Nephthys

 

Por Héctor Gómez Herrero

Su respiración era lenta, lo único que llenaba la oscuridad. Era una silueta, dos siluetas. Ella no paraba de moverse sobre él, acariciando su piel desnuda, cada vez más fría. Su respiración empezó a acelerarse, siguiendo el ritmo de su cuerpo. Comenzó a gemir, un jadeo bajo, casi contenido. Sentía sus manos torpes, adormecidas, deslizándose sobre ella, despacio, como un escalofrío helado recorriendo su carne. Trató de besarle, pero los primeros espasmos de placer fueron más fuertes. Le flaquearon los brazos. Se dejó caer sobre él mientras alcanzaba el clímax. Él no sintió nada. Helado, inmóvil, ya apenas podía sentir. Aun así, la semilla se derramó.

A lo lejos las luces de la ciudad parpadeaban sin cesar. Ella acariciaba su pecho desnudo mientras le besaba la mejilla.

—Este cuerpo comienza a enfriarse. Casi puedo sentir el rígor.

Ella apoyó su cabeza sobre su hombro, abrazándole con fuerza por última vez.

—¿Has cuidado de todo?

Soltó su presa y volvió a sentarse sobre él mientras le abotonaba la camisa.

—Sí. Mañana encontrarán este cuerpo. Fue un ataque al corazón al caer la tarde. No creo que ni se molesten en investigar si ha pasado algo más con él después de eso. Aun así, cuando lo encuentren yo ya estaré muy lejos.

Le ayudó a levantar las piernas para volver a ponerle los pantalones y los zapatos. Él ya apenas podía moverse.

—Siento que éste no fuese un buen cuerpo.

Él hizo un esfuerzo titánico para levantar la mano hacia ella y acariciarle la mejilla antes de que su peso le venciese de nuevo.

—Cualquier cuerpo es perfecto si puedo usarlo para estar contigo.

Ella sonrió. Se inclinó sobre él y le besó en la frente.

—Es hora de que descanses. Nos volveremos a ver. Pronto. Te lo prometo. Tan pronto como pueda.

Él trató de asentir, cualquier esfuerzo era ya demasiado. Hubo un pequeño estertor y exhaló su último aliento por segunda vez, por milésima vez. Ella aguantó en silencio, tratando de no llorar, mientras acariciaba su cara, buscando una forma de alargar la despedida. Ya no estaba ahí, ese cuerpo volvía a ser sólo otro hombre cualquiera. Se levantó. Se vistió. La ciudad seguía iluminada a lo lejos. Caminó hacia ella como una sombra.

En un principio estaba Nun, el agua, el caos, la oscuridad, que lo ocupaba todo, y lo era todo.

Y junto con Nun estaba el vacío, el abismo anterior al mundo. Y Nun y el abismo eran una sola cosa. Pero en el centro de Nun crecía una flor de loto, cuyas raíces se enredaban, enroscándose sobre sí mismas en el corazón de la oscuridad. Su tallo creció esbelto hasta alzarse sobre la superficie de Nun. Y cuando la flor se abrió, iluminó la oscuridad, y al hacerlo, reveló a aquél cuyo auténtico nombre se ha pronunciado una única vez.

No recuerdo haber tenido una infancia especial. No más allá de nuestra situación familiar. La tía Neb cuidaba de Amina y de mí. De aquellos años la recuerdo como una mujer tranquila, paciente. Una de esas personas que pasan desapercibidas, casi como si fueran fantasmas, pero que nunca paran de trabajar, de una forma incansable, meticulosa, y sin las cuales todo se vendría indudablemente abajo, aunque nadie parezca querer darse cuenta de ello. La recuerdo con esa mezcla de imágenes nítidas y grandes vacíos que suele ser la infancia al cabo de los años. Con esa perspectiva extraña, casi ajena, que da el tiempo, que revela detalles que pasábamos por alto de niños al tiempo que nos hace olvidar nuestras más infantiles obsesiones.

Recuerdo que acudía siempre a los funerales de toda la gente que conocía, aunque fuese sólo de pasada. A veces incluso parecía que sabía de antemano cuándo alguien iba a morir. Nunca la vi con ningún hombre, y no porque no fuese guapa, tenía una de esas bellezas atemporales, como si no envejeciese como el resto de la gente. Como si corriesen para los demás en lugar de hacerlo para ella, y la edad fuese algo que les pasaba a otras personas. Daba clases de árabe y francés. Tal vez no fuese la mejor profesora, pero tenía una mano asombrosa con los niños. Y a veces se bebía una cerveza, lo hacía muy de vez en cuando, cuando estaba nerviosa o preocupada. Cogía un botellín de lo alto del armario donde las tenía guardadas, siempre en el último estante, como si con aquella edad hubiera alguna posibilidad de que los alcanzásemos, y se lo servía con cierta parsimonia. Después cerraba los ojos durante un buen rato y no hacía ni un solo ruido. A veces parecía que hasta dejaba de respirar. Llegué a pensar que le ayudaba a dormir cuando no podía hacerlo, cuando algo le preocupaba demasiado y necesitaba distraerse. Ahora, viendo las cosas tras todos estos años que quizás ella no haya cumplido pero yo sí, lo recuerdo más como un ritual que como un simple remedio contra el insomnio.

Pero por encima de todo, lo que recuerdo sin que el tiempo me haya emborronado la memoria es que no hablaba de nuestra madre. Y cuando lo hacía, porque no quedaba otro remedio o necesitaba sacar algo de dentro de sí misma, era de una forma entre triste y resentida. Pero aun así, apenas la oí mencionarla durante nuestra infancia. Llegué a hacerme a la idea de que estaba muerta, aunque no recuerdo que la tía Neb dijera nunca tal cosa. Sobre nuestro padre lo único que llegué a pensar es que nuestra madre apenas debía de haberlo conocido.

Por aquel entonces, Amina y yo siempre estábamos juntos, como buenos gemelos. Siempre de la mano, en busca de una nueva aventura. Hubo un tiempo, cuando éramos muy pequeños, en que era prácticamente imposible diferenciarnos, y aunque los años fueron cambiando eso, distanciándonos, aún seguimos pareciéndonos demasiado en demasiadas cosas.

La tía Neb solía decir que todo tiene dos partes, una que se ve y una que no se ve, una que se recuerda y una que se olvida. Puedo recordar que siendo aún muy pequeño le dije que había cosas que no podían partirse por la mitad. Ella me respondió que no hablaba de mitades, sino de que cada cosa puede ser varias al tiempo, como lo éramos nosotros, una persona y dos al tiempo. Me entristece pensar que tal vez fuese verdad, al menos entonces, cuando éramos sólo nosotros tres y Amina se quedaba dormida acurrucada junto a mí mientras la tía Neb nos contaba cuentos que no creo que ningún otro niño haya oído jamás. Pero luego, con los años, Amina y yo nos separamos demasiado como para ser una única persona.

Echo de menos aquellos días en los que todo era mucho más simple, cuando nos pasábamos las tardes jugando por casa mientras la tía Neb daba clases particulares en la salita. Cuando nosotros tres éramos la única familia y no teníamos más parientes. Los días antes de que conociésemos a la tía Besti.

La tía Besti se presentó en casa sin avisar cuando Salih y yo teníamos unos diez o doce años. Estábamos merendando en la cocina, y la tía Neb se estaba despidiendo del último de los alumnos de la tarde, pero al ir a cerrar la puerta se quedó congelada. Salih y yo casi ni nos dimos cuenta hasta que no oímos hablar a la mujer en el rellano.

—¿No me vas a invitar a pasar, querida?

La tía Neb tardó un segundo, pero al final le hizo un gesto frío con la mano. La tía Besti entró contoneándose en casa, como si la frialdad de la tía Neb no fuese con ella. Tenía una sonrisa alargada, pícara e inquietante a partes iguales, y unos ojos de un color ambarino que brillaban de una forma que me ponía los pelos de punta. A la tía Neb no le hizo ninguna gracia que llegase así, ya por aquel entonces me pareció que hasta la simple idea que se le hubiese ocurrido visitarnos le disgustaba. Algo que dejó muy claro después.

Cuando aquella extraña mujer nos vio allí sentados se le iluminó la cara y se agachó hasta quedarse a la altura de Salih. Le pellizcó el carrillo con suavidad preguntando «¿quién es este galán?». La tía Neb le miró impasible sin responder.

—Salih, Amina. A vuestra habitación.

—Pero…

—Ahora.

La tía Neb jamás levantaba la voz. No le hacía falta. Le bastaba con echar una de esas miradas que sólo ciertas madres tienen. Y su voz firme. Era como si algo dentro de tu cabeza te impidiese desobedecer. Salih me cogió de la mano al pasar por el salón y nos fuimos a jugar a nuestro cuarto. Dejó la puerta abierta. Estoy segura de que lo hizo con la esperanza de escuchar lo que decían, pero apenas se las podía oír hablar en la cocina. Creo que discutían, de esa forma fría, diplomática en que lo hacen los adultos, en la que todo son medias sonrisas y palabras con dobles, triples sentidos, y alguna que otra puñalada trapera. La tía Besti era muy guapa, y parecía simpática. No esperaba que se quedara más que un rato. Nunca nadie venía a visitarnos, nunca nadie se quedaba en casa. No esperaba que fuese a hacerlo, sobre todo después de cómo la había recibido la tía Neb, pero lo hizo. Y no sólo unas horas, sino casi una semana entera.

Él no vio la luz, sino que era la luz. Y se dio forma a sí mismo. Y al hacerlo, tomó por nombre Ra, e hizo emerger la tierra de entre las aguas. Caminó hasta lo alto de aquella primera colina, y una vez en su cima miró en derredor hasta ver que más allá de la tierra el mundo era sólo agua y oscuridad. Miró entonces más cerca, en torno a sí mismo y vio su sombra por primera vez. Y tomándola entre sus brazos la amó y plantó su semilla en ella para que tuviese por fruto a su descendencia.

Aquella semana la tía Neb canceló todas sus clases y prácticamente se encerró en su habitación. Estuvo de un humor como no la había visto jamás. Por su parte, la tía Besti mataba el tiempo leyendo novelillas viejas mientras fumaba unos cigarrillos alargados sentada en el sofá con el sonido de la tele de ruido de fondo. La tía Neb había aceptado a regañadientes que nos echase un ojo mientras ella estaba ocupada y aunque fue un verano caluroso como pocos nos costaba muchísimo convencerla de salir a la calle y huir del aire viciado de aquel apartamento, y del mal humor de la tía Neb.

Por lo general, Amina se colaba en mi cama y dormía abrazada a mí, pero en aquellas noches tórridas se hacía un ovillo junto a la ventana abierta aprovechando el poco aire fresco que pudiera traer la noche hasta que conseguía dormirse. Yo en cambio pasaba las horas dando vueltas sin poder conciliar el sueño, tal vez por el calor, tal vez por echar en falta su abrazo. Una de aquellas noches terminé por levantarme, no sé qué hora sería, pero me dejé llevar por la tentación y me asomé al salón. Iluminada únicamente por la luz del televisor, y absolutamente quieta, con el cigarrillo en una mano y la otra apoyada sobre el libro de turno, y sin perder detalle de una de esas comedias de risas enlatadas, la tía Besti parecía un animal salvaje. Acechante, en tensión, a punto de atacar.

Cuando se volvió hacia mí, me sonrió con esa sonrisa alargada suya. Dio una calada al cigarrillo y sus ojos ambarinos brillaron con la brasilla de la ceniza. Después dibujó un «ven» con los labios, casi sin pronunciarlo, como una invitación irrechazable mientras el humo se escapaba de su boca. Me acerqué hasta ella arrastrando los pies descalzos, con ese temor de niño, tan empapado a partes iguales de candor y fascinación. Cuando estuve ante ella me miró de arriba abajo y sonrió. Aquella mirada me inquietaba.

—¿Tú también eres hermana de mamá?

—¿También?

—Como la tía Neb.

Su sonrisa se alargó aún más, casi como si se riese de mí.

—Mi relación con tu madre y tu tía es algo más complicada. Digamos que somos primas.

Quitó el libro del sofá haciéndome hueco junto a ella.

—Siéntate.

—Debería estar durmiendo, no quiero que la tía Neb se enfade.

—No te preocupes, no se enterará.

Me senté a su lado mientras me atravesaba con sus ojos ambarinos. Se tomó su tiempo dando otra calada al cigarrillo antes de apagarlo por completo y volver a hablar.

—¿Has llegado a conocer a tu madre? ¿A tu padre?

Negué con la cabeza.

—No. Sólo hemos sido Amina, la tía Neb y yo. Siempre.

Ella asintió a medias y clavó su mirada en mis ojos por primera vez.

—Te pareces a él. De una forma extraña, inesperada. Tu tía Neb nunca lo aceptaría, pero sí que es verdad.

—¿Conociste a mi padre?

Dudó por un instante.

—Sí, al menos en parte si lo que creo es verdad.

Fruncí el ceño, pero antes de que pudiera decir nada oí un golpe seguido por la voz de la tía Neb maldiciendo en su habitación. Ella levantó la vista por un segundo a algún punto tras de mí y sonrió con cierta satisfacción. Me volví mientras un escalofrío recorría mi espalda esperando ver a la tía Neb. No estaba allí, pero aún podía oírsele al otro lado de la puerta de su dormitorio. Nunca la había oído tan enfadada, casi furiosa, y no quería tener que verla así nunca, menos aún en ese momento. Me levanté de un salto dispuesto a salir corriendo a mi habitación, pero la mano ágil de la tía Besti me atrapó el brazo.

—No te preocupes, aún tiene para rato —Me regaló otra de esas sonrisas adornadas por sus brillantes ojos color miel—. ¿No quieres quedarte a hablar un poco?

Negué con la cabeza, sin poder evitar mirar la puerta del dormitorio de la tía Neb. La tía Besti no pudo contener una pequeña carcajada.

—De acuerdo, pero antes ¿podrías hacerme un favor?

Ni siquiera me dio tiempo a asentir antes de continuar.

—Tengo una sed atroz, ¿puedes traerme algo de beber?

—Sí, por supuesto. ¿Quieres agua o un zumo?

—¿No tiene tu tía Neb nada para las ocasiones especiales?

Lo pensé por un segundo, dudando de si debía decirlo o no.

—A veces se toma una cerveza, pero no creo que me dejase coger una.

La tía Besti sonrió de nuevo de esa forma triunfadora e inquietante en que había sonreído cuando me vio por primera vez.

—Si me traes una estaré en deuda contigo. Y yo siempre pago mis deudas.

Miré un segundo por encima de su hombro hacia la puerta del dormitorio de la tía Neb, ahora no parecía sonar ningún ruido. Cuando volví a mirar a la tía Besti me guiñó un ojo, como para darme más confianza.

—Vamos, ¿no querrás que tu tía Besti tenga que levantarse e ir hasta allí?

Así que fui a la cocina, empujé un taburete junto al armario, trepé hasta la encimera y tras un par de intentos bajé una de las cervezas de la tía Neb. Cuando la tía Besti la cogió la miró intrigada.

—No parece que tu tía Neb tenga demasiado buen gusto a la hora de escoger marca.

Se volvió hacia mí y me revolvió el pelo.

—Va siendo hora de que vuelvas a la cama. Lo más probable es que mañana me marche, pero cuando necesites ayuda, cuando quieras saber más sobre tus padres, búscame.

Dejó la cerveza sobre la mesa y rebuscó en su bolso hasta encontrar un bolígrafo, entonces arrancó un trocito de papel de una de las hojas de su novelilla y apuntó su dirección en él. Vivía casi en la otra punta del país. La miré a la ojos, por primera vez parecía devolverme una mirada sincera, totalmente franca.

—La tía Neb es nuestra madre. Ella nos ha criado y cuidado desde que nacimos. Es nuestra madre, aunque no sea nuestra madre.

La tía Besti se mordió el labio por un segundo, y asintió ligeramente, como si estuviese de acuerdo con la niñería que acababa de decir. Aun así, volvió a repetirme la misma proposición despacio, como a un niño tonto.

—Cuando quieras saber más sobre tus padres y, créeme, llegará un momento en que quieras saber más, búscame.

Después me dio un beso en la frente y un azote en el culo para mandarme a la cama. Cuando me volví antes de cerrar la puerta del dormitorio la vi guardar la cerveza en su bolso.

La tía Besti se fue igual que vino. Una mañana nos levantamos y ya no estaba allí. Las cosas parecieron volver a la normalidad. La tía Neb se fue calmando y retomó sus clases. Fue como si aquellos días no hubieran pasado. No volvimos a hablar de ellos ni de la tía Besti, igual que no hablábamos de nuestra madre. Al menos no frente a la tía Neb.

Salih me preguntó un día si la recordaba, si recordaba algo de ella, o de nuestro padre. La simple pregunta me provocó un escalofrío. No pensaba en ella, era un tabú, un hueco que había estado siempre ahí y nunca debía mirar. Negué con la cabeza. No la recordaba, y probablemente algo muy dentro de mí tampoco quería hacerlo. Casi parecía decepcionado, pero no volvió a hablar del tema. No al menos hasta varios años después.

Tendríamos unos quince años, sería a principios de junio, estábamos cenando y recuerdo que Salih y yo estábamos agobiados por los exámenes. La tía Neb nos había sermoneado sobre qué deberíamos estudiar más cuando se hizo un silencio incómodo, sólo roto por el sonido de las cucharas al dar contra los platos.

—¿Por qué nunca hablas de nuestra madre?

Recuerdo que me quedé helada, la cuchara se quedó parada en seco según me la acercaba a la boca. Esa pregunta había sido uno de mis mayores temores desde que tenía uso de razón y Salih la había hecho en voz alta como si nada.

