Oficio de estrellas

 

Por Mauricio del Castillo

La esfera flotaba en medio de la habitación de Diego. En ella, la imagen de su madre insistía:

―Diego, termina de peinarte y ata tus zapatos.

Desde su estudio, ajustando la sección de deportes en su cráneo, el padre de Diego dijo:

―No lo presiones, Esther. Recuerda que es un día muy importante para él.

La madre ignoró el comentario de su marido e insistió:

―Diego, dile a la cocina que te prepare huevos revueltos, tostada con mermelada de fresa, cereal de avena…

―Odio la avena, mamá ―respondió Diego.

―Entonces pídela de maíz, no te compliques.

―Él no se puede complicar ―respondió el padre luego de revisar los resultados del béisbol que flotaban en la esfera―. Un muchacho como él debe emplearse como abogado, contador o administrador público…

―Será lo que el Centro de Compatibilidad de Oficio crea que es lo mejor para él ―terció la madre.

Diego no se encontraba tan entusiasmado como otros prospectos de su misma edad. Se trataba de un capricho más de los adultos, un capricho impuesto.

Entró a la cocina y dictó en voz alta lo que desayunaría. La mesa principal se desplegó y mostró todo aquello que su madre le pidió que ordenara. Diego comió en silencio, en compañía de la cocina automática y a punto de partir. Sus padres nunca salían de sus habitaciones. Tan sólo esperaron la llamada del saltador para recoger a Diego.

No sospechaban lo más mínimo los propósitos de su hijo en la vida.

Y tampoco el propio Diego.

***

El saltador se detuvo en el estacionamiento principal del Centro de Compatibilidad de Oficio. Los instructores miraban la afluencia de los niños que se arremolinaban en esa zona de la plataforma como si se tratara de un grupo de ovejas pastando. Diego no dejaba de bostezar, aburrido, en espera de que llegara la hora de salir de ahí para jugar el resto del día. Por encima, justo delante de los carteles promocionales del evento, apareció la imagen móvil de un hombre vestido con un traje negro y un peinado alto pasado de moda. Las canas que brotaban en lugares estratégicos de su cabello acentuaban su rostro severo. La falta de solapas en su saco y las insignias superiores indicaban que se trataba de un importante funcionario.

―Soy el director del Centro de Compatibilidad de Oficio. ―Se irguió con jactancia al mismo tiempo que intentaba abarcar con su mirada a todos los prospectos―. Mi nombre es Claude Balorte. Estoy aquí para que su proceso de compatibilidad de oficio sea rápido y, sobre todo, satisfactorio. ¿Alguna duda?

Nadie respondió. La mayoría de los prospectos estaban en pie, con la vista fija en el funcionario Balorte.

Éste continuó:

―Ustedes deberían saber a través de sus familiares y médicos que esta etapa es decisiva en su formación como ciudadanos de bien. Nuestro estado requiere de gente apta y capacitada, integrada con un amplio criterio para desempeñar sus obligaciones al ciento por ciento y ayudar así a muchos otros. Ustedes son el salto definitivo hacia lo que nosotros denominamos «educación enraizada». Por medio de este increíble proceso de aprendizaje no tendrán ninguna vacilación al momento de elegir un oficio laboral. En la antigüedad, no existía nada que se asemejara al concepto de los prospectos. En su lugar se empleaban recintos públicos conocidos como «escuelas», en donde varios jóvenes eran educados y evaluados. Sin embargo, se instruían en conocimientos generales que no auxiliaban en la formación de un «alumno» para desempeñar su oficio. Se aplazaban años y años para que estos prospectos desempeñaran su oficio de por vida. Aprendizaje infructuoso y tiempo perdido, por supuesto. Ustedes y cincuenta generaciones anteriores han hecho avances significativos para el estado y la humanidad entera. Sean bienvenidos.

Los instructores ordenaron a todos los prospectos seguir adelante. Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar a un ala del edificio.

