Náufrago – Reed.

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Por José Mª Tamparillas

Día 3

…Llevo varias jornadas en este planeta infernal. Hoy por fin he logrado reparar el grupo solar del módulo. Algo es algo.

Ahora el frío y la falta de aire respirable han dejado de ser un problema. Lamentablemente ahora lo son el agua y la comida, mucho más urgentes de lo que pensaba. Tendré que ingeniármelas de alguna manera en breve. Las reservas del módulo se terminarán en una o dos jornadas.

Ahora, al haber solucionado el problema de mi supervivencia inmediata, retomo las anotaciones en esta bitácora.

Me gustaría anotar aquí cuál fue la causa de la destrucción de la nave de exploración que nos devolvía a casa. Pero no soy un técnico, un experto. Soy sólo un antropólogo social, un profesor sin más. En un momento dado la Unidad Inteligente de Control nos despertó a todos de la animación suspendida. Se trataba de un aviso de emergencia: debíamos abandonar la nave en breve. Seguí el protocolo y llegué a mi módulo de supervivencia. Creo que escuché a alguno de los ingenieros hablar de un chorro de rayos gamma, de un error en la trayectoria, de un impulsor en zona crítica.

Todavía recuerdo el estallido de la nave en el espacio. Era como si a nuestro lado hubiera nacido una supernova. Varios módulos de escape se vieron alcanzados por la onda expansiva. Creo que el mío también se vio afectado por la explosión, pues el sistema de comunicaciones quedó inutilizado, así como el de control de vuelo.

Por eso he venido a parar aquí.

Espero que la baliza funcione ahora que tiene una fuente de energía.

 

 

Día 5

He encontrado agua: lluvia. Quizá a causa de la baja gravedad me parecía que caía más lenta de lo normal. Baja gravedad, eso es, esa es la causa de que el horizonte no sea tal, de que sienta la curvatura del terreno como algo desconcertante. De que mis movimientos me parezcan ligeros, de los mareos… Agua. Tiene un extraño sabor, es como este planeta inhóspito: denso y agreste. Las nubes forman grupos singulares que me aterrorizan. Son como enormes montañas que crecen a toda prisa y que amenazan con caer sobre mí. La naturaleza del planeta es demasiado exótica, muy diferente a lo que estoy acostumbrado, y por ello siento un miedo que yo definiría como supersticioso, atávico.

Con la lluvia han llegado unos visitantes silenciosos.

He establecido contacto con unos habitantes del lugar un tanto peculiares.

Forman una manada de diez o doce ejemplares. Son siete adultos y tres más jóvenes, o eso creo inferir por su tamaño.

En ellos encuentro algo de consuelo, pues también son bípedos, como yo (hasta ahora toda la fauna qua había visto era cuadrúpeda), aunque andan encorvados y a veces se apoyan en sus largos brazos. Por lo demás, poseen una cabeza, dos ojos, dos oídos y algo parecido a una boca llena de dientes, a primera vista rotos y cariados. Tienen la piel cubierta de un extraño abrigo oscuro y sucio.

Poseen demasiados dedos en pies y manos, tantos que no sé cómo se las arreglan para coger las cosas sin que se les caigan. Son diferentes de todos aquellos que he visto merodeando a mi alrededor durante la noche, esos son más esquivos y asustadizos.

Lamentablemente son sólo eso: animales. En ellos no anida el menor vestigio de inteligencia. He intentado comunicarme, pero cada vez que me quito la mascarilla salen corriendo agitados, gritando y aullando, dominados por un miedo violento y descontrolado. Alguno hasta se sube a alguna de las extrañas estructuras tubulares que pueblan la llanura y tarda mucho tiempo en bajar, sólo cuando me alejo. Son peculiares, primitivos. Sin embargo despiertan algo de simpatía en mí. No sé, quizá sea su curiosidad, su mirada cargada de intenciones.

Mañana se me terminan las provisiones.

 

 

Día 6

Mis amigos son depredadores natos. Han abatido un gran animal. Cayeron sobre su sorprendida presa desde las estructuras tubulares. Su fiereza fue tal, que tardaron poco tiempo en reducirlo en el suelo y matarlo usando piedras y sus manos. La lucha fue de poder a poder, fuerza bruta contra fuerza bruta. Tardaron poco en devorarla en un festín sangriento, rápido y silencioso. Los carroñeros acechan y sus mandíbulas son poderosas. Eso me hace pensar si no debería tomar precauciones. Pueden llegara a considerarme una presa potencial. Pero creo que para ellos no entro dentro de su dieta, soy más bien objeto de curiosidad.

Empiezo a darle vueltas a la idea de convertirme yo mismo en cazador.

 

 

Día 7

El hambre comienza a aguijonear mi organismo.

El amanecer ha traído una luz fría. Todo en este plantea es frío. El agua cubre las extrañas excrecencias biológicas que cubren el suelo, forman una película aceitosa. Espero que la condensación no afecte a los circuitos del módulo. Lo he comprobado, la baliza funciona, a baja potencia, pero funciona.

Hoy mis amigos han vuelto. Estuvieron mirándome un buen rato, como hacen siempre que aparecen. Me he quitado la máscara, pero no han huido. Esta vez han tenido menos éxito en la caza. La presa se ha limitado a voltearles uno a uno. Han terminado magullados y avergonzados, uno de ellos está mal herido. Se nota que están hambrientos. Yo también.

