OBJETOS ANTICONVENCIONALES

 

Por Francisco Jota-Pérez

Amanece otro trece de mayo. Siempre es trece de mayo. Ayer también lo fue. Has pasado la noche entre la primera y la segunda planta de la casa, subiendo y bajando los dos tramos de escaleras que las separan y dando cabezadas de, como mucho, diez minutos; ahora en el sofá, ahora descansando la frente en los antebrazos y apoyado en la mesilla de la cocina; pendiente del reloj en el cuarto de estar, no sin cierta inquietud aun sabiendo por adelantado lo que iba a pasar con él, en él y, por arte de no sabes qué magia, en el resto del mundo. A las doce en punto, las cero horas, igual que en miles, sino millones, de medianoches idénticas, el indicador de fecha ha pasado a catorce de mayo. Ha seguido así a la una de la madrugada. Las dos de la madrugada del catorce de mayo. Las tres, las cuatro, las cinco, las seis, las seis y veinte, las seis y treinta y ocho… A las seis y cincuenta y cuatro, justo al cruzar el segundero el punto más alto de la esfera, con el primer rayo de sol, el reloj ha hipado y el indicador ha vuelto de un salto atrás al trece. Trece de mayo otra vez.

Son las seis y cincuenta y ocho del trece de mayo. Te escuecen los ojos y un cosquilleo desagradable se ha instalado en tus riñones; no tienes mucho que hacer, así que subes a acostarte.

 

Esta no es tu casa; no tienes derecho a referirte a ella como tal, aunque vivas aquí y carezcas de la más mínima pista al respecto de quién la ocupó antes de que te instalases, hace ya más o menos unos trescientos treces de mayo. De todos modos, lo que encontraste aquel día tras destornillar la cerradura de la entrada y tomar posesión del sitio al descargar las cuatro cajas de cartón en las que cabía todo lo que trajiste contigo, no difiere demasiado de lo que es ahora. Dos pisos prácticamente de un solo ambiente, dos pasillos comunicados por dos tramos de escaleras; las estancias no completamente delimitadas al carecer de puerta o marco; en la primera planta, caminado en línea recta desde la entrada, uno pasa, sin advertirlo, del recibidor a la sala de estar y a la cocina, sube las escaleras y desanda la misma recta hacia la fachada pasando el despacho, el dormitorio y, finalmente, el cuarto de baño. Te gusta. Por eso has ido colocando pegados a la pared los muebles con los que te has hecho en este tiempo, manteniendo una vía central despejada por toda la casa. Llamas a cada espacio por su nombre, aunque ni tú mismo distingues dónde empiezan o acaban, cuándo se está del todo en uno u otro. Así, aquí, vives en tránsito. Y no debes preocuparte por el suministro de agua corriente, electricidad, gas e Internet, como tampoco del consumo; a trece de mayo, aquel trece de mayo original al que replican ahora el resto de días, estaba todo dado de alta y pagado, y así sigue. Igual que tu cuenta corriente, que sigue encasquillada en la misma cifra que arroja cada trece de mayo cuando la compruebas online en el ordenador portátil que descansa sobre el pequeño escritorio en el despacho, antes de meterte en la cama. Misma cifra, cómoda. Dinero más que suficiente para un hombre solo, habitante de una casa hecha a su medida y que no le demanda nada.

 

A mediodía, llaman al timbre. Bajas a abrir y das los buenos días a Roberto el Gigante, el guarda enorme y de rasgos mongoloides de la granja a un kilómetro de aquí, montaña abajo, a medio camino entre la casa y el término municipal al que tanto la finca de la que el hombre se cuida como tu impropio hogar sirven de afueras.

Roberto te devuelve el saludo y pregunta:

—¿Noche?

Le respondes que sí, que has vuelto a pasar la noche en vela, dedicado a tu estúpido experimento, malgastando sueño en contrastar por enésima vez el mismo resultado.

Roberto dice:

—Idiota.

Y tiene gracia que lo diga él. Preguntas:

—¿Qué tal la Señora?

Repite:

—Idiota.

Con el dorso de una mano, se seca la saliva que le humedece la barbilla desde el labio inferior paralizado y leporino, y te hace un gesto con la cabeza para que le acompañes. Echas un vistazo al interior de la casa, donde nada requiere tu atención, no tanto como la requiere el Gigante, que insiste en que le acompañes ahora mismo. Agarras un paquete de tabaco y las llaves y te vas con él.

Os salís del camino principal por un sendero que lleva al bosque de coníferas en la linde de las tierras de la granja. Enciendes un cigarrillo y le ofreces otro a Roberto, que lo rechaza, después de que con una ancha zancada paséis por encima de la cadena baja que fracasa en cerrar el paso de intrusos a la propiedad privada.

El Gigante dice:

—Por aquí. Bicho. Raro.