Diego fue conducido a un cubículo. Justo allí, un doctor le echó un rápido vistazo y lo hizo tomar asiento en una silla especial de alto respaldo. El corazón del muchacho saltaba dentro de su pecho. Le fue colocado un casco de sonda que se aseguró con bandas de metal, grapas y conexiones. El doctor habló como si se encontrara solo:

―El sujeto está siendo sondeado a partir de sus características físicas y psicológicas. ―Miró el avance sin mucha atención y continuó proyectando―: Estamos seguros de que este individuo forjará un especial progreso dentro de…

Se interrumpió. Esperó algunos segundos a fin de que el sondeo terminara. Luego de escucharse un elegante timbre, el doctor tomó a Diego de un brazo. La pantalla se apagó.

―Eso es todo, muchacho. Ten. ―Entregó en su mano una tarjeta marcada―. No la pierdas. En la ventanilla te darán más instrucciones.

Diego obedeció. No se sentía del todo a gusto luego de aquel examen. Se llevó una mano a la frente y descubrió que tenía dolor de cabeza. La luz y los ruidos provenientes de los prospectos y los llamados de los instructores eran algo tan insoportable que intentó taparse los oídos con las palmas de las manos.

Logró llegar a la ventanilla. Extendió la tarjeta, justo en el punto donde se encontraba la ranura. Comenzó a sentir una repentina pesadez sobre su cuerpo; las fuerzas lo abandonaban. Todo giraba en torno a él. Su vista se nubló llenándose de notas musicales, voces y murmullos.

Se trataba de una amplificación, una estepa inabarcable de puntos luminosos, como las alhajas desprendidas de una túnica majestuosa. Aquellos destellos se reflejaron en las pupilas de Diego como si convergiesen en él. Una luz tras otra, volutas inanimadas aparecían dispersas en una profunda negrura. El silencio rugía en aquella infinita longitud. Se sintió suspendido, solo, en un viaje hacia la profundidad de un conocimiento nunca antes revelado.

***

Despertó en la enfermería. A su lado se encontraba una máquina médica en forma de torre, la cual dejó escapar un audio programado:

―Diego Dávalos. Te encuentras en la enfermería del Centro de Compatibilidades de Oficio. Sufriste un desmayo. Las instrucciones fueron precisas en cuanto al régimen de alimentación y descanso. No tomaste en cuenta nada de lo que se te señaló.

―Lo siento ―dijo Diego con la mirada en el suelo―. Seguí las instrucciones, tienen que creerme. Mis padres estuvieron pendientes todo el tiempo.

―No lo parece. Veamos qué opinan. ―En segundos comenzó a formarse una esfera, tan grande que abarcó toda la estancia. Dentro de ella se encontraban las imágenes de sus padres: él jugando ajedrez mortal y ella dando forma al jardín botánico carnívoro. Percibieron la llamada y miraron sus respectivas esferas.

La máquina asistente dijo:

―Señores Dávalos. Muy buenas tardes. Soy una máquina médica del Centro de Compatibilidad de Oficio, programada para detectar posibles anomalías médicas en los prospectos. Tengo que informales de que su hijo Diego sufrió un repentino desmayo en nuestras instalaciones.

―¿Un qué? ―exclamó el padre. No advirtió que había perdido un alfil.

―¿Qué está diciéndonos? ―preguntó la madre, incrédula.

―Sufrió un desmayo ―repitió la máquina médica―. Causó un retraso en todo el proceso a partir de las diez horas de la mañana. Creímos que habían quedado claras las normas de nutrición, descanso y pensamiento de su hijo. Ustedes firmaron una cláusula en la que…

―Pero nos hemos ocupado de todo eso, maldita sea ―interrumpió el padre de Diego―. Hemos cumplido al pie de la letra lo que nos han indicado en el Centro. Nuestras máquinas asistentes no han fallado en nada.

―Eso no es una justificación, señores. Nuestra sugerencia es que estén más pendientes de su hijo. En estos casos es lo mejor.

El padre intuyó que esto debía tratarse de un acto de rebeldía de Diego.

―Nos cuesta mucho todo esto para que lo eches a perder, Diego ―observó―. No sé qué cara pondré cuando todo el mundo se entere de tu interrupción. Un año más ―dijo en tono catastrofista―. Un año más, maldita sea.

Una línea de luces parpadeó en el semblante metálico de la máquina. Después convino que era pertinente aclarar algo:

―Sin embargo no fue interrumpido su examen de compatibilidad, señor Dávalos. Diego alcanzó a ser sondeado. Esto ocurrió poco antes de su desmayo. Fue justo cuando se disponía a entregar su tarjeta marcada: la base de información que determinará el oficio de su hijo.

