Por Federico G. Witt
Cuando recibí el paquete que debía entregar a McKinley no sabía que, en ese preciso instante, en otros lugares de la ciudad, estaban ocurriendo tres sucesos que iban a ser importantes para mi futuro: un hombre había llegado a la conclusión de que la vida después de los treinta no merecía la pena ser vivida; una cucaracha, que se alimentaba de detritos tranquilamente debajo del colector de desagüe de una planta de polimerización, estaba recibiendo una dosis extraordinaria de agentes mutagénicos; y un androide-camaleón estaba liquidando a McKinley para ocupar su puesto.
¿Que cómo me enteré de todas estas cosas? Tengo mis fuentes, y son dignas de toda confianza, créanme. Pero de momento olvidémonos del suicida y la cucaracha, y centrémonos en el asunto del asesinato de McKinley a manos del androide.
Al día siguiente me personé con el paquete en el domicilio de McKinley, lo introduje en el buzón, forzando la ranura de éste —con grandes esfuerzos, porque no cabía, como es habitual—, y me largué de allí.
Días más tarde me encuentro con que la Fiscalía de Asuntos Sociales me cita para comparecer ante el juez por daños contra la propiedad ajena. Me habían denunciado por estropear el buzón de McKinley. ¿Cómo se puede dañar un instrumento nanotecnológico autorreparable por el simple hecho de introducir en una ranura un objeto más ancho que ésta? Todos lo hemos hecho cientos de veces, ¿no? Los malditos nanobots lo arreglan en un instante. No sé cómo, pero se encargan de ello. El caso es que el puñetero buzón de McKinley no se autorreparó y la Fiscalía recibió el correspondiente mensaje de alerta poco después de que yo forzara la ranura. A continuación, el buzón envió un mensaje a McKinley informándole de los hechos y preguntándole si quería retirar la denuncia que él ya había presentado contra mí —no cabe duda de que la justicia es extremadamente rápida, llegando a proceder incluso antes de que el perjudicado sepa que ha sido perjudicado—. Como McKinley estaba muerto y el androide que había ocupado su lugar no quería contactar con la justicia, ésta siguió su inexorable curso.
Pero… ése no parece un delito demasiado grave, dirán ustedes. Pues están muy equivocados. El sistema judicial ha llegado hasta unos extremos de eficiencia exasperantes. Y este hecho se fundamenta en un principio asombrosamente simple, que las matemáticas del caos revelaron hace ya una década:el mantenimiento de un orden inalterado para los asuntos e instrumentos cotidianos confiere estabilidad al sistema.Dicho de otra manera: la sociedad va como la seda si la ley se enfoca hacia los aspectos menores del día a día y se obvia todo lo demás.
¿Lo entienden ya? Actos que en otros tiempos pudieran ser considerados graves, o al menos censurables, por ejemplo atentar contra la integridad de una persona —como hizo el androide que mató a McKinley—, o chantajes millonarios —como el que iba a realizar el mismo McKinley con la información que contenía el holodisco que se encontraba dentro del paquete que yo le debía entregar—, no se encontraban sometidos a vigilancia y debían pasarse por alto, saltándose por encima los cauces jurídicos habituales, siempre que no interfirieran con lo que se denomina «normalidad habitual del día a día». Sin embargo, un delito que afectase al funcionamiento de un buzón de correos, asunto aparentemente trivial pero que podría interferir en los procedimientos administrativos del estado, retardar la entrega de correspondencia comercial y convocar a varias hordas salvajes de agentes de seguros, era algo que debía ser resuelto de inmediato con la identificación de un culpable que restituyera los daños y perjuicios y que pagara ante la justicia y la sociedad. De esta forma todo proseguiría dentro de una total «normalidad habitual».
Y aquí termina toda la relación de esta historia con McKinley, el androide-camaleón y el paquete. No tengo ni idea de lo que pasaría con el androide ni de quién utilizaría la información del holodisco. Si habían pensado que esto iba a ser un relato sobre intrigas, conspiraciones o tal vez de género negro, olvídenlo.
Lo siguiente tiene que ver con el tipo que se suicidó cuando cumplió los treinta años. Un suicidio es un crimen atroz en nuestro sistema. Implica peritajes —de nuevo las compañías de seguros— herencias o legados repentinos, con la alteración de las rutinas de las vidas de los involuntarios herederos, y en numerosas ocasiones impagos, deudas… imagínense lo que significa esto en términos de acumulación de alteraciones en la —perdonen que lo repita— «normalidad habitual del día a día». Y más cuando los ciudadanos han llegado a ser auténticos maestros en la práctica de la rutina.
Pues bien, me persono en el juzgado y resulta que en ese instante se estaba celebrando el proceso judicial contra el individuo que se había suicidado. Y también resulta que el suicida, confeso post-mortem —la nanotecnología es muy eficaz reproduciendo procesos neuronales incluso varios días después de que haya tenido lugar la muerte cerebral— era técnico de mantenimiento de la empresa que controlaba la capacidad autorreparadora de un gran porcentaje de buzones de la ciudad. Así que, cuando llegó mi turno, el juez-droide introdujo en su banco de datos el archivo de mi juicio a continuación del que contenía los datos relativos al asunto del treintañero descontento con su vida. Dado que la memoria extendida de los bancos de datos de los droides es algo muy dinámico, el juez sospechó rápidamente de que mi caso estaba conectado con el del suicida.
Veredicto: culpable de incitación al suicidio con fines criminales contra la propiedad ajena.
Pena: catorce años y un día de privación de libertad y pago de 20 millones de euros.
Sin embargo, y aquí entra en juego el segundo suceso que enumeré al comienzo de mi narración, en aquel instante una cucaracha de dimensiones descomunales irrumpió en el juzgado —tras devorar un buen pedazo de pared— y arrancó las cabezas del juez, el fiscal y el alguacil, todos ellos droides, y después se comió la del cadáver del suicida, que aún contenía algunos nanobots. Su ansia por devorar polímeros le llevó a comerse una butaca y, no contenta con eso, a continuar destruyendo paredes y arrancando cabezas de plástico cada vez que alguna se ponía a su alcance.
A esas alturas yo ya había huido.
Ahora no me queda más remedio que entregarme. Y eso representa un enojoso problema, porque la cabeza del juez-droide desapareció y, con ella, mi historial criminal y mi sentencia. Por lo tanto, los trámites no seguirán los cauces habituales. La cucaracha ha roto la cadena de rutinas y protocolos que debían regir mi existencia futura.
Sí, ya sé qué piensan, que tengo la opción de huir en lugar de cumplir mi pena, pero… ¿podré soportar el vivir alejado de la tranquilidad que nos proporciona un sistema legal que garantiza la «normalidad habitual del día a día?».
© Copyright de Federico G. Witt para NGC 3660, Septiembre 2016