Miré a la tía Neb sin mover ni un solo músculo. Ella ni siquiera había levantado la vista del plato. Se permitió el lujo de tomar otra cucharada como si la pregunta no fuese con ella antes de contestar.

—No hablamos de ella, y basta.

—¡No! No basta. ¿Por qué no hablamos de ella? ¿Por qué no hablamos de nuestro padre?

La tía Neb se movía casi a cámara lenta. Dejó la cuchara junto al plato, se limpió los labios con la servilleta y miró a Salih con esa mirada penetrante suya, a medio camino entre el enfado y la decepción.

—Os he criado. He cuidado de vosotros desde el mismo día en que nacisteis. No hablaremos de vuestra madre.

Salih tenía los ojos inyectados en sangre, resopló, casi bufó, antes de hablar.

—¡ no eres nuestra madre, Neb! ¡Ni lo has sido nunca!

Cuando miré a la tía Neb su cara era completamente inexpresiva. Su voz ni siquiera tembló al responder.

—No quieres saber quién es vuestra madre, Salih. Créeme, no quieres saberlo.

Salih se levantó dando un puñetazo en la mesa.

—Eso es decisión mía, no tuya.

Ambos se mantuvieron la mirada durante unos segundos que se me hicieron eternos. Pero al final Salih resopló y se marchó dando un portazo. Cuando miré a la tía Neb tenía la frente apoyada en la palma de la mano, y si no la hubiera conocido desde niña habría dicho que estaba llorando. Me levanté tratando de hacer el menor ruido posible y recogí los platos como si no hubiera pasado nada. Desde la cocina aún podía verla quieta, abatida a pesar de toda su entereza. Ahí afuera había una mujer que nos había dado a luz, y quería conocerla, al igual que Salih. Quería hacerle tantas preguntas que ni siquiera había tenido tiempo en mis pocos años de vida para pensarlas todas. Pero Neb era nuestra madre. Era la que había estado ahí cada vez que nos habíamos llenado las rodillas de heridas siendo pequeños, la que había estado ahí cuando se nos cayeron los dientes de leche y nos salieron los buenos, cuando lloramos por las tragedias absurdas de la infancia y cuando necesitamos una buena reprimenda. Tal vez ahí fuera seguía estando nuestra madre biológica, pero bajo ninguna circunstancia la tía Neb se merecía esto.

De la unión de Ra con su sombra nacieron Shu, el aire, y Tefnut, la humedad. Los cuales a su vez se conocieron y engendraron a Nut, el cielo, la dama cubierta de estrellas, y a Geb, la tierra, cuya risa hacía temblar el mundo. Y ocurrió que Geb y su hermana Nut se desearon, de la misma forma que lo habían hecho sus padres antes que ellos, pero Ra deseó a la hermosa Nut para sí y, celoso al verse rechazado, ordenó a Shu y a Tefnut que separasen cielo y tierra, interponiéndose entre sus dos hijos, prohibiendo que ambos pudieran tocarse siquiera.

Los meses que siguieron a aquella discusión fueron tensos. La tía Neb y yo apenas hablábamos. Había cruzado una línea que había estado marcada a fuego desde que éramos niños, y no iba a perdonarme por haberlo hecho. Ni yo mismo iba a hacerlo, pero no podía reprimir la necesidad de saber. No podía comprender por qué no tenía derecho a saber. Amina trató de interceder entre nosotros un par de veces, pero terminó por desistir y optó por no hablar cuando estábamos los dos en la misma habitación, tratando de evitar que pudiésemos encontrar nuevos motivos de discusión.

Mi frustración me llevó a decidirme a buscar información por mi cuenta. Previendo mis intenciones, la tía Neb puso una cerradura en la puerta de su habitación y tomó la determinación de abandonar la casa lo menos posible. Así que tuve que optar por buscar información a ciegas, fuera de casa. Acudí al registro municipal, a diversas bibliotecas, me pateé todas las hemerotecas que pude, pero era como si la tía Neb hubiese aparecido de la nada. Y si alguna vez tuvo una hermana, no había menciones a ella en ninguna parte.

La situación entre Salih y la tía Neb llegó a ser tan insoportable que hubo un momento en el que apenas pasaba tiempo en casa, estaba la mayor parte del tiempo fuera, donde fuese, menos ahí. Cuando cumplí los diecisiete pasaba noches enteras en la calle, yendo de un bar a otro, de discoteca en discoteca, volvía a casa a las tantas de la mañana, me duchaba y volvía a salir, así hasta casi perder el conocimiento por la falta de sueño. Comencé a beber sin ningún control, y si alguien me ofrecía pastillas o cualquier otra clase de drogas yo las aceptaba sin pensar. Me perdí. Me perdí hasta tocar fondo y nadie parecía darse cuenta.

Tenía casi dieciocho años, llevaría unos tres días seguidos de fiesta, estaba borracha y puesta hasta arriba de ni siquiera sé qué. Era un chico guapo, y me hizo reír un par de veces. Me cogió de la mano y yo me dejé llevar. Terminamos en un callejón, él me besaba con una pasión incontenible. No era la primera vez que me dejaba hacer por un desconocido, pero él quiso más. Yo traté de pararle cuando me levantó el vestido, pero un «No» no fue suficiente. Con algún otro me había pasado lo mismo, un empujón, un tortazo solían bastar. Pero estaba demasiado borracha, demasiado cansada, apenas me estaba dando cuenta de lo que estaba pasando. Siguió desnudándome. Por más que yo trataba de pararle. Pero no tenía fuerzas. Sólo podía removerme entre su cuerpo y la pared. Cuando sentí que me penetraba no pude hacer nada. Lloré. No fue violento, no como esperarías una violación. No hubo golpes, ni insultos. Pero fue… agónico. Como si sólo fuese una espectadora. Sin control de ningún tipo, sin fuerzas. Me besaba el cuello, me acariciaba. Habría deseado que hubiese sido violento, que un golpe me hubiese despertado en ese momento, me hubiese hecho reaccionar. Pero no lo fue. Sencillamente hizo lo que quería hacer, y cuando terminó me dejó allí como un juguete usado. Se subió la cremallera, me besó en la mejilla y se marchó. No sé el tiempo que tardé en darme cuenta de que estaba desnuda. Lo que tardé en buscar mi ropa como una autómata para volver a vestirme. Caminé hasta casa con la mente vacía, sin ser consciente de la vergüenza, de la humillación que sentía. Me metí en la cama sin quitarme la ropa siquiera. Incapaz de pensar. Deseando no hacerlo hasta que me quedé dormida.

Era una sala inmensa, o una cueva. Las paredes se extendían en la oscuridad, cubiertas de dibujos pequeños, de hombres, de animales. Estaba tirada en el suelo, desnuda. El aire estaba caliente, viciado, y húmedo. Traté de incorporarme. Había una luz en la penumbra y dos sombras. Apenas pude moverme malamente. Gateé hasta la luz, según el aire se calentaba. Una de las sombras moldeaba arcilla. Un hombre enjuto, fibroso, con una cabeza enorme, animal, de cuernos enroscados. Le vi dar forma a dos personitas de barro e introducirlas en el horno. Junto a él estaba una mujer, de pecho amplio y cabeza deforme, con unos ojos y una boca demasiado grandes. Casi pude sentir la arcilla secándose. El hombre introdujo las manos en el horno y sacó las dos figurillas gemelas. Pareció mirarlas antes de tenderle la segunda a la mujer. Él se volvió hacia mí, poniéndome una mano en el hombro para calmarme. Sentí cómo la otra se deslizaba por mi vientre. La arcilla aún estaba caliente. Llegó hasta mi ingle y noté cómo presionaba, cómo mi cuerpo cedía y mi útero se llenaba con aquella figura caliente. Tras él la mujer echó su aliento sobre la otra figura, alargando después la mano para dársela al hombre.

—No. No. No, por favor.

Traté de alejarme, pero caí de espaldas al intentar levantarme. Sentí su mano sobre mi vientre de nuevo. La arcilla caliente, abrasadora, descendiendo hacia mi ingle. Comencé a dar manotazos mientras gritaba. Le golpeé y la figura cayó, quebrándose. Pude ver sus ojos clavados en mí. Una mirada fría, decepcionada. Y me acurruqué, me revolví sobre mí misma, para no ver nada, hasta que todo fue oscuridad.

Pero Geb y Nut se amaron, y tras desposarse en secreto Nut quedó encinta. Cuando Ra lo descubrió, maldijo a Nut prohibiéndole dar a luz cualquiera de los 360 días del año. De esa forma su embarazo se alargó, incapaz de alumbrar aquello que llevaba en su vientre.

Cumplí los dieciocho sin haber encontrado nada que me ayudase a saber algo más sobre nuestra madre. No iba a preguntarle de nuevo a la tía Neb, por más que sabía que ella era la única con respuestas, el clima en casa ya era suficientemente malo, como una guerra en ciernes siempre a punto de estallar. Nuestras conversaciones se reducían a monosílabos, y eso con suerte. Yo intuía que ella sabía lo que estaba haciendo, pero nunca dijo ni una palabra al respecto. Amina fue la que peor lo pasó con todo aquello. Estábamos tan centrados en nuestra guerra particular que apenas le prestábamos atención. Un día pasó de no estar nunca en casa tratando de no vernos a estar encerrada en su dormitorio, sin salir, casi una semana entera, y ni siquiera nos dimos cuenta.

Empezó a comportarse de forma extraña. A veces apenas comía durante días y luego se daba atracones inmensos. A veces no decía nada durante horas, no nos respondía ni a la tía Neb ni a mí cuando le hablábamos, y de repente nos empezaba a chillar cuando nadie decía nada. Otras, rompía a llorar sin motivo y se encerraba en su habitación tardes y noches enteras. Traté de calmarla un par de veces, pensando que ya no era capaz de soportar la tensión entre la tía Neb y yo, pero fui incapaz de conseguir que hablase conmigo.

Una mañana me despertó el ruido. La tía Neb estaba aporreando la puerta del baño mientras llamaba a mi hermana a gritos. Cuando me asomé a la puerta de mi habitación Amina salía del baño, tambaleándose, pálida como no la había visto nunca. Tenía el pelo revuelto y la barbilla empapada de baba y vómito. Al tratar de entrar en el salón trastabilló y se dejó caer sobre la tía Neb. Yo solté un «joder» mientras ella la llamaba por su nombre. Lo que siguió fue una auténtica locura. Yo corrí al teléfono para llamar a urgencias mientras la tía Neb trataba de hacer que Amina recuperase el conocimiento. No sé cuánto tardó en llegar la ambulancia, ni cuándo me vestí dispuesto a salir corriendo, ni si la tía Neb y yo llegamos a hablar en algún momento o tan solo nos coordinamos de forma automática. Lo único que recuerdo es el instante de coger las llaves para cerrar la puerta al salir el último de los paramédicos, volver la vista y ver la puerta del dormitorio de la tía Neb abierta. Fue como si algo dentro de mi cabeza saltase. Cerré la puerta del piso despacio y caminé hasta el dormitorio. No recordaba haber entrado ahí ni siquiera cuando era un niño. La verdad es que no tenía nada de especial; una cama, una ventana pequeña, un escritorio y estanterías cubriendo la pared de arriba abajo. Sobre la mesa sólo había papeleo de sus clases y sus alumnos, así que empecé a revisar los cajones. La mayoría eran documentos sobre pagos, cuentas bancarias y cosas similares. Bajo pilas y más pilas de facturas encontré una carpetilla llena de papeles bastos, como pergamino, con caracteres que no podía identificar, apretados y minúsculos. Se asemejaban levemente al árabe, pero no se le parecían en absoluto. Volví a guardar la carpetilla al fondo del cajón y comencé a inspeccionar las estanterías. Ojeé un par de libros prometedores antes de dar con un álbum de fotos en la estantería más alta. Lo cogí y comencé a pasar las páginas. Había fotos de cuando Amina y yo éramos pequeños. Sólo la tía Neb, Amina y yo. Cumpleaños, días de verano en el parque… Y entonces apareció de repente, casi al final del álbum, sin colocar siquiera. Una foto de recién nacidos. La reconocí al instante, de una forma instintiva. Pese a que sabía que no la recordaba, que era imposible que la recordase, sabía que era ella, nuestra madre. Nos tenía cogidos a los dos, junto a su regazo. Se la veía cansada, pero era muy guapa, se parecía a Amina, con el pelo negro y los ojos oscuros, y esa cara suave y delicada. Un par de páginas después había otro par de fotos. En todas éramos recién nacidos. Como si hubiese desaparecido nada más nacimos. Como si nunca hubiese estado realmente aquí.

—¡¿Cómo te atreves?!

El guantazo me hizo perder el equilibrio. El álbum se me cayó de las manos esparciendo las fotos por toda la habitación. Tuve que agarrarme a la estantería para no caerme.

—¿Cómo te atreves? Tu hermana en el hospital ¿y tú te dedicas a rebuscar en mi dormitorio?

Ni siquiera la había oído entrar. Había estado tan ensimismado con mi búsqueda que ni me había dado cuenta de que debía de llevar horas ahí.

—¿Qué te ocurre? ¿Ves normal hacer algo así?

Recuperé el equilibrio como pude para encararme a ella.

—Sabes perfectamente por qué lo he hecho.

—¿Crees que éste es el momento?

—¡Contigo nunca es el momento!

Salí de la habitación casi llevándomela por delante. Enfilé hacia la puerta ignorando sus gritos. Amina estaba allí de pie, pálida, consumida. Apenas susurró al verme pasar —Salih, por favor—, pero la ignoré también. Salí dando un portazo y casi bajé corriendo hasta la calle. Estuve vagabundeando hasta que se hizo de noche. Esperé hasta que estuve seguro de que ambas estarían dormidas, entonces volví a casa, recogí todas mis cosas y me marché. No podía aguantar allí ni un día más.

Había deseado tanto no estar embarazada que cuando me dieron la noticia no fui capaz de asimilarlo. Me quedé en blanco. Tardé días en ser capaz de volver a pensar. De ser consciente de que llevaba un niño dentro. De que lo llevaba desde hacía tanto, semanas, meses. Un niño que no quería, al que deseaba odiar, pero que no era capaz. Que Salih se esfumase, sin siquiera despedirse, no ayudó. Echaba de menos tenerle en mi cama, abrazarme fuerte a él, como cuando era una parte de mí, como cuando éramos pequeños y a veces, si me apretaba contra él con la suficiente fuerza, llegaba a creer que éramos una única persona.

Cuando fui capaz de volver a pensar, cuando empecé a ser consciente de lo que estaba pasando, estaba sola salvo por la tía Neb. Y no sabía… Ni siquiera sabía por dónde empezar.

Pensé en abortar, pero no habría podido, no sin buscar alguna clínica ilegal, y no sin correr demasiado riesgo ya a esas alturas. No quería que nadie volviese a tocarme. Me aterraba la idea de que alguien me desnudase y pusiese sus manos sobre mí, dentro de mí. De que se pareciese lo más mínimo a aquella noche. Sólo pensar en esa posibilidad hacía que el corazón se me encogiese y se me agarrotasen los pulmones, como si me robasen todo el aire.

Lo peor de todo era que una parte de mí sabía que había sido culpa mía. Una voz en el fondo de mi cabeza que no paraba de repetírmelo por más que trataba de ahogarla. No podía dejar de pensar que ese niño era sólo un recordatorio de aquella noche. Un castigo, como todo lo que había pasado. Y que me lo merecía, que me lo merecía tantísimo. Sabía que era absurdo pensar así, me sentía estúpida cada vez que lo hacía, pero seguía repitiéndomelo a cada hora, hasta que caía agotada tras noches enteras sin dormir. Y esa parte de mí seguía pensándolo, avasallándome incansable, acusándome sin pausa, hasta convencerme de que lo que había hecho, borrachera tras borrachera, colocándome hasta las cejas, pavoneándome como una puta barata durante todos esos meses había tenido su justo castigo, y que ahora debía de aguantar esa carga.

La tía Neb no tardó en preguntar, y yo apenas sabía qué contestar.

—¿Quién es el padre?

—No lo sé.

Me daba vergüenza. Me daba una vergüenza insoportable contarle lo que había pasado, por qué me había pasado. Cuando me preguntó que qué pensaba hacer rompí a llorar y sólo pude volver a contestar con un «no lo sé». Se acercó a mí y me abrazó con fuerza.

—Ya es tarde para abortar, ¿verdad?

Ella asintió. Sabía lo que pensaba del aborto, pero aun así me miró a los ojos, entristecida, y pese a todo con una franqueza imposible.

—Es tarde, cariño. Pero puedes intentarlo si quieres.

Traté de recomponerme y parar de sollozar.

—No. No le quiero. No quiero a este niño. Pero no es su culpa. No es su culpa.

La tía Neb me abrazó de nuevo. Yo sólo podía pensar que la culpa era mía, y que iba a castigarme, iba a asumir las consecuencias de lo que me merecía.

Thoth se apiadó de Nut y urdió un plan para ayudarla. Inventó el juego del senet, y se lo mostró a los dioses. Retó entonces a la Luna, siendo la apuesta medida en tiempo. Fue así que la derrotó una y otra vez, hasta acumular un total de cinco días con sus respectivas noches.  Regaló éstos a Nut con el fin de que ésta pudiese alumbrar en ellos a sus hijos.

Viajé al Oeste. Todo lo lejos que pude. Con todas mi vida en dos maletas, y el poco dinero que tenía evaporándose a cada kilómetro. Si no podía saber quién era mi madre no lo sabría, pero no estaría cerca de Neb más tiempo. No podía soportarlo. No podía aguantar el saber que ella lo sabía. Sabía qué había sido de nuestra madre, y nunca iba a decirnos nada.

