Expediente 9845: El caso de los nuevos Prometeos


Por Amaya Felices y  Laura López Alfranca 

Noviembre de 1815

Querido diario,

Percy ha dado hoy una clase práctica que me ha dejado impactada.

Como todas las mañanas, he ido a la universidad pensando que iba a estar varias horas escuchándole hablar a sus alumnos sobre las propiedades de los compuestos químico-alquímicos en la medicina moderna. No se supone que yo le esté escuchando, desde el despacho anexo al aula magna, mientras él da sus clases magistrales; pero tampoco que me guste la ciencia. Por suerte en eso soy una mujer atípica gracias a la educación que me dio mi madre. Así pues, mientras contesto a la correspondencia del profesor, soy una de sus oyentes más atentas.

Me permitirás que tutee al doctor, mi querido diario. Al fin y al cabo, además de su secretaria soy su prometida. O todo lo prometida que se puede ser de un hombre casado.

Esta mañana, tras impartir su charla teórica, Percy ha seleccionado a sus mejores alumnos para asistir a una de sus investigaciones. Tanto yo como Kellie, la secretaria del doctor Polidori con el que mi jefe trabaja, hemos sido las únicas mujeres presentes.

Como siempre que entro en el laboratorio, acabo mirando fascinada a esas dos torres de acero que se yerguen en medio de la inmensa sala abovedada donde los doctores investigan. Tienen conectadas sendos generadores eléctricos, los cuales extraen su energía de la quema de carbón y la mandan a unos acumuladores. Cuando funcionan se ven chispas hasta que los arcos voltaicos salen disparados y aterrizan sobre las pobres ranas.

Ranas muertas.

No puedo evitar tener sentimientos contradictorios. Por una parte me dan pena: las han matado de propio para aprender a revivirlas. Pero por otro… mi mente se ve fascinada por las posibilidades. Mi madre defiende la igualdad de sexos, incluso la de carne y máquina. Yo, directamente, querría haber nacido hombre para poder investigar con libertad.

Y allí estoy, querido diario, tomando notas y viendo cómo intentan reanimar esos tejidos muertos, cómo la electricidad puede hacer que se muevan una vez que el cerebro ha dejado de emitir impulsos. De vez en cuando, el doctor les pide a sus estudiantes una inyección con una concentración diferente de la disolución madre, la cual da un color violáceo al matraz con el que ayudan a las ranas a resucitar. No lo consiguen, por supuesto, pero es fascinante. Llegado un momento, Kellie se va corriendo con una mano tapando su boca. Uno de los estudiantes la sigue poco después. La medicina, como Percy suele decir, no es ni para los estómagos débiles ni para las mujeres. Creo que por eso está tan contento conmigo, porque yo nunca me desmayo ni vomito.

Entonces, de repente, una de las ranas hace algo más que mover sus patas sin ton ni son. Se arquea cuando el arco voltaico cae sobre ella y, después, abre los ojos, da un par de saltos y se vuelve a quedar inmóvil, en una posición grotesca.

Se hace el más reverente de los silencios. ¿Lo han conseguido? ¿La han devuelto a la vida, aunque haya sido por unas décimas de segundo o han sido solo movimientos post mortem de sus músculos?

Tomo notas, en un rapto donde las hipótesis y las fórmulas químico-alquímicas pasan por mi mente.

Se me caen y las recojo. Un par de estudiantes las ven y me observan extrañados, recelosos, con superioridad, como si yo no tuviera derecho a escribir algo tan técnico. Por suerte no saben que el doctor es mi prometido o todavía me mirarían peor. Sus ojos se paran en mi nombre, con el que he firmado esas anotaciones ya que son para mí, no para Percy.

Mary Wollstonecraft.

Esa soy yo. Y me temo que me han reconocido como hija de mi madre. Leo en sus miradas algo que ya he visto antes: la férrea decisión de que la sociedad no cambie, permanezca estática. El deseo de que yo no sea más que una secretaria que toma notas y contesta cartas.

Mi querido diario… diría que es irónico si no doliera tanto. Los nuevos autómatas, con la revolución social que están intentando poner en marcha para que los respetemos como algo más que meros sirvientes, están camino de tener más derechos que nosotras las mujeres.

Cómo desearía haber nacido hombre.

 

1861

La válvula de vapor volvía a estar atascada. Angelo suspiró y apartó el pelo mojado de su frente, tratando de que el tubo de la limpiadora de su espalda no se enrollara con su cuello como las otras veces. Odiaba a las máquinas y ellas a él, pero no podía utilizar sus «habilidades especiales» o le descubrirían.

Los sabios habían sido claros: no debía destacar. Pero ya lo estaba haciendo al examinar los cuerpos carbonizados de aquel sótano del Soho. Su instinto le decía que allí había algo más que el tráfico de piezas de autómatas que sus compañeros sugerían.

—¿Has acabado ya, nuevo? —insistió su superior.

Estaba en la calle fumando un cigarrillo con los compañeros.

—Deme más tiempo, sargento —pidió el joven, siguiendo su instinto.

