Por Santiago Eximeno
Finalista II Premio Guindostán
No te lleves el trabajo a casa, se dice Venancio, no seas como tu padre, que volvía a casa enfebrecido y no pasaba una noche que no se desatara una tormenta de improperios en el salón.
Venancio gusta de hablar consigo mismo, es una costumbre que ha heredado de su madre y que conserva como recuerdo de su amor disperso. Han pasado ya muchos años desde que formó su propia familia, pero no logra olvidar esa otra en la que se crió entre gritos y disculpas mal formuladas, entre llantos y judías con chorizo que siempre estaban frías, entre soledades y ausencias. Sabe que no fue un buen niño, que ese fue el principal motivo por el que su padre no le quería. La bebida, las furcias y el dinero tirado en las máquinas tragaperras solo eran las formas que tenía su padre de exponer su dolor. Su madre siempre quiso justificar por ellas su decisión de no permitir que volviera a entrar en casa. Él, Venancio niño, sabía que era un error, que él era el único culpable; nunca fue un buen hijo. Al menos tiene el consuelo de que ha logrado ser un buen marido, y como padre no lo está haciendo mal. Nada mal.
Eso dice Mercedes.
Mientras vuelve a casa, caminando por callejuelas mal iluminadas, de esas en las que han plantado farolas mohosas y han olvidado regar con electricidad, murmura para sus adentros las cosas que dice Mercedes. Porque con los años ha aprendido a apreciarla, a quererla, con ese cariño distante que proporciona el tiempo, con esa aparente desgana que es compañía y abrazo ocasional. Atrás quedaron los días de los besos húmedos y los regalos inesperados y el sexo rápido y torpe en habitaciones de fondas baratas. Económica pero con clase, así se definía Mercedes cuando la conoció. Y quién sabe por qué, aquello le pareció ocurrente. Y atractivo. Muy probablemente porque lo dijo Mercedes, y lo que ella dice va a misa.
Solo que dice.
En esa su nueva casa Venancio es un trozo de pan y Mercedes la tostadora. Él ha comprendido que vivir con una mujer es comprender sus malos momentos y compartir los buenos. Y rezar para que los primeros sean escasos. Venancio no quiere recordar a su padre, a ese malnacido que nunca le perdonó ser como era. Tampoco a su madre, que buscaba refugio entre fogones y sartenes cuando el cinturón culebreaba fuera de su hábitat natural, el pantalón. Venancio solo quiere recordar a Mercedes. Y a sus hijas, a todas ellas.
La luna llena se ha comido el firmamento cuando Venancio llega a casa. Viven en un casa baja de dos plantas —con sótano, un gran sótano—, rodeada de mastodontes acristalados que los miran por encima del hombro. Y de la azotea. Les han ofrecido un buen dinero en varias ocasiones por la casa, pero Mercedes no cede. Era el hogar de su madre y antes el de su abuela. No hay nada que hacer. Venancio sabe que vivirán allí hasta que ambos mueran, y solo entonces la heredarán sus hijas. Bueno, espera que al menos la herede una de ellas.
Venancio llama a la puerta de su propia casa. Trae llave, claro, pero aprecia que Mercedes le abra, le dé un beso y le invite a pasar con una sonrisa.
—¡Abre con la llave, hombre! —grita Mercedes desde el interior, y Venancio comprende que hoy es día de lluvia.
Con la bolsa del almuerzo en una mano y la bolsa de la empresa en la otra trata de extraer las llaves del bolsillo trasero de su pantalón. Lo logra a la tercera, justo cuando estaba a punto de dejar las bolsas en el suelo, algo que no debe hacer porque Mercedes odia verlas allí. Trae mala suerte, dice. Dejar cualquier objeto valioso en el suelo trae mala suerte, dice, y lo dice porque Mercedes posee virtudes, pero lo que amontona en su interior como piezas de un juego de construcción son supersticiones. No abras el pan por los dos lados, no dejes caer la sal, no entres en casa sin limpiarte los zapatos. A veces Venancio se olvida de alguna de esas normas. Son tantas, y algunas tan poco intuitivas, que no pocas veces comete un error.
Esos días la lluvia se recrudece.
Dentro de la casa hace calor, y el olor a humedad que siempre acompaña su entrada es ahora un soplo tenue, casi desvanecido. Venancio deja las bolsas en la entrada y se quita la chaqueta.
—Ya estoy en casa —dice, y va directo al salón.
Mercedes está tumbada en el sofá. Se ha enclaustrado en una bata, la bata de los malos días, la de los dolores de cabeza y los malos modos. Venancio, que teme las discusiones como los marineros temen a las sirenas, se acerca al sofá y se sienta junto a ella.
—¿Migraña? —pregunta justo antes de dejar caer su mano sobre la cadera de Mercedes.
—De las malas —dice ella.
—¿La niña? —pregunta.
