Y entonces no habrá más miedo – Reed.

 

Por Pablo Martínez Burkett

«Yo soy aquel que escapó de la serpiente enroscada, he ascendido como un soplo de fuego y he regresado».

Libro de los Muertos – Declaración 541

 

Tengo que apurarme. Quizás deba omitir algunos detalles o tal vez, deba escribir hasta el último pormenor para que la advertencia resulte más efectiva. Me queda tan poco tiempo y no termino por decidirme. Si al menos pudiera librarme de este horror que me carcome. Desde que el presagio se tornó realidad, ya son varias las noches con el sueño vacante. Al principio, creí que se trataba de otra de mis pesadillas recurrentes pero pronto comprendí que se había acelerado la codicia de las tinieblas. Y ahora que se acerca el final, todo empieza a tener sentido.

De niño, las vacaciones se pasaban en la provincia de Córdoba, más precisamente en un solar familiar cercano a Valle Hermoso, un pequeño poblado en medio de las sierras. Cada verano, allá partíamos con abuelos, tíos, primos, amigos, algún agregado de último momento y hasta el fiel Yago, nuestro perro boxer. Todavía lo veo a mi padre, mapa en mano, dispuesto a mostrarnos los lugares a visitar y las novedades del paisaje. Cómo si no supiera que íbamos a querer hacer siempre lo mismo, sobre todo, reunir a «La Pandilla», un grupo más o menos estable de amigos que se había formado a lo largo de los años.

El elenco estable se integraba con los mellizos Tuzzio, Luis Sáez, el gordo Esteban; el Nano Zaffaranna y el Chuchi Kamin. Se sumaba un porteño, que pomposamente se hacía llamar Jorge Guillermo Federico y un correntino, apodado el Moncho. Y no me puedo olvidar de Dieguito, el «Perfectorio»; que era un cordobés muy gracioso y de un chico —siempre me elude su nombre— que le decíamos «el Colo», porque era pelirrojo. El jefe de la pandilla era yo, no tanto por una temprana vocación al liderazgo sino más bien porque la base de operaciones estaba en nuestra casa, que además era una de las pocas que tenía cancha de fútbol y una piscina olímpica, con trampolín y todo. Cada temporada, el acto de inaugurarla con la primera zambullida grupal estaba revestido de una solemnidad propia de un rito iniciático. De la indolente holganza evoco los épicos partidos de fútbol, «a doce», que podían durar todo un día; las competencias de natación y otras proezas acuáticas; recorrer el arroyito aledaño para recoger piedras de colores; expediciones exploratorias hasta la cumbre de alguna serranía y peregrinaciones a La Falda para jugar a los flippers.

Durante el día, una de las cosas que más nos gustaban eran los experimentos científicos, cuya pertinencia florecía de improviso, se tratase de fabricar pólvora o de un cohete espacial impulsado por agua comprimida.  Y por las noches, nos tirábamos panza arriba en la pendiente y maravillados por las estrellas de lacerante evidencia, confeccionábamos teologías colectivas conforme las modestas nociones de entonces, que no iban mucho más lejos de las generalidades escolares sobre asirios, egipcios, mayas y aztecas. Pero si de actividades nocturnas se trata, la mejor, la más espantosa, era sin dudas congregarnos para jugar a las escondidas en el cementerio local. La ceremonia exigía de ciertos protocolos. Cada uno apuraba la cena para acudir sin demora hasta el cañadón, donde se prendía una fogata y sin ahorro de truculencias, exageraciones y extravagancias, se contaban historias de ánimas, fantasmas y aparecidos, con los rostros ondulando sombras en la oscuridad mientras una linterna apuntaba a la barbilla.

El Moncho sabía contar la leyenda de una hermosísima joven que en noches sin luna, se aparecía en el cementerio de su Corrientes natal y portando una vela encendida, se desplazaba arrastrando un capote de terciopelo rojo. El odioso de Jorge Guillermo Federico colaboraba con la leyenda de Rufina Cambaceres, que muerta a la edad de 19 años, fue enterrada en el Cementerio de La Recoleta. Con voz tremenda atestiguaba que unos días más tarde, los cuidadores de su bóveda encontraron el ataúd tirado en el piso y al abrirlo, se toparon con lo más horrible que pueda suceder jamás: la niña toda arañada y golpeada, dando muestras de haber sido enterrada viva. No era menor el miedo que nos causaba revivir la historia aquella del difunto cuidador del cementerio que, regresado del Más Allá, se paseaba entre los mausoleos y bóvedas anunciando su paso con el nítido tintinear de las llaves.