Lustró la válvula y el vapor volvió a salir a raudales empapándole y empañando sus anteojos. Tomó poco de materia indeterminada y la limpió: un trozo de brazo con lo que parecía un rastro oscuro en la piel, ¿Un tatuaje quizás? Aguantó la respiración, asombrado porque el fuego no hubiera escondido el corte quirúrgico que le habían practicado a la extremidad. Lo acercó más a su cara ignorando el repugnante olor a carne y piel chamuscada; se centró en un pequeño rastro aromático que picaba en la nariz y aspiró con fuerza. Estaba convencido de que era formol. Su cabeza podía ver una sucesión de acontecimientos plausible: el puerto, una borrachera y una mesa de operaciones. Aproximó el resto a sus ojos y encendió la pequeña linterna de su casco. Era el tatuaje de una cola de pez, no había duda. Se rio nervioso: esa era la prueba que necesitaba para demostrar que no era tráfico de piezas de recambio. La dejó a un lado y siguió buscando en la zona, usando el vapor para retirar la suciedad. El agua tintineó sobre una pequeña placa de metal que limpió para leer: «…ub… ometeos». Debía tener algún significado, tal vez los autómatas de Cerebro Central encontraran alguna referencia.

Se quitó la mochila y los anteojos. Tomó sus pistas y salió a respirar el aire frío de la noche. Apenas quedaba nada del lupanar tras la explosión salvo un montón de escombros ennegrecidos, trozos inidentificables de material y herramientas de diversa índole. Subió por la escalera medio derruida hasta la calle, donde sus compañeros piropeaban a las prostitutas que observaban alrededor, así como los curiosos de todas las edades, incluyendo a un gato que observaba todo desde los brazos de su anciana dueña.

—He encontrado esto —dijo mostrando lo que había encontrado.

Al ver el cuerpo, sus compañeros se alejaron con una mueca de desagrado.

—Por el amor del cielo, Wistman. Pareces un maldito ghoul enseñando un trofeo —se quejó el sargento Ryman, un hombre que se veía que llevaba años sin perseguir a un sospechoso.

—He mirado los expedientes de Defoe: uno de los desaparecidos de las últimas semanas era un estibador del puerto que tenía el tatuaje de una sirena…

Sus compañeros comenzaron a reírse de él, pero no cedió.

—¿Sabes cuántas personas hay con sirenas tatuadas solo en el puerto? —preguntó otro de sus compañeros.

—Muchos, pero…

—Es una coincidencia, seguro que por esta zona habrá cientos de personas con ese tatuaje similar —se quejó el sargento.

—Pero huele a formol, como en la facultad de medicina y a los cementerios.

—Chico, me alegra ver que le echas huevos, pero hace frío, es tarde y estás conjeturando al azar. Si hay cadáveres, serán traficantes de las mafias amarillas o cuerpos para la universidad —replicó el hombre—. Recoge y lleva el equipo a la central.

—¿Puedo investigar por mi cuenta? Estoy convencido de que hay más que no podemos ver —insistió Angelo.

No podía, tenía que comprobar sus presentimientos y ver que llevaba razón.

—Haz lo que te dé la gana, pero no vengas lloriqueando si los amarillos te dan una paliza —le comentó el sargento.

Para el policía era suficiente: necesitaba probarse que era capaz de resolver aquel caso.

 

Diciembre de 1815

Mi querido diario,

disculpa si mi letra no es tan buena como acostumbra pero necesitaba un lugar seguro para mis experimentos y esta buhardilla, a la que mi casera nunca entra debido a su mal estado, es perfecta. Bueno, quizás los tablones que cierran sus ventanas podrían dejar pasar un poco más de luz y a lo mejor estaría bien si el polvo no me hiciera estornudar tanto. O, puestos a pedir, si el frío inusual que está haciendo este invierno no se colara a través de los agujeros del techo. Pero me da igual, porque acabo de lograr algo. Algo grande. Algo que Percy no ha conseguido. Y eso, mi querido diario, es mucho más importante que el tener que trabajar sin comodidades y a escondidas.

La medicina… ¿puede haber algo más maravilloso? Siento cómo mi corazón late más rápido, mi respiración se acelera y yo misma me ruborizo. Es incluso mejor que cuando George me mira.

(Casi ni me atrevo a pensarlo, ni mucho menos a dejar que mi pluma plasme unos sentimientos que considero prohibidos. Pero deberás perdonarme, mi querido diario, ya que mi relación con Percy no es fácil. Está casado y se obsesiona demasiado por el trabajo. Además, no quiere hacer caso de mis ideas porque soy mujer y no tengo su formación científica. Sin embargo, George… él me mira como si pudiera ver más allá de mis facciones, hasta mi misma alma, y sabe que puedo lograrlo. Entonces me lee alguno de sus poemas, como anoche, y yo siento que podría derretirme entre sus brazos. Los dos perseguimos lo mismo. Quizás es por eso que me ha invitado a ir a su villa en Ginebra este verano. O quizás es por los besos robados a escondidas. Por ello, porque me siento culpable al estar prometida, estoy intentando convencer a Percy para que me acompañe).

La medicina…

Esos latidos rápidos todavía golpean mi pecho por lo que hoy he logrado. Dime, querido diario, ¿soy una presuntuosa si afirmo que he llegado más lejos que nadie? ¿Si te cuento que he logrado revivir a una rana?

Porque lo he hecho.

Entonces, ¿peco de soberbia por sentirme feliz? ¿O quizás porque veo a una parte de mi madre en mí cuando me digo que yo, Mary Wollstonecraft, una mujer, he triunfado allí donde muchos científicos varones han fracasado?