Espero a alguna presa.

 

 

Día 8

Hemos comido todos.

No estaba seguro de si la carga proteínica del animal iba a ser compatible con mi metabolismo, pero debía intentarlo. El módulo no llevaba armas, así que improvisé una lanza con uno de los tubos del sistema de aterrizaje inutilizado. Escogí el mismo animal que el día anterior mis amigos habían intentado cazar sin éxito. Era una especie extraña que tenía un gran cuerpo sostenido por cuatro finas patas. Tenía una pequeña cabeza, rematada por dos excrecencias córneas afiladas. Era un animal tranquilo, que se alimentaba de la cubierta áspera y dura que tapiza el suelo. No sé qué tipo de metabolismo poseerá su especie pero debe ser bastante singular si ha de procesar ese magro alimento.

 

Lo esperé oculto detrás de una roca. Fui rápido, muy rápido, alguna ventaja ha de tener esta gravedad tan baja. Lo ensarté de lado a lado. Su piel, a primer aspecto dura y resistente, no resistió el mordisco del metal. Su sangre me salpicó, era inusualmente densa y oscura.

No tenía nada con lo que alimentar un fuego así que tuve que intentar comérmelo cruda. La carne tenía un desagradable sabor metálico. Le di un primer gran bocado impulsado por el hambre y la vomité al poco rato. Tuve que refrenarme. Si la masticaba bien y en pedazos pequeños era capaz de tragarla sin problemas. Sabía a rayos, pero creo que mi organismo la ha aceptado.

Mientras tanto, mis amigos bípedos no habían perdido ojo de ninguna de las etapas de mi jornada de caza. Mis gritos de alegría tras el éxito de mi captura le debieron asustar, pues fueron corriendo a esconderse espantados, aunque no muy lejos.

La curiosidad es un impulso muy fuerte en ellos.

Como necesitaba poca cantidad de alimento, guardé algo para otros días, y les arrojé el resto, así que se dieron un pequeño banquete a mi salud.

Al cabo de un tiempo, después de dormitar y digerir la comida, uno de ellos cogió uno de los componentes de las estructuras tubulares debajo de los cuales dormitaban a la sombra. Lo blandió de la misma forma que lo hice con mi improvisada lanza, jugó un rato con ella, asustando a alguno de sus compañeros más pequeños.

Son imitadores por naturaleza.

El resto lo miró como si estuviese chiflado.

 

 

Día 9

Fuego.

Me he acordado de que en la nave había una pequeña provisión de gel orgánico. Arde con facilidad, lentamente y sin casi humo. El problema ha sido encenderlo, pero mis amigos me han dado la solución:

Uno de ellos, cuando la estrella principal del sistema se ponía tras el horizonte, jugueteaba con una pequeña roca. La recogía del suelo, la miraba, se la mostraba a sus compañeros y luego la arrojaba contra otra más grande que sobresalía del suelo. El chispazo consecuente les daba respeto, pero les gustaba, dadas las expresiones de contento y los aullidos graves que emitían. De su garganta salía algo así como un rumor de sorpresa y asombro cada vez que la chispa saltaba al suelo y se apagaba.

Silicio. Eso era. Si la roca contenía óxido de silicio en abundancia podría servirme. O eso, o mis profesores de ciencias de la infancia estaban equivocados.

No lo estaban. Tardé un buen rato. Di un espectáculo a mis amigos haciendo chocar dos rocas como un poseso, desollándome las manos, pero al final logré que el aislante ardiese.

La carne cocida no sabe tan mal, pero apenas tiene sabor.

Por cierto, nada más ver el fuego, casi todos mis amigos salieron despavoridos emitiendo gritos de terror. El ejemplar que había estado jugando con la piedra, sólo se alejó unos pasos, lo justo para poner entre él y yo una distancia prudencial. Me miraba a mí al fuego, a las dos piedras que descansaban a mi lado.

 

Día 12

La comida me ha sentado mal, o eso o algún germen nativo me la está jugando. He estado dos días sin salir del módulo.
He vomitado casi todo lo que he comido, bebo agua y como unos hidratos de carbono deshidratados que encontré en el botiquín de emergencia.

Todo se complica. La baliza ha dejado de funcionar y no encuentro la razón. Estoy deprimido y derrotado. Noto cómo la desesperación gana puntos en mí. Pienso que voy a morir acá y no sé si debo tomar una decisión drástica. No quiero una larga agonía. No me gustaría morir de hambre o de soledad.

Mis amigos han vuelto a cazar. Fue curioso. Escogieron una presa muy grande. En principio la atacaron con su viejo estilo de emboscada y fuerza bruta. Hubo un momento en que aquello se les puso cuesta arriba. Casi tenían perdida la batalla cuando, de la nada, de entre el polvo, apareció uno de ellos armado con una especie de lanza artesana parecida a la que yo había fabricado. Atacó, lo intentó cuatro veces sin demasiada convicción, pero a la quinta acertó y pinchó en una zona vital de la presa. Ésta dio tres o cuatro tarascadas y murió entre convulsiones.

Aprenden rápido.

Mi