—Roberto… Ya me conozco tus bichos. Y no me apetece nada ver otra cosa de esas. Hoy no.

—No mismo bicho. Raro.

—Eso dijiste la última vez, y resultó ser un cerdo muerto. Nada más. Y la vez anterior, un perro. Muerto. ¿Te acuerdas?

—No.

—No te acuerdas…

—No el mismo bicho.

Roberto se cuela entre dos matorrales. Das una última calada, apagas el pitillo en la suela de las botas y le sigues. Al otro lado de la barrera de ramas y hojas tiernas, perpetuamente recién brotadas, el Gigante está acuclillado frente a algo, un fardo, rezándole con un mugido bajo e ininteligible. No es un bicho, pero desde luego es raro. A primera vista, parece humano; un niño, quizá, de unos diez años, no mayor.  Desnudo y de piel tersa y gris oscuro, cráneo ovalado e hinchado, sin vello corporal alguno, sin genitales ni boca ni nariz, con dos ojos almendrados, brillantes y uniformemente negros ocupando más de la mitad del rostro. Un hombrecillo gris, no un niño. Alienígena, no humano. Te acercas un par de pasos. El hombrecillo ha sido degollado y luego abierto en canal; las tripas, tan negras como sus ojos, esparcidas entorno a él y aún conectadas a su interior a través del profundo corte. Y aun así no despide olor alguno.

Roberto te mira desde abajo y pregunta:

—¿Muerto?

—Joder, eso espero.

—No es persona.

—Ya lo veo.

—Un marciano. ¿A que sí?

Te encoges de hombros y el Gigante sonríe. Se pone en pie, aplaude dos veces y se frota las manos. Saca del bolsillo una navaja de hoja serrada y la despliega. Vuelve a agacharse, coge la mano derecha del hombrecillo, la coloca sobre una de las piedras planas que lo flanquean y con media docena de tajos consigue cercenar el más largo de los cuatro dedos sin uñas. El alienígena no sangra. Roberto devuelve la navaja, junto con el dedo, al bolsillo de su faenera de dril.

Le dices:

—Vete a la granja y trae una pala. Te espero aquí.

Él protesta:

—Es bonito.

—No, no lo es.

—¿La Señora?

—Yo no se lo contaría. Bastante tiene con lo que tiene. Allá tú…

Frunce el ceño, indeciso. Le dices:

—Si te pregunta… Sólo si te pregunta… Cuéntale que has encontrado otro bicho y que me lo has enseñado y que vamos a enterrarlo. Nada más. Se quedará contenta con eso.

—Sí.

Sin más, el Gigante se marcha al trote. Te quedas con el cadáver, esperando.

 

La segunda o tercera vez que bajaste al pueblo después de mudarte, compraste en la tienda de artículos de segunda mano un tablero de Go y sus correspondientes piedras negras y blancas. Era trece de mayo. Siempre es trece de mayo. Lunes. Soleado y fresco. Un día sí y otro también. El dependiente trató de endosarte, junto con el juego, un disco de almacenamiento externo para el portátil, que por supuesto rechazaste. No conviene tener en casa más que lo necesario, y poseer cualquier dispositivo de memoria, en estos tiempos, viene a ser lo mismo que poseer un ladrillo o un caballo de cartón piedra; indefectiblemente acaban llegando cada mañana las seis horas y cincuenta y tres minutos del catorce de mayo, pasa un minuto más y los temporizadores internos de discos duros, tarjetas y sistemas virtuales retroceden de vuelta al día anterior, borrando de paso cualquier archivo generado o almacenado después del trece. Parecido pasa con correos electrónicos, SMS, hilos temáticos en foros en línea y demás elementos de transmisión de información o reminiscencia, por poco sofisticados que sean; toneladas de papel impreso o garabateado a mano se extravían cada amanecer en todas partes, la salida del sol borra hasta el último graffiti en el más apartado edificio a medio construir o urinario público en la catacumba más honda y oscura, borradores finales de libros enteros mueren al renacer la jornada recurrente.

Regalaste el juego de Go a Bruna la Señora, tu vecina más cercana, la dueña de la granja y jefa de Roberto el Gigante. Un gesto de buena voluntad cívica. Le prometiste que le enseñarías a jugar. Ella dijo:

—¿Sabes mucho?

—Apenas las cuatro o cinco estrategias básicas, pero venir a jugar con usted me servirá de excusa para practicar y ver si mejoro.

Porque el cerebro es lo único fiable que nos queda. Lo único que recuerda. Lo único que aprende.

La Señora dijo:

—Buscaré el reglamento y los fundamentos en Internet, que para eso está. Cuando sepa lo mismo que tú, jugaremos. Y dejarás de tratarme de usted.

Acordasteis daros diez treces de mayo antes de iniciar la rutina de veros uno de cada cuatro para echar una partida. Bruna se apretó el tablero y la cajita con las piedras contra el pecho, te dio las gracias y volvió a recluirse en la granja.