Terminé en un pueblo de mala muerte colocando cajas en un almacén. Cuando ahorré algo de dinero viajé más al Norte y trabajé un par de meses como mozo en una gasolinera. Después viajé al Oeste de nuevo, yendo de aquí para allá, haciendo una cosa u otra, según lo que me ofreciese la oportunidad. Cuando se me acababa el dinero me bajaba del autobús y aceptaba el primer trabajucho de poca monta que se me cruzaba por el camino. No era un buen plan, no era una forma ni mínimamente decente de vivir, pero me ayudaba a no pensar. Me ayudaba a creer que al menos mi vida era sólo cosa mía. Hasta que conocí al Señor Ombos.

Decidir que iba a quedarme ese niño me dio un lugar al que agarrarme. Un lugar horrible, pero uno al que poder agarrarme con uñas y dientes al fin y al cabo.

Algunas noches soñaba con ese niño, con mi hijo. Era un bebé precioso, pero entonces me miraba y empezaba a reír. Tenía la cara de su padre. Una cara que no podía recordar al despertar, pero que me acosaba en sueños una y otra vez, surgiendo de algún angustioso recodo de mi memoria desde el que me atormentaba noche tras noche. Y cuando reía yo volvía a quedarme quieta, incapaz de moverme, igual que entonces, ahogada por esa risa penetrante que parecía que nunca iba a parar. Al despertar estaba envuelta en sudor y sólo podía pensar que no quería a ese niño dentro de mí, que necesitaba arrancármelo, sacármelo de dentro como fuese. Pero cuando llegaba la mañana sentía que lo necesitaba, que no era sólo un castigo, que era lo único a lo que podía agarrarme ahora que todo se había venido abajo, ahora que Salih no estaba. Llegué a sentir que la criatura que llenaba mi vientre era la única persona que podría llegar a comprenderme.

Las pocas semanas de embarazo que me quedaban no fueron fáciles. Entre mi estado mental y mi salud cada vez más frágil apenas podía aguantar. Estaba agotada a todas horas. Destrozada. Las nauseas, los dolores me impedían dormir. Los médicos me recomendaron reposo total, así que pasé esas últimos semanas prácticamente sin salir de la cama, durmiendo la mayor parte del tiempo, y sin saber si estaba realmente despierta el resto. Llevaba la cuenta de los días a duras penas, pero empecé a notar que el parto se retrasaba. Un día vino mi médico y dijo que todo estaba bien, pero que si el niño seguía retrasándose sería necesaria una cesárea. La tía Neb parecía inquieta, pero no dijo nada. Acompañó al doctor hasta la puerta y después volvió a mi habitación. Se sentó en el borde de la cama y me miró en silencio durante un rato. Yo estaba demasiado cansada, traté de recuperar el sueño, pero no podía con ella mirándome. Abrí los ojos esperando su pregunta. No tardó.

—Hay algo que no me has contado, Amina.

Negué con la cabeza.

—Te lo he contado todo. No sé quién es el padre.

Se mordió el labio y bajó la mirada. Suspiró, como pensando antes de volver a hablar.

—Hay algo mal, Amina. Algo que está haciendo que el parto se retrase tanto.

—¿El médico ha dicho algo?

Movió la cabeza.

—No. No es algo que los médicos puedan ver —Puso la mano en mi vientre—, pero hay algo que está mal con este niño. Algo que yo sí puedo sentir.

Nos miramos a los ojos. Nos miramos durante mucho tiempo, tal vez fueran sólo unos instantes, pero fue como si la mirase durante toda una eternidad, como si la mirase de verdad por primera vez y hubiese algo bajo la mujer que yo conocía desde niña. Como si la tía Neb no fuese sólo la tía Neb.

—Tu… Tuve un sueño la noche… la noche que concebí a… —Traté de no llorar— Había un hombre, con la cabeza enorme y cuernos, hizo dos niños de arcilla. Una mujer con cara de sapo sopló sobre ellos y él… Él los introdujo dentro de mí, empujó al primero a través de mi útero hasta que… —Me acaricié mi abultado vientre— hasta que estuvo dentro de mí. Pero cuando trató de hacer lo mismo con el segundo me resistí, forcejeé, y el niño se rompió.

La miré a los ojos. Ella volvió la cara y cerró los párpados, compungida. Traté de coger su mano y ella volvió a mirarme con una expresión indescifrable.

—Duerme. Esta noche nos espera un largo viaje.

El primer día Nut dio a luz a un niño, al que puso por nombre Osiris. El segundo día alumbró a su hermano Set. El tercero dio a luz a la hermosa Isis. Y el cuarto día Nut alumbró a una niña a la que dio por nombre Nephthys.

Cuando conocí al Señor Ombos trabajaba como chico para todo en un bar de carretera en medio de la nada. Tan pronto entregaba comida a domicilio como me tenía que hacer cargo de organizar el almacén.

Era una de esas noches húmedas y bochornosas de verano en las que parece que uno desearía que rompiese a llover de una maldita vez. Estaba fumando junto a la puerta trasera del almacén tras haber estado conduciendo la destartalada camioneta del bar por todos los pueblos de los alrededores para entregar comidas a todo un centenar de ancianos y enfermos de alguna clase de epidemia de gripe intestinal. Cada vez que terminaba una ronda de pedidos otra aún mayor me esperaba en el bar, así que cuando volví por quinta vez y me lo encontré cerrado no pude más que dar gracias al cielo. Estaba desentumeciendo mis músculos mientras trataba de decidirme entre esperar el autobús que pasaba por allí de madrugada para poder volver a casa o echarme a dormir en la camioneta rezando porque el señor Hughes no se enterase, porque si no me echaría a la calle.

—¿Te importa si fumo contigo?

Aquella voz me sobresaltó. Era un hombre grande. No excesivamente alto o corpulento, pero con ese aire de fuerza compacta que poseen algunas personas.

—No, por supuesto.

Sacó un cigarrillo y se lo encendí instintivamente. Sus ojos negros brillaron a la luz por un instante. Tenía una sonrisa inquietante. Dio una calada y espiró el humo sin dejar de mirarme como si me midiese.

—Te he estado viendo trabajar hoy, muchacho. ¿Siempre haces de recadero?

—También hago de mozo de almacén, limpio mesas y, si las cosas se ponen muy mal, puedo intentar ser camarero, pero no creo el señor Hughes vuelva a pedírmelo.

Él rio, mostrando los dientes. Fue una risa raspada, como si se ahogase.

—Un chico útil y que conoce sus límites. Eso es bueno.

Me miró de arriba abajo mientras daba otra calada.

—Es extraño, pero me recuerdas a mi hermano.

Echó el humo mientras me clavaba sus ojos negros. Fue un silencio extraño, hasta que chascó la lengua.

—Pero él murió hace mucho y la verdad es que sólo te das un aire lejano a él —Bajó la vista como apenado—. ¿Te pagan bien, muchacho?

—¿Por trabajar todo el día como un mulo? No. Pero es lo mejor que he podido encontrar.

—¿Un chico joven como tú? Podrías encontrar lo que quisieras.

Lo dijo tendiéndome una tarjeta.

—Si vas a la ciudad llámame. Yo puedo ofrecer un trabajo mucho mejor para un chico como tú.

Cogí la tarjeta. Bajo un Mr. T. Ombos escrito con letras mayúsculas figuraba una dirección y la palabra «Empresario». El señor Ombos dejó caer su cigarrillo al suelo y lo pisó para apagarlo. Me sonrió por última vez.

—Piénsalo, muchacho. Un cambio de aires te vendría bien, y yo necesito gente como tú.

—Gracias, señor Ombos. Lo pensaré.

—Puedes llamarme Tekh. Espero verte pronto.

Le seguí con la mirada según se alejaba. Aquella noche dormí en la parte trasera de la camioneta, tratando de encontrarle sentido a ese particular encontronazo. Extrañado, pero convencido de que no perdía nada por averiguar un poco más sobre la oportunidad que me estaban ofreciendo.

Cuando la tía Neb me despertó ya había oscurecido. Me ayudó a levantarme de la cama y a ponerme un vestido amplio que me permitiese moverme con cierta comodidad. Después de tantas horas de sueño me sentía algo menos cansada, pero aún notaba la cabeza pesada y me costaba pensar con claridad. Antes de que me diese cuenta estábamos en el pequeño y desvencijado coche de la tía Neb. Creo que sólo la había visto conducirlo un par de veces tanto tiempo atrás que ya casi me había olvidado por completo de él.

—¿Adónde vamos?

—Lejos. A ver a alguien que puede ayudarte, mi niña.

Traté de acomodarme en el asiento. Cerré los ojos, pero no era capaz de adormecerme después de tantas horas durmiendo.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué nunca nos han contado nada a Salih y a mí?

Me miró. Apenada, entristecida como nunca la había visto.

—Para protegeros, Amina. Para protegeros.

Volvió a mirar al frente antes de suspirar y hablar de nuevo.

—Porque creí que el no saber algo os protegería, pero no pensé que las cosas de las que os quería proteger podían saber de vosotros. Y por cumplir una promesa.

Me acarició en el hombro con una sonrisa lánguida en los labios.

—Descansa un poco. El viaje es largo.

Pasé las siguiente horas entre dormitando y viendo pasar el paisaje. No sé cuánto tardamos en llegar. Amaneció y empezó a llover. Tomamos algo a media mañana, un par de bocatas que la tía Neb había preparado antes de salir, sin bajar siquiera del coche, paradas en medio de la nada mientras las gotas de lluvia estallaban contra el limpiaparabrisas. Me acaricié la barriga, pero el niño no se movió, como no lo había hecho los más de nueve meses anteriores, como si no hubiese nadie allí. La tía Neb siguió conduciendo durante horas, hasta que paró de llover. Cuando llegamos me sorprendí. Había llegado un momento en el que pensé que el viaje no terminaría nunca. La tía Neb me ayudó a bajar del coche.

Era una casa grande, pero sencilla. Un hombre robusto bajaba por el camino, atravesando un jardín increíblemente verde para esas alturas del verano. La tía Neb le dio un beso en cada mejilla cuando llegó hasta nosotras. Entonces me sonrió al mirarme.

—Amina, te presento a tu abuelo.

Osiris heredó las tierras del delta, gobernando sobre las orillas del Nilo y toda la Casa de Geb, y tomó por esposa a su hermana Isis. Quedó así su hermano Set a su sombra. Y de esta forma, éste, corroído por la envidia y ansiando el lugar de su hermano Osiris, desposó a la hermosa Nephthys.

Aquella mañana discutí con el señor Hughes, me echó en cara que había vuelto a dormir en su camioneta, amén de otra buena ristra de cosas que se debían más a su tacañería e ineptitud para regentar su propio negocio que a mi supuesta ociosidad. Así que me despedí dejando a mis espaldas la increíblemente larga sarta de improperios que me dedicó junto con una buena cantidad de tareas por hacer más propias de un esclavo sobreexplotado que de un chico de almacén. Lo único que lamenté fue la suerte del pobre de mis desafortunados excompañeros que tuviese la mala fortuna de ser el primero en cruzarse con él.

Hice autoestop hasta la ciudad, me di una ducha en el cuchitril que era mi piso, me vestí con lo mejor que tenía, que no era mucho, y caminé hasta la dirección que el señor Ombos me había dado.

La verdad es que no esperaba encontrar el garito de mala muerte con el que me topé. Cuando pregunté al barman por el señor Ombos me miró de arriba abajo y me ignoró, cuando insistí miró a algún punto tras de mí y antes de que pudiese girarme sentí una mano gigantesca apretando mi hombro. Sólo pude vislumbrar un hombre enorme antes de oír la voz serena y firme del señor Ombos.

—Omar, déjale. El joven es amigo mío.

Omar me soltó inmediatamente, sin el más mínimo gesto por su parte mientras el señor Ombos se acercaba a mí con esa perturbadora sonrisa en sus labios.

—Perdona el recibimiento, hijo. No te esperaba tan pronto. De haber sabido que tomarías mi oferta en consideración tan rápido habría avisado de que esperaba visita. Omar puede ser a veces muy celoso en lo que respecta a sus obligaciones. ¿Te importaría acompañarme, hijo?

Apoyó su mano en mi hombro dirigiéndome hacia una puerta trasera con una amabilidad que contrastaba de lleno con la fuerza bruta del gigantón del que acababa de liberarme.

Atravesamos un pasillo estrecho pasando de largo junto a varias puertas cerradas y un par de escaleras. Al final llegamos a un almacén amplio, lleno de cajas enormes por todas partes.

—Intuyo que la oferta es de chico de almacén.

El señor Ombos rio con una especie de carcajada contenida y algo condescendiente.

—Ni mucho menos, hijo. Lo que necesito es alguien de confianza, capaz de hacer lo que sea conveniente en cada momento.

—¿No tiene nadie así?

—Aquí estoy rodeado de brutos, hijo. Y lo que necesito es un todoterreno, capaz de hacer lo que le echen. Y por lo que he visto tú sabes defenderte suficientemente bien con lo que sea que te toque. Amén de que una cara como la tuya siempre es buena carta de presentación para mi pequeña empresa.

A aquellas alturas todo me olía demasiado mal como para no ser consciente de que esa pequeña empresa no debía ser un negocio demasiado legal. Pero por aquel entonces había aprendido que si quería comer necesitaba cualquier trabajo que se me cruzase por el camino; más aún si acababa de dejar un trabajo estable, por deplorable que fuese, como el del bar de carretera. Así que no podía permitirme el lujo de salir huyendo de allí. Por ello, pese a que la inquietante mueca del señor Ombos me ponía los pelos de punta, y esa extraña confianza ciega en mí me gustaba aún menos, forcé mi mejor sonrisa y acepté.

—Llamaré a Omar y le pediré que te ayude a cargar la furgoneta, necesito que lleves unas cuántas cosas a un viejo amigo.

Pronunció las palabras viejo amigo de una forma que me puso la piel de gallina. Omar no tardó en llegar y echarme una mano. Sin amenazas de por medio seguía sin ser muy hablador, pero resultaba bastante más cordial. Cargamos la furgoneta hasta los topes con sacos de pienso y estiércol. Al terminar, Omar me señaló una puerta al final del almacén.

—Hay una ducha y un traje para que te cambies en el baño. El jefe quiere que vayas a verle para darte instrucciones concretas de lo que tienes que hacer.

Me lavé el sudor de haber cargado los sacos y me cambié, el traje me quedaba que ni hecho a medida. Fui a ver al señor Ombos, que estaba en un apartado del bar charlando con una chica que no debía tener ni veinte años. Al verme llegar la despidió. Ella me sonrió al pasar con esa picardía descarada de quien es todavía muy joven, pero ya sabe mucho más de la cuenta. El señor Ombos me miró de arriba abajo, sin contener una sonrisa ni decir palabra. Cuando aquello se alargó demasiado y empecé a inquietarme hablé.

—No sé adónde he de ir, señor Ombos.

—Oh, claro, por supuesto.

Rebuscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y me tendió un mapa y un teléfono móvil. Había una ruta marcada en rojo y una dirección junto al final del trayecto.

—Esto está al otro lado de la frontera.

—Sigue la ruta. Primero al sur, y cuando cruces la frontera recupera la distancia. Si cruzas a media tarde no habrá ningún problema. Y si no pierdes el tiempo podrás estar aquí de vuelta al caer la noche. Si hubiese cualquier problema usa el móvil, mi número está en la memoria.

Volví a mirar el mapa, la ruta no tenía demasiado sentido si sólo se querían transportar unos cuantos sacos de estiércol.

—No es sólo abono, ¿verdad?

—No quieres saberlo, ¿verdad?

—No tendré problemas, ¿no?

—Si sales ahora no. Y no hace falta que sigas la misma ruta para volver, te ahorrarás un par de horas y seguro que te apetece celebrar tu primer trabajo con los chicos. Creo que Clarisse te ha echado el ojo.

Miré el mapa por tercera vez, mordiéndome el labio.

—¿Cómo sabe que no voy a irme con lo que sea que haya en la furgoneta y no volver jamás?

Volvió a sonreír, de una forma mucho más inquietante y enfermiza.

—Porque a mí la gente nunca me traiciona. Al menos no sin consecuencias.

Aquél fue uno de los peores días de mi vida. No debería haberlo sido, no debería recordarlo así, pero fueron horas y horas de sufrimiento. Y eso que en aquel momento aún no sabía lo que vendría después.

El abuelo me ayudó a llegar hasta la casa, cruzando el jardín entre cactus, flores y estanques llenos de patos y rodeados de papiros. Tenía las manos ásperas, pero ágiles. Y unos brazos fuertes, entre los que yo no parecía pesar nada. Parecía más joven de lo que habría esperado, pero también más viejo de lo que yo pudiese calcular. Era una sensación extraña, como si el tiempo se hubiese detenido en él. Me acomodó en un sillón inmenso, me puso los pies en alto y dejó que me hundiese entre un mar de cojines y mantas. Estaba demasiado agotada para hablar, así que suspiré un «gracias» por lo bajo mientras caía rendida y cerraba los ojos. Sentí cómo me besaba en la frente antes de dormirme.

Cuando volví a despertar la tía Neb me estaba acariciando la cara.

—Come, mi niña. Necesitas fuerzas.

Me incorporé un poco al tiempo que me acercaba una cuchara con algo de sopa, igual que cuando era una niña. Tras un par de cucharadas más la miré a la cara, parecía demasiado preocupada, envejecida.

—¿Por qué estamos aquí?

Me miró a los ojos, sin evitarme por primera vez en días. Se mordió el labio por un segundo antes de contestar.

—Tu abuelo puede ayudarte, Amina.

—¿Cómo?