Da igual, no importa…

Deberías verla.

Todavía se mueve y salta. Está aquí, conmigo y lo he logrado con restos. Con piezas rotas de instrumental que he ido recogiendo de las que ellos desechaban; con unas ranas que eran para tirar debido al excesivo tiempo que llevaban muertas, con restos de la disolución madre cuya composición química yo misma he variado. Lo más difícil fue el generador para tener la elevada potencia eléctrica que necesito; por suerte, lo solucioné utilizando unos acumuladores que saqué del almacén donde Percy guarda los recambios y cargándolos durante horas. Mi prometido es tan despistado, está tan centrado en su trabajo, que no se ha dado ni cuenta.

Mírala, mira la rana, cómo salta… Lleva así casi dos horas. Sus movimientos son cada vez más lentos, imagino que pronto volverá al lugar donde vayan los anfibios muertos; pero esto… ver sus ojos, intentar adivinar si hay consciencia allí detrás… Señor…, ¿soy una arrogante por osar compararme con Vos?

 

1861

Angelo aguardaba en las escaleras del sótano del archivo, aterido de frío y comiendo algo encontrado en sus bolsillos. Llevaba horas aguardando a que saliera una autómata de forma extraña.

Llamar a aquel cuarto Cerebro era un síntoma de soberbia exacerbada por parte de los otros agentes: era un lugar lleno de archivos hasta donde alcanzaba la vista, si es que uno era capaz de superar el vapor que despedían los autómatas. Estos parecían orientarse y manejarse como era debido. Habían echado a los compañeros porque ya no había humano que aguantara las altas temperaturas.

El agente se levantó al ver salir a la misma autómata que antes. Suponía que era una mujer por el rostro que mostraba una cara sonriendo con gesto suave. La criatura era tan delgada como una percha de madera, con ruedas chirriantes como pies y la cabeza era una enorme caja, cuya parte frontal tenía una lupa cuadrada que aumentaba la ilustración prendida entre el cristal y la madera. Rodó hacia él y le entregó dos enormes archivos llenos de papeles.

—Agente Wistman, aquí tiene lo pedido —comentó la criatura con voz monocorde y que parecía que resonase dentro de una caja de metal—. Ha sido muy interesante analizar lo que me ha traído.

—¿Analizar? Solo le pedí que buscara en los ficheros, señorita…

—8789-viendu —se presentó la autómata—. El tatuaje es muy típico de la zona portuaria, hay muchos desaparecidos con ese distintivo.

—Entonces me olvidaré de esta pista —comentó con pena.

—No debería. Dado que ha sido un rastro sacado de una explosión y ha sufrido pocos daños decidí analizarlo más de cerca. Me sorprendía su buen estado.

Angelo se asombró por la meticulosidad de la autómata. Leyó lo que había apuntado con letra de imprenta. No era uno, sino dos pedazos de diferentes cuerpos unidos por una costura cuyo hilo era de una aleación inidentificable. Uno era de carne, muy reciente, y el otro de un cadáver con una semana de descomposición. Los fluidos de embalsamar no ayudaban a datarlo con precisión.

—¿Ha habido alguna denuncia de robo de cadáveres? —preguntó el agente.

—No más de lo habitual, aunque con alguna salvedad: la mayoría son cuerpos que no llevaban muertos más de un mes y de género masculino. Salvo los últimos.

—¿Y eso?

—El ladrón, ladrones o estudiantes de medicina ahora sienten apetencia por las mujeres jóvenes —prosiguió la mujer—. Además, en los que ocurrieron esta noche fueron menos profesionales.

—¿Fue durante la explosión del sótano del Soho?

—Después. Se encontraron tumbas levantadas y los ataúdes partidos. Como si una fuerza de la naturaleza los hubiera arrollado —comentó Viendu.

—No me esperaba tanta información tan precisa —reconoció el hombre admirado.

—Si mira el siguiente archivo hemos encontrado una coincidencia. No podemos hablar de ladrones de tumbas, dado que la universidad pagaba legalmente por los cuerpos, pero las características del caso y las pruebas coinciden.

Angelo obedeció y varios pares de ojos inmortalizados en un recorte de prensa le devolvieron la mirada: «El club de los nuevos Prometeos». Por lo que leyó, eran jóvenes de diversas procedencias dedicados a desarrollar la ciencia auspiciados por el doctor Percy Shelley de Oxford. Había una gran cantidad de rumores con respecto a lo que investigaban, incluyendo la resurrección de cadáveres. El agente volvió al daguerrotipo y se quedó asombrado al ver una fémina de mirada inquisitiva entre ellos. Una mujer congelada en el tiempo y atrapada en la eterna caricia a un compañero bien parecido. Este la rozaba con la misma precaución. Lo que no entendía era que hubiera un gato posando tan tieso como los científicos.

—Se llamaba Mary Wollstonecraft —aseguró Viendu—. El que está a su lado era el doctor George Byron. Decían que era un Leonardo moderno que revolucionaría el mundo, pero murió joven. Encontré una referencia al suceso en un recorte del Daily Courant de diciembre del 18. Parece que no se llevaban tan bien como parecía en la foto.

