrí a meterme debajo de la pila junto a los cubos de basura, el lavavajillas y las herramientas oxidadas que nunca llegué a utilizar, pero que siempre está bien tenerlas por si surge una avería y tienes que hacer como que sabes de lo que va el tema.
Escuché unos pasos arrastrarse a lo lejos. Estaba aterrado. De la emoción me mordí le lengua y el ojo izquierdo comenzó a moverse solo, por los nervios.
Me llegaron ruidos horribles. Supuse que procedían de las fauces de ese ser que ahora había entrado en casa. Mierda, podía haber fabricado un arma o algo así, pero en lugar de eso me había dedicado a tocarme mis partes y escuchar música. Nunca aprendo. Llevo haciendo eso desde los 12.
En fin, los pasos fueron hasta el salón y escuché un rebuzno o una cosa así. Aquello no era humano, desde luego que no.
De los nervios, el ano comenzó a palpitar. Me encontraba muy mal, me estaba cagando muy, pero que muy fuerte. Maldita sea, eso debía de ser por el agua. Dijeron que estaba contaminada. Y yo no hice ni puto caso. Mi asquerosa manía de agregar agua al whisky. Dios santo, ¿por qué me has abandonado? No podía esperar más. Me iba a cargar por las patas abajo. Como pude, me desabroché el mono de pintor y me puse a defecar dentro del armario. A causa del olor vomité sobre mis piernas. Puse todo perdido. Pueden imaginarse el olor a podrido que emanaba de mi entrepierna y boca. El fin del mundo y me estaba pillando, cagando. Menudo final. Los calcetines, las botas, los calzoncillos, la cara, el culo, todo repleto de viscosidad marrón y verde. Un desastre. Una maldita tragedia. Los griegos no tenían ni idea de lo que era pasarlo mal. Me cago en mis muertos. Me tenía que haber muerto yo antes que nadie.
Silencio.
Esa cosa se estaba acercando, lo podía oler en el ambiente. Fuera coñas. Su olor era nauseabundo y voraz. Olor a vejez y muerte. Sentí muchísimo miedo. No había sentido tanto miedo desde que me llamaron para trabajar para esa cadena de comida rápida.
Tenía que hacer algo, el tiempo se acababa, las flores se habían marchitado y al sol le quedaban pocas horas para convertirse en una especie de mierda de caballo.
Decidí seguir mi instinto. Esperé hasta que la sombra de ese ser cayó por la rendija de la puerta del mueble de la cocina. Cuando estuvo enfrente de mí, di una fuerte patada a la puerta, me levanté y golpeé a aquella maldita cosa. Aún tenía mierda entre las piernas, así que nos escurrimos y caímos de lleno en el charco de bilis y heces. Esa cosa intentaba escapar, pero logré agarrarlo con fuerza y golpearle la espalda. Las gafas que llevaba se fueron a la otra esquina de la cocina.
Un momento, ¿gafas? Un monstruo no lleva gafas. Le di tal empujón que lo desplacé hasta la encimera de un solo golpe. Se arrodilló y me miró.
Me quedé congelado. Era lo que menos podía haber pensado. Ese hombre era mi suegro. Juan, fascista durante la guerra, republicano después de haber leído unos cuantos libros.
Me miró fijamente con una cara repugnante. Después desvió la mirada unos metros de mi cuerpo. Me di la vuelta. Mi hija y mi esposa me miraban desde la puerta de la cocina. Me tapé corriendo mis partes. Nadie habló durante un minuto.
Después, mi esposa dijo:
—¿Qué coño está pasando?
Yo me mantuve callado. Mi suegro se levantó, se sentó en una silla y dijo:
—Querida, si quieres conservar a tu padre, te ruego que mandes a este gilipollas al infierno.
Miré a mi mujer y dije:
—Un momento. Lo escuché en la radio. El mundo se ha acabado. Creía que habíais ido al supermercado y que todos estaban muertos. Qué alegría volver a veros.
—Eso no explica la mierda, por cierto, ¿qué cojones haces así vestido? — dijo mi suegro.
—Ah, esto, es porque el aire estaba contaminado y quería salir a buscaros y…
Mi esposa levantó la mano para que me callara, me miró fijamente y dijo:
—Largo de mi casa.
—Pero la radio dijo…
—LA MALDITA RADIO ESTABA GASTANDO UNA BROMA AL PAÍS. COMO HACE UNOS AÑOS. TODO FORMABA PARTE DE UNA BROMA. ¿HAS PERDIDO EL JUICIO? ¿NO SE SUPONE QUE ERAS ESCRITOR? ¿SABES LO QUE HIZO UN TAL ORSON WELLES?
—Creo que sí —dije.
Mi esposa dejó caer los hombros, se dio la vuelta, agarró la mano de mi hija y se fueron de la casa.
El sol estaba más alto que nunca. Los pájaros cantaban y mi suegro continuaba mirándome desde la otra esquina de la cocina.
Al final iban a tener razón. Solo sé vivir solo.
© Copyright de Guillermo Arbona para NGC 3660, Mayo 2019