Sonrió levemente antes de tenderme otra cucharada.

—Come. Coge fuerzas. Te van a hacer falta.

No dijo ni una sola palabra más. Tras la sopa me acercó un poco de pan y algo de carne, poquito, no tenía fuerzas para comer mucho más. Después me arropó y me acomodó los cojines.

—Ahora duerme un poco, mi niña. Te despertaré en un par de horas.

Me acarició de nuevo, como cuando me iba a dormir siendo pequeña y ella me arropaba asegurándome que no había monstruos bajo la cama. Pude sentir su mirada observándome un poco más de tiempo de la cuenta mientras yo volvía a cerrar los ojos. Después la sentí levantarse y oí la voz de mi abuelo.

—¿Cómo está?

—Mal. Necesita dar a luz ya.

Él suspiró, como pensando.

—Papá, necesita hacerlo ya.

—No sabes si lo hará de forma natural.

—Tú también lo has sentido. No va a nacer. No sin ese día.

—No sabes lo que me estás pidiendo.

—Lo sé perfectamente. Nunca os he pedido nada a ninguno, y a estas alturas todos me debéis demasiados favores. Es tu nieta, pese a todo, pese a lo que lleva dentro. Es tu nieta.

Él tardó en contestar, y cuando lo hizo fue con una voz grave casi rota.

—Despiértala tarde, cuando caiga el sol. Será mejor que venga con la noche.

Durante eras Osiris condujo el barco de Ra, con su hermano Set en la proa para defenderlos de la gigantesca Apofis. Pero llegó el día en que la envidia terminó por consumir a Set, que urdió un plan para matar a su hermano. Engañándole, le retó a introducirse en una caja ornada con todo tipo de maravillas, pero imposible de abrir desde dentro. Una vez estuvo atrapado Osiris, arrojó la caja al Nilo condenando al Señor de Egipto a morir ahogado.

Llegué al punto marcado en el mapa al caer la tarde. Había cruzado la frontera sin ningún problema, como había vaticinado el señor Ombos y, según avanzaban las horas, el cielo se fue tornando de un tono plomizo pese a no haber apenas nubes. El sol descendía ya hacia el horizonte acompañado por un bochorno insoportable cuando las primeras casas del pueblecito se dibujaron sobre una pequeña loma. Volví a mirar el mapa para recordar la dirección y atravesé aquel pueblo fantasma sin ver ni un alma. Tardé un rato en dar con la casa en cuestión, un caserón enorme que destacaba entre el resto de edificios. Al acercarme, un hombre empezó a hacerme señas según abría la puerta del garaje.

Nada más meter el coche en el amplio garaje volvió a cerrar la puerta, así que tuve que aparcar casi a oscuras. Era un lugar amplio, lleno de cajas, como el almacén del señor Ombos. No había apagado el motor cuando sentí cómo el hombre abría la puerta trasera y comenzaba a descargar los sacos de estiércol. Fue apilándolos sin orden ni concierto en el suelo hasta que hubo sitio suficiente para poder subir a la parte de atrás de la furgoneta. Al acercarme me hizo un gesto para que no le molestase y empezó a empujar los sacos, rebuscando entre ellos hasta que me tendió una caja de herramientas. Cuando la cogí me señaló una puerta y habló con un marcado acento árabe.

—Segundo piso. Final del pasillo.

La casa era como una reliquia. La mayoría de persianas se habían desplomado y apenas entraba luz por las ventanas. El aire era pesado, como si estuviese entumecido por el paso de décadas. Y el polvo lo cubría todo, alzándose en pequeñas y turbulentas tempestades grises a cada paso. Ascendí por una escalera que parecía a punto de venirse abajo hasta el estrecho pasillo del segundo piso donde las paredes de madera astillada se combaban como si hubieran ardido tiempo atrás. La puerta al final del pasillo estaba entornada. Llamé un par de veces y entré en la habitación tratando de recordar el nombre que estaba escrito en el mapa del señor Ombos junto a la dirección.

—¿Señor Ep?

—Es ɜpp.

Lo dijo marcándolo de una forma que a mí me resultaba impronunciable. La silueta del hombre surgió de las sombras al otro lado del destartalado escritorio. Sus ojos destellaron por un instante cuando la luz les dio directamente. Aquel lugar olía a podredumbre, a aire viciado e irrespirable. El hombre alargó la mano y le di la caja de herramientas. Durante unos instantes mantuvo su mirada clavada en mí, con una mueca sonriente, casi enloquecida. Abrió la caja y una luz pálida, amarillenta dibujó sus rasgos bastos, llenos de picaduras y cicatrices, mientras su sonrisa se alargaba aún más. Se relamió. Su lengua recorrió la punta de cada uno de sus afilados dientes y volvió a mirarme con sus ojos brillantes sin decir palabra durante un poco demasiado tiempo.

—No sé cómo te ha encontrado Tekh. Ese perro no deja de sorprenderme. Seguro que te saca un buen provecho.

No dijo nada más. Sólo me mantuvo la mirada. Cuando fui consciente de que no iba a volver a hablar salí de allí, sin girarme hasta que abandoné la habitación, con la extraña sensación de que seguía vivo sin saber del todo por qué. Bajé al garaje casi corriendo, huyendo, y el hombre abrió la puerta sin decir nada al verme. Conduje hasta cruzar la frontera sin detenerme, con un miedo primario, irracional, calándome los huesos. Esta vez el viaje fue más corto al no tener que dar aquel inmenso rodeo sin el más mínimo sentido. Cuando llegué al bar del señor Ombos di gracias a Dios por poder volver a sentirme seguro. Una vez me aseguré de que el propio Ombos recibiese el mensaje de que había entregado el paquete bebí hasta perder el conocimiento.

La tía Neb me despertó a última hora de la tarde, tras haber estado dormitando entre dolores y sobresaltos durante lo que me pareció una eternidad. Traté de levantarme, pero el niño pesaba como una piedra en mi vientre. El abuelo me tocó en el hombro para que me estuviese quieta y luego me cogió en brazos con cuidado para llevarme a un pequeño sofá que había acomodado junto a los ventanales del salón.

—Aquí habrá más luz cuando se vaya el sol.

La tía Neb trajo toallas y agua. Y todo lo necesario para un parto, al menos para un parto inesperado fuera de un hospital.

Pude ver cómo el sol terminaba de hundirse sobre el horizonte, al otro lado del jardín. Los tres lo mirábamos como esperando que ocurriera algo, no sé bien el qué. Cuando el último rayo resplandeció antes de que el cielo se sumiese en tinieblas el abuelo se giró con gesto compungido y susurró una palabra extraña, impronunciable, que no llegué a entender. Y el mundo quedó en suspenso, los estridentes ruidos de los patos se acallaron, dejando todo en un silencio contenido por un instante. Entonces el niño dentro de mí se revolvió, y chillé, aullé con todas mis fuerzas. Sentí cómo me desgarraba por dentro, cómo rasgaba mi carne con tirones interminables como si fuera una bestia devorándome desde dentro, luchando con uñas y dientes por salir de mí. Casi perdí el conocimiento, pero el dolor no me lo permitía, no me dejaba descansar. Cada movimiento era una punzada profunda, que me robaba las fuerzas y me embotaba los sentidos. Noté cómo la tía Neb rodeaba mi cara con sus manos y me susurraba palabras de alivio mientras yo no paraba de chillar. El abuelo mantuvo una calma impasible. Recolocó mi cuerpo mientras yo me revolvía de angustia y dolor, y me forzó a mantener las piernas abiertas.

Fue largo, increíblemente largo, como nunca lo ha sido nada en mi vida. Sentí cómo descendía, arrastrándose por dentro de mí, centímetro a centímetro, llevándose gran parte de mi cuerpo con él, destrozando mi vientre, mi útero, mi carne, mi ser.

No sé cuantas horas duró el parto. Cuando el abuelo alzó aquella criaturita minúscula apenas podía ver sombras en la oscuridad. No había luna, sólo la luz tenue y apagada de las estrellas. La tía Neb me besó en la frente y se acercó al abuelo. El niño no se movía. Ambos se miraron.

—¿Está bien?

Ninguno contestó.

—¿Está vivo?

—No te preocupes, Amina.

El abuelo cogió al niño y se lo llevó de allí. Traté de revolverme y cogerlo, pero ya no tenía fuerzas. La tía Neb me tomó la mano y me acarició en la mejilla.

—Duerme, Amina. Por esta noche no hay nada más que puedas hacer. Duerme.

Cuando Isis oyó la noticia y supo que su hermano-esposo estaba preso en el lecho del Nilo, le buscó a lo largo de todo el río hasta dar con él. Pero al liberarlo de su cárcel de oro y piedra lo encontró ya muerto. Entonces yació con él, dándole calor con su cuerpo, hasta devolverle la vida, sin saber que de aquella unión nacería su único hijo tiempo después, al que pondría por nombre Horus.

Estaba el desierto; el viento y la arena arrastrándose, deslizándose de duna en duna. Allí no había vida. Nunca había habido vida alguna lejos del río, lejos, muy lejos de allí. La luz era brillante en lo alto, casi sobre el horizonte, como si el sol alumbrase sólo otras tierras, como si su mirada no recayese sobre estas tierras. Aquí estaba la penumbra, y poco más lejos la oscuridad. Y algo se revolvió en ella. Enorme, silbante, más oscuro y negro que la propia oscuridad. Aquella negrura se arrastró fuera de la oscuridad, como una serpiente inmensa, inconmensurable, devorando la luz, la escasa luz de la penumbra, sólo con su existencia. En lo alto de la duna se oyó un aullido. Era un perro, o algo similar a un perro, o un zorro, de hocico alargado y orejas puntiagudas y largas. Volvió a ladrar, o a aullar, dejando colgar la lengua. La sierpe se revolvió de nuevo y el perro descendió por la duna. Tenía al menos el tamaño de un toro o de un buey, y saltó sobre la serpiente, lanzándole dentelladas mientras ella se enroscaba sobre su cuerpo una y otra vez. Oí huesos crujir, como el sonido de mil truenos, pero el perro no aflojó la carga. La sangre corrió roja y negra. El mundo se convirtió en una maraña de dientes clavándose en escamas, de colmillos atravesando pelo y piel. Cuando volvieron a quedar enfrentados, mirándose el uno al otro, midiendo sus heridas, el perro estaba cubierto de una sangre espesa y oscura, con una pata rota y parecía aún mayor. La serpiente era una sombra, casi imposible de distinguir en la penumbra, pero la arena estaba empapada de su sangre negra, como si fuese un mar. El perro sonrió y dejó marchar a la serpiente, perdonándola. Y si alguien hubiese estado atentado habría dicho que la negrura primigenia de aquella oscuridad había avanzado levemente sobre la penumbra.

Había dos mujeres, y un niño, un bebé envuelto en lino. La madre tenía la cara vuelta, sumida en sombras, pero la otra mujer se parecía mucho, demasiado, a otra mujer más anciana, más cansada, a una mujer de otro tiempo muy distinto; pero ahora era joven, hermosa, y triste, sobre todo triste. La madre le tendió al niño entre lágrimas y ambas se abrazaron. Después sólo quedó la mujer en la tienda. Acunó al bebé entre sus brazos, pero el lino se escurrió y no era un bebé sino un águila, un aguilucho aún, sin plumas y de piel áspera. La mujer apartó la mirada y vio un chacal negro como la noche acostado a sus pies. Alargando su brazo le acarició entre las orejas y habló bajo, en una lengua vieja, con una voz que no se oía con los oídos, sino con los huesos, como la orden de una madre a un hijo.

—Juro que a partir de este día, a partir de esta hora te tomo bajo mi cuidado. Tú, segundo hijo de tu padre; tú, primogénito suyo a ojos de todos, considérate mi hijo. Pueda ser que así salde la deuda que he contraído.

Cuando desperté el mundo estaba empapado por una luz tenue, mortecina, como la de los días de niebla. Me incorporé, el cuerpo me dolía con un dolor cansado, agotador, que me hacía sentirme deshecha, desmadejada. Me deshice de las mantas y me levanté apoyándome en los ventanales. Estaba exhausta, pero recorrí la habitación lentamente, paso a paso. La tía Neb dormitaba junto a una de las ventanas de la otra punta del salón, con un bebé, con mi bebé, en brazos. Me acerqué tratando de no hacer ruido y le acaricié la manita. Él se despertó y me miró con desgana, agitó el brazo un par de veces y volvió a cerrar los ojos. Le observé, mientras se quedaba dormido de nuevo, acunado por el subir y bajar del pecho de la tía Neb. Tranquilo, demasiado, hasta un punto inquietante.

Volví a atravesar el salón apoyándome en las paredes hasta llegar a la puerta de la casa. Fuera el día era fresco, y no se movía ni un ápice de viento. El frío me hizo sentir el sudor seco pegado a mi piel desde la noche anterior. Tirité. No sabía qué hora era. El cielo estaba cubierto por nubes altas y todo estaba bañado por la luz crepuscular de primera hora de la mañana, o de la última de la tarde. Avancé por el camino con cuidado, despacio, apoyándome donde buenamente pude. El abuelo estaba de espaldas a mí, observando uno de los estanques. Seguí avanzando. El crujir de la arena bajo mis pies rompía el silencio espeso que parecía envolver el mundo.

—No deberías estar levantada.

—No podía seguir acostada.

Su voz resonó potente, llenando todos los recovecos que habían dejado vacíos los demás sonidos. La mía sonó pequeña, cansada, llena de dudas. Me tendió el brazo al acercarme y yo lo tomé, apoyándome en él para evitar caerme. El estanque reflejaba el mar de nubes sobre nosotros, como un espejo uniforme, sin un solo pez, ni un solo insecto que lo perturbase.

—¿Tu tía sigue durmiendo?

—Sí. Con el bebé.

—¿Has pensado ya algún nombre?

—No —Negué con la cabeza y traté de tomar aire antes de decidirme a seguir—. Abuelo, ¿hay algo que esté mal? ¿Algo que haya salido mal?

Él levantó la vista del estanque y suspiró. Me miró entristecido, con unos ojos de un verde intenso, apagado y oscuro, sin hablar por un segundo.

—Abuelo, ya sé que algo aquí no es normal. Ayer esto estaba lleno de vida, ¿dónde están ahora los patos, o el resto de animales? Ya no puedo oír ni un solo ruido. ¿Qué lugar es éste?

—No es un lugar, hija. Es un momento.

Algo dentro de mí tembló, como tratando de sobreponerse a mi escepticismo.

—Este día no existe para nadie, salvo para nosotros. Es un día fuera del tiempo. Al menos fuera del tiempo corriente.

Debió de ver la expresión de mi cara porque continuó mientras comenzamos a andar.

—Hace tiempo se me concedieron cinco días en los que tu abuela podría dar a luz, cinco únicos días. Gastamos cuatro de ellos mucho tiempo atrás, cuando nacieron tu tía y sus hermanos. Pero sobró un día.

Me miró de nuevo, en silencio, como tratando de ordenar sus pensamientos. Le di tiempo para hacerlo, mientras la ansiosa necesidad de comprender lo que estaba ocurriendo me iba carcomiendo por dentro. Cuando el silencio se extendió demasiado tiempo pregunté:

—¿Por qué ahora? ¿Qué es lo que de verdad está ocurriendo?

Me ayudó a sentarme en un banco y trató de mirarme a la vez que evitaba mi mirada. Después suspiró.

—Tú hijo no podía nacer, Amina. Cuando os presentasteis aquí no estaba seguro de que ése fuera el problema, pero nada más reclamar este día el niño se revolvió sabiendo que tenía que salir ahora o nunca.

Rodeó mi mano con su enorme mano morena, como tratando de calmarme.

—¿Qué le ocurre a mi hijo?

—No sabría explicarlo, Amina. No al menos en este idioma. Tu tía cree que algo ocurrió cuando lo engendraste. Algo que no debería haber ocurrido y que no creo que haya ocurrido nunca. En otro caso tal vez el niño hubiese nacido muerto o tu cuerpo le hubiese repudiado mucho antes, sin que fueras siquiera consciente de lo que había ocurrido. Puede que incluso el embarazo te hubiese matado, en cuyo caso todo podría haberse complicado aún más. Pero llevas nuestra sangre, él lleva nuestra sangre. Y nosotros tendemos a vivir.

Nos miramos. Mi cuerpo tiritó de nuevo, un frío irracional me calaba hasta los huesos. Mi voz sonó temblorosa pese a que trataba de mantener la calma.

—¿Qué le ocurrirá?

—Estará lisiado de alguna forma.

—Pero… parecía sano. Parece estar bien…

—Y lo parecerá. Pero algo en él no estará bien. No sé cómo explicarlo. No sé cómo será. Pero deberás ser fuerte, Amina.

De repente fui consciente de que estaba llorando. Él alargó la mano y me secó la mejilla, después me empujó con suavidad contra su pecho y me consoló. Podía oír el sonido de su corazón, un corazón viejo, latiendo con fuerza, resonando como resuena la tierra al quebrarse. Me besó el pelo y susurró:

—Y por encima de todo, no dejes que nadie de la familia sepa de este niño.

Sabiendo de la crueldad de su esposo, Nephthys repudió a Set. E Isis, confiando en su hermana, le concedió el cuidado y la custodia de Horus, a fin de que Set no obrase con él como había obrado con su padre.

Desperté a última hora de la mañana entre cubos de basura a varias calles de allí. La cabeza me dolía como si me la hubiesen abierto a martillazos y la boca me sabía a vómito, pero el terror primario que me había producido el señor ¿Ep?, era incapaz de pronunciar ese nombre, no se había borrado. Tras conseguir orientarme caminé hasta casa con la idea de adecentarme un poco antes de presentarme ante el señor Ombos, pero él se me adelantó. Omar estaba esperando a mi puerta cuando llegué.

