Por Óscar Bribián
Cuando la señora Lozano le dijo a la policía que su hijo Carlitos era sonámbulo, los inspectores que llevaban el caso comprendieron mejor la desaparición del chico de seis años. No había huellas que delataran la intrusión de extraños en la casa, ni cerraduras forzadas o cristales rotos. Sencillamente la puerta principal estaba abierta cuando Alberto, el padre, bajó al primer piso y sospechó que algo marchaba mal. Al principio pensó que alguien había entrado con hábil subterfugio en la casa. Muy decidido fue a la cocina para apropiarse de un cuchillo y el sólido martillo que descansaba en la caja de herramientas bajo la encimera. Alberto recorrió cada una de las habitaciones y pasillos de la casa en completo silencio y descalzo, y sólo cuando comprobó que su hijo no dormía en su cama, comprendió que no habían sufrido ningún robo. Se trataba de algo más grave.
Pese a todo, los policías quisieron asegurarse de que no era un secuestro. En los primeros rastreos sólo se habían encontrado restos de tierra en el parquet, procedentes de las huellas que los perros dejaban en las alfombras al entrar desde el jardín, así como el rastro de las botas pequeñas que los dos hijos de los Lozano utilizaban para ir al colegio los días de lluvia.
Se trataba de una bonita casa de dos plantas con un jardín de sesenta metros cuadrados. En un extremo había un columpio junto a un gran limonero, y en el otro una caseta de madera para dos perros. Las paredes exteriores del hogar de los Lozano eran blancas, aunque una antigua trastada de críos dejaba entrever una mancha de ketchup en forma de zeta borrada parcialmente tras mucho frotar. Todas las habitaciones tenían grandes ventanas con marcos grises, para que la luz matinal iluminara los amplios espacios. En el sótano había una bodega cubierta con listones de madera de nogal y un aparcamiento doble de garaje. Los policías murmuraban entre sí. Una casa preciosa, el sueño de cualquier familia modesta.
—No es la primera vez que ocurre, agente, ya se lo hemos dicho— insistió Claudia Lozano visiblemente alterada—. El caso es que nunca había salido más allá del jardín. Pero esta vez debió saltar la valla y… oh, Dios, ¡pueden haberlo atropellado!
La señora Lozano rompió a llorar por tercera vez desde que los agentes entraron en el domicilio.
—Tranquilícese, señora —pidió el inspector Carabueso, quien no disimulaba su incomodidad ante el asunto—. Nadie ha llamado informando de ningún atropello en las últimas doce horas en cualquier punto de la ciudad. Ya hemos alertado de la desaparición de su hijo y tenemos varias patrullas rastreando la zona. Si se ha marchado por su propio pie no andará muy lejos.
Pero el pequeño Carlitos no apareció a lo largo del día. Tampoco durante la noche. Se amplió el radio de búsqueda pero siguió sin aparecer. Los investigadores comenzaron a sospechar nuevamente de un posible secuestro. Éste podía haberse producido a manos de un extraño de guante blanco en la propia casa, o quizás algún desaprensivo había descubierto al niño caminando sin rumbo por la calle y había decidido aprovechar la ocasión. Pero no llegó ninguna llamada pidiendo un rescate, lo que conmocionó aún más a los padres y a la propia población que descubrió los hechos en los informativos de las cadenas locales. Llegó un equipo de la brigada científica y tomó huellas para analizarlas en el laboratorio. No hubo resultados positivos.