Pronto tuvisteis que rendirnos a una descorazonadora evidencia: que, desde luego, ibais a aprender a jugar al Go, a convertiros en nada despreciables expertos en el juego, pero que jamás acabaríais una partida; ni su frágil estado ni tu precaria paciencia os permiten a ninguno de los dos estar sentados, jugando, durante más de dos o tres horas, y cada mañana, a las seis y cincuenta y cuatro, en un parpadeo, el tablero con el juego inconcluso se vacía, las piedras vuelven por sí solas a su cajita.

 

Avanza, amaga, regatea, encubre y encierra, sé tú mismo hasta que tengas la ocasión de ser algún otro algo mejor, ten los cojones de embocar la repetición como si de la boca del lagarto se tratase, sé el gremio de la nación de un solo hombre que derrota, sé la deriva que no podrá salir del pueblo indemne, o no saldrá indemne el pueblo de ti, cuando era una abstracción a la que aspirar y resulta que te has hecho con él y a él, conoce a tus iguales tanto como ellos desconocen de ti, deja hilos de pensamientos en el lector que venga a espiarte, como una confesión pero mucho más sexy, no muestres triunfos, compra y consume, acepta de buen grado que tu especie es un mecanismo cancerígeno que la naturaleza puso aquí para exfoliarse, exfóliate de amor y ya nos veremos, gana tiempo para que la voz en tu cabeza salga a hablar de ti, ¿qué dice de tu salud mental? Reflexiona en puro a quién le importa realmente.

En el pueblo, visitas a Porfirio el Hijodeputa. Llamas a su puerta con los nudillos. Te abre su hija mediana, Ágata, una estridente quinceañera pelirroja y pálida, tan alta como tú y a la que sobran unos siete u ocho quilos aún para llegar a su objetivo de remedar a esa poetisa vegana que cuelga en YouTube cada tarde un poema distinto y de obsolescencia programada desde su concepción; una oda al carpe diem y a la angustia adolescente por día, recitada de memoria, que recibe regularmente millones de visitas de otros tantos adolescentes angustiados y estancados antes de que el vídeo y su cuenta de usuario asociada sean eliminados del servidor con la nueva mañana. Ágata, como los demás calcos a medias de la poetisa, es un proyecto inconcluso y taciturno y de floración interminable, encubierto por un semblante lacónico y desapegado, no en paz consigo misma.

La hija del Hijodeputa dice:

—¡Puaj!

—Sí. Hola.

 Ágata se vuelve y grita:

—¡Papá! ¡Es para ti!

Cuando aparece Porfirio, la niña se desmaterializa, sin dignarse siquiera a dedicarte un último desprecio. El Hijodeputa baja la voz, casi susurra:

—¿Qué quieres?

—Me apetece correrme en la boca de alguien. Gracias por preguntar.

Tú no susurras. A Porfirio se le hinchan las venas del cuello. Se rasca la rojiza barba de dos días que le cubre las enjutas mejillas y se abrocha el primer botón de su bata de laboratorio impoluta. Está pensando en todos los insultos que le gustaría escupirte pero no puede, casi tanto como lo está haciendo en las hipótesis sobre por qué llevas las botas, las manos y las mangas de la cazadora vaquera manchados de tierra, por qué el pelo revuelto, por qué sudas tanto y qué exóticos gérmenes de la montaña podrías colar en su casa si decidieses abrirte paso a la fuerza. Es fácil leerle la expresión. Para tranquilizarle, le dices:

—No tiene que ser ahora mismo.

El Hijodeputa bufa y se crece un poco. Dice:

—Mejor, porque ahora mismo Laura no está.

—Tampoco tiene que ser en su boca… La de Nora o la de Ágata también me valen. Ya ves con qué poco me conformo. Caramba… Ahora mismo, hasta me apañaría con…

 Porfirio vuelve a encenderse, alza el índice al cielo, y te interrumpe:

—¡Cuidado!

 Te inclinas hasta situar la cara a un centímetro de la suya, le miras a los ojos y, ahora sí, bajas la voz:

—Iba a decir que hasta me apañaría con la tuya. Con tu boca. Pero ya que mencionas a la pequeña…

—Hijo de puta.

—Dijo el Hijodeputa.

Porfirio retrocede de puntillas. Dice:

—Estará aquí a eso de las seis.

—Bien.

Está a punto de echarse a llorar. Murmura:

—Por una mentira…

Tienes que irte, pero no vas a dejar que el Hijodeputa diga la última palabra:

—Una mentira imposible de desmentir. Se siente.

—Una calumnia.

—Indefendible.

Porfirio enmudece. Tú ganas:

—Y ahora tu mujer ya no es sólo tuya. Si no te afectase directamente, incluso tú me reconocerías el mérito.