—El señor Ombos quiere verte.

El tono de Omar no era demasiado tranquilizador, pero tras el día anterior ya sabía que con él no se podía estar seguro. Me miré por un instante y volví a mirar al matón.

—Debería cambiarme.

Omar me miró de arriba abajo con una mirada indiferente y señaló mi piso con el pulgar.

—Tienes cinco minutos, ni uno más. Si es necesario te saco a rastras y te llevo en pelotas ante el señor Ombos.

Entré en mi cuartucho a toda velocidad, me duché y vestí en un tiempo récord. Justo a tiempo de echar la llave bajo la mirada tensa y desaprobatoria de Omar, el cual me escoltó hasta un pequeño edificio al otro lado de la ciudad. Según dijo aquella era una de las muchas propiedades que el señor Ombos poseía por toda la región. Comprobar el estado de sus propiedades era uno de sus entretenimientos principales.

El señor Ombos me recibió en un despacho pequeño con una amplia sonrisa en los labios y abrazándome como a un hijo. Me hizo sentarme en un mullido sillón y sirvió un par de vasos de un licor fuerte y dulzón.

—El señor ɜpp está muy satisfecho contigo, y él es alguien a quien me gusta mantener contento.

Brindó conmigo y me miró como evaluándome.

—¿Tienes familia, muchacho?

Dudé por un instante, la pregunta me había pillado por sorpresa.

—Eh, sí. Sí.

—Cuídala, hijo, la familia es importante. La familia es alguien a quien quieres mantener contento. No hay nada peor que un familiar enfadado.

Alzó el vaso de nuevo y apuró lo que quedaba de licor.

Tras aquello seguí trabajando para el señor Ombos. Principalmente era un correo, solía llevar paquetes y mensajes entre los subalternos del señor Ombos, pero sobre todo hacía entregas a sus clientes, como una especie de cara visible o agente comercial de la empresa familiar del señor Ombos. En ningún momento tuve más información de la necesaria sobre las actividades de tal empresa, y en todo momento lo preferí así, mi conciencia parecía más tranquila en ese conveniente estado de ignorancia. Pese a todo, algunos de los encargos me hacían suponer toda clase de disparatadas y escabrosas posibilidades.

De tanto en cuanto llamaba a casa, pero o no respondían al teléfono o era la tía Neb quien lo cogía y yo colgaba. Eché mucho de menos a Amina en aquellos años. Eché de menos a la tía Neb, pero no era capaz de enfrentarme a ella. Pensar en nuestra disputa me hacía sentir rencor y vergüenza a partes iguales.

Cuando eres madre miras a tu hijo con un cúmulo de sentimientos enfrentados. Deseas protegerle, pero también deseas hacerlo con cuidado, sin impedir que disfrute de lo que el mundo puede ofrecerle. Le ves como la criatura más hermosa y perfecta que has visto jamás, pero a la vez algo en tu interior no para de buscar ese defecto inesperado que romperá el espejismo, más aún si sabes que está ahí, sólo que aún no puedes verlo.

Yafeu creció fuerte, sano. Se parecía mucho a Salih de niño; pelo oscuro y espeso, y unos ojos enormes y negros que le llenaban la cara. No era un defecto físico. Cuando llegó el momento empezó a hablar perfectamente. Y era inteligente. No podía encontrar cuál era esa falta que aún no podía ver y que no me dejaba dormir por las noches. Era un niño tranquilo, en exceso, pero eso era bueno solía decirme, sería más fácil de criar. No lloraba por las noches, no lloraba ni cuando tenía hambre, a veces tanta tranquilidad llegaba a ser inquietante. Pero siguió creciendo, sin problema alguno. Y esa serenidad de bebé se convirtió en una especie de desgana continua. Si tenía que comer comía, si tenía que dormir dormía, si le dabas juguetes jugaba, pero nada parecía satisfacerle, nada parecía emocionarle. Era una especie de autómata. No reía, no lloraba, parecía continuamente abstraído en sí mismo, salvo que ese pequeño mundo interior tampoco le hacía feliz. Los médicos dijeron que era un niño algo más despistado, o más callado, o más lento, o más introvertido, pero nadie fue capaz de diagnosticar nada. Tal vez fuese verdad, tal vez no padeciese ninguna enfermedad, tal vez sólo fuese mi miedo que veía cosas que realmente no estaban ahí.

Cuando cumplió cinco años le regalé un par de juguetes nuevos, sin demasiadas esperanzas de que aquello le animase. La tía Neb salió a comprar una tarta y yo le dejé jugando mientras preparaba la comida. Al cabo de un rato oí la puerta de entrada y un grito. Al volver al salón vi a la tía Neb asustada, Yafeu se estaba mirando la mano, le sangraba a borbotones, pero no hizo nada, ni llorar, ni chillar, sencillamente la dejó caer a su lado y recogió uno de los camiones de juguete empapados en sangre y siguió moviéndolo con indiferencia como si nada hubiera pasado. Ni siquiera tenía la extraña curiosidad de otros niños ante el dolor o el miedo. Cogí un trapo limpio de la cocina y le vendé la mano. No sabía cómo se había cortado, pero aquella forma de actuar me aterrorizaba. Corrimos hasta el hospital. Fui incapaz de volver a pensar hasta que estuvimos de vuelta en casa. Tenía más de 10 puntos en la mano, y no se había quejado ni una sola vez. Se sentó en uno de los sillones y se quedó mirando el infinito. Algo dentro de mí no podía dejar de temblar. Estaba abrumada por el terror, por el miedo, por una especie de pánico que se me hundía en las entrañas. Por primera vez fui realmente consciente de lo que había hecho, de que había dado a luz a un niño hueco, sin ninguna fuerza vital, sin alma.

Cuando Set supo del renacer de Osiris partió en busca de su hermano, y encontrándole aún débil lo mató, despedazando su cuerpo en catorce partes que repartió por todo el Nilo, esperando que así no pudiese renacer una segunda vez y que su venganza quedase saldada.

Con el tiempo llegué a querer al señor Ombos como al padre que nunca había tenido. Era un hombre amable, con un carácter fuerte, que me protegía de lo que sabía que yo prefería no saber. Mi labor en su empresa era importante, pero poco comprometida, y nunca me enfrentaba a la verdad más cruda de sus actividades. No me agradaba ser parte de esa mafia, pero mientras no supiese nada de sus acciones más violentas y, sobre todo, no fuese yo quien tuviese que llevarlas a cabo podía pensar que era un buen trabajo.

Una mañana, cuando yo ya era una pieza clave en su organización, el señor Ombos me llamó a su despacho, me dio un maletín y una dirección.

—¿Has estado alguna vez allí?

—Ehm… Sí.

Era la misma ciudad donde había vivido durante años, sólo a unas pocas manzanas de la casa de la tía Neb.

—Bien. Habrá un hombre esperándote mañana por la noche. Necesito que le entregues este maletín. Él ya sabrá qué hacer.

—De acuerdo. ¿Qué coche debería coger?

—Coge el tren. Usa la tarjeta de la empresa.

Asentí y me dirigí hacia la puerta.

—Y Salih, tómate un par de días libres. Visita a la familia y esas cosas.

Cuando lo dijo algo hizo que un escalofrío corriese por mi espalda.

No hay demasiados trenes que crucen el país casi de punta a punta, el único con el que podía volver a la ciudad de mi infancia sin necesidad de una infinidad de transbordos salía a última hora de la tarde. Así que pasé varias horas muertas en la estación antes de cenar y coger un tren medio vacío en el que la mayoría de los escasos viajeros dormía a pierna suelta. Era un viaje de más de veinte horas, así que me acomodé en el asiento y traté de dormir yo también.

Me desperté alrededor de las dos de la madrugada, cuando el tren dio un bandazo al acercarse a un pueblo del que nunca había oído hablar. Me levanté del asiento y atravesé el vagón casi a oscuras hacia el baño, con la intención de estirar un poco las piernas y vaciar la vejiga. Justo en aquel momento un hombre, ya casi un anciano, salía del baño cuando otro bandazo del tren le hizo tropezar y nos tiró a ambos al suelo. El maletín se abrió desparramando todos los papeles por el suelo. El pobre hombre no dejó de disculparse mientras le ayudaba a levantarse, después se alejó hacia su asiento medio cojeando por el traspiés. Resoplé y me agaché para recoger todos los papeles del suelo. Lo hice de forma mecánica, metiendo los papeles sin orden ni concierto dentro del maletín. Ya lo ordenaría después, pensé. Pero entonces algo llamó mi atención. Era una foto. Una mujer de tez oscura y pelo negro, con esa clase de belleza atemporal por la que parece que no pasan los años. Era la tía Neb. Hace años, muchos años. Pero era ella. Estaba seguro de que era ella. Como si las décadas no hubiesen pasado por su rostro. Como si cuarenta, cincuenta o sesenta años no fuesen nada. De pronto reaccioné. Traté de respirar y pensar con claridad. El tren estaba deteniéndose en aquel pueblecito en medio de ninguna parte. Terminé de recoger el resto de papeles a toda prisa y bajé del tren.

Me senté en un banco de la estación, medio a oscuras, junto a un teléfono destartalado y empecé a revisar los papeles, cuanto más leía menos entendía lo que estaba pasando, menos sentido tenía todo, y más preocupado estaba. Rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar algunas monedas, cogí el auricular aún temblando y marqué el mismo número que llevaba marcando los últimos años sin llegar a hablar nunca con nadie.

Estaba apoyada en la puerta de la vieja habitación de Salih, la misma que habíamos compartido de niños, antes de que yo necesitase cierta intimidad femenina. Yafeu dormía con toda la tranquilidad del mundo. Se había convertido en una costumbre que me costaba romper, yo apenas podía pegar ojo mientras él dormía con esa extraña facilidad, con ese rostro impasible. Así que me levantaba y le veía dormir. El teléfono resonó en la oscuridad. El pitido me sobresaltó, eran las tantas de la madrugada y todo estaba en silencio. El teléfono volvió a sonar con fuerza. Atravesé el salón y lo cogí.

—¿Sí?

—¿Amina?

—¿Salih?

—Amina, tenéis que iros ahora mismo de ahí.

—¿Qué?

—No sé qué está pasando, pero tenéis que iros…

—Salih, no podemos. ¿Qué ocurre?

Le oí respirar al otro lado del teléfono, casi sin aire.

—Salih, cálmate. ¿Qué ocurre?

—He estado trabajando para un hombre los últimos cinco años, es una especie de mafioso, o… O eso creía yo. Estaba en medio de un encargo cuando he descubierto que está tras la tía Neb.

—¿Qué?

—Va a mandar a alguien a matar a la tía Neb, quiere algo que sólo sabe ella. Tengo un montón de papeles que debía entregarle a un hombre, pero nada tiene sentido y… Marchaos de ahí. Marchaos de ahí ya.

—Salih, ¿saben algo de mí?

—No… No lo sé.

—Salih, necesito saber si saben algo de mí. Es… es más complicado de lo que crees.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pude oír el viento soplando frío.

—Salih he tenido un hijo.

—¿Qué?

—Pero algo ha ido mal, muy mal. La tía Neb dice que no podemos hacer nada sin arriesgarnos a que el resto de la familia lo sepa y vengan a por él. ¿Y si lo saben? ¿Y si ya saben de él?

—Amina, ¿qué está pasando? ¿Qué resto de la familia?

Temblé. Traté de ordenar mis ideas, de pensar.

—Conocí al abuelo, cuando di a luz, y me contó algunas cosas…

Le hablé de mi embarazo, del parto, de lo poco de lo que me había contado el abuelo y de su consejo. Le hablé del miedo de la tía Neb, de cómo no sabía encontrar a quien pudiera ayudarnos, no al menos sin llamar la atención de demasiada gente sobre nosotras.

—Amina, ¿cómo ha sucedido esto?

—Es mi culpa. Aquella noche, cuando… cuando concebí a Yafeu soñé… soñé con un hombre con cabeza de carnero. Hizo una figura de barro y la metió en mi vientre, luego hizo otra figura, idéntica, pero cuando trató de meterla dentro de mí no le dejé hacerlo, y la figura se rompió. Era un sueño, pero era demasiado real. Es como si… Sé que había algo en esa figura, algo que le robé a mi hijo.

Estaba llorando. Al otro lado de la línea sólo podía oír la respiración de Salih.

—Ve a mi habitación.

—¿Qué?

—Ve a mi habitación y busca el libro que te leía cuando éramos niños. Tiene que haber un trozo de papel con una dirección.

Me levanté y corrí a la vieja habitación de Salih. Yafeu dormía en su cama, como una diminuta réplica de mi hermano, sabía que a pesar del ruido no se despertaría. Rebusqué entre las estanterías medio a oscuras, sólo con la luz que llegaba del salón, hasta dar con el libro. Había un pequeño trozo de papel haciendo de marca páginas. Volví al teléfono y le leí la dirección a Salih.

—¿Quién es? ¿Quién…?

—La tía Besti. Me debe un favor y va siendo hora de que me lo cobre. Ahora salid de ahí, Amina. No me digas adónde iréis, ya me las apañaré para encontraros. Creo que el señor Ombos dio con la tía Neb porque yo traté de hablar contigo. Os llamé a veces. De alguna forma sabía que ella y yo, que nuestros padres…

—Sí —No hacía falta que dijera más, sabía a qué se refería, desde que conocí al abuelo entendía muchas más cosas sobre la familia—. Cuídate Salih, por favor.

—Cuidaos vosotras también.

Colgamos. Tomé aire y caminé hasta la habitación de la tía Neb. La sacudí son suavidad para despertarla.

—¿Tía Neb?

—¿Uhm?

—Tenemos que irnos. Salih ha llamado. Alguien llamado Ombos te busca.

Abrió los ojos y me miró fijamente. Si no la hubiese conocido mejor habría dicho que en ellos había miedo, pero yo sólo vi una determinación terrible, y rabia, muchísima rabia.

Isis recorrió entonces el Nilo, y con la ayuda de su hermana Nephthys recuperó todos los pedazos del cuerpo de su hermano-esposo, salvo uno, el miembro de Osiris, que había sido devorado por un pez. Las dos hermanas recompusieron y embalsamaron al viejo rey; pero incompleto, Osiris fue incapaz de renacer, ni siquiera en manos de la sabia Isis que sabe todo lo que puede verse y la hermosa Nephthys que sabe todo lo que no puede verse.

Me deshice de la tarjeta de crédito de la empresa y del móvil que me había dado el señor Ombos años atrás, sabía que en cuanto supiera que no había realizado mi encargo trataría de encontrarme y quería evitar cualquier opción de facilitarle la labor de rastrearme. No llevaba demasiado dinero en efectivo así que traté de administrarlo lo mejor posible. Cogí un autobús que iba hacia el Norte, y a primera hora de la mañana cogí otro que viajaba al Oeste. No pude dormir. El señor Ombos quería muerta a la tía Neb, pero antes quería saber dónde estaba mi madre, y qué había sido del que parecía ser mi hermano mayor. Hasta ese momento ni siquiera sabía que teníamos un hermano mayor. Y, por supuesto, a mí también me quería muerto. Me reconoció, cuando me vio por primera vez dijo que me parecía mucho a su hermano. Me parecía a mi padre. Y yo, imbécil de mí, no me di cuenta. Me sentía demasiado estúpido. Demasiado como para poder pensar, menos aún para poder dormir.

El conductor del autobús me despertó a última hora de la mañana, al final el cansancio me había vencido. Me lavé la cara en los baños de la estación y comí algo para acallar el estómago. Después pregunté a una de las taquilleras cómo llegar a la dirección de la tía Besti y caminé hasta allí esperando despejarme y aclarar mis ideas.

Era una casita pequeña con un jardín amplio, en el buzón ponía U. Besti, lo cual me sorprendió, siempre había pensado que Besti era alguna clase de diminutivo. Llamé a la puerta un par de veces y esperé hasta que se abrió. Ella seguía teniendo aquel aspecto de vieja estrella de cine. Tal vez su pelo hubiese encanecido un poco, y algo en ella le hacía parecer mayor, pero seguía sin tener arrugas ni ningún otro signo de vejez. Tardó un segundo en reconocerme, pero después sonrió.

—He conocido al tío Tekh.

Alzó las cejas confundida.

—El señor Ombos.

Su expresión pareció tensarse.

—¿Te ha seguido?

—No —Negué con la cabeza.

Abrió la puerta haciendo un ademán para invitarme a pasar. Dentro había un saloncito amplio y una cocina. Se deslizó ágil, sinuosa, por la habitación. Dejó tras de sí un olor familiar, agradable, y salvaje.

—¿Un té?

—Siempre he sido más de café.

Sonrió y entró en la cocina. Me acomodé en uno de los sillones. Un gato me miró desde el otro sillón con desprecio durante unos instantes antes de hacerse un ovillo y echarse a dormir. La tía Besti volvió contoneándose con una bandeja sobre la que humeaban dos pequeñas tazas. Hizo chascar los dedos y el gato saltó al suelo y se alejó altivo. Después de sentó, cruzó las piernas y se encendió un cigarrillo mientras yo cogía mi café.

—Así que has conocido a tu tío Set.

—Se hace llamar Tekh. Tekh Ombos. Y quiere matar a la tía Neb.

La tía Besti sonrió dejando ver sus perfectos dientes blancos.

—A tu tía Neb y a mí también nos conocen por otros muchos nombres.

Se recostó contra el respaldo y dio otra calada a su cigarrillo.

—De todos los miembros de la familia es sin duda el peor con el que podrías haberte encontrado —Me miró a los ojos atravesándome con esa mirada ambarina suya—. Pero no has venido a hablar de encuentros familiares.