Los padres de Diego soltaron un suspiro de alivio.

―Esperamos que puedan poner más atención en Diego, señores ―continuó la máquina―. Ustedes saben qué este tipo de procesos deben agilizarse. Considérenlo una advertencia. En poco tiempo enviaremos a Diego de regreso a su hogar en un saltador. Buenas tardes. ―La máquina asistente estuvo a punto de cortar la comunicación, pero un repentino aviso arribó a su banco de datos―: Un momento… un momento… Los resultados ya están listos, señores. Es extraño…

―¿A qué se refiere con extraño? ―quiso saber el padre de Diego, con el ceño fruncido. Ahora había perdido una reina.

La máquina médica tardó segundos en contestar. Tratándose de un ordenador era algo fuera de lo común.

―Los resultados son confusos ―continuó la máquina médica―. Según su mente y sus propias habilidades y tendencias, Diego debe ser un… astronauta.

Los padres de Diego permanecieron callados. De inmediato exigieron una explicación:

―¿Qué es un astronauta? ¿Qué demonios significa eso?

La máquina respondió sin vacilaciones, aunque no tenía una idea concisa de su significado:

―Requeriremos más estudios. No hay nada seguro. Deben ser pacientes.

―¿Cuándo tendrán una respuesta? ―exigió saber la madre. Sus plantas carnívoras ya comenzaban a devorarse entre ellas ante la falta de atención.

―De dos a tres semanas cuando máximo. Primero debemos investigar el significado de ese oficio. En cuanto conozcamos alguna referencia al respecto, lo estudiaremos y determinaremos si es conveniente que sea un astronauta.

―Yo soy de los que opina que Diego debe volver allá y realizar de nuevo la evaluación, en caso de que sea compatible con algún otro oficio ―dijo el padre con voz autoritaria―. ¿No les parece?

La máquina médica dijo:

―Eso es imposible, señor. La evaluación podría efectuarse varias veces y el resultado sería el mismo.

Luego de algunos minutos los padres de Diego decidieron hacer caso a la máquina médica y esperar de dos a tres semanas.

Minutos después el caso fue notificado a la oficina del director Balorte. Se sorprendió al ver los resultados: el sistema informaba que existía un oficio de más. Podía tratarse de un error en la información cargada; el sistema no podía estar equivocado. ¿El oficio alterno debe ser rechazado como imposible?, pensó. ¿Por qué ocurrió un caso así? Sólo existían tres oficios para los prospectos. No más. Ningún otro caso se había dado a conocer en el mundo refiriéndose a un existente cuarto oficio. Ni siquiera cabía la posibilidad de que la máquina pudiera declarar incompatible algún oficio para cualquier prospecto.

Se reunió con un equipo de neurólogos e instructores para determinar las causas de la falla.

Pero se encontraron con el extraño hecho de que no existía ninguna falla…

***

Diego regresó a casa luego de la convalecencia médica, aunque sus padres no dejaban de mirarlo con suma extrañeza, como si su futuro, determinado por la elección de oficio, pendiera de un hilo. Tuvieron que pasar cuatro semanas para que obtuvieran una respuesta definitiva.

Una esfera en el cuarto de Diego le indicó que bajara a la sala. Obedeció. Salió del ascensor y se encontró de frente con el director Balorte. El funcionario, con las manos sujetas a la espalda, una dentadura alineada y con el característico olor de un varón de edad madura, se inclinó ante él y preguntó:

―Tú debes ser Diego. Mucho gusto. Soy el director Balorte, del Centro de Compatibilidad de Oficio.

―Buenos días ―se limitó a responder Diego, casi con un nudo en la garganta.

Al notar que no bajaban los padres de Diego a su encuentro, el director Balorte se dirigió a la máquina asistente:

―¿Dónde están los padres del niño?

―En sus respectivas habitaciones ―respondió la máquina―. Sólo haga saber los motivos de su visita y lo comunicaremos.

El director adoptó un rostro duro y, con la cabeza alzada, ordenó de golpe:

―Deben estar aquí presentes. Esto es más serio de lo que suponíamos.