Las historias se sucedían cada vez más pavorosas y cuando la ansiedad se convertía en irreversible estremecimiento, nos íbamos hasta la necrópolis, donde los que habían perdido el día anterior contaban en la pared del frente y el resto, salíamos corriendo a guarecernos, atravesando galerías, corredores y pasillos, eso sí, de a parejas, porque a pesar de la irreverencia no perdíamos del todo la sensatez. Mi compañero era el chico pelirrojo ese, no me acuerdo si lo elegí yo o me eligió él. En cualquier caso, era más tranquilizador deambular en su compañía a través de los monumentos coronados de cruces con mortajas entrelazadas; ángeles victoriosos y estatuas tenebrosas. El pelirrojo tenía una especie de radar para eludir las pesquisas y también, las zonas que señalaba como vedadas a los vivos. Pero tanta maestría en el sigilo claudicaba cuando pasábamos por una bóveda, la del querubín de tamaño natural durmiendo sobre un catafalco de mármol: ahí se le daba por gritar. Nunca entendí por qué repetía semejante ocurrencia que ponía en peligro toda la estrategia de ocultamiento. Alguna vez, riendo a carcajadas, habló de volar por los aires a ese testimonio de la irrealidad, el día en que finalmente consiguiéramos inventar la pólvora. Creo que de nosotros, era el que más disfrutaba de ese juego que nunca debimos jugar. Ojalá nunca hubiera estado ahí, ojalá no hubiera hecho lo que hice, tantos horrores podrían haberse evitado. Avistar ahora los sumideros de lo inexorable me desespera menos que la abominación que tendrá.

Cada cual tenía su escondite favorito, o en todo caso, donde se sentía más a salvo. A los melli siempre se los podía encontrar detrás del cenotafio del ángel con trompeta. Justamente uno de ellos juraba que un primo suyo supo conocer en una fiesta a una muchacha de tez pálida y ojos grandes, ataviada con un primoroso vestido de encaje blanco. Entregados al baile, la danza se hizo charla y la charla, confidencia. La madrugada los sorprendió vagabundeando sin rumbo, contándose sus cosas. El frío de la joven resultó ocasión propicia para exhibir buena educación y el caballero le cedió su chaqueta. A la mañana siguiente, ramo de flores en mano, el enamorado decidió pasar por la casa de la chica, sólo para sorprenderse al saberla fallecida. Con todo, la madre le da las señas para hallar la tumba donde yace la infausta. Al llegar al cementerio, el galán horrorizado encuentra su propia prenda sobre la lápida.

El Nano, que era el más valiente, gustaba filtrarse por una edificación de forma inaprensible, adornada con efigies que no remitían a nada humano. Más tarde supe que la alegoría que presidía su entrada era una crux ansata, símbolo que en el Antiguo Egipto recibía el nombre de ankh y que era el regalo que las deidades regentes de la vida perdurable otorgaban a los muertos como salvoconducto a la nueva existencia. Nada agregaré de las otras usurpaciones que se dice perpetraba dentro. El Nano era quien nos metía pavor con las diversas variaciones sobre la doncella que un conductor diligente levantaba en medio de la ruta y que, luego de entablar amena charla durante unos cuantos kilómetros, solicitaba bajar en inmediaciones del camposanto, sitio al que ingresaba esfumándose por el muro.

El colorado de nombre arrinconado en la memoria y yo solíamos acurrucarnos a continuación, tras un ángel de alas dobladas, donde extrañamente cabíamos los dos. Repetía la historia del muchachito que el día de su cumpleaños, por buscar la pelotita de su perro, metió las manos en unos arbustos, sin saber que era la morada de una víbora de cascabel. Con abundancia de morbo, relataba el descenso a la Garganta de la Muerte y el penoso errar desde entonces. Decía que todos en el cementerio de Valle Hermoso juraban haberlo visto alguna vez, sembrando el terror entre los que se retrasaban más allá del horario de visita.