—Si no estaba en el sótano del Soho no me interesa —murmuró el hombre.

El agente leyó los otros nombres, preguntándose cuántas posibilidades habría de que los miembros del grupo hubieran reabierto el club… ellos o sus nietos. La foto databa de 1816.

—La mayor parte del grupo murió por la edad o desapareció en el gran incendio de Oxford donde se encontraron demasiados restos humanos, incluyendo un bebé —prosiguió la autómata sin insistir en el recorte.

Era posible que los desaparecidos hubieran aguardado su oportunidad de volver a la sociedad con un gran descubrimiento o que unos fueran más imprescindibles que otros. Pero ¿por qué necesitaban que los cadáveres fueran frescos? Lo mejor era acercarse a las funerarias y ver en sus registros qué cadáveres podían ser un objetivo.

—Ya tengo todo lo que necesito —aseguró el agente marchándose.

Entonces cayó en la cuenta de que se olvidaba del ser de vapor.

—Señorita Viendu, muchas gracias por su ayuda —replicó el joven—. Me ha ahorrado muchos quebraderos de cabeza.

Aquello debió sorprender a la autómata porque apenas fue incapaz de articular bien un «de nada».

 

Enero de 1816

Querido diario,

han pasado varias horas pero todavía tiemblo cada vez que lo pienso. Sé que hay emociones que no son propias de una señorita pero me da igual: esos malditos han matado a Mittens.

Sí, matado, asesinado… ¡desnucado!

Y siento, mi querido diario, si mis lágrimas emborronan estas letras. Es la rabia, la ira… es el dolor ante su pérdida, la impotencia de no haber podido hacer nada y de notar cómo me hierve la sangre cada vez que pienso en esos malnacidos. En momentos como este aún desearía más ser hombre, para haberme defendido o, al menos, haberle vengado con mis puños.

Esos vagos y presuntuosos, que no se merecen el apelativo de alumnos si necesitan de malas artes para aprobar, pretendían que les diera las preguntas del examen final de Percy. Saben que los paso a limpio y mecanografío.

¡Serán malditos! Ojalá sus almas se pudran en el infierno.

Me asaltaron en un pasillo desierto de la universidad, por donde yo paseaba con Mittens a mi lado. Como me negué a darles el examen, comenzaron a amenazarme y, al mantenerme firme, avanzaron hacia mí apretando los puños. Reconozco que sentí miedo. Mucho. Entonces mi fiel y valiente gatito les plantó cara y ellos lo mataron.

Muerto…

Perdí los nervios; comencé a gritar e insultarles. Llegó más gente. Los cobardes huyeron para que nadie les acusara y yo me agaché, recogí el cadáver, lo acuné entre mis brazos. No podía asimilar lo ocurrido. En algún momento apareció Kellie, rodeó mis hombros y logró sacarme de allí. Me llevó a tomar una taza de té caliente y escuchó mis sollozos hasta que fui capaz de salir de ese estado de conmoción.

Una vez me hube recuperado, me despedí de Kellie y me fui a mi buhardilla con una única idea en mente: no fallar. Aunque tengo que confesar que primero dirigí mis pasos hacia la residencia de George. Por supuesto, me di la vuelta. Sabía que él me ayudaría, igual que lo habría hecho Percy si no fuera porque no es capaz de ver más allá de sus ideas preconcebidas sobre las mujeres y la ciencia; pero creí que le debía a Mittens triunfar o fracasar yo sola. Sin interferencias. Era un momento demasiado íntimo para compartirlo.

Porque esta vez no podía fallar. Las ranas cada vez aguantaban más tiempo vivas; estaba a punto de conseguirlo, incluso tenía una nueva fórmula alquímica. Me habría gustado hacer más pruebas pero no tenía tiempo: La frescura del cadáver es muy importante. Así pues, coloqué a mi amigo en la mesa, le inyecté 3,8 mililitros de la disolución madre diluida al 70% y conecté el generador.

También recé a nuestro Señor con todas mis fuerzas.

Ya no sé si lo que hice está bien o mal; pero Mittens es mi único amigo y lo han desnucado porque quiso protegerme. Por eso tenía que salvarlo. No podía aceptar su muerte.

Y ahora está aquí conmigo.

Han pasado dos horas y trece minutos desde su reanimación. Está algo arisco y me ha arañado. No me importa pues me mira con esos enormes ojos suyos, su olor es el de siempre y su tacto cálido. Ya que su corazón late como el mío, confío en que no se descomponga. Me pregunto si, una vez vulnerada esta ley de la naturaleza, Mittens será inmortal o envejecerá como todos.

En mi pecho ya no retumba la ira sino que late la satisfacción de saber que lo he conseguido. Yo. Mary Wollstonecraft. Ojalá fuera un hombre para gritarlo a toda la comunidad científica. Ahora voy a modificar las notas que le paso a limpio al profesor, a ponerle las concentraciones exactas de la mezcla alquímica. Él nunca lo sabrá, pero yo le daré la llave para elevar a la Medicina más allá de la muerte.

Y, si me equivoco, que el Señor me perdone.