—Como siempre —dice ella—. No sé por qué pasa esto, Venancio. No lo sé, de verdad. Pero son los cinco años. A esa edad se vuelven insoportables.
Venancio asiente, aunque en su interior tiene muchas dudas de que sea así. A él las niñas siempre le han parecido encantadoras, desde que han salido del molde hasta que Mercedes las ha despreciado.
—¿No podríamos empezar antes? —dice Mercedes—. No sé, con un añito. Eso me gustaría.
—El molde es de cuatro —dice Venancio—. Podría intentar conseguir otro en el trabajo, pero ya no sería Lourdes, ya sabes lo que quiero decir.
—Ya, ya, déjalo, da igual.
No da igual, pero si lo dice Mercedes, da igual. Venancio cierra los ojos, se deja caer contra el sofá. Esto siempre es preludio de lo mismo. ¿Cuántas veces han pasado por ello? Demasiadas, piensa Venancio, pero no las suficientes. Por Mercedes volverá a transitar estos renglones torcidos las veces que sea necesario. Eso es amor. Del bueno. Eso y un café con leche recién hecho todas las mañanas.
—¿Dónde está Lourdes? —pregunta Venancio, sin abrir los ojos todavía.
Ahí, en la oscuridad de sus ojos, brillan esperanzas que se desvanecen, se apagan, en cuanto piensa en la niña. En las niñas.
—En la cocina la he dejado. Anda, bájala al sótano, por favor, que yo no tengo fuerzas.
Venancio asiente y se levanta. Le da unas palmadas en el trasero a Mercedes, espera hasta que ella esboza una sonrisa picarona y después se dirige a la cocina. Allí está Lourdes, sentada en el suelo, cabizbaja.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Venancio.
Lourdes levanta la mirada. Es una preciosa niña de cinco años que ha llorado demasiado. Tiene los labios fruncidos y le mira con ojos ridículamente apretados. Está enfadada, como Mercedes. Venancio piensa por enésima vez que quizá hay algo mal en ese molde, quizá lo mismo que estaba mal en el suyo, aunque el origen de ambos sea muy distinto. Ni por un segundo pasa por su cabeza la idea de que el problema pueda ser Mercedes. O quizá sí durante un segundo, pero son tantos años de palos y tormentas y tantos años de refugio que no duda en desestimar esa idea absurda y centrarse en su cometido, en el compromiso que ha adquirido con sus hijas.
Tiene que llevar a Lourdes al sótano.
La coge de la mano y la niña se deja hacer. Venancio ha hecho esto tantas veces que sabe que no tendrá problemas. En eso consiste la vida, en rezumar severidad cuando corresponde y cuando no, también. Venancio recorre el pasillo en silencio, con Lourdes de la mano. No termina de acostumbrarse a su tacto frío, sintético. Le sorprende que esa sea la única pega que puede ponerle a la niña, con todas las que Mercedes puede señalar. Se detienen frente a la puerta del sótano y Venancio la abre con su mano libre. Dentro hay luz, como siempre. Es mejor así, la oscuridad no es amiga de nadie, sobre todo la que se oculta en el interior de los sótanos y los armarios.
—Mamá dice que te has portado muy mal —dice Venancio mientras conduce a la niña escaleras abajo.
—Eso no es verdad —responde Lourdes con su voz monocorde—. Además, ella no es mi madre.
—No repliques, Lourdes. Eso es lo que te pierde. Ahora ya no hay nada que hacer.
Allí abajo hace frío, aunque las niñas no lo notan. Allí abajo hay una docena de Lourdes, todas ellas mirando a la pared. Todas con menos de seis años. Todas en silencio.
—Hola —murmura Venancio.
—Hola, papá —dicen todas al unísono, pero ninguna se vuelve.
—Muy bien, Lourdes. Colócate aquí. Eso es, aquí, entre las otras dos. Y ahora silencio, que a mamá le duele la cabeza.
—No es mi madre —dicen todas las Lourdes al unísono.
—Bueno, bueno, ya discutiremos eso cuando vuelva a bajar —dice Venancio, y se escabulle escaleras arriba como un perro apaleado.
Venancio cierra la puerta del sótano y vuelve al salón. Mercedes se ha quedado dormida en el sofá. Ronca. Venancio la mira con arrobo. Sabe que lo intenta, que quiere ser una buena madre, pero con Lourdes es difícil. El molde que se llevó de la empresa y que ha instalado en la planta de arriba en su impresora térmica solo le permite fabricar ese modelo de niña. Quizá podría llevarse otro, uno que le permitiera elegir las características básicas de su hija. Quizá. Aunque desde que las leyes sobre las réplicas de seres humanos son más severas, la seguridad en la empresa se ha multiplicado. No, no podría traer otro molde. No es posible. Además, no quiere hacerlo otra vez. No quiere ser como su padre.
No quiere llevarse el trabajo a casa.
© Copyright de Santiago Eximeno para NGC 3660, Diciembre 2016
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