Andar entre las tumbas me generaba un sentimiento paradójico, mezcla de pánico visceral con fascinación. Confieso que la noche en que vimos a un espectro salir tambaleándose de un nicho bajo, se me paralizó la sangre. El pelirrojo en vano pretendió serenarnos, alegando que podía certificar que se trataba de un vagabundo que dormía allí sus borracheras. Si habíamos acatado, razonaba con lógica, la exhortación de evitar por todos los medios las cercanías de la tumba en cuyo vidrio se reflejaba una mujer de negro, igual fe merecía esta garantía que nos daba. Pese a todo, le resultó imposible convencernos y por unas noches, obviamos pasar cerca del cementerio. No voy a negar que el poderío de esas y otras abominaciones, hacía que algunas noches me costara dormir, acechado por presencias que no acertaba a describir pero que, claramente, hacían cabriolas por construcciones como iglesias diminutas, donde se multiplicaban las coronas de mármol, placas enverdecidas, fotos gastadas y flores marchitas. Curiosamente, me dormía con el pacificador sonido de una pelotita de goma rebotando por la galería de nichos.

Después de un tiempo, la apatía de noches iguales o el deseo de recobrar la emoción, suscitó la insensatez de usurpar de nuevo el descanso de los que nos han precedido en la Última Sombra. Se recompusieron las parejas, llenando los baches que habían dejado los remisos y timoratos. El coloradito no aparecía desde el episodio no aclarado, quizás ofendido por nuestra falta de confianza en sus certezas de ultratumba. No tuve más remedio que costearme hasta el pie del Cerro, que al fin de cuentas, para algo era el jefe de la Pandilla. A medida que desandaba la trepada, me iba ganando un llameante desasosiego. Varias veces estuve a punto de volverme. Otra vez frente a la puerta de la casita, el terror se me terminó de abismar. Tartamudeando, apenas si pude preguntar. Lo primero que obtuve fue una mueca de estupor, pero al insistir, señalando al chico del retrato en la pared, los padres me echaron embravecidos. Algunos siguen diciendo que confundo las historias o que mi afán de protagonismo me llevó a crear mi propia fábula truculenta. Sin embargo, los gritos desencajados de la madre y el silencioso llanto del padre aún perduran en mi memoria. Yo lo atestigüé entonces, lo sospeché siempre y lo presiento ahora. Por fortuna, la juventud sobreviniente nos fue modificando los hábitos y en lugar de perseguirnos entre lápidas y sepulturas, empezamos a hostigar a las señoritas, cuya inesperada existencia descubrimos ese verano. El juego había cambiado, pero el temor era casi el mismo.

En una de las tantas crisis económicas, la familia tuvo que vender la casa. Después llegaron los años de facultad y las vacaciones en el mar. Y así nos hicimos hombres y cada cual buscó su camino. Uno de los mellizos, creo que Fabián, se mudó a Tucumán. El gordo Esteban tiene una fábrica de cerveza, mi hijo menor es su ahijado. El Chuchi se casó con la hermana de Luis Sáez, no tuvieron hijos y el divorcio no fue de lo más edificante. Jorge Guillermo Federico es un eminente cardiocirujano en el Boston Medical Center, mucho más no sé. El Moncho, el Dr. Facundo Tapia ahora, es juez de Cámara en su Corrientes natal. Diego se recibió de contador y vive en Santiago del Estero. Yo soy el orgulloso padrino de su hija Barbarita. Al Nano, una penosa enfermedad se lo llevó muy joven, no quiero acordarme. Del chico de cabellos como el sol del atardecer, nadie supo nada. Su nombre aún se me extravía.

Pese a todo, una parte de mí se quedó para siempre en la casa serrana. Desprendernos de ella, antes que un quebranto económico, fue una pérdida muy grande. De alguna manera, el hilo invisible que nos mantiene conectados con las dichas pasadas es el mismo que se obstina en amplificar los viejos horrores. Supongo que esa incesante cadena de causas y efectos hizo que un domingo me entretuviera con los avisos clasificados. Leer el diario en el reparador silencio matinal es uno de mis placeres pero, aunque leo hasta las necrológicas, nunca le presto atención a la sección inmobiliaria. Esa mañana, como respondiendo a un impulso, reparé en el anuncio de venta de un solar en Valle Hermoso, de comodidades muy parecidas a la casa en la trepada del Cerro. El corazón volvió a latirme en el pecho. Las averiguaciones del caso confirmaron el pálpito y aunque pedían una pequeña fortuna, la compré usando los ahorros que una tía me había heredado.