Las esferas se iluminaron en las respectivas habitaciones de los padres de Diego. El padre se encontraba cambiando la longitud de onda de las ventanas comunicacionales mientras que la madre alimentaba a una boa constrictor sintética. Luego de que las esferas dieran forma a la imagen del director Balorte, éste dijo:

―Buenos días, señores Dávalos. Soy el director Balorte. Vengo a informarles de un importante asunto concerniente a su hijo y al oficio que le fue consignado. Me encuentro presente en su sala. Solicito que bajen para que podamos charlar en persona.

Se extrañaron de tener que tratar asuntos de su hijo con alguien que no fuera una máquina asistente. Y lo más alarmante era que se presentaba un funcionario.

―Buenos días ―dijo el padre de Diego―. No creo que sea bueno tratarlo aquí, señor director.

―Yo tampoco lo creía conveniente, hasta que analizamos el significado del oficio de Diego. Por favor bajen y platiquemos. Estoy seguro de que su presencia no alterará las funciones emotivas e intelectuales de Diego.

El padre de Diego pareció pensarlo dos veces antes de decidirse. La madre se mostraba angustiada de que fuera a ocurrir algo grave.

―Vamos, Esther ―dijo el padre―. Bajemos. Hay que acabar con esto.

―Pero, Ernesto… ―replicó ella, frotándose las manos con nerviosismo. Al ver que no hubo respuesta por parte de su marido, se resignó y abrió la puerta de su habitación.

Dos minutos después aparecieron en el ascensor de la planta baja. Justo ahí, sentado en la sala, se encontraba su hijo. Era la primera vez en años que lo contemplaban en persona. Diego intentó correr hacía ellos por puro instinto, pero la mirada severa de su padre se lo impidió.

El director Balorte los invitó a tomar asiento como si se tratara de su propia estancia.

Luego de unos segundos, el director Balorte preguntó:

―¿Ustedes conocen el cielo? ¿El espacio exterior?

Los padres de Diego parpadearon repetidas veces; sus bocas se abrieron, sin entender de qué estaba hablando el funcionario. Éste estudió sus expresiones y continuó:

―Es difícil de explicar. Si me dieran unos segundos y pusieran suma atención…

―¿Se trata de un principio matemático? ―quiso saber el padre.

―Me temo que no. Se trata de un lugar más allá del límite, un espacio libre infinito. Pues bien, un astronauta tiene como objetivo explorar ese lugar. ¿Saben dónde se encuentra?

Ninguno de los dos respondió. Por su parte, Diego tuvo una repentina noción que comenzaba a germinar en su mente.

―Este tipo de teorías abstractas y metafóricas no nos lleva a nada, director ―dijo el padre de Diego―. ¿Podría ser más específico?

El director Balorte extrajo del bolsillo de su saco un bolígrafo. Luego de activarlo en el aire comenzó a trazar una línea horizontal que dividía su cabeza y su torso desde la perspectiva de los padres de Diego.

―Imaginen que debajo de esta línea nos encontramos nosotros y todo cuanto nos rodea: los inmuebles, las calles, los saltadores, las piscinas y los jardines. Y justo arriba de esta línea se encuentran el cielo y el espacio exterior.

El padre frunció el entrecejo y dijo:

―Usted sabe que eso no existe. La ciudad no tiene ninguna clase de límites. ¡Eso es imposible!

La madre preguntó:

―¿Y usted asegura que nuestro hijo explorará un lugar que no existe? ¿Cómo puede ser eso?

Los tres miraron a Diego sentado en una silla, con los pies colgando; no obstante, se mantenía rígido, como clavado en el asiento. Había escuchado con atención la plática. Algo en su mirada indicaba que la explicación del director Balorte no era ajena a él.

―¿Lo está viendo? ―El padre señaló a Diego con la mirada―: ¿Acaso usted cree que esto le hará bien? ¿En verdad cree que él es un… astronauta? Esto es ridículo. ¡Ridículo!

―No, señor. No se trata de ninguna broma. Hemos investigado el significado etimológico de ese oficio. Se deriva de las palabras griegas kosmos y nautes; es decir, un «viajero del espacio».