—Hace tiempo me hiciste una promesa. Yo te di algo que tú querías y tú me darías algo a cambio.

Calló por un instante mientras dejaba que el humo se escapase entre sus labios.

—Te prometí información. Información sobre tus padres. Nada más.

—No necesito nada más.

Su mirada me atravesaba, desafiante, calculadora.

—Lo que me diste fue de mucha más ayuda de lo que podrías imaginar, y una promesa sigue siendo una promesa. ¿Qué necesitas saber?

—¿Dónde puedo encontrar a mis padres? ¿Por qué el señor Ombos quiere matar a la tía Neb? ¿Qué está ocurriendo?

Ella rio con gracia mientras sus ojos casi parecían resplandecer.

—Vamos, cariño. No creo que tú seas el tonto de la familia. Algo debes suponerte ya.

Dio otra calada saboreando mi silencio. Se mordió el labio y, brindándome su mejor sonrisa, se inclinó hacia adelante como si compartiese una confidencia.

—Vayamos poco a poco. Tu tía Neb y tu tío Tekh eran hermanos de tus padres. Y aunque no soy quién para hablar, tu tío tiene más que razones para estar cabreado con Neb, pese a que ella hizo bien en darle una patada en su culo de perro. Si fueras más inteligente y supieras dónde te estás metiendo te diría que siguieras el ejemplo de tu hermano mayor, engañándole para que sus trucos se vuelvan contra él y que luego echases a correr antes de que se dé cuenta de qué está pasando. Pero en tu caso será mejor que sólo eches a correr antes de que te destroce con sus manos desnudas. Sobre tus padres, no creo que puedan ayudarte en esto.

—Eso es decisión mía. ¿Cómo puedo encontrarlos?

Se recostó de nuevo y suspiró.

—A tu madre no podría encontrarla aunque quisiera, me llevaría demasiado tiempo. Pero tu padre… Podría guiarte hasta alguien que te llevaría hasta él —Suspiró como resignada y apagó la colilla del cigarrillo en el cenicero—. Dame un segundo.

Se levantó y subió por las escaleras. Terminé el café y lo dejé sobre la mesa. La tía Besti no volvía y me levanté para estirar las piernas, aún me sentía agarrotado después de tantas horas de viaje. Las estanterías estaban abarrotadas con las novelillas baratas que ella ya devoraba cuando vino a visitarnos de niños. Al otro lado del salón había un escritorio con un par de pilas de papeles y unas tablillas esparramadas sin orden ni concierto. Las recorrí con la mirada. Eran toda una antigüedad. Deslicé el dedo sobre una de ellas, era áspera al tacto y pese a los años aún podían verse los dibujos de hombres y pájaros, de ondas y ríos tallados sobre ella. Tuve un escalofrío. Más que un escalofrío fue como un frío gélido, helado, corriendo bajo mi piel. Vi una de las tablillas bailar por el rabillo del ojo. Cuando la miré directamente seguía en su sitio, no había cambiado en absoluto. Me empezaba a doler la cabeza. Los dibujos de cada tablilla se hicieron más evidentes, más vivos. Mujeres con alas, hombres con tocados, aves y toros. Sabía que no los podía entender, pero algo muy en lo hondo de mi cabeza los leía con facilidad. Algo, en lo más profundo, en el fondo de mi mente, entendía aquel idioma viejo que nunca había llegado a conocer.

Conseguí apartar la mirada. Me costaba respirar. El mundo se había ido oscureciendo. El gato de la tía Besti estaba a mis pies, mirándome con desaprobación, pero no era un gato, no era sólo un gato, era un fantasma, muchos fantasmas. Aparté la mirada. Cada sombra bailaba tomando forma. Había gatos negros, gatos sombra asomando bajo la mesa, tras los sofás, mirándome con sus brillantes ojos amarillos. Había un pájaro de pico largo y curvado observándome desde las estanterías. Cerré los ojos. Y todo era oscuridad. No había sombras en la oscuridad, o al menos no podía verlas, o eso quería creer. Pero entonces me di cuenta de que no era una oscuridad real sino una penumbra, y en ella estaba el perro, o aquel animal que parecía un perro; pero era a la vez un hombre, el señor Ombos con su sonrisa inquietante, riendo, riéndose de mí. Volví la cabeza, pero estaba la serpiente, gigantesca, inconmensurable, siseando, relamiéndose. Pero era también un hombre, un hombre que me aterrorizaba, que…

Algo me sacudió con suavidad y abrí los ojos. Aún tenía la visión nublada. Era una mujer, y una bestia a la vez. De pelaje claro y mirada astuta. Sus ojos ambarinos reflejaban preocupación. Parpadeé. Era una mujer, pero sin verlo, sin necesidad de verlo, podía vislumbrar esa bestia bajo su piel.

—¿Tía Besti?

—Maldita sea, Salih. ¿Neb ni siquiera te ha enseñado a tener las manos quietas? Hay cosas que no deberías ni tocar.

Traté de recuperar el aire, me costaba respirar, como si me hundiesen los pulmones desde dentro. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo aún no tenía fuerzas y me dejé caer sobre el suelo de nuevo. Miré a la tía Besti, ella pareció captar mi preocupación porque me devolvió la misma clase de mirada.

—¿Qué ocurre, Salih?

—He visto al perro y a la serpiente de nuevo, pero no eran un perro y una serpiente.

—Tu tío Tekh.

Asentí.

—Sí. Y un hombre al que me hizo ir a ver hace mucho, mucho tiempo, cuando empecé a trabajar con él.

—Mierda.

Lo dijo bajito, preocupada.

—Salih lo que deberías hacer ahora mismo es esconderte, y avisar a tu tía Neb de que haga lo mismo.

—La tía Neb ya lo sabe. Y yo no puedo esconderme. No aún. Pero no va a poder encontrarme. No te preocupes. Aún tengo un par de días de ventaja como mínimo.

La tía Besti dudó por un segundo antes de volver a hablar.

—¿Qué está pasando, Salih?

—Necesito encontrar al hombre con cabeza de carnero.

Traté de incorporarme de nuevo. Esta vez conseguí quedarme sentado.

—Y luego tengo que encontrar a Amina y a la tía Neb. Las he avisado, les he dicho que se marcharan, que el señor Ombos iba a por ellas. Pero no he querido que me dijeran donde iban a esconderse, por si el señor Ombos me encontraba a mí no tuviera forma de dar con ellas. Y tengo que dar con el hombre con cabeza de carnero y devolverle algo a Amina, pero no sé cómo haré para encontrarlas una vez que lo tenga.

La tía Besti frunció el ceño y suspiró.

—Será mejor que te calmes. Descansa un  poco. Luego ya me contarás todo lo que ha pasado.

Me ayudó a levantarme y a caminar hasta el pequeño sofá. Insistió en que durmiese un poco, traté de negarme, pero estaba demasiado cansado y no tardé en dejarme vencer. Me amodorré durante un rato sin llegar a descansar realmente. Oí cómo la tía Besti hablaba por teléfono mientras yo trataba de no aguantar el sueño por miedo a soñar de nuevo.

No sé cuánto tardé en despertarme. Había un humeante plato de sopa sobre la mesa. La tía Besti entró en el salón mientras me desperezaba y empezaba a comer.

—He hablado con otra de tus tías. Te estará esperando y no hará preguntas. Verás a tu padre. Pero antes necesito saber qué está pasando.

Dejé la cuchara en el plato mientras trataba de ordenar mis ideas.

—La tía Neb y yo nos peleamos. Hace mucho. Me fui de casa y estuve dando tumbos de un sitio a otro hasta que conocí al señor Ombos. Parecía muy interesado en mí, decía que le recordaba a su hermano y me ofreció un trabajo. He estado con él desde entonces. Realizando encargos para lo que sea que se dedica su… empresa, su… mafia. Anoche el maletín que tenía que entregar se abrió. Había fotos de la tía Neb, y órdenes para torturarla, obtener información sobre el paradero de mis padres y después matarla.

La tía Besti asintió.

—¿Qué hay del hombre con cabeza de carnero?

Le mantuve la mirada, tratando de pensar. Sus ojos ambarinos se clavaban en mí.

—¿Salih?

—No debería contártelo.

Seguimos mirándonos a los ojos. Me mordí el labio y suspiré dándome por vencido.

—Amina ha tenido un hijo. Pero algo ha ido mal.

Ella frunció el ceño.

—Soñó con un hombre con cabeza de carnero. Dice que rompió algo y que el niño está incompleto por eso.

La cara de la tía Besti reflejaba el terror que debía estar sintiendo. Movió los labios tratando de decir algo, pero no pudo articular palabra.

—¿Tu tío Tekh sabe esto?

—No. No lo creo. Creo que localizó a la tía Neb porque llamé varias veces a casa con el teléfono que él me dio. No puedo creer que haya sido tan imbécil.

—Salih, ese niño tiene que morir.

—¿Qué?

—El resto de la familia no lo aprobará. O aún peor, querrá utilizarlo. Y con Tekh tras él…

—¡Me importa una mierda lo que piense el resto de la familia! ¡No voy a matar a un niño! ¡Al niño de Amina! ¡A mi sobrino!

Aquello me hizo estallar. Nos quedamos en silencio hasta que ella apartó la mirada.

—Hace unos cinco años hubo un… tiempo, un día, fuera del tiempo ordinario. Probablemente incluso tú lo notases. Yo no le presté atención entonces, pero puede que tu tío Tekh sí. Sólo una persona ha podido invocar algo así, y Tekh puede haber averiguado la razón de por qué se invocó ese tiempo fuera del tiempo…

—No me importa. No voy a matar a ese niño. Voy a arreglarlo.

Me miró con dulzura, como una madre que ve los errores de su hijo.

—Ese niño no debería haber nacido. Tu abuelo debió de invocar ese día para aliviar a tu hermana de esa carga, pero debería haberlo matado nada más nacer. Si tu tío Tekh lo encuentra o, aún peor, si lo hace la serpiente, no quiero ni imaginar lo que podrían hacer.

—Con más razón debo arreglar todo esto. Ni siquiera sabemos si él sabe algo acerca del niño. Debo intentarlo al menos.

Apartó la mirada, suspirando, tratando de pensar. Tras unos instantes se levantó y salió de la habitación con paso decidido. Volvió un minuto después con una pluma, un cuchillo y un viejo botellín de cerveza. Lo puso todo sobre la mesa y me miró a los ojos. Después cogió al cuchillo y rodeó el filo con la mano izquierda.

—La mujer que va a recibirte te mostrará una puerta que te llevará hasta tu padre. No tienes tiempo para aprender todo lo que deberías saber. Pero llevas nuestra sangre y has visto el libro, no deberías haberlo visto, y desde luego no lo has hecho de la mejor forma posible, pero lo has visto, y sé que ahora puedes ver cosas que antes no veías con lo cual el camino no debería ser un problema para ti. No demasiado al menos.

Vi cómo apretaba el puño y la sangre empezaba a gotear sobre la pluma.

—No dejes que nada ni nadie te detenga. Al final del camino encontrarás a tres hombres. Uno de ellos será tu padre. No te dirijas a él. Ellos desearán juzgarte, pregunta por Aquel que cuenta los corazones, por Aquel que mora en el lugar de embalsamar. Le entregarás esta pluma diciendo que acudes a él como enviado de la Guardiana del Libro, y que hablas en nombre de la Señora del Hogar.

Abrió la mano dejando caer el cuchillo y con la mano aún ensangrentada me tendió la pluma.

—Tu sangre, mi sangre, será la prueba de que eres quien dices.

Cogí la pluma por el cálamo para no mancharme y miré a la tía Besti mientras se vendaba la mano con una servilleta de tela.

—¿Y entonces?

—Entonces dependerá de ellos que te permitan continuar y llegar hasta el hombre al que buscas.

Empujó el botellín de cerveza hacia mí. Lo reconocí al mirarlo por segunda vez.

—Es la cerveza de la tía Neb.

Sólo quedaba un dedo de cerveza y la chapa había sido sustituida por un corcho.

—Tu tía es una mujer hábil. Igual que yo custodio El Libro, ella es capaz de cosas que ningún otro de nosotros puede. Hace mucho, muchísimo tiempo, más del que puedas imaginar, los hombres usaban una bebida que ya nadie recuerda como ofrenda hacia nosotros. Era una bebida fermentada, similar a la cerveza de hoy en día, y cuando recibía la bendición de tu tía Neb permitía ver lo que no puede ser visto. Ése ha sido siempre el mayor don de tu tía, ver lo que no puede verse.

—Así que cuando fuiste a visitarnos de niños.

—Realmente lo único que quería era que tu tía me concediese alguna de sus visiones. Pero sabía que no me las cedería voluntariamente. Y si el don no es ofrecido libremente no surte efecto.

—Por eso me convenciste para que te diese una en lugar de cogerla tú misma.

—Sí.

—Pero las tablillas…

—Las tablillas, como tú las llamas, sólo muestran ciertas verdades, ciertos caminos. Y El Libro no puede usarse a la ligera, menos aún yo que soy su guardiana. En cambio, una cerveza bendecida por tu tía permite ver lo que ha sido o lo que es, incluso lo que será. Todo aquello que de otra forma no podría verse. Podría encontrar a tu tía con paciencia y el tiempo suficiente bordeando ciertos límites por medio de El Libro, pero cuando tú puedas volver aquí yo ya no estaré.

Bajé la vista al botellín, mirándolo desde una perspectiva completamente diferente.

—A mí me ha servido durante estos años mejor de lo que podía esperar. Guárdalo, y cuando consigas… Si consigues lo que quieres, bebe lo poco que queda, debería ser suficiente para ti y  probablemente te ayudará a encontrar a Neb y Amina.

Cogí el botellín y pasé mi mirada de él a la pluma y viceversa, un par de veces. Después levanté los ojos para descubrir a la tía Besti mirándome, cansada, y a la vez serena, como una bestia anciana, sin prisa por alcanzar a su presa.

—Gracias.

—Esto no es un favor, Salih. Aparte de custodiar el libro es mi deber que se mantenga un cierto equilibrio es este mundo. Te estoy dando una oportunidad, más vale que la aproveches, no me gustaría ser yo quien dé caza a tu hermana y haya de enfrentarse a Neb.

—Déjalo todo y coge a Yafeu.

Aquella noche es aún un torbellino en mi memoria. Me vestí, volví al dormitorio de Yafeu, y le cogí en brazos. Se despertó nada más tocarle. Y volvió a dormirse según le susurré «duérmete» al oído. La tía Neb ya estaba preparada cuando salí al salón. Cargamos un par de maletas y arrancó el coche. Al Norte y al Este, y luego a través de la costa, viendo pasar las horas como el día antes de dar a luz. Yafeu dormía en la parte de atrás. La tía Neb conducía completamente rígida, todo tensión y nervio. Yo traté de dormir un par de veces, pero sólo podía pensar en Salih, en que tal vez no volviese a verle jamás. En que tal vez quien venía tras la tía Neb ya le habría cazado a él.

El sol salió, brillando inmenso sobre las olas.

—¿Adónde vamos?

—Lejos. Donde no puedan encontrarnos.

—¿Por qué te persigue ese hombre? ¿Por qué ahora?

—Me ha perseguido siempre, Amina. Por venganza, siempre por venganza.

Aguardé un instante. La tía Neb seguía mirando la carretera, impasible.

—¿Quién es?

Me miró por un instante, con una expresión vacía, agotada.

—Mi hermano. Mi esposo.

Temiendo la ira de su hermano para con su hijo, Isis urdió un astuto plan. Mediante encantamientos hizo enfermar al mismísimo Ra, al cual ningún otro dios fue capaz de sanar. Cuando Isis acudió en ayuda del Dios Sol, éste le preguntó qué desearía a cambio, «Tu nombre» respondió ella. Al verse acorralado, e incapaz de soportar el dolor, Ra reveló su nombre verdadero a su bisnieta, e Isis ganó la protección de Ra para su hijo Horus, asegurándose de que Set no pudiese obrar de nuevo con la misma crueldad con que había obrado para con su esposo.

Viajé. Ahora me parece que durante esos días no hice otra cosa que no fuese viajar. Al atardecer estaba a las puertas de un tanatorio en medio de ninguna parte, al Oeste, muy al Oeste de todo el resto del mundo. Había un cartel de cerrado y una flecha señalando al bar adyacente. El local estaba bañado por la luz anaranjada de última hora de la tarde cuando entré. Había un camarero limpiando vasos con un paño. El bar parecía vacío. Me acerqué a él.

—Perdone. ¿Sabe cuándo abre el tanatorio? Busco a la señora West.

—Señorita West.

Era una voz sedosa que me hizo volver la cabeza. La mujer al final de la barra sonrió. Su piel oscura, del negro intenso de las noches sin luna, brillaba bajo la luz cálida del atardecer. Me acerqué a ella. Tenía la misma cualidad atemporal que la tía Besti o la tía Neb, podía aparentar veinte años o cincuenta.

—Tú debes de ser Salih.

—No es el sitio donde habría esperado encontraros.

—¿Por qué no? ¿Qué mejor que tomar una última copa antes de despedirse de alguien o de que el mundo se despida de ti? ¿Qué mejor que, tal vez, un último y efímero amor?

Su piel era a la vez un pelaje negro, corto y espeso, como el de muchos animales. Sus ojos brillaban cuando reía. Había algo en ella no sólo hermoso, sino ridículamente tranquilizador.

—Mi tía Besti me ha hablado del descenso.

—Y a mí de lo que viste sin permiso.

Lo dijo dedicándome otra sonrisa pícara. A la vez que me medía con la mirada.