Se acercaba Semana Santa y también mi cumpleaños, de modo que con abundante regateo y no pocos sobornos, convencí a esposa e hijos de celebrar las Pascuas de Resurrección en las sierras de Córdoba. Llegamos la víspera de Domingo de Ramos. La casa estaba muy desmejorada, pero regresar a los lugares donde uno fue feliz siempre tendrá algo de reencuentro con el que éramos entonces. De los muchos porvenires que nos aguardaban, sucede que terminamos siendo este que somos. Y ahí estaba yo, con mi familia abriendo la gran verja de hierro. El sol se filtraba, moroso, entre los cipreses que todavía bordeaban el camino de entrada. A la izquierda, en la cancha de fútbol, los pastos tenían casi mi altura. Los frutales de la derecha parecían haber sido abandonados de la misericordia divina. Aproveché que mi hijo del medio quiso exhibir sus destrezas al volante y recorrí a pie la senda que llevaba hasta la casa. El sonido de las ruedas sobre el pedregullo me trajo la memoria de mis padres y el aroma de los arbustos me hizo saltar las lágrimas. La piscina estaba vacía y una soberbia rajadura adornaba todo el fondo. Del trampolín de mis proezas nada quedaba. Desde afuera, la residencia lucía muy estropeada, los techos exhibían grandes espacios de pizarra vacante y las paredes clamaban por pintura. El interior no estaba mejor, francamente, era un desastre. En la sala, los tablones de roble de Eslavonia se habían hundido o directamente faltaban. Fuera de toda lógica, la chimenea había sido tapiada y el cielo raso coleccionaba trazas de goteras que como oscuras telarañas abrazaban la penumbra. Un cuadro de retrato ausente era toda la ornamentación sobreviviente. La fastuosa escalera de madera a duras penas desafiaba a la ley de gravedad. La cocina, querencia donde otrora trajinara mi madre, se había convertido en el hogar de alimañas de imposible clasificación. Los cuartos de arriba, un páramo. Mi hija mayor inició uno de los tantos conatos de resistencia, negándose a dormir en esas camas inmundas, entre restos de flores y mohosos candelabros. El sarcasmo de los más chicos, no colaboraba a mejorar la situación. El silencio de la legítima, ratificaba el reclamo filial y aumentaba el suyo.

Aunque con gesto prestidigitador abrí una habitación donde estaban los colchones, ropa de cama, vajilla y demás enseres que había mandado a comprar, igual empezaron a confabularse para negarme toda colaboración a la hora de limpiar y poner orden en «tu casa», epíteto que puntuaba una indoblegable falta de pertenencia. Cuando iba a empezar otro vano discurso sobre la necesidad de preservar las queridas memorias, de honrar las vidas anteriores, el contingente contratado para la limpieza y reconstrucción acudió en mi auxilio. Se dieron algunas instrucciones y partimos, feliz la prole, acongojado el padre, a ocupar el único hostal del pueblo.

Tratando de ganar su entusiasmo, comencé a describir los lugares por los que íbamos pasando, asociándolo con una anécdota de mi infancia. Alguna repercusión finalmente encontré, porque el más chiquito empezó a preguntar con moderado interés y la más grande, al menos, dejó de morderse ostensiblemente el labio inferior. El del medio, abandonó los resoplidos adolescentes y comenzó a prestar un poco de atención. Al pasar por el cementerio, amagué a contar que allí mismo jugábamos a las escondidas, pero mi mujer me fulminó con la mirada.

Mientras la familia entretenía la jornada con el vagabundeo, la compra de artesanías varias y las habituales peleas, me dediqué a dirigir las tareas de restauración. Tras un par de días, los reuní para avisarles que «nuestra» casa estaba otra vez habitable. Ciertamente que había sido un esfuerzo sobrehumano, pero me invadía una serena dicha. La cara de embeleso de mis hijos y la admirada aprobación de mi esposa solidificó el sentimiento. Por fin podría celebrar mi cumpleaños con todos ellos. Al menos esa era mi íntima convicción. ¿Cómo saber que ni ellos ni yo teníamos que estar allí?