 

No vuelves hasta pasadas las diez de la noche. Porfirio, Ágata y la pequeña duermen. Laura la Beata, la mujer cíborg que el Hijodeputa y tú compartís, te lleva de la mano hasta el patio trasero, a la autocaravana sin ruedas y con las ventanas cegadas mediante delantales de plomo remachados a la carrocería. Ha estado esperándote desde las seis. Dentro, en el improvisado laboratorio que pulcramente ha ordenado para la ocasión durante la prórroga, os desnudáis y os tumbáis en la mesa de operaciones; a Laura le asquea que lo hagáis aquí, para ella debe ser como follar en el vientre materno, pero a estas horas es la única opción de que disponéis. La Santa te masajea los testículos, obviando a conciencia rozarte el pene, hasta provocarte una rabiosa erección, que contienes fijándote en el instrumental quirúrgico dispuesto en la gran vitrina que os rodea cubriendo las cuatro paredes del habitáculo de la autocaravana; te bebes la anémica luz del fluorescente que os alumbra. Ella se detiene y pregunta:

—¿Por dónde?

—La boca. Pero que sea bueno.

Laura se recoge la melena tintada de azul anudándosela sobre la nuca; a tientas, da con un pequeñísimo resorte instalado en la base de su cráneo, lo pulsa y la mandíbula se le descuelga con un chasquido, al que sigue un siseo hidráulico cuando los dientes se repliegan al interior de las encías, que se hinchan hasta doblar su tamaño y convertir la mitad inferior del rostro de la mujer en una vagina horizontal. Te acomodas en el centro de la mesa y ella se sienta sobre tus muslos y pone los ojos en blanco. De sus poros afloran miles de millones de microscópicos filamentos cortos, duros  y puntiagudos, que te hacen cosquillas cuando Laura resbala hacia abajo. Se arrodilla entre tus piernas abiertas, se dobla sobre sí misma y hace que tu pene se pierda en el interior de su cráneo. Te apresa los flancos con ambos brazos, y los filamentos que le recubren la falsa piel se clavan en la tuya sin dolor, haciéndole el amor a tus terminaciones nerviosas. Enlazados así, el procesador interno del robot sexual analiza tu actividad eléctrica y ajusta en consecuencia la lubricación, succión y torsión de su prótesis bucal, para proporcionarte un orgasmo que llega despacio y suave y te deja soñoliento y satisfecho.

Al acabar, te vistes. Ella se recompone sentada en el suelo; la mandíbula encaja, dientes rebrotan, inflamaciones luctuosas apocopan y esperma y lubrificante son aspirados por la bomba de vacío de la garganta. Cuando la cara de la Beata recupera  un aspecto óptimo para ser lucido en público, camuflada su esencia autómata, dice:

—Porfirio quiere hablar contigo.

—No me apetece. Mañana.

—Es importante.

—Claro.

Laura se queda en la caravana, procesando residuos con un acorde maquinal. Tal como pisas el patio trasero, el Hijodeputa te sale al paso. Se ha echado la bata de laboratorio sobre el pijama. Gruñes:

—Oh, joder…

Porfirio se cruza de brazos. No va a dejarte ir hasta que le escuches. Dice:

—He perdido a Nora.

—¿Y?

—Devuélvemela.

—Yo no la tengo.

—Sé quién la tiene. Está en la plaza del ayuntamiento. Necesito que vuelva.

—¿Me estás pidiendo un favor?

Toses, y una flema que sabe al látex clínico del beso de despedida de la Beata te sube al paladar. Escupes. Porfirio dice:

—Estoy intentando solucionar un problema usando la herramienta más adecuada.

Suena sincero.

Subes la montaña por el ancho camino rural. La granja está completamente a oscuras. Una cigarra temprana canta a tu espalda. Con los ojos adaptados a la luna, fijada en el inicio de su cuarto menguante, caminas como si lo hicieses a primera hora de la mañana.

Entonces una extraña estrella rosa fluorescente nace por el norte, crece y se eleva, acelerada, en el horizonte, y te deja ciego. Das un traspiés. Con el trasero en el suelo, bizqueas. La pura luz rosa fluorescente forma un cilindro que te sobrevuela con parsimonia, a más altura de la que puedes calcular. Se te revuelve el estómago y dejas escapar una lágrima. El cilindro no se detiene y sigue flotando, en silencio, en dirección al pueblo.

Llegas a casa temblando. Te quitas las botas y te deshaces de los sucísimos pantalones. Dudas entre dar la luz o encender el televisor. Optas por lo segundo. No más luz. Te arrebujas en el sofá. En la pantalla, Phil Connors, interpretado por Bill Murray, sigue preso en Punxsutawney  y trata de suicidarse despeñándose con su coche por un barranco. Que “Atrapado en el Tiempo” sea la Gran Película del Lunes en el canal de mayor audiencia del país, lunes trece de mayo tras lunes trece de mayo, es un chiste épico de la casualidad, alrededor del cual apuestas a que alguien en alguna parte ha estructurado una religión entera.