—Es verdad que no puedes negar que eres hijo de tu padre. No es fácil verlo al principio, pero está ahí, empapando cada centímetro de tu piel.

Aquel comentario me erizó todo el vello del cuerpo.

—Debería… Debería ir ya.

—Por supuesto.

Alargó el brazo y descorrió la cortina que había tras ella.

—Buen viaje.

Traspasé el umbral y tras un par de pasos la miré por última vez. Tenía el rostro vuelto hacia mí con una sonrisa débil aún dibujada en los labios. Era su cabeza y al tiempo la cabeza inmensa de una vaca, con cuernos largos y curvados. Cuando volvió a mirar al frente el sol destelló entre ellos y yo comencé a descender.

Era un camino, cien, mil caminos. Era cemento, y piedra, y arena. Al final sólo arena en la oscuridad. Una oscuridad profunda, palpable. Una oscuridad vacía, como la del mundo antes de que existiese el propio mundo. Más vieja incluso. Pero podía ver a través de esa oscuridad, igual que había visto bajo la piel de la tía Besti o la de la señorita West. Podía ver sólo a unos pocos pasos de distancia, así que descendí, y descendí vislumbrando, sintiendo más bien, cómo las paredes de ladrillo se convertían en altísimos escarpes de roca, y luego en arena. El sonido de cada grano al caer, lenta, pesadamente, llenó la oscuridad.

Caminé hasta ver una luz tenue a lo lejos. Era una puerta inmensa. Una ruina de piedra que en otro tiempo debió ser dorada y azul, pero que ahora sólo era un umbral a punto de derrumbarse. Ante él había una mujer, desnuda, con el cuerpo deforme. Sus pechos le caían hasta el vientre y su cabeza era una monstruosidad difícil de describir. Parecía la de un escarabajo, o la de algún crustáceo, oscura e inmensa, llena de amenazantes extremidades aserradas. Me quedé quieto al verla. Por primera vez esa no era la piel que veía bajo la piel. Pensé que quizá aquí esa primera piel no existía. Ella me vio y, juro que de alguna forma lo hizo, se relamió antes de avanzar paso a paso hacia mí. Agarré con fuerza el maletín. Ella continúo acercándose despacio hasta que a un par de metros de distancia saltó sobre mí. La golpeé, y entonces lo vi. No era un monstruo. Lo era, pero también era una mujer, o lo había sido. Joven, hermosa. Un fantasma vestido con la piel de una pesadilla. Traté de esquivarla cuando volvió a abalanzarse sobre mí, pero me atrapó el brazo y me mordió, con sus dientes de mujer y sus cuchillas de bestia. Aullé de dolor y ella cayó al suelo. Se alejó de mí tratando de escupir la sangre. Ya sólo era una fantasma que me miraba aterrorizada. La sangre me corría por el brazo, empapándome la camisa y la chaqueta. Ella estaba hecha un ovillo junto al umbral, llorando, con la cara entre las manos. La oí vomitar. Cuando me acerqué me miró implorante.

—Es vuestra sangre, mi señor. Lo siento. No sabía que eráis de la sangre.

Volvió a hacerse un ovillo y rompió a llorar. Me quité la chaqueta y la arropé. Podría haberme arrancado un brazo, haberme matado. Pero también era una joven, casi una niña, asustada e indefensa. La vi llorar durante un par de minutos y continué descendiendo.

Dejé un reguero, un leve goteo constante según avanzaba. En otras circunstancias me habría preocupado pero allí me sentía cada vez más y más fuerte al descender. No tardé en ver el siguiente umbral. Otra ruina, más fuerte y ornada que la anterior, en medio de la oscuridad. Dos hombres, uno con cabeza de bestia, en parte felina, en parte reptil, y otro con rostro de insecto olisquearon el aire y se hicieron al lado según me acerqué. Ni siquiera me detuve. Avancé. Avancé así a través de otras once puertas. Cada una más gigantesca, más rica y hermosa que la anterior. Todas ellas ruinas. Cada guardián más temible, más horrible que el anterior, todos ellos no más que fantasmas con piel de monstruo. Ninguno trató de detenerme, ninguno trató de herirme. Mi sangre goteaba lenta, como la arena al deslizarse por el lecho de la duna. Era su olor. Sabían cuál era mi estirpe.

Vi la última puerta brillar a lo lejos, tenue, como el último rayo del atardecer. Sólo había un guardián. Un hombre inmenso, de brazos colosales y tez oscura. Un chacal gigantesco, de ojos negros, insondables. Podría haberme desmembrado entre sus dedos, entre sus fauces. Pero me miró, expectante. Temblé al tratar de empujar mi voz fuera de mi garganta. Me sonó extraña, ajena, como si hablase en un idioma extranjero, en una lengua ya vieja que no debiera conocer.

—¿Sois Aquel que cuenta los corazones?

Dentro de su rostro animal e imperturbable pareció sorprenderse.

—¿Quién sois que me llamáis por ese nombre y que venís aquí tras tanto tiempo?

Tragué saliva y abrí el maletín. Cuando tomé la pluma la encontré pesada, como si fuera de plomo. Durante el descenso me había sentido increíblemente fuerte, pero ahora, frente a ese chacal monstruoso apenas podía sostenerla. Él la tomó extrañado.

—Ningún corazón humano pesaría más que esta pluma.

—Vengo aquí enviado por la Guardiana del Libro. Y hablo en nombre de la Señora del Hogar.

Me miró con ojos casi humanos y se volvió.

—Sígueme.

Las hojas de la puerta se abrieron. Nuestros pasos resonaron en la oscuridad. Atravesamos un pasillo interminable. No había ningún punto de luz, sólo la tenue visión de lo que había bajo esa negrura. Paredes de piedra cubiertas de dibujos e ideogramas, cada vez más cercanas. Un pasaje angosto, sin fin. A cada paso me pesaba más el pecho, con una opresión ahogante, que me agarrotaba el cuerpo. El chacal seguía avanzando y apenas podía mantenerme a su ritmo.

Cuando entramos en la sala la agonía era insoportable.

Era pequeña, pero a la vez podría haber albergado todos los palacios y fortalezas del mundo. Era inmensa, pero al mismo tiempo resultaba minúscula, agobiante, como una cárcel, una celda que se encogía hasta destrozarte. Había tres figuras esperándonos.

Estaba el hombre en el trono, una silla de piedra, que en otro tiempo hubo de ser rica y opulenta. Un hombre de porte regio, cubierto de vendas de lino que apenas le permitían moverse. Bajo ellas sobresalían cicatrices profundas que le atravesaban el cuello, marcadas como líneas candentes en su piel morena, tostada por el sol. Sus ojos profundos, de un negro insondable, estaban rodeados por la sombra del kohl.

Estaba la mujer de espaldas a nosotros, a la izquierda de la balanza de oro. Una pluma larguísima le servía de tocado. Incluso sin verle el rostro parecía hermosa, impoluta, serena. Estaba el hombre a la derecha de la balanza. El hombre que era a la vez una bestia con cabeza de pájaro de largo pico.

Y aún había otra presencia, una que no pude ver, pero que hizo que mi corazón todavía se encogiese y pesase más en mi pecho.

El chacal dejó caer la pluma que le había dado en uno de los platos de la balanza, el cual se hundió de golpe sin producir ruido alguno.

—No habrá juicio.

La mujer nos miró. Yo apenas podía respirar. No sé cómo podía mantenerme en pie.

—Ningún corazón de hombre podría pesar más que esa pluma. Éste no es juicio justo.

El pájaro me miró y sonrió sin decir nada.

El hombre en el trono calló. Todos nosotros aguardamos. Finalmente su mirada se desplazó hacia la mujer.

El chacal bajó la cabeza y se giró hacia mí. Puso su mano en mi pecho y clavó sus garras en él. La sangre manó, pero no tanto como yo habría esperado. El peso de mi pecho se alivió. Llevó mi corazón hacia la balanza. No era del color rosáceo de la carne, sino de un rojo oscuro, ennegrecido. El plato de la balanza se hundió. La balanza se equilibró, vibró. Hasta que la pluma pesó más, poco más que mi corazón.

El hombre con cabeza de ave habló.

—Sus pecados son incontables, pero ha ganado la libertad de que sus pies hoyen las arenas de Tuat.

El hombre en el trono clavó su mirada en mí, analizándome. Me hundí en aquella negrura, profunda e insondable y el tiempo pareció retorcerse, siendo infinito, y a la vez fugaz, hasta que cada uno fuimos conscientes del otro y nos reconocimos.

La voz del chacal sonó entonces calmada y prudente.

—Este hombre ha caminado hasta aquí como un enviado, no como un hombre liberado del peso de la carne.

La voz del hombre al que acababa de reconocer resonó profunda, dolorosa, rasgada.

—¿Quién responde por él?

—Acude aquí en nombre de la Dama Perfumada; la Vengadora y Ojo de Ra. Sus palabras, su voz es la voz de la Señora del Hogar, la Custodia del Templo, la Señora de la Noche y de lo Invisible.

Pronunció todos aquellos nombres como uno solo, en aquel idioma extraño que ya antes se había agolpado en mi garganta. Y cada nombre significaba miles de cosas y sólo una a la vez, una única realidad casi incomprensible y que cualquier hombre sería incapaz de explicar.

La voz doliente del hombre en el trono volvió a preguntar.

—¿Quién responderá por él aquí, en mi reino?

—Yo lo haré.

La mirada del hombre en el trono se deslizó primero hasta la mujer al otro lado del pedestal, después a la bestia con forma de pájaro. Ambos asintieron.

—Entonces es vuestra responsabilidad.

Me miró por un segundo. Sin juzgarme, casi con ternura, o compasión. Entonces el chacal se giró y ambos nos alejamos de la sala.

Era una casa en medio de ninguna parte, junto al mar. Alejada por completo del mundo. Yafeu se pasó el día sentado en la playa hasta que le llamé a cenar. Después se fue a la cama sin rechistar y se quedó dormido nada más cerrar los ojos, igual que siempre, como si nada hubiese pasado. La tía Neb y yo estábamos en la cocina. Cada una en un extremo de la mesa. Evitábamos mirarnos. El silencio se fue espesando hasta que ya no pude más.

—No podemos huir eternamente.

—No es necesario que huyamos eternamente. ¿Cómo nos encontró?

—Salih dice que nos llamó algunas veces, cree que rastreó el número. ¿Cómo podía saber quién era él?

—¿Cómo no lo habría sabido?

Nos miramos. La tía Neb parecía muy cansada. Envejecida.

—Tía Neb, es hora de que me expliques qué ocurre.

Apartó la mirada y suspiró.

—¿Por dónde empezar?

—Quiénes son nuestros padres. Por qué este hombre te persigue.

Se tomó un segundo antes de empezar.

—Fue hace mucho. Muchísimo más de lo que podrías concebir, Amina. Éramos cuatro hermanos. Cuatro hermanos que no deberíamos haber nacido. El primero de nuestra estirpe había maldito a tus abuelos por desobedecerle. Tu abuela no podía dar a luz dentro del año ordinario, pero uno de tus tíos más viejos jugó con el tiempo, apostando horas contra otro de nosotros. Terminó por ganar cinco días que regaló a tu abuelo. Tiempo fuera del tiempo donde nosotros podríamos nacer.

—Por eso cuando Yafeu nació…

—Sí. Tu abuelo usó el último de aquellos días. Un día fuera del tiempo.

Ambas aguardamos en silencio. A lo lejos podía oír el mar embravecerse con la caída de la noche.

—Tu padre era el mayor de nosotros cuatro, le siguió tu tío Set, tu madre y por último yo. Tu padre y tu madre se casaron, y a mí me casaron con vuestro tío. Pero yo amaba a vuestro padre.

La tía Neb cerró los ojos, compungida, como tratando de pensar, haciéndome dudar antes de reunir las fuerzas necesarias para preguntar de nuevo.

—¿Y nuestra madre?

—También lo amaba. Era imposible no amar a vuestro padre. Era bello y vigoroso, inteligente… Era el heredero de todo bajo nuestro poder. Vuestro tío también era un buen hombre. Astuto, fuerte, era un buen marido. Pero le corroyó la envidia. Siempre a la sombra de nuestro hermano. Incluso cuando era él quien estaba al frente de nuestras defensas, cuando era él quien día tras día derrotaba a aquellos que trataban de derribarnos. No era una posición justa para él. Y yo no fui la mejor de las esposas.

Fuera comenzó a llover, y el sonido del agua al romper contra las ventanas llenó por un instante el silencio.

—Tu padre y yo tuvimos un hijo a espaldas de tu madre y tu tío. Ella nunca lo supo, pero él siempre lo sospechó. Nunca dijo nada, pero yo sabía que algo en él sabía que no era hijo suyo. Y el rencor de aquella sospecha lo consumió aún más. Creo que aquél de quien nos defendía terminó por envenenar su mente. Al final la suma de todo le llevó a traicionarnos, igual que nosotros lo hicimos antes con él.

—¿Qué ocurrió?

—Enloqueció. Mató a tu padre.

—¿Qué?

—Le engañó, le encerró y le ahogó. Cuando supe lo que había hecho tu tío, le repudié. Tu madre buscó el cadáver de tu padre durante días. Y cuando lo encontró usó todo su arte para devolverle la vida. Yació con él y engendró a vuestro hermano mayor.

La tía Neb suspiró.

—Necesito que comprendas que en aquel tiempo éramos poderosos, Amina. Que en aquel tiempo había otras reglas. Aún somos poderosos, pero en la forma en que una sombra es reflejo del hombre que la arroja. En aquel tiempo tu madre era capaz de devolver la vida a aquello que estaba muerto. En aquel tiempo éramos capaces de proezas que no podrías siquiera imaginar.

—¿Qué fue de mis otros hermanos?

—Todo a su tiempo, Amina. Cuando tu tío supo que tu padre había vuelto a la vida le persiguió. Le despedazó y arrojó sus restos al río. Tu madre y yo le buscamos, palmo a palmo a lo largo de todo el cauce, con el agua hasta las rodillas, hasta el cuello. Conseguimos recuperar todos aquellos pedazos salvo uno. Sin él no pudimos devolverle la vida, ni entre las dos juntas.

Suspiró de nuevo, conteniéndose, a punto de llorar.

—Creo que tu madre empezó a enloquecer aquel día, aunque yo no fui consciente de ello hasta mucho después.

Hubo un silencio largo mientras la tía Neb trataba de recuperar fuerzas. No era capaz de mirarme. Cuando continuó su voz sonaba dolorosa, contenida.

—Tu madre dio a luz a tu segundo hermano, el primero de padre y madre; y el que ante todos se consideró como primogénito. Temiendo por su vida, ya que tu tío deseaba heredar el trono de tu padre, tu madre me encomendó la labor de ocultarlo, criarlo y protegerlo hasta que fuese capaz de valerse por sí mismo y reclamar el lugar que había ocupado tu padre.

«Con el tiempo tu hermano y tu tío lucharían y se engañarían. Tu tío era más fuerte, pero tu hermano era más astuto, y por medio de engaños logró humillar a tu tío, y ganarse el apoyo del resto de la familia a la hora de reclamar sus derechos, haciendo que tu tío se marchase con el orgullo herido y el rabo entre las piernas. Pero mucho antes de que tu hermano heredase el trono que le correspondía, tu madre decidió asegurarse de que tu tío Set no pudiese matarle igual que había hecho con tu padre. Así que urdió un plan por medio del cual consiguió engañar a nuestro propio patriarca, a aquel que gobernaba sobre todos nosotros, y le robó su nombre. Su verdadero nombre, su nombre de poder. De aquella forma se ganó su favor eterno, pero también sus ansias de venganza».

Cuando me miró parecía la misma mujer, y a la vez una mujer más joven; orgullosa, vivaz y fuerte.

—Aquel fue un movimiento muy astuto por parte de tu madre, pero también una completa estupidez que más tarde terminaría por arrastrarle a la demencia.

La tormenta arreció. Un trueno retumbó a lo lejos. Las luces parpadearon durante un segundo. La tía Neb tomó aire y aquella otra mujer desapareció.

—Ayúdame a cerrar las contraventanas. Si graniza, la casa se nos llenará de agua.

Revisamos las ventanas una por una. Yafeu aún dormía sin inmutarse pese a que el cielo parecía a punto de venirse abajo. Cuando volví al salón, la tía Neb estaba asomada a la última ventana abierta. Me acerqué a ella. La lluvia era ahora más suave pero a lo lejos, sobre el mar, la tormenta empeoraba.

—¿Qué ves allí?

—El mar. Y la tormenta.

—¿Y más allá?

—El mar. Quizá más tormenta.

—¿Y más lejos?

—Supongo que la costa otra vez.

—Crees que está allí. Sabes que está allí, ¿verdad?

Alargó los brazos y cerró las contraventanas. Después repitió la acción con las hojas de la ventana.

—Hubo un tiempo en que nuestra tierra natal era como esta casa. Algunos creían que fuera estaba la tormenta, pero no podían estar seguros. El mundo era esta casa. Aquella tierra era la casa de tu abuelo, la casa del abuelo de tu abuelo. Era un mundo a dos niveles, estaba nuestro mundo, nuestro hogar, y estaba el mundo, esa otra costa que crees, que sabes que está allí fuera. El mundo entero como algo completo y aún desconocido. Y aquello fue lo que perdió a tu madre.

—No lo comprendo.

Me senté de nuevo a la mesa mientras ella comenzaba a preparar un café.

—Es difícil si no lo has vivido.

El café fue subiendo hasta llenar la habitación de un intenso olor.