 

1861

Angelo encontró a las funerarias muy dispuestas a colaborar para acabar con un escándalo que les hacía perder dinero. Le mostraron una lista de cadáveres tan «calientes» como para despertar el interés de los criminales. El agente los descartó por sexo, edad y, aunque sonara muy frívolo, por su belleza. Los empleados le mostraron los álbumes de los muertos, donde se guardaban los daguerrotipos de los cadáveres robados. El joven sintió rechazo ante las imágenes: no ser capaz de distinguir a los vivos de los muertos le causaba malestar. Mientras trataba de sobreponerse, los trabajadores le comentaron un detalle pasado por alto en la comisaría: algunas tumbas se abrían, pero sus cuerpos no habían sido robados. Angelo preguntó quiénes ocupaban los sepulcros intactos y le mostraron nuevas imágenes, señalando en cada uno rostros de mujeres jóvenes. El policía sacó el daguerrotipo que le había entregado su compañera Viendu y comprobó que las fallecidas eran muy parecidas a la señorita Wollstonecraft. No podía ser una coincidencia: tenía que encontrar un cadáver «caliente» similar a la científica. Tras recorrer varias funerarias, no le costó encontrar una coincidencia en el cementerio Highgate.

Tras ir a Scotland Yard a abastecerse de todo lo necesario, se dirigió al cementerio. Aunque tuviera que hacer guardia durante varias noches no iba a ignorar esa pista.

El boscoso cementerio era un laberinto verde y de bellas construcciones, aunque la noche las volvía macabras. La niebla se alzaba por entre las lápidas dando un aire espectral, y el único sonido que se escuchaba era el de los zepelines cruzando el cielo nocturno. Para su gusto, había demasiadas sombras guarecidas en la oscuridad.

Angelo aguardó en una de las sepulturas abiertas más próximas a su objetivo. Estaba escondido en el suelo para evitar ser visto y conservar algo de calor.

Entonces, por entre la niebla vio una sombra inmensa, casi colosal, moviéndose con una energía furiosa. Angelo comprobó la hora: era mucho más temprano de lo que había esperado. El ladrón no buscaba al azar: sabía dónde encontrar a las muchachas parecidas a Mary. Las muertas de tumbas abandonadas debían haber sido descartadas por el estado de los cuerpos.

El ser se dirigió a su objetivo y, con una fuerza descomunal, apartó la piedra que protegía el ataúd y comenzó a escavar con las manos desnudas. Angelo salió de su escondrijo armado con una pistola y un quinqué con el que cegó a su enemigo.

—¡Alto! —le exigió—. Por orden de su Graciosa Majestad, queda…

El agente enmudeció al ver el rostro del criminal. A pesar de que su cara fuera un puzle lleno de retazos de rostros ajenos, en su mayoría trataban de reconstruir con extraña exactitud la cara de George Byron.

—Doctor George Byron, queda deteni…

No pudo reaccionar cuando el ser se abalanzó contra él y de un puñetazo le mandó volando varias tumbas más allá. La luz cayó en la hierba sin provocar daños… Igual que el arma de Angelo. Aunque vació el cargador antes de salir despedido, la criatura ni se inmutó.

Aturdido tras un aterrizaje, el agente se recuperó cuando el ser con una voz grave, profunda y oscura gritó el nombre de aquella que buscaba sin descanso.

—¿¡Mary!? —la llamó con gran pesar e ira—. ¿Mary?

A pesar de estar furioso por la agresión, a Angelo se le heló el corazón al escucharle: era el amante perdido en un mundo que ya no comprendía y sin aquello que le hacía desear vivir. Triste, y unos motivos muy complicados de juzgar por las leyes de los vivos. El alma se le convirtió en plomo, pero no tanto como para obviar su deber y no perseguir al muerto que se fugaba.

 

Febrero de 1816

Querido diario,

han pasado demasiados acontecimientos estas últimas semanas y yo te he tenido olvidado, escribiendo tan solo de vez en cuando para contarte cómo me va con Mittens. Ya sabes que mejora día a día. Con cariño, paciencia, palabras suaves y dulces e incluso con música, he logrado que vuelva a parecerse más al gatito que era. Incluso me permite tumbarle en mi regazo y ronronea cuando lo acaricio. Además, no huele mal, no se ha podrido como temí en un principio. Sin embargo, a veces parece que no sabe dónde se encuentra, se muestra desorientado y se ausenta durante unas horas. El carácter arisco, así como esos repentinos mordiscos y arañazos del día de su resurrección, no se han repetido. Y sí, diario, te hablo de resurrección. Eso no me convierte en un dios, por supuesto, sino en un científico.

También quiero decirte, mi querido diario, que George —al que conté mi descubrimiento y mis conclusiones—, me ha traicionado. Él, pese a su entusiasmo inicial por mi logro, en cuanto vio a Mittens me dijo que no estaba en el orden natural de las cosas que yo abrazara a un gato muerto. No me contestó cuando le pregunté por qué. En vez de eso, intentó quitármelo de los brazos y Mittens le atacó. No me sirvió de nada explicarle que se había sentido amenazado, pues George dice que es peligroso y que debería llevárselo para su investigación.

Mi querido diario, como podrás imaginar, reñimos. A pesar de estar prometida a otro hombre, es curioso que me haya dolido más este rechazo que la reciente indiferencia y adicción al trabajo de Percy. Mi prometido no ha aceptado la fórmula que le pasé, dice que debí de copiarla mal, y ahora trabaja el doble cerrándose a mis sugerencias.

