Por Magnus Dagon
A principios del siglo XXI, hace ya casi cincuenta años, apenas había gente que hubiera oído hablar alguna vez de los magnetoencefalogramas. Era esta una técnica para sondear la mente humana que consistía en medir las ondas de campo magnético generadas por nuestro propio cerebro. Si bien la idea ya era antigua en el mundo de la medicina, su puesta en práctica siempre había derivado en continuos fracasos. El campo generado por el cerebro es de una intensidad tan minúscula que incluso el campo magnético terrestre producía interferencias constantes y enmascaraba su naturaleza. Era como intentar escuchar música clásica en mitad de un concierto de heavy metal.
No se tardó en sugerir la construcción de un enorme aparato de metal, similar a un octaedro, dentro del cual el sujeto cuyas ondas cerebrales se deseaban medir estaría aislado de los campos magnéticos exteriores. La medición, sin embargo, seguía siendo errónea, debido a que hasta el campo magnético provocado por los insignificantes movimientos del corazón era más potente que el generado por nuestros axones y dendritas.
A partir de este instante, durante decenas de años, la magnetoencefalografía permaneció en punto muerto. Los físicos y los médicos se olvidaron de ella y comenzaron a desarrollar la electroencefalografía, más conocida por aquel entonces, para ser usada en diagnósticos. La opinión pública y la comunidad científica aplaudieron el descubrimiento sin ser del todo conscientes de que estaban conformándose con los barcos a vela cuando podían tener la máquina de vapor.
Hay que admitir, no obstante, que la electroencefalografía resultaba de gran utilidad para detectar anormalidades en el cerebro, pero su grado de detallismo no llegaba más allá. Pudimos saber que un autista era un paciente con lesiones mentales, y no sólo psíquicas; pudimos encontrar y detectar tumores de minúsculo tamaño antes de que fueran a peor; pero la manera en que estas anomalías funcionaban, seguía siendo un misterio.
Hasta que, en la primera década del tercer milenio, un grupo de investigadores españoles desarrolló la magnetoencefalografía a niveles prácticos. Sus primeros experimentos eran muy rudimentarios, pero no por ello menos cruciales. Se introducía al individuo en una habitación sellada y protegida del exterior, donde, una vez se les insertaba una máquina en el cráneo, se procedía a hacerles escuchar breves señales acústicas. La máquina registraba las áreas del cerebro que se activaban y la intensidad con que lo hacían. Obtuvieron un gráfico donde se registraban dichos impulsos. Para cualquier persona profana, aquella masa de líneas no hubiera significado nada, pero aquellos hombres privilegiados comprendieron que estaban ante un nuevo amanecer de la medicina.
Perfeccionaron el proceso y consiguieron que las respuestas aparecieran en gráficos con la forma del cerebro humano donde se iluminaban las áreas en funcionamiento. A partir de entonces la cantidad de experimentos realizada fue inmensa. Uno de los más notables fue la localización exacta de tumores y zonas inoperativas. Se sometía al sujeto a una gran cantidad de estímulos básicos, como imágenes, sonidos y textos, y se detectaba si alguna de esas áreas estaba en el tumor. Gracias a semejante proceso el cirujano disponía de un mapa mediante el cual estar seguro de dónde podía cortar al operar de modo que la actividad del paciente no sufriera mermas de ningún tipo. El porcentaje de tumores extirpados con éxito mediante esta práctica ascendió al cien por cien.
Otro de los descubrimientos que se hizo, no tan optimista, es que cada persona posee un cerebro diferente. Es decir, que no todos poseemos los mismos centros del lenguaje ni de las acciones motoras, por poner unos ejemplos. Dicho descubrimiento dio base científica al hecho sobradamente conocido de que frente a lesiones cerebrales de similar categoría unas personas padecían mayor deterioro mental que otras.