Despedí a los obreros y al tercer día, nos instalamos. Me llamó la atención que en los dinteles de las puertas externas hubieran colocado unas cruces de fresno, unas herraduras y una rama de laurel, pero lo atribuí a alguna costumbre local por la Pascua. Las primeras jornadas fueron de puro disfrute. El Viernes Santo amaneció ventoso y con una persistente llovizna. A la siesta se desató una tormenta terrible, con truenos y relámpagos que hacían crujir toda la casa. En medio del vendaval, vimos a través de la ventana a un inverosímil animal, que andaba olisqueando un rastro en medio de la cancha. Mientras tomaba un baño, una procesión de hormigas empezó a salir detrás de una de las llaves de la ducha. Por más que les echaba agua, al instante, se multiplicaban como si fueran un surtidor. Mi hija se puso a chillar asustada por el aletear de una mariposa negra. Para la noche el diluvio no tenía fin. No pude haber omitido de esa forma advertir la multiplicidad de avisos. En lugar de eso y aunque recién empezaba el otoño, traté de distraer el malestar reinante, desafiando a mis hijos a prender la chimenea. La legítima su sumó y proveyó unas viandas para sentarnos alrededor del fuego. Una cosa trajo a la otra y sin darnos cuenta, nos encontramos contando historias de aparecidos, iluminados por una linterna. Reticentes al principio, pronto se dieron a superar el relato previo. Me hizo gracia comprobar que subsistía el mismo catálogo de mi infancia. Allí estaban los frustrados novios de una noche; las diversas damas fantasmas, los choferes de espectros despistados, las almas de errar forzoso. Buscando llevar novedad al asunto, los desafíe con que seguramente no conocían la historia de un chiquito que aquí mismo, en Valle Hermoso, fue mordido por una víbora mientras jugaba con el perro en su fiesta de cumpleaños. Como el veneno, enfaticé con voz de alarma, no alcanzó para matarlo pero sí para confundir a padres y médicos, lo enterraron vivo. Desde entonces, andaba su alma en pena. Mi hijo menor me interrumpió y declaró con suficiencia que esa ya la sabía. Siguiéndole la corriente, fingí interesarme por la fuente de su conocimiento. Algo anómalo empezó a suceder cuando dijo que tenía un nuevo amiguito, quien no sólo le había contado la historia sino que además, lo había llevado al cementerio para mostrarle dónde estaba enterrado el desdichado. Evité reprenderlo por semejante conducta y con creciente recelo, atiné a pedirle algunas señas de la tumba. No hizo falta mucho detalle para entender que era la del querubín yaciente. El espanto empezó a inundarme la garganta. Me pareció escuchar una carcajada, que atribuí al viento serrano.

Orgulloso de la novedad que le confería un inesperado protagonismo sobre sus hermanos, mi pobre hijito abundó en comentarios sobre su compañero de juegos, que previsiblemente, era pelirrojo, como todos los varones de nuestra familia. Asaltado por una fiebre o una borrachera, podría decirse que empecé a alucinar mientras lo oía protestar contra la tormenta que desbarataba los planes de ir a jugar a las escondidas en el cementerio. Pero el barco de mi angustia recién soltaba amarras. Mi hijo había adquirido una voz espantosamente distinta mientras me anunciaba que el niño le había dado dos encargos para mí. El primero, recordarme que me llamaba Bernardo Juan Francisco. El segundo, hacerme un obsequio para que pudiera conciliar el sueño hasta que lograra cruzar el umbral. No puedo precisar cómo una pelotita de goma apareció de repente en mi mano.

Esa misma noche, desafiando las furias de la naturaleza, cargué a toda la familia y regresamos a Santa Fe. No me importaron las amenazas de divorcio ni las exhortaciones a obtener pronta asistencia mental, mucho menos las admoniciones sobre las consecuencias de hacer faltar a los chicos al colegio. Igual los despaché al Uruguay, a casa de unos primos. En la soledad de mi existencia, estuve tentado de creer que una de mis pesadillas se había aventurado más allá de los territorios oníricos, borroneando los límites del denso fluir hacia lo porvenir. Pero había llegado la hora del final. Debía cerrar el círculo. Era tiempo de sufragar la profanación. Cerré la mano y me aferré a la pelotita, recobrado pasaporte que me había negado hasta la piedad de la muerte y volví el rostro para no ver cuando los colmillos bestiales desaparecían en la carne de mi brazo. Una punzante parálisis se apodera de todo mi cuerpo. Con el último espasmo, completo estas líneas.

© Copyright de Pablo Martínez Burkett para NGC 3660, Junio 2017