Hace unos años, cuando lo conocí, el doctor Shelley se enamoró perdidamente de mí. Pese a no estar libre me suplicó que aceptara ser su prometida, en secreto, hasta que la débil salud de su esposa nos permitiera casarnos. Y yo, que también lo amaba, accedí a esperarle.

Hemos pasado por momentos duros. Me regaló a Mittens cuando nuestro bebé no pudo ser, cuando, al par de meses de sospechar que estaba embarazada, el Señor decidió que yo no iba a ser madre. Al menos no todavía. Lo entiendo. Para algunas cosas una debe estar casada. Por eso, por todo lo que me une a Percy, me duele esta distancia. Así como que él también quiera alejar a mi gatito de mí pues, tras la riña, George se lo contó, han venido al ático y lo han vaciado.

Al ver cómo se llevaban mis acumuladores y el resto de mi material de laboratorio, temí por Mittens y le grité que huyera. Saltó por la ventana. Percy se unió a los reproches, me acusó de haber experimentado sola, de no haber compartido mis teorías sobre la mezcla alquímica. ¡Como si no lo hubiera intentando mil y una veces al principio! Pero no ha sido hasta estos momentos, cuando mi prometido se ha dado cuenta de que una mujer también puede tener capacidad analítica.

Además, me ha despedido. Por lo visto, tenía que haberse esperado algo así. Dice que he jugado a ser Dios y pecado de soberbia. Algo curioso, porque sospecho que son ellos los que están haciendo lo mismo, solo que con cadáveres humanos.

Ya no sé qué hacer, mi querido diario. Este invierno es cada vez más frío y mi gatito debe de estar pasándolo mal allí afuera. A veces lo oigo maullar a través de la ventana pero, cuando me acerco apresurada, solo veo una sombra perdiéndose en la noche. De algún modo, Mittens comprende que lo buscan y que lo mejor que puede hacer es mantenerse apartado y a salvo.

En cuanto a mi prometido, el cariño que podía sentir por él parece estar muerto bajo sus recriminaciones que solo esconden una cosa: envidia. Envidia porque no fue él quien lo logró. Y ahora habla de que en verano nos iremos con George a su residencia en Suiza. Se han hecho más amigos. Yo, si no fuera porque creo que vuelvo a estar embarazada, me alejaría para siempre de sus vidas.

Me da igual que George ahora venga a verme casi a diario, arrepentido. O que vuelva a leerme sus poemas, como si yo fuera tan fácil de ablandar. Él, al notar que no funciona, me pide perdón y casi me derrite con sus palabras apasionadas. Casi. Pues se mantiene firme en esa absurda teoría suya de que lo hizo por mi bien, de que estar con Mittens no era seguro.

Señor… si no fuera porque no sé de quién de los dos es este hijo, me alejaría. Espero que Mittens, allí donde esté en las frías calles, esté bien y a salvo. Quiero pensar que hice lo correcto al traerlo de vuelta, que no pequé de soberbia ni de orgullo, que lo hice para que mi gatito no muriera.

 

1861

No era difícil perseguir a la criatura a través de la niebla. Las calles estaban vacías y nadie se asomaba por las ventanas, temerosos de lo que se podrían encontrar. Tras varias calles de persecución, Angelo renunció a tratar de detener al ser. Cuando él necesito descansar, el cadáver siguió corriendo sin perder energías.

Cansado de hacer el idiota, el agente decidió hacer caso a su instinto y buscó una calesa que lo llevara. El conductor le dejó a las puertas del Soho, no quería adentrarse en un territorio tan inseguro.

Aunque había más transeúntes, eran personas que poco les importaban los asuntos ajenos si no pusieran en peligro sus negocios. Por lo que había sido una suerte que fuera vestido de paisano.

Angelo corrió hasta el sótano de la explosión, y allí encontró al ser. Estaba tratando de unir diferentes trozos de cadáver muy corrompidos, cosiéndolos con tosquedad. El ser seguía llamando a su amante e intentaba revivirla a través de los pedazos de otras. A pesar de su compasión, el policía no dudó:

—Doctor George Byron —volvió a repetir—, que…

Por segunda vez, el ser se abalanzó sobre él golpeándole. No supo dónde le dio, pero le dejó sin resuello. Parecía que tendría que luchar mucho más por aquel estúpido caso.

Mayo de 1816 

Mi querido diario,

sabía lo que iban a hacer. Percy y George vinieron a verme y por sus gestos entusiasmados, por alguna palabra que no dijeron, me fue sencillo saber que esta vez iban a resucitar a alguien. A un ser humano. Utilizando mis fórmulas.

Por lo que he podido escucharles, al tratarse de un ser consciente pensaban que no sería tan peligroso como podría serlo mi gato. Lo que nunca habría podido imaginar era que se trataba de un bebé. Una criatura de pecho, con pocas semanas de vida que en vez de estar entre los amorosos brazos de su madre se encontraba anoche en el laboratorio de la universidad; su cuerpo inerte sujeto por correas de cuero casi más gruesas que él y esperando la descarga del rayo.

¡Malditos sean!, ¡malditos sean ellos y maldita sea yo por lo que he desencadenado!

Mi querido diario, ya me da igual si mis lágrimas te manchan o te tornan ilegible. Porque estas hojas son la prueba de mi pecado, de mi orgullo disfrazado de ciencia, como supe en cuanto vi al bebé.