Otro increíble descubrimiento fue que el saber ocupa lugar, y mucho. Magnetoencefalogramas de personas bilingües de diversas edades dieron sorprendentes resultados. Mientras que una persona que había sido bilingüe toda su vida compartía áreas del cerebro para ambos idiomas (hasta un treinta por ciento), a medida que el segundo idioma era aprendido a edades más avanzadas el porcentaje común disminuía, hasta llegar un momento, en la edad adulta, en que no compartían ninguna zona cerebral.
Sin embargo, como suele suceder siempre en la ciencia, el avance más importante de todos surgió de forma casi casual.
Ocurrió en una conferencia impartida en el año 2006 a una serie de matemáticos. La investigación en magnetoencefalografía se había estancado de nuevo, pues, aunque había múltiples diagramas y diagnósticos, eran necesarios avances teóricos al respecto. Un matemático del público preguntó al conferenciante qué clase de estímulos se podían dar al sujeto, y este respondió con una curiosa anécdota. Varios meses atrás, se llamó a estudiantes de último curso de medicina para que se sometieran a un magnetoencefalograma. Una vez la máquina estaba lista y la habitación sellada, se les hizo visualizar una foto de uno de sus profesores. Las respuestas cerebrales, en la mayoría de los casos, fueron diametralmente opuestas. La conclusión, como dijo el conferenciante en tono jocoso, fue que algunos estaban pensando mal de él y otros bien, pero sin más datos, como un magnetoencefalograma más preciso, era imposible averiguar qué grupo expresaba cada opinión.
Hubo risas generales en la sala, pero el matemático, cuyo nombre todos conocemos, no se rio. Se quedó pensativo y cuando la charla acabó se acercó al conferenciante y le expresó su deseo de unirse al proyecto.
El matemático tuvo que pasar mucho tiempo aclimatándose a la ingente cantidad de magnetoencefalogramas obtenidos y pronto comprendió que no era en datos empíricos en lo que debía basarse, sino en resultados más teóricos. Refinando un método para resumir la información de las ondas cerebrales creado años atrás por sus colegas Lempel y Ziv, el matemático diseñó el corpus de teoremas necesario para la creación de un nuevo magnetoencefalógrafo más preciso, que no sólo daría imágenes congeladas del cerebro, sino que otorgaría la secuencia completa.
Habíamos dado un salto a las estrellas sin saberlo. Ya no creábamos mapas del cerebro, sino películas en tiempo real. De ese modo, lo que el conferenciante mencionó como una anécdota pasó a convertirse en increíble realidad. Ya no sólo podíamos saber si un estudiante pensaba mal de un profesor: podíamos saber cuándo lo hacía, con qué intensidad, e incluso de quién se trataba, aunque no visualizaran foto alguna.
El primer aparato telepático del mundo estaba en funcionamiento, pero al contrario de lo que siempre se había pensado, no éramos capaces de leer la mente de otros, sino de dejar que otros leyeran la nuestra.
Sería falso decir que no hubo problemas imprevistos. El entusiasmo de la medicina, la física y las matemáticas nubló al principio toda prudencia, y ocurrieron pequeños desastres que estuvieron a punto de provocar el cese de las investigaciones. Una de las primeras aplicaciones de la máquina fue en el terreno de la criminología. Se creó un nuevo puesto policial cuya misión consistía en sondear la mente de los criminales para comprobar su grado de peligrosidad o considerar la concesión de la libertad condicional. La alarma saltó cuando uno de estos nuevos policías mató a su mujer siguiendo un patrón muy similar al de un asesino al que había estado sondeando. La conclusión científica fue que para dicho sujeto llegó un momento en que no supo distinguir entre sus propios pensamientos y los de aquellos monstruos de la sociedad cuya mente rastreaba.
Hubo otros problemas. Grandes empresas sin moral ni escrúpulos realizaban entrevistas de trabajo donde exigían a los candidatos que se leyera su mente. La carta de derechos humanos tuvo que ser revisada para incluirse el derecho al pensamiento privado. Eso no evitó, no obstante, que hubiera dictaduras donde se violaba dicha prerrogativa básica.
