No un hombre invisible

Por Carmen Rosa Signes Urrea y Juan Pablo Noroña

«No un hombre invisible» cuento escrito a cuatro manos para el dossier Universo H. G. Wells de la revista digital miNatura

Pareciera que el mar se hubiese evaporado y después trasladado a las calles de Port Stowe, tal era la niebla. Del cartel de la posada apenas se distinguía el sombrero y las botas, menos aún el nombre.

Un escalofrío le recorrió la espalda: «El hombre invisible» existía, tal como aseguraban los papeles secretos de su tatarabuelo. Dejando atrás aquella chapa metálica movida por el viento, entró con cierta inquietud, como si adivinara en la barra a aquella mujer entrada en carnes, de nariz regordeta y rostro colorado, sirviendo decenas de jarras a individuos de rostros alargados y severos, que soltaban sin parar grandes bocanadas de humo de tabaco maloliente, tal vez para dejarle espacio a la espumosa cerveza tibia.

—Disculpe, señora.

La mujer, ensordecida y atontada por tanto parroquiano, no hizo caso. Tuvo que abanderarse con un billete de 20 libras para que se acercara, sonrisa forzada y pinta en mano.

—Me llamo Kemp y tengo reservada una habitación.

La tabernera lo miró como si no acabara de creérselo.

—¡Geoff, gordo borracho, me debes diez libras! —gritó.

Uno de los bebedores/fumadores estiró el cuello.

 —La pucha, aún vienen turistas y señores de ciencia a este antro —y el antro se estremeció con la carcajada de la clientela en pleno.

Kemp enrojeció hasta la raíz del cabello.

—No sé de qué me habla —atinó a barbotar.

—Vamos, no lo tome a mal —consoló la dueña—. Es libre de buscar al hombre invisible en cada rincón, o sus libros, todo el tiempo que quiera.

Geoff bufó, despreciativo.

 —Y te va a cobrar cada minuto.

La mujer, sin decir palabra, pasó un trapo por la barra.

—Cada minuto de una eternidad —saltó un compañero de mesa—. Nunca puso pie en este lugar un hombre invisible.

Kemp hundió la cabeza entre los hombros y clavó la vista en el suelo tras la barra, quiso la casualidad que justo donde habían dejado un cuenco con leche. Y ante los ojos atónitos de Kemp, la superficie de la leche se removía sola, exactamente como si al menos tres pequeñas lenguas hambrientas la atacaran.

—Es la camada de Melodie —explicó la tabernera—. Espero salgan tan cazadores como su mamá, las ratas nunca la ven venir —rio a mandíbula batiente.

—¿Y esa cara, señor turista? —Intervino Geoff—. ¿Acaso no le dijimos, aquí nunca puso pie un hombre invisible? —La subsiguiente carcajada múltiple fue aún más atronadora.

© Copyright de Carmen Rosa Signes y Juan Pablo Noroña Lamas para NGC 3660,
Marzo 2018