 

Bruna La Señora dice:

—Mi teoría es una mezcla de intuiciones.

Como el resto. Como las decenas de hipotéticas explicaciones que ya has oído antes y las decenas que te quedan por oír a por qué el planeta, y para el caso el universo entero, se ha parado y abandonado al bucle del lunes trece de mayo. Bruna dice:

—Entonces, ¿sólo porque cada idiota conspiranoico del globo tenga una, la mía queda invalidada?

La Señora no es tal y, al tiempo, lo es. Siendo estrictos, esto con quien juegas al Go en la recia mesa de roble en el centro del amplio comedor de la granja es sólo un apéndice de Bruna. La verdadera Señora está acostada en el hediondo sótano de la finca, anclada por el sobrepeso, las inflamaciones, los tumores y su siglo y pico de edad a una cama de matrimonio de hierro forjado, y guía los movimientos y habla por boca de esta muchacha privada de raciocinio propio y unida al útero de la anciana por un cordón umbilical calloso pero flexible, surcado de venas añil, gordo y tan largo como se le supondría al hilo de Ariadna, quizá infinito. Esta muchacha nonata que tienes delante, carne de ventrílocuo, este apéndice de Bruna que asimismo es Bruna, ahora coloca una piedrecita blanca en una intersección dentro de la zona de seguridad en la mitad del tablero que le es más cercana y dice:

—Claro que si no quieres que te la cuente, estás en tu derecho…

No te importa en absoluto que te cuente nada, ¿verdad? Sólo es que el último movimiento te ha pillado desprevenido y debes replantear tu estrategia. Además, creías que estabais hablando de los acampados en la plaza del ayuntamiento, de los que, se supone, debes rescatar a ese díscolo complejo de culpa mecánico que el Hijodeputa tiene por hija mayor.

La muchacha que en cierto modo es Bruna y en otro cierto modo no lo es, se arremanga la camisa de felpa a cuadros rojos y grises que vuelve imprecisa su huesuda anatomía y se desabrocha un botón para abrir un escote que no contiene nada. La familiar brisa del mediodía del trece de mayo hace ondear las cortinas de viscosa beige que cubren el ventanal, y el comedor se raya de amarillos brillantes sobre marrones oscuros y rústicos. Depositas una de tus piedras negras en una intersección potencialmente comprometedora para tu rival. El apéndice de la Señora arruga la nariz y se concentra en el tablero. Dice:

—La mía es una teoría unificada, en la que lo mismo cabe la teología que lo que sea por lo que se están manifestando hoy esos acampados tuyos. Y cabes tú y quepo yo y caben ambos Robertos, el Gigante y el Enano. Estamos todo muriendo en la misma medida.

Coloca otra piedra blanca en la zona de seguridad y dice:

—He comprendido qué significa “eternidad”. Ya sabes… la dicha y la paz eternas, el fuego eterno, el eterno retorno. Igual que me he reafirmado en mi convicción en que cuando nuestro paseo por este valle de lágrimas se acaba, se acaba y punto. Telón y fin, materia pudriéndose y pasto de los gusanos, todo el paquete. Lo que me interesa, y lo que nos atañe, es el momento justo, justo, justo antes que eso. El momento perfecto. El momento eterno.

Cubres con otra piedra negra la intersección vacía más cercana a la última que has ocupado. Bruna tira del cordoncito de hilos de colores trenzados que rodea el cuello de su apéndice y entresaca del escote lo que pende del nudo en el que acaba la trenza: un dedo cercenado, gris y sin uña. Dice:

—El momento eterno es una singularidad, un instante no mensurable durante el cual, aunque el cuerpo haya suspendido hasta la última función, la mente, o por lo menos parte de ésta, la parte que nos hace conscientes, no está muerta pero tampoco está viva. Las dos cosas a la vez y ninguna. El gato de Schrödinger en un rinconcito de nuestros cerebros, acorralado. Un momento de penosa lucha por la supervivencia, cuando esa chispa de consciencia suspende la noción de tiempo, o más bien la trasciende. Ergo, un momento eterno.

Reprimes preguntarle qué cree ella que le pasará a su muchacha títere cuando le llegue ese momento eterno. Bruna dice:

—Por tanto, si alcanzada esa pseudo-eternidad, resultas descubrirte una persona devota, entonces o bien te asalta el mal de conciencia y habitas, fuera del tiempo, un infierno hecho a medida, o bien haces las paces contigo mismo y te autoconvences de haberte ganado un par de alas y una lira y te echas a triscar por prados de nubes. Si prefieres enredarte con cábalas de rutas hacia la divinidad absoluta que ir recorriendo, eso harás. Si quieres ver una rueda del karma de la que has salido para encontrarte con el Buda, eso verás. Y, si estás un poco tarado, montarás un escenario fantástico a base de marcianos, robots, mutantes, zombis, posthumanos, monstruos y lo que la sopa acepte antes de que el autoengaño la vuelva insípida.