No todo fueron malos usos, por supuesto. Sondeos mentales a profesionales con trabajos peligrosos, como pilotos de aviones, lograron evitar a tiempo accidentes fatales, y la transmisión de información entre sujetos dejó obsoletos a los medios de comunicación usuales. Con el paso del tiempo las redes se expandieron y llegó un momento en que la palabra se empezó a considerar como algo accesorio.
Pero en medio de la vorágine de acontecimientos, el mismo matemático que dio el pistoletazo de salida a la comunicación mental dio un nuevo paso en nuestro avance como especie y creó el Oráculo del Despertar. Su funcionamiento se basaba en una de tantas cosas que habíamos descubierto de nuestro cerebro: la capacidad para distinguir cuándo tenemos una idea.
La máquina, de diseño casi místico, estaba conectada a varias personas. Cuando se hacía una pregunta, ésta enviaba una señal que estimulaba las mentes de todos los sujetos sin que éstos se dieran cuenta y detectaba el nivel de actividad cerebral. Si alguno era elevado o significativo, se devolvía una señal que marcaba a dicho individuo como apto para responder.
Es decir, cada vez que se realizaba una pregunta, todos se la hacían y se medía su capacidad de respuesta. Habíamos creado un ordenador con la mejor tecnología posible: nosotros.
Los primeros experimentos, con varios cientos de sujetos conectados, fueron todo un éxito, y se procedió a fabricar una red de satélites capaz de conectar a millones de personas en todo el mundo. La primera pregunta que se hizo era cómo desarrollar el viaje espacial. El Oráculo devolvió una lista de los sujetos más cualificados para encontrar la respuesta, entre los que estaba un niño de ocho años. Apenas una década después las teorías de Einstein estaban superadas y ya surcábamos los confines del Universo.
El rotundo éxito de la Primera Pregunta motivó a los creadores del Oráculo a conectar a todos los seres humanos del mundo, y si bien al comienzo fue una imposición, no tardó en revelarse como la más acertada de las decisiones. Porque de repente la humanidad pensó como una sola, y al margen de filosofías e ideas políticas, la unión fue más poderosa que la suma de las partes. En todos los países el mundo estaba repleto de genios, tanto en los desarrollados como en los subdesarrollados, y éramos capaces de encontrarlos.
La Segunda Pregunta fue cómo vivir eternamente. La lista de personas capaces de aportar la respuesta fue menor, y actualmente siguen trabajando en ello; pero han realizado avances inimaginables en el pasado para llegar a dicho objetivo.
Con el paso de los años se construyeron más Oráculos, máquinas menores pero capaces de conectar a los individuos de un país entre sí. El resultado fue que todo el mundo comenzó a hacerse preguntas sabiendo que podrían conocer a aquellos capaces de ofrecer la respuesta. Las enciclopedias cayeron en desuso, y la comunicación entre los seres humanos alcanzó un nuevo nivel. Unos más, otros menos, todos aportaban su granito de arena al conocimiento, y el resultado fue una oleada de comprensión entre individuos que acabó con muchas lacras sociales presentes con nosotros desde hace milenios.
Desde entonces se han hecho muchas más preguntas. La existencia de Dios, el fin del Universo, no parece haber freno a la capacidad conjunta del ser humano para alcanzar las conclusiones deseadas. Hemos trascendido los límites mismos de la computación, pues si bien es cierto que, según dicha ciencia, para todo ordenador clásico existen preguntas que éste es incapaz de responder, dichos principios no se aplican al Oráculo del Despertar, un instrumento tecnoorgánico de posibilidades inimaginables. Es cierto que su velocidad de cálculo, aunque inmensa, es limitada, pero nuestro crecimiento como especie, nuestra mejora de la calidad de vida y nuestra capacidad para colonizar otros mundos harán sin duda del Oráculo del Despertar una llave capaz de abrir las puertas cerradas de los conocimientos más insondables del Universo.
© Copyright de Magnus Dagon para NGC 3660, Abril 2017