Mientras transcurría el devenir de periodistas, policías y curiosos por la casa, la pequeña Marga jugaba en el jardín con Sansón y Hércules, los dos grandes dogos alemanes. Era verano y no volvería al colegio hasta dentro de unas semanas, de manera que tenía todo el día libre para jugar. Su madre la observaba desde la ventana abierta de la cocina, mientras la niña jugaba con los perros a esconder juguetes en algún lugar del jardín después de cavar pequeños hoyos. Los Lozano no riñeron a su hija por estropear el césped con decenas de agujeros, y mucho menos a los perros. Los animales parecían abatidos, como si la desaparición del niño también les hubiese afectado a ellos. Claudia recordaba cómo su hijo jugaba en el jardín el día anterior a su desaparición. Controlaba una pelota con los pies y luego hacía movimientos en zigzag imitando a los futbolistas que veía por la tele y lanzando el balón contra la pared de la caseta de madera, imaginándose una portería de fútbol. Claudia le reprendió diciéndole que no debía golpear la caseta, que mejor hiciera una portería con dos palos hasta que su padre le comprara una por su cumpleaños. El pequeño esbozó una mueca de disgusto pero hizo caso a su madre y abandonó el juego. Se acercó a los dos animales que estaban tumbados en la alfombra de césped como dos perezosas efigies de azabache, se acuclilló frente a ellos y susurró al oído una disculpa a cada uno. Pero luego comenzó a sujetarles las poderosas mandíbulas con ambas manitas y trató de menear el cuello de los perros para hacerlos desperezar. Intentó provocarles cosquillas en los costados, danzó a su alrededor, pero nada. El resultado fue el mismo. Finalmente los canes terminaron por cansarse de aquélla insistencia, y con un bufido regresaron al cobijo de la caseta. Claudia sonrió al recordar cómo el pequeño había acudido al lugar de la cocina donde ella se encontraba ahora y le decía que los perros eran unos aburridos. Carlitos tenía los mofletes sonrosados y los ojos color café como los de su padre. El pelo poseía la tonalidad del sauce en primavera, enmarañado en múltiples rizos. Las manitas tostadas por el sol tiraban imaginariamente con suavidad del delantal de su madre. Claudia rompió a llorar recordando aquello. Su hija lo advirtió desde el jardín y corrió hasta ella para consolarla.
Transcurrieron dos días más sin tener noticias del pequeño. Un vecino informó a la policía de una sospechosa furgoneta, cuyo conductor había estacionado cerca de la casa de los Lozano unas horas antes de la desaparición del chico. Pero no había anotado la matrícula. Tan sólo facilitó una vaga descripción del vehículo, imposible de identificar por estos medios, y la policía perdió el rastro.
Una noche las nubes se aliaron en un conjuro que descargó una potente lluvia sobre el barrio. El agua se desbordaba en las canaletas y una cortina de lluvia cubría los ventanales. Marga permanecía sobre su cama cubierta por las mantas. Pese a querer permanecer firme, cada rayo la sobresaltaba y el sucesivo trueno encogía su corazón. Las ramas de los árboles cercanos agitándose al viento formaban sombras monstruosas en la pared del dormitorio. Oyó a los dos perros aullar bajo el cobijo de la caseta, y sintió lástima por ellos. ¡Se van a ahogar! Pensó la niña recordando con inocencia el episodio del Arca de Noé que había visto en una película de dibujos animados. Rápidamente se calzó las zapatillas de piolín y bajó las escaleras hasta la cocina. Allí su madre se preparaba un té caliente antes de marcharse a dormir. Su padre había salido de viaje de negocios a una ciudad en el norte, y ahora eran ellas las únicas habitantes de una casa cada vez más solitaria.
—Hola, mi vida —saludó su madre al verla, y no pudo evitar esbozar una sonrisa al ver los largos cabellos rubios de la niña notablemente enredados—. ¿Te han despertado los truenos?
—No, pero Hércules y Sansón tienen miedo. Están pidiendo socorro.
—No te preocupes cariño, estarán bien.
—Pero tienen miedo…
—No les pasará nada. Si les dejamos entrar ahora me pondrán el suelo perdido de barro.
—El árbol del jardín les asusta. He visto cómo se inclinaba sobre la caseta. ¡Quiere atraparlos! —insistió la niña.
Claudia miró a su hija de hito en hito. Delgada, con el camisón blanco sobresaliendo debajo de un batín turquesa que comenzaba a quedársele pequeño, la mirada suplicante como la de un pajarillo sin su alimento.
—Está bien —aceptó con un suspiro—. Puedes ir a buscarles y traerlos a casa, pero coge el paraguas y las botas, no quiero que te resfríes.
La niña estalló de alegría al ver la batalla ganada y se lanzó sobre ella regalándole un abrazo: ¡Gracias, mamá!
Poco después Marga abrió el paraguas y salió al exterior tapándose bien la garganta con la solapa del batín. Bajó los escalones de la entrada y comenzó a adentrarse en el jardín, avanzando despacio por miedo a tropezar y ganarse una regañina. La lluvia caía sobre el paraguas como una cascada, y el agua empantanada cubría hasta la altura de los tobillos de sus botas impermeables. Alzó la vista y se estremeció al contemplar el limonero del jardín, retorciéndose y agitando las ramas largas como tentáculos sobre la caseta de madera. En su interior oía a los perros aullar indefensos. Se acercó al umbral y en la fría oscuridad vislumbró las sombras nerviosas de los dos dogos. Marga le tendió la mano a Sansón para acariciarle el cuello e invitarlos a entrar en la casa.