La siguiente piedrecita blanca que el apéndice de la Señora deja caer con cariño en el tablero, escapa del área segura. En dos movimientos te acorralará y anulará tu imprudente maniobra. Dice:

—En eso creo. Tú también deberías.

Pones tu piedra negra donde ella ya sabía que ibas a ponerla. Pierdes el interés en todo lo que no sea el juego cuando la Señora afirma que hay un millardo de indicios, como poco, que apuntalan su conjetura. También hay un millardo de indicios para los que defienden que la Tierra se ha quedado quieta por culpa de una invasión extraterrestre, y para los que se oponen a éstos hablando, por el contrario, de intraterrestres. Los hay para los que votan por que unos motores galácticos se han calado en alguna parte y es cuestión de no hacer nada hasta que el deus ex machina los vuelva a arrancar. Los hay para los que imputan a los Masones, a los Illuminati, a los Bilderbergers a los UltraHadeen, al Gran Cthulhu y su cohorte, y para los que se encogen de hombros porque, bien mirado, siempre ha sido trece de mayo. Indicios. Nadie puede demostrar nada, no desde que la información ya no se archiva.

Bruna la Señora encierra una de tus piedras negras en un triángulo de cruces ocupados por piedrecitas blancas que parece emerger de ninguna parte. Avisa:

—Atari.

No es que vayas a perder la partida. Apenas una pieza, y aún puedes salvarla. Eso es lo que es un indicio; un aviso. Muy poco más que nada.

 

La plaza del ayuntamiento zumba, en su corona exterior, con toldos, jaimas y tiendas de campaña; en la siguiente, neveras portátiles, hornillos portátiles, generadores portátiles y condensadores eléctricos soldados a placas solares grandes como torsos adultos se acumulan y enlazan y zurean. En el centro, un carrusel medio oxidado, funcionando de puro milagro, y una barraca de tiro al blanco emiten a través de sus cascados altavoces un estruendo de consignas políticas. Reparto responsable y equitativo, revolución sin rabia, el recelo del esclavo… Lo que un día fue una acción ciudadana espontánea, una ocupación mediante acampada del núcleo simbólico del poder popular, ha acabado deviniendo un asentamiento de cuerpos fétidos dedicados a la degradación. La prueba necrosada, multicolor y con espíritu de feria, del desgaste que vivir trece de mayo tras trece de mayo tras trece de mayo puede conllevar.

Aunque los pocos vecinos de bien que quedan en el pueblo cuenten a los niños terroríficas historias sobre cómo los acampados roban bebés de sus cunas, cómo si un acampado te muerde pasas a engrosar sus filas, cuán antropófagos son y qué suculentas partes de la anatomía ajena prefieren freír primero en la cocina del tenderete que es su comedor comunal, lo cierto es que quizá sean la jauría humana más inofensiva que la historia haya contemplado jamás. Están locos, eso es evidente, pero ya no hay rasero válido con el que determinar en qué medida.

Un hombre con un brazo amputado te saluda con su única mano; su muñón podrido y salpicado de ronchas de yodo aletea con el gesto. Porfirio el Hijodeputa ha elegido bien a su sicario. Te mezclas de maravilla con esta gente. Caminas en zigzag entre las tiendas. Te adentras. Parece que la tendencia imperante es que a los acampados les falte el brazo derecho, cortado con precisión a la altura del codo o el hombro, que les falte la mano derecha o varios dedos de la misma, aunque también los hay sin una pierna, sin ninguna pierna, mujeres despojadas de extremidades superiores que beben agua de copas de champán porque es el único receptáculo que pueden agarrar con los pies, púberes a los que han arrancado los ojos y viejos sin lengua; no es difícil deducir que el número de castraciones y ablaciones debe alcanzar en la plaza cifras de epidemia. Un olor dulzón y pegajoso cubre el campamento como una niebla tan saturada que es inaprensible para los demás sentidos, impregnando los harapos con que los acampados se atavían de cualquier manera, sujetos con imperdibles y parches de cinta aislante, tiras de plástico recortadas de bolsas de basura y cordones de zapato.