—Cuando tu hermano ascendió al trono heredó todas las atribuciones de tu padre. Incluyendo acompañar al abuelo de tu abuelo en su viaje diario. También concedió algunos títulos en su ascenso. Y un título es como un nombre, no sólo implica poder, si no ciertas ataduras. Tu madre siempre fue muy versada en la magia, aún más que yo. Así que tu hermano, por recomendación de nuestro patriarca le concedió un gran privilegio, y la nombró señora de todo lo visible. O más correctamente en la vieja lengua, Señora de todo aquello que ve la luz del Sol. Mientras que a mí me nombró señora de lo invisible, o de todo aquello que no ve la luz del Sol.

«En aquel momento tu madre no lo sabía, pero había quedado atada a aquel mundo donde luciese el Sol».

La tía Neb sirvió dos tazas de café y volvió a sentarse a la mesa.

—En los viejos días. Cuando el mundo era… Cuando el mundo parecía pequeño, como esta casa, el Sol pasaba el día sobre nuestra tierra y al caer la noche se hundía en el mar y atravesaba la tierra de los muertos. Y tu madre iba con él para reencontrarse con tu padre. Pero con el paso del tiempo el mundo cambió. La gente comenzó a creer, a saber que el mundo no se acababa un poco más allá del lugar más lejano donde había estado. Supieron que el Sol no se hundía en el mar. Así que el mundo fue tan grande como siempre había sido. Y el Sol dejó de hundirse en el mar, realmente dejó de hacerlo.

—Era una dualidad de las que nos hablabas de niños. Mientras creían que el mundo era pequeño era pequeño aunque fuese inmenso. Mientras creían que el Sol se hundía en el mar y atravesaba la tierra de los muertos lo hacía, aunque sólo fuese la tierra girando.

—Exacto. Y cuando aquella dualidad desapareció, tu madre quedó atrapada en el mundo donde las cosas son iluminadas por la luz del Sol.

—Entonces, ¿siempre debe estar allí donde sea de día?

—No es necesario. Pero sí está atada al mundo donde brilla el Sol. Las cosas que ya nunca ven la luz del Sol están prohibidas para ella. Y dado que el Sol ya nunca ilumina la tierra de los muertos ese lugar le es inaccesible.

—¿Y tú?

—Hay miles de lugares, de cosas, que nunca ven la luz del Sol. Así que yo continué siendo libre para ir y venir, la venganza del abuelo de tu abuelo sólo recayó sobre tu madre. Y cuando ella descubrió que ya no podía ver a tu padre comenzó a obsesionarse. No podía devolverle la vida. Devolverle su cuerpo, pero descubrió que cuando el tiempo era correcto y se daban las circunstancias adecuadas podía introducir su espíritu en el cuerpo de un moribundo o de alguien que acababa de morir, sólo por un corto periodo de tiempo.

La tormenta resonó más cerca y las luces volvieron a parpadear. Hubo un silencio incómodo, cargado de tensión.

—Así nacimos nosotros, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tuvo más hijos así? ¿Tenemos más hermanos?

—No. Llegué a pensar que vuestra madre había quedado estéril tras dar a luz a vuestro hermano mayor.

Asentí. Traté de tomar aire mientras mi cabeza intentaba asumir toda aquella información.

—¿Qué hay del señor Ombos? ¿De mi tío? ¿Puede encontrarnos?

—No. Tu madre me confió a vuestro primer hermano porque nadie puede encontrarme si yo no quiero. Que fuese yo quien os cuidase era la mejor forma de asegurarse de que el resto de la familia ni supiese que existíais.

—Pero, ¿y la tía Besti?

La tía Neb, torció el gesto.

—Tu tía Besti posee algo capaz de sortear mi poder. Algo con lo que puede ver todo, o casi todo lo que es. Incluyéndome a mí, en parte, aunque no desee ser encontrada.

—¿Puede que ella y el señor Ombos…?

—No. Nunca. No te preocupes por eso. Aquí estaremos seguros. Si tu hermano nos avisó con el tiempo suficiente no nos habrán seguido. Y no podrán encontrarnos.

—¿Qué hay de Salih?

La tía Neb apartó la mirada.

—Mantener a Yafeu protegido es ahora más importante, Amina.

—Le conté lo de Yafeu.

—¿Qué?

—Él tenía apuntada la dirección de la tía Besti en un libro, me pidió que se la diera. Creo que ha ido en busca de ayuda para Yafeu.

La mirada de la tía Neb me atravesó, cargada de ansiedad y preocupación.

—Tu tía Besti está a cargo de que se cumplan ciertas leyes, ciertos preceptos. La simple existencia de Yafeu rompe muchos de ellos. No sabes lo que has hecho, Amina. Ante tu tía Besti Yafeu es una aberración, y es su deber ponerle fin.

—¿Qué?

El corazón me dio un vuelco, y un frío intenso se me agarró a la piel. Traté de balbucir atemorizada.

—No es culpa suya carecer de alma. Debería ser yo quien pagase por ello.

—Tu hijo no carece de alma, no por completo, al menos. Yafeu carece de aquello que nos hace estar vivos. Tu hijo fue concebido muerto, pero al ser tú de nuestra sangre no le permitiste morir. No sé qué pretende tu hermano, pero espero que sepa lo que hace.

La tormenta resonó sobre nuestras cabezas aún con más fuerza. Las luces volvieron a parpadear. Yo comencé a llorar en silencio, incapaz de contenerme.

 

Cuando Horus creció, su deseo por vengar a su padre le llevó a presentar batalla contra el hermano de su padre. Pero siendo éste más fuerte venció a Horus, hiriéndole y mutilándole, haciendo que Horus perdiese un ojo en aquella primera batalla. La guerra entre ambos continuó hasta que, valiéndose de su astucia, Horus volvió una treta de Set contra él mismo, humillándole y ganándose el apoyo del resto de dioses, los cuales le concedieron el trono de su padre, y el gobierno de la Casa de Geb. Mas la mutilación que sufrió en batalla quedó ya para siempre patente en el rostro de Horus.

Eran estrellas extrañas, antiguas, que el mundo no veía desde hacía eras. Caminamos entre la arena, con el viento frío soplando suave. Me sentía libre, y vacío, como si mis sentidos se hubiesen amortiguado. El chacal a mi derecha ya no me atemorizaba pese a ser una sombra imponente en aquella tenue oscuridad.

—¿Cuál es el mensaje que traes?

—He de ver al hombre con cabeza de carnero.

El hombre que era el chacal frunció el ceño, pero asintió. Continuamos caminando en silencio a través de esa noche anciana.

—¿Cómo está mi madre?

Le miré. Ignoré al chacal, miré solo a aquel hombre robusto con gesto de niño. Sonreí al reconocer en él una buena parte de mí. Al reconocer la mirada de la tía Neb, el tono de su piel, un resquicio de ella en él.

—Está bien. Cansada, pero bien.

Él asintió.

—Dadle saludos de mi parte.

Otra figura se recortó a lo lejos, ante nosotros, como una sombra contra las estrellas. El aire se llenó de un olor a humedad. El hombre con cabeza de ave aguardaba sobre una barca de junco.

—Has de guiarle hasta la Isla de…

El pájaro sonrió.

—Sé adónde ha de ir.

El hombre con cabeza de ave me tendió la mano y subí a la barca. Empujando con una pértiga nos separó de la orilla y dejó que la corriente nos arrastrase. El chacal se quedó en la orilla viendo cómo nos alejábamos mientras él se convertía en una silueta minúscula que no tardó en perderse en la noche.

Aquel río no sonaba. El agua, la barca, se deslizaba sin producir ruido alguno. El viaje se alargó, como aquella noche sin luna, mientras atravesábamos los vergeles a ambos lados del agua. Los minutos se convirtieron en horas, y las horas en minutos. No era capaz de medir el tiempo en aquella oscuridad.

El pájaro habló.

—¿Cómo está vuestra hermana?

La pregunta me extrañó, pero traté de permanecer calmado.

—Bien.

El hombre que era a la vez un pájaro sonrió y me miró de reojo.

—¿Y vuestro sobrino?

Aquello me sobresaltó. El pájaro rio produciendo un sonido a medio camino entre una carcajada y un trino risueño.

—Hace eras aposté en un juego con dioses viejos, más viejos que todos nosotros, divinidades que ya nadie recuerda. En aquella apuesta gané cinco días enteros. Cinco días que estarían fuera del curso del tiempo. Entregué aquellos días a tu abuelo, como un favor para que tus padres y tus tíos pudiesen nacer. Y él gastó cuatro de ellos entonces, pero guardó el quinto.

Deslizó la pértiga por el río, con suavidad, sin producir ningún ruido en medio de aquel silencio que lo calaba todo.

—Hace unos cinco años se usó el último de aquellos días. Yo sabía que tu abuela no estaba encinta, pero alguien debió de dar a luz a algo que no podía nacer.

—¿Cómo sabíais siquiera que tengo una hermana?

—Mi deber es saber cosas, Salih. Y aunque tu tía Besti guarde mi libro aún tengo métodos para averiguar lo que he de saber.

Empujó otra vez la barca con la pértiga y guardó silencio. Era un hombre alto, delgado, enjuto pero fuerte. Con una edad difícil de determinar y un gesto de serenidad casi contagioso. La barca tocó tierra unos instantes después. El hombre miró a lo lejos. Hacia una luz intermitente más adelante.

—Quien buscas te espera allí.

Bajé de la balsa y me volví para mirarle.

—Si lo sabías ¿por qué no avisaste a los demás? La tía Besti dijo que ese niño es una aberración.

—No es mi deber juzgar, Salih. Mi deber es saber. Todo conocimiento es poder. Pero si no sabes utilizarlo no sirve de nada. Muchos ni siquiera percibieron que se gastó ese último día, la mayoría ni siquiera le prestó atención. Revelar el nacimiento de ese niño no habría sido de ninguna utilidad. Pero esperar a que tú o Amina trataseis de arreglarlo sí.

Nos miramos. Ya no era un pájaro, sólo un hombre. Pero durante un segundo fue algo más, cubierto de pelo y carcajeante. En ningún momento se movió. Su mirada gris en la mía.

—¿Qué quieres a cambio?

—Nada. Por ahora. Pero los favores siempre son importantes, Salih. Eso es algo que ya deberías haber aprendido. Y a estas alturas tú ya debes unos cuantos.

Empujó la balsa con la pértiga y se alejó. Aguardé allí hasta perderlo de vista.

Y el tiempo siguió retorciéndose en aquella noche interminable.

Caminé a lo largo de la orilla, en dirección a aquel parpadeo. Mis pies se hundían en el barro y el ir y venir del agua lamía mis pies. Era una ruina, o un templo erigido sobre una ruina. Había un horno, y dos figuras junto a él. Estaba el hombre con la cabeza de carnero, y también una mujer de aspecto deforme y viscoso. Sus ojos saltones se posaron en mí. Ella me escudriñó en silencio, mientras él manipulaba la llama. Aguardé frente a él hasta que fue consciente de que yo estaba allí. Me miró, pero no dijo nada. El viento sopló frío, y las estrellas danzaron en el cielo, dibujando constelaciones que ya nadie recuerda. Pero no dijo nada.

—El hijo de mi hermana nació incompleto. Dice que rompió algo cuando le concibió, y que tú estabas allí.

El hombre con cabeza de carnero alargó el brazo y señaló a un punto entre los adoquines y el barro, no muy lejos del agua. Había restos de arcilla cocida, traté de recomponer la figura en la oscuridad. Caminé de vuelta hasta la orilla y cogí barro fresco. Reconstruí la figura con paciencia. Hasta que fue un pequeño muñeco endeble y frágil entre mis manos. El hombre con cabeza de carnero no dejó de observarme durante todo el proceso. Cuando nuestras miradas se cruzaron retiró la rejilla del horno, como invitándome a usarlo. Vi cómo el barro se cocía mientras los trozos de cerámica usada se ennegrecían. Aguardé a que el barro fresco se secase sin esperar a que la figura original se recociese demasiado. Al recogerla la miré. Parecía un niño en miniatura, tostado y cubierto de hollín, cruzado por infinidad de cicatrices rojizas y pardas. Sentí una mano viscosa apoyada en mi brazo. La mujer de cabeza inmensa me miraba, me tendió las manos como pidiéndome la figurilla. Cuando se la di la miró sin que su expresión anfibia se inmutase. Entonces se la acercó a los labios, a su boca descomunalmente grande, y la besó. Al devolvérmela sentí cómo algo se movía dentro de ella. Algo que ya había estado allí, pero que yo no había podido arreglar.

—Aun así, el niño nunca estará completo. Estará fracturado de algún modo.

Fue una voz temblorosa, penetrante. El hombre con cabeza de carnero me miraba inexpresivo. Tardé en contestar, como si ahora que había hecho lo que había venido a hacer no supiese qué paso dar.

—Aun así, estará más completo que ahora.

La cabeza de carnero asintió.

Me volví y caminé de nuevo junto a la orilla. Cuando estuve a solas abrí el maletín y saqué la cerveza de la tía Besti, de la tía Neb. Y bebí, deseando saber adónde ir.

Los días pasaron sin que esperase que Salih nos encontrase. Llovió y salió el sol. Y volvió a llover después. Día tras día. Allí, en el frío del norte.

Cuando llamaron a la puerta yo estaba limpiando los platos en la cocina. Cogí el trapo para secarme las manos y salí al salón. La tía Neb abrió la puerta y allí estaba él. Más mayor, más cansado, tal vez incluso un poco más alto, pero él. Se miraron por un segundo, sin decir absolutamente nada, como una especie de bienvenida silenciosa, de perdón tras tantos años. Entonces atravesó el salón hasta donde estaba Yafeu. Se puso en cuclillas y sacó una figurilla de barro de su maletín. Yafeu la miró con ojos brillantes y cuando Salih se la dio comenzó a reír con una carcajada estruendosa, viva. Aquello rompió algo dentro de mí, y antes de que me diese cuenta estaba temblando con las mejillas empapadas de lágrimas.

Aquella noche, cuando conseguí acostar a Yafeu tras nuestra primera pelea sobre si era demasiado pronto o no para irse a dormir, les vi hablar sin ninguna clase de rencores. Les dejé a solas, sabía que tenían demasiadas cosas que decirse.

Con el paso del tiempo me di cuenta de que el hermano que había vuelto a casa era un hombre más frío, menos apasionado que el que se había marchado. Un hombre distinto al que yo había echado tanto de menos durante años. Ya no podía ver en él al muchacho que yo había abrazado cada noche de niña, al niño que sentía como parte de mí misma. Era extraño pensar que el hombre que había sido capaz de recuperar la parte de mi hijo que yo había perdido antes siquiera de darle a luz fuese el mismo hombre que apenas podía emocionarse al verle por primera vez.

Yafeu creció como el niño que fue Salih. A veces demasiado taciturno, a veces demasiado vivaz. Pero entero, al menos en apariencia.

Salih vino y se fue. Y volvió, y volvió a marcharse. Así durante años. Nunca dijo nada, pero siempre supe que el resto de la familia estaba tras él. Una vez que te atrapan no te dejan escapar. Eché de menos la pasión que tenía antes de dejarnos aquella primera vez. Recuperé la mitad de mi hijo y perdí la mitad de mi hermano.

Al final, con los años, sólo quedamos la tía Neb y yo.

Un día, cuando yo ya había empezado a contar cierta cantidad de años y ella seguía siendo la misma mujer ya madura, me atreví a hacerle la única pregunta que nunca había sido capaz de hacerle.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué, Amina?

—¿Por qué nos cuidaste a todos nosotros?

Recuerdo que se mordió el labio y pensó durante algún tiempo antes de contestarme.

—Perdí tres hermanos. A dos les traicioné y terminaron por enloquecer. El otro murió, en parte por culpa de la traición que cometimos juntos. Cuando vuestro hermano nació, sentí que se lo debía a vuestro padre, que había de cuidar a ese primogénito como había cuidado a su auténtico primogénito. Que se lo debía a vuestra madre por haberla traicionado. Con el tiempo me di cuenta de que a quien realmente se lo debía era a vuestro hermano, porque si no hubiera hecho lo que hice todo habría sido muy distinto.

«Cuando vuestra madre se presentó embarazada de nuevo tras tantísimo tiempo y tuve que ayudarle a dar a luz supe que también os lo debía a vosotros. Que al menos os debía el tratar de protegeros, de criaros lo mejor posible. Si sólo os hubiese explicado todo mucho antes… Las cosas habrían ido mejor».

—No te habríamos creído.

—Quizás, pero debería haberlo intentado.

Incluso la tía Neb terminó por irse, ya segura de que había llegado el momento de dejarnos volar y de retomar su larguísima vida a solas.

Nunca conocí a nuestra madre, ni al resto de la familia. Sólo tuve a la tía Neb, y el recuerdo difuso que eran aquellos días que pasamos con la tía Besti. Nunca le pregunté a Salih cómo recuperó a Yafeu, o a la parte de él que se había perdido, ni él me lo contó nunca. Con el paso de los años esperé que un día entrase por la puerta y me tocase a mí ser la tía Neb de sus hijos. Sentí que de alguna forma, de muchas formas, le había traicionado al arrojarle a aquella búsqueda que le cambió tanto, al hacerme la dormida aquellas noches tórridas en las que se levantaba para espiar a la tía Besti, cuando él escogió saber y yo pretender que no sabía nada. Cuando nos separamos por primera vez. Pero cada vez volvió menos, y nunca trajo ningún hijo.

Así que me quedó una de aquellas dualidades de las que hablaba la tía Neb cuando era una cría. Una vida que era casi un mito y una interminable sucesión de días, de pequeñas rutinas, como si esperase esa hora inevitable en que hubiese de reencontrarme con esa familia, con mi familia, de la que prácticamente no sabía nada.

© Copyright de Héctor Gómez Herrero para NGC 3660, Octubre 2016