Al oír el grito de la niña, Claudia sintió un escalofrío que le erizó el bello de la nuca. Se levantó de un sobresalto y se arrimó a la ventana de la cocina. Descubrió a su hija corriendo a través del césped, después de haber abandonado su paraguas rosa en el suelo. Marga entró en la casa y cerró tras ella la puerta, llorando y mostrándole a su madre una mano ensangrentada.
—¿Qué ha pasado? —inquirió la madre desde el recibidor.
—Me hace daño —lloraba la niña—. Me hace daño.
Claudia asió a su hija por los hombros y la zarandeó repitiendo la pregunta. Pero la niña repetía lo mismo una y otra vez. Estaba claro que uno de los perros la había mordido. Trató de averiguar cuál de ellos se había atrevido pero le fue imposible sacar una explicación coherente a su hija. Era una herida poco profunda, pero la niña temblaba de miedo como si hubiese visto un fantasma: jamás volvería a acercarse a los perros. Deberían sacrificar al animal que la había mordido, ¿pero cuál de ellos era? Tal vez ambos estuvieran agresivos. ¿Qué les estaba ocurriendo? Quizás fuera por culpa de la tormenta. Nunca se habían mostrado violentos con ningún miembro de la familia, ni siquiera con los amigos que habían visitado la casa por primera vez. Sentía miedo al igual que su hija. Habría preferido esperar que su marido regresara, pero no podía actuar con cobardía ante la pequeña Marga. Llevó a la niña a la cocina, la sentó sobre una de las cuatro sillas blancas que rodeaban la mesa del mismo color y le aplicó desinfectante. Luego le vendó la herida. Aspiró hondo para insuflarse valor y cogió el palo de la escoba. Con él salió afuera dispuesta a reprender a los animales. La tormenta descargaba sobre sus hombros una lluvia lacerante similar al chorro de una ducha fría. Sus zapatillas chapoteaban sobre el césped mojándole los dedos de los pies. Las raíces del limonero, zarandeado violentamente por el viento, habían emergido un palmo de la tierra y el frutal amenazaba con caer derribado. Claudia se acercó a la abertura de la caseta sosteniendo el palo con gesto amenazante. Vio las sombras de los perros trabajando afanosamente en cavar un hoyo en el barro. Claudia gritó para alertarles y golpeó con el extremo de la escoba en las costillas de uno de los animales. Los dos perros se revolvieron y salieron de la caseta ladrando ferozmente. Claudia se sobresaltó, dio un paso en falso retrocediendo y cayó al suelo. Los perros la rodearon y se dirigieron a la puerta principal de la casa, arañando la madera de roble para encontrar un resquicio por el que entrar en el interior. Por suerte Claudia la había cerrado por precaución y los perros no tenían forma de entrar. Se incorporó y echó un vistazo al interior de la caseta mientras los perros ladraban a su hija, que los veía a través del cristal doble de la ventana de la cocina. Claudia palpó en el suelo oscuro y encontró un profundo hoyo de medio metro de diámetro, mucho mayor que cualquier otro que hubieran excavado los perros en otros puntos del jardín. Se acercó todavía más. Sacó de su bolsillo el paquete de tabaco donde guardaba el mechero. Tras el chasquido de la piedra, una tímida llama bailó sobre el dorado encendedor, iluminando la pequeña estancia de madera. Claudia descubrió horrorizada una manita que emergía con la palma abierta del fondo del hoyo. Tiró de ella hasta desenterrar el resto de un pequeño cadáver devorado por fuertes mandíbulas. La cortina de lluvia amortiguó el grito desgarrador que emergió desde el fondo de su ser. Con el pequeño entre sus brazos, empapada de sangre y barro, Claudia salió de la caseta. Frente a ella aguardaban los dos magníficos dogos, quietos en posición de alerta y mirándola con ojos sanguinolentos.
Marga lo presenciaba todo desde la ventana mientras veía aterrada cómo los perros acechaban a su madre. Sólo podía sollozar y repetir una y otra vez con voz trémula: No nos quieren, mamá, ya no nos quieren.
© Copyright de Óscar Bribián para NGC 3660, Diciembre 2016