Localizas a Nora en una cicatriz de malas hierbas en lo que era la zona verde que rodeaba la plaza antes de su ocupación. Está con otras dos mujeres jóvenes y un individuo entrecano y entero. A una de las chicas, tumbada en el suelo en perpendicular con la hija del Hijoputa y la cabeza apoyada en su regazo, le faltan ambos pies. A la otra, que junto con el hombre está trasteando en la espalda de Nora, le han segado las orejas y la nariz. Los fornidos antebrazos del tipo entrecano están surcados de marcas de quemaduras de ácido que se pierden, ensanchándose, más allá de los toroides de tela de su camiseta arremangada. El poncho de lana roja y lila de la chica sin pies emite un vaho apestoso cuando se incorpora al percatarse de tu presencia, de tu vista fija en ellos. Nora parece desconectada, inhumana, una muñeca vaciada. La chica sin nariz ni orejas toca algo en las láminas dorsales de la ginoide y un chispazo la hace salir de su estasis. Ahora Nora fluye. Le han rebanado una buena porción de carne de la cara y los mecanismos de su estructura básica danzan, buscando montar alguna expresión facial. El tipo entrecano salta hacia atrás. Nora emite un pitido en tres tiempos, entre cuyas pausas se pueden intuir las dos sílabas de tu nombre. Dice:

—Papá es tan previsible.

Le preguntas:

—¿Puedes andar?

—Otra cosa es que quiera.

La chica sin pies le dice a la chica sin orejas ni nariz:

—Que el papa es una fiera.

La chica sin orejas ni nariz le dice al tipo entrecano:

—Que no quedan papas en salmuera.

A Nora le han despellejado las extremidades, le han arrancado el cuero cabelludo y la han engalanado con un vaporoso vestido veraniego naranja pálido y una peluca plateada, a juego con los huesos de aleación que quedan a la vista en brazos y piernas, fríos y amenazantes. Le han devorado dos tercios de todo lo orgánico en ella. Dice:

—¿Y qué pasa si quiero quedarme?

El tipo entrecano dice:

—Que cuándo pasa el gendarme.

Le dices a Nora:

—No me toques los cojones.

La chica sin orejas ni nariz dice:

—Que el gendarme pasa el lunes.

Le dices a Nora:

—Pide. Lo que se te antoje. Tu padre parecía más que dispuesto a pagar lo que sea.

La chica sin pies dice:

—Que el lunes nos pagarán la pedrea.

Nora dice:

—Está con mamá y las otras dos, así que no sé qué falta le hace más compañía. Después de todo, a mí me hizo para que le llevase la contraria.

La chica sin orejas ni nariz dice:

—Que la compañía de los lunes es reacia a pagar lo que, como contrarios, nos tocaría.

El tipo entrecano dice:

—Que el lunes toca acompañamiento y duelo por la dación en pago, que pasemos por vicaría.

La chica sin pies dice:

—Ningún lunes nos hemos dado a la anarquía.

Nora dice:

—Aquí pueden formatearme una de las particiones de rasgo. Eso dicen. Acaban de decirlo. Pueden hacerme recordar lo que pasó ayer. Pueden hacer que después del doce venga el trece.

La chica sin pies dice:

—Que el lunes trece es ayer y hoy y todas las veces.

Le gritas a Nora:

—¡¿Pero no ves que se te están comiendo viva, gilipollas?!

Y la abofeteas, como en cambio súbito de la estrategia de diálogo. Un dolor fino y acerado te recorre de la palma de la mano al esternón. El tipo entrecano rodea a la hija ginoide del Hijodeputa, pero le sueltas un puñetazo en la sien izquierda antes de que se le ocurra avanzar más. La chica sin orejas ni nariz chilla:

—¡Vivimos en lunes, estamos en trece, siempre!

El tipo entrecano se queja, farfulla y pone dos buenos metros entre tú y él. Nora permanece impasible, así que tiras de ella.

La chica sin pies repta hacia el entoldado más cercano, diciendo:

—¡Siempre es lunes trece! ¡Mayo se nos come, trece y lunes!

Arrastras a Nora, cogiéndola por la articulación mecánica de la muñeca, hasta unas vallas de contención forradas de pancartas; eslóganes garabateados en cartulinas, en folios, en papel de estraza y en plafones de contrachapado. Ella no dice nada. Perfecto. Das un puntapié al punto más débil de la cerca y ésta cede. Nora se ha puesto en pie. La empujas fuera de la plaza.

Suena una alarma de incendios; una de esas antiquísimas, accionadas a manivela. Los acampados salen de sus tiendas y dejan sus corros, armados con ollas, sartenes, pucheros, bidones de gasolina, latas de refresco y latas de cerveza y latas de alubias, llaves, travesaños de aluminio, cadenas y tazones acero inoxidable. El ulular de la alarma cesa, se alza el estruendo de metal contra metal de la cacerolada de las siete de la tarde.

 

Sobrevive a tus ancestros y sobrevive a tus padres, sobrevive a las modas de tus padres, sobrevive a las modas de tus abuelos, a las tendencias que conforman las pistas de desplazamiento, pistas de despegue, del inconsciente colectivo, ataques biliosos, cuarto y mitad de la habitación amplia como mil años, los sueños de un corazón diesel, oh, piloto cabeza de buque de las profundidades del planisferio, oh, Salve, tú que en tu imaginación todo lo puedes y aun así cejas ser más humano que lo humano, oh, pastor que revientas, cuarto y mitad, brote epiléptico del festín hipócrita, festín nefando de megalodones, viola el mundo y sé creativo, besa el lateral izquierdo de tu cerebro, cuenta las faltas al resto de ellos, corónate rey de un Plutón de Apocalipsis y deshazte, oh, tú.