Se trataba de John, el hijo de uno de los criados de Percy que había muerto a causa de unas fiebres. Lo había sujetado en mis brazos cuando nació y ahora estaba allí, usado como una rana de laboratorio.

En el momento en el cual el rayo le devolvió la vida, me fijé en sus ojos y no encontré en ellos esa luz cálida que había sentido cuando lo acunaba. Pero eso no fue lo peor. Cuando lo desataron, el bebé se retorció como pudo, sin ser capaz de incorporarse, moviendo brazos y piernas hasta que uno de los ayudantes de Percy se acercó y el pequeño, al ver su rostro cerca, lo agarró y tiró con una fuerza inhumana hasta desgarrarle la mejilla y arrancarle parte del labio. Sangriento. Grotesco. El cuerpecito de un bebé transformado en un monstruo. Que el Señor me perdone, entonces lo entendí todo.

He pecado, he caído en la soberbia de ser capaz de devolver la vida a los muertos, de compararme con Él cuando solo soy una mujer. Los hombres hemos creado la ciencia y la ciencia nos ha vuelto ebrios de poder. Fabricar sirvientes de metal y madera, pase, pero no resucitar a los muertos. Es demasiado poder.

Cuando vi al pequeño John poseído por esa fuerza inhumana, me embargó la ira por lo que Percy había hecho. Salí de mi escondite, en donde me había ocultado tras seguirlos hasta la universidad, y arremetí contra ellos. Mittens, mi fiel Mittens, apareció y me ayudó y ellos, también horrorizados por lo macabro de la resurrección, no supieron reaccionar y me permitieron arrancar los cables de las torres y de los acumuladores; así como arrojar la mezcla químico-alquímica al suelo. Pero las notas… uno de los ayudantes de George huyó con ellas. Después no lo recuerdo muy bien. Las chispas eléctricas prendieron fuego, el bebé logró soltar una de sus correas. Sé que entre George y Byron me sujetaron, que me inyectaron algún tipo de tranquilizante, que me sacaron de allí para que no acabara quemada mientras gritaba que había que detener esta aberración.

Pronto nos iremos a Ginebra. A causa del frío invierno, de las cosechas malogradas, dicen que es lo mejor porque aquí es más difícil conseguir alimentos. Pero yo no quiero. Yo tiemblo porque sospecho que pretenden continuar con sus investigaciones, lejos de la universidad y de Scotland Yard, que les vigila de cerca desde lo del incendio. Lo entiendo, pues leí en los periódicos que, entre otros, encontraron el cuerpo quemado del pequeño John.

Desde entonces, Percy, George y Polidori se han vuelto inseparables. Si no estuviera gestando un hijo me alejaría de ellos pues todo sentimiento que pudiera albergar mi pecho ha quedado frío y muerto.

Por suerte Mittens viene a verme de vez en cuando, se acurruca a mi lado, me mira con esos preciosos ojos suyos que no han cambiado. Pero no podemos jugar a ser dioses. El mismo cielo lleva meses teñido con sangre, mostrando su desacuerdo.

Oigo pasos. Me llaman. Te dejo, mi querido diario, nos vamos a Ginebra.

 

1861

Angelo se mantuvo en pie esquivando los golpes enfurecidos del ser, pero volvía a cansarse. Necesitaba aturdirle y no sabía cómo. El agente se lanzó al suelo y rodó manteniendo las distancias. El monstruo le tomó de una pierna.

No iba a lograrlo y lo sabía, no tenía tanta fuerza para vencerle. Sin embargo, metió la mano en el bolsillo para coger el guante de descargas eléctricas. Necesitaba unos instantes para colocárselo, un lujo que no podía permitirse. Un bufido salvaje interrumpió sus pensamientos y un gato se abalanzó sobre el rostro del cadáver. El muerto trató de espantarlo y alejarlo de sí llamándolo Mittens. El monstruo siguió sin soltar su presa, aunque la distracción le dio tiempo a Angelo para colocarse el arma y accionarla. Tocó el cuello del ser y la electricidad se descargó paralizando a la mole por completo. La sacudida recorrió el cuerpo del agente con un temblor sin afectarle. Se concentró en separarse y, cuando lo logró, ignoró la sorpresa del ser. Agradecido, el joven acarició al gato. Se sorprendió al notar un cosido áspero que recorría toda su piel: el minino también estaba muerto. Los cadáveres ya no son lo que eran, pensó.

—Doctor George By…

—¿Podría hablar con usted, agente? —pidió la voz de una anciana—. Creo que puedo ofrecerle una mejor solución que la que tiene.

La mujer descendió por las escaleras con lentitud y el policía la reconoció por las fotos: Mary Wollstonecraft estaba muy envejecida, pero esa mirada inquisitiva era inimitable.

—¿Solución? Según las leyes…

—Sé que ha agredido a un agente y robado tumbas, pero está muerto y es un matiz importante, ¿no cree? —comentó la dama con gran altanería.

Angelo iba a responder con furia hasta que algo tembló en aquella expresión de seguridad: miedo, tristeza y soledad. Miedo porque si alguien descubría que aquel hombre seguía vivo, sería objeto de experimentación. Tristeza porque le perdería por segunda vez. Soledad por el tiempo que les había separado.