»Pero eso no es todo. Diego tiene el suficiente talento para emprender un viaje de esa naturaleza. Lo hemos estudiado. Ninguno de los tres oficios es ideal para él. Ninguno se acerca. Deben creernos. Aún debemos hacer más investigaciones para tener una idea clara de dicho concepto.

Se hizo el silencio. Balorte se reclinó en la silla y encendió una ampolla de cocaína. El hollín fosforescente formó un signo de interrogación.

—Esto es lo que estamos esperando, señores —dijo, excitado—. Un nuevo oficio. No sabíamos que pudiese existir, pero el Sistema lo ha descubierto. Nuevos métodos, nuevas técnicas. Ignoramos qué traerá consigo este oficio, pero su conceptualización es demasiado importante para dejarlo pasar. Estamos logrando un progreso por primera vez en miles de años. —Dedicó una brillante sonrisa a los padres—. Su hijo es todo un prodigio.

—¿Qué piensan hacer con él? ―preguntó la madre, conmovida de ver a Diego por primera vez en años.

—Realizaremos estudios a jornada completa. Aprenderá mucho. Determinaremos su auténtico talento y potencializaremos su desarrollo.

—¿Y después?

—Después, lo colocaremos al frente de un proyecto que él supervisará personalmente. Si tenemos éxito, Diego podrá desarrollar manuales para el Centro de Compatibilidad de Oficio. Muy pronto Diego enseñará a otros prospectos. Se convertirá en profesor, en todo un especialista, un visionario. Sus gráficas de pensamiento y su IQ no nos pueden engañar. Conquistará el viaje por el espacio, sea lo que sea lo que eso signifique.

El padre de Diego no lo soportó más y explotó; dio un fuerte golpe en la mesa con el puño. El ruido le provocó una sacudida a Diego. La madre intentó apaciguar su ira, pero no se atrevió a tocarlo.

―¿Quiénes son ustedes para decidir lo que será mi hijo? Si ese oficio realmente existe, ya sabría quiénes son sus expertos. ¡Consúltelos! Diego no ejercerá un oficio así. Sería visto como un fenómeno. ¡Un inadaptado! El espacio infinito es algo irreal que existe sólo en los sueños. ¡No existe!

El director Balorte intentó tranquilizarlo, pero el padre de Diego alzaba la voz con más enjundia. Se puso en pie y encaró al director. Hubo un largo momento de tensión en el que los dos hombres estuvieron a punto de enfrentarse. Sin embargo, el director Balorte pasó de largo y se encaminó hacia la puerta.

―Será mejor que me vaya. Buenas noches. ―Esperó a que el sistema de la casa identificara su presencia y se dispusiera a abrir la puerta. Antes de salir miró por última vez a Diego. Algo había cambiado en él, algo perceptible. Diego estaba levantado, en espera de más revelaciones, en espera de una respuesta a sus inquietudes y fantasías. Pero sus padres se encargaron de obstaculizar la imagen del niño con una pared de luz.

El director Balorte subió a su saltador y partió con rumbo al Centro de Compatibilidad de Oficio.

***

No era la primera vez que se suscitaba un caso así, pensó el director Balorte, ya en su oficina. Recordó que dentro de sus investigaciones primarias se hablaba de un pensador antiguo que defendió la teoría de un universo sin límites. Consideró cualquier punto como un centro y a cualquier periferia como inexistente. Más allá de lo que sus ojos revelaban debía existir un borde y al llegar a ese borde debía existir otro límite, otro espacio. Pero sonaba tan absurdo…

Dirigió sus ojos hacía la parte posterior, justo donde se encontraba el techo. Percibió los sucesivos niveles, y cómo estos se multiplicaban, uno tras otro, en una secuencia incalculable. A todo el conjunto se le conocía con el nombre de «La Megaciudad Concentrada». Su fundación databa desde los tiempos remotos, donde ningún cálculo era válido para hallar su verdadero principio.

El director Balorte se preguntó si existía una forma de encontrar un espacio tan vasto como el cielo y el espacio exterior, más allá de lo que la imaginación permitía. Estaba seguro de que Diego lo encontraría.

Quizá en los niveles más bajos…

© Copyright de Mauricio del Castillo para NGC 3660, Agosto 2016