Porfirio ha desaparecido y se ha llevado consigo a Laura, Ágata y la pequeña. En el patio de atrás de su casa, donde antes estaba la autocaravana, ahora sólo queda una mancha de aceite para motor y una llave de tubo.

Evitáis las calles principales y aun así Nora y tú os encontráis con bastante gente que vuelve la cabeza para miraros dos veces, sin dar crédito, cuando pasáis cerca, cogidos de la mano; el forastero okupa de la extraña casa en las afueras y una chica mecatrónica medio deshecha, que humea y deja escapar alguna que otra chispa cuando tropieza con los bordillos. Los niños os señalan y abren mucho la boca. Un hombre se santigua. Un borracho se ríe y luego se sienta en un portal y os grita obscenidades sobre agujeros ateridos, filos cortantes y pajas que te tronchan la polla.

Embocáis el camino de montaña y aquí empiezan los problemas para Nora. Uno de sus giroscopios, según dice, se ha soltado y, sin él, no puede calibrar correctamente el desnivel de la pendiente. Además, sus piernas biónicas no fueron concebidas para el campo. Se apoya en ti, y ascendéis a paso exasperante y lento.

Ya casi veis la granja de Bruna a lo lejos cuando, a la derecha del camino, os encontráis con Roberto el Gigante. Ayudas a Nora a sentarse en un tocón y te llegas al cercado que el Gigante está reparando con nuevo y siniestro y brillante alambre de espino. Te arden los hombros de cargar con el juguete roto y abandonado del que en mala hora te has apiadado. Roberto tensa una línea de alambre, se quita los gruesos guantes de goma y cuero, te los ofrece y pregunta:

—¿Quién es?

—Nadie, si te soy sincero.

—¿Para tu casa?

—Eso me temo.

—Estropeada.

—Parece peor de lo que es.

Sopesas los guantes. No te son de ninguna utilidad. Se los devuelves y Roberto chasquea la lengua y los deja sobre el rollo de hilo a sus pies. Le dices:

—Necesito que me hagas un favor.

—Sí, amigo.

—Y necesito que seas discreto. Mucho, esta vez.

—Siempre.

Le lanzas una mirada incrédula. El Gigante sonríe y dice:

—Siempre, siempre. Sí.

—De acuerdo… A ver… Primero, dile a la Señora que no voy a poder ir a jugar con ella en una temporada. Dile que estoy enfermo. Voy a pasar unos cuantos días sin salir, hasta que se me ocurra algo y se calmen las cosas.

—Discreto.

—Discreto. Exacto.

Roberto asiente con la cabeza e hincha el pecho de orgullo. Le encanta que le hagan encargos, sobre todo si éstos implican mentiras. Él luego, por su lado,  hace lo que le da la gana; con infantil malicia y crueldad, además. Cuentas con ello. Le dices:

—Segundo, si encuentras algo en alguna de tus rondas por el bosque mientras yo esté en casa, lo que sea, especialmente si encuentras una caravana…

—¿Caravana?

—Una casa con ruedas. Un coche-casa.

—Ah, sí.

—Si encuentras algo como eso, corres a buscarme. Me lo enseñas a mí antes que a nadie.

—Siempre.

—Ya, ya… Pero ahora más que nunca.

—Vale.

Vuelve a asentir. Dices:

—¿Has visto bien a Nora? ¿Al robot?

—He visto.

—Bien, pues lo mismo si encuentras algún trozo de algo como ella. Partes de robot o un robot entero. Vienes a verme, sin más. Y no se te ocurra tocar nada. ¿Conoces a Laura la Beata?

—No.

—Perfecto.

Os despedís. Recoges a Nora. Retomáis la subida. La autómata rebelde dice, refiriéndose a Roberto:

—Qué feo es, el cabrón.

 —Cállate. Tenemos que llegar a casa antes de que se haga de noche.

—¿Y qué vamos a hacer allí?

 —Ni idea.

El sol ya se está poniendo. Buscas luces rosas, columnas de luz rosa, en el horizonte, aunque aún sea temprano. Una abubilla os grazna. Los perros de la Señora ladran con desespero cuando pasáis frente a la entrada de la granja. Nora, poco más que un esqueleto de aleación allí donde el vestido de gasa no la cubre y alambicada circuitería, baterías, distribuidores y alternadores bajo la tela, pesa aproximadamente el doble que tú. Casi no puedes con ella. La mitad de su rostro aún recubierta de carne se contrae y relaja al mismo ritmo de los latidos de tu corazón.

© Copyright de Francisco Jota-Pérez para NGC 3660, Julio 2016