El policía volvió al gato: parecía normal… Puede que ella les controlase.

—Como ha sido su primer delito, le dejaré ir con una advertencia —comentó con cierto amargor. No quería respeto a costa de un inocente.

Como respuesta, Mary le abrazó con fuerza y expresó con su silencio mucho más que lo que jamás sería capaz de decir. A continuación, se inclinó hacia el cadáver aturdido, que comenzaba a recuperarse. Angelo no quiso quedarse a mirar aquel reencuentro. Sin embargo, vio de refilón una sonrisa compartida y anhelante, de reconocimiento a pesar del tiempo transcurrido. El agente podía presumir de haber resuelto su caso, además de haber ayudado a dos amantes separados por la muerte.

Tras descansar unas horas, Angelo regresó a la comisaría dispuesto a aguantar las chanzas de sus compañeros. Poco tardó en escaparse al callejón para fumar. Se sentó en las escaleras y se preguntó cómo aguantar aquel día. Tenía un amargor en la boca que necesitaba limpiar.

Escuchó un líquido chocando contra metal y el olor de la comida embriagando su hambriento estómago. Abrió los ojos para ver a aquella autómata trayéndole un plato y cerveza.

—¿Señorita Viendu? —saludó sorprendido.

—Buenos días, agente Wistman —saludó ella tendiéndole su ofrenda—. Me han contado cómo ha acabado el caso y he venido a que me dé explicaciones.

—¿Explicaciones?

Ella mostró un daguerrotipo con un mohín de enfado muy gracioso. Lo había sacado de un taco de imágenes que mantenía escondidas en una bolsa.

—¿Cómo es posible que la historia acabara así con las pistas que me trajo? Se contradicen, y más gracias a este recorte de prensa.

El agente tomó el trozo de papel casi sin mirarlo y se carcajeó con alegría.

—¿Tiene tiempo para una historia de cómo la ciencia supera a la imaginación? —preguntó tomando un buen trago de cerveza.

—¿Es de terror? Adoro las historias de terror —comentó sacando una expresión de curiosidad.

—Romántica. —Apareció una expresión de cierto disgusto—. Pero con escenarios aterradores como un cementerio y hay gran cantidad de cadáveres.

—Eso sí me gusta.

Asombrado, el hombre no dudó en reconocer:

—Creí que le gustaría el romance.

—¿Porque me programaron así o por ser mujer? —replicó la autómata.

Angelo se rio, no esperaba esa respuesta de ella… por ser máquina o mujer.

—Tiene razón, señorita Viendu. Me temo que no sé mucho sobre el sexo femenino y no sé tratarlas como merecen.

—No te preocupes, agente Wistman. Todos los hombres cometéis el mismo error —replicó con una sonrisa maravillosa—. Me encargaré de enseñarte lo diferente que soy a otras mujeres.

DAILY COURANT 19 DE DICIEMBRE DE 1818

A fecha de 18 de diciembre falleció el célebre científico y poeta George Gordon Byron de un fallo cardiaco. Scotland Yard sospecha que ha sido una muerte provocada por una acalorada discusión con el doctor Percy Shelley, con el cual mantenía una relación de amistad y trabajo.

A causa de un accidente acaecido en la Villa Diodati, en Ginebra, dos años atrás, la salud de lord Byron era delicada. Tal y como ocurre en estos momentos, se sospechó de la implicación del doctor Shelley. Por ello se han interrogado tanto al doctor Shelley como a su esposa y al doctor John Willian Pollidori. Por lo visto, en Villa Diodati una pelea entre los doctores Byron y Shelley provocó un accidente de laboratorio donde el primero resultó malherido. Pollidori confirma que ambos hombres mantuvieron su enemistad e inquina desde entonces, así como que el motivo de dicha pelea fue la esposa del doctor Shelley, de la cual los dos doctores estaban enamorados.

El primer incidente ocurrió en 1916, en el que popularmente se conoce como el verano sin verano. Por aquel entonces, el doctor Shelley y Mary Wollstonecraft todavía no estaban casados. Aunque tanto Pollidory como la señora Shelley lo niegan, se sospecha que lord Byron también le había propuesto matrimonio a Mary Wollstonecraft. Pocos meses después, tras la muerte de la primera esposa del doctor Shelley, este contrajo matrimonio con Mary Wollstonecraft.

Por su parte, Mary Shelley ha testificado que su marido pareció perder la razón aquel verano de 1816, pues en Villa Diodati quiso hacer un experimento más allá de la ética; así como que ella logró convencer a lord Byron para que se negara a secundarlo y lo detuviera. También que su marido la amenazaba a menudo y que, el día de la muerte de lord Byron, el doctor Shelley fue a verlo para exigirle unos cuadernos relacionados con aquel experimento de 1916, uno que, según Mary Shelley, «George guardó para que no acabara en malas manos».

Sin embargo, el cuaderno no está en manos de las autoridades pues se quemó durante la acalorada discusión que provocó la muerte de lord Byron.

Tanto los Shelley, como lord Byron y el doctor Pollidori pertenecían al Club de los Nuevos Prometeos y Scotland Yard está buscando pruebas que los relacionen con los robos de cadáveres.

© Copyright de Amaya Felices y Laura López Alfranca para NGC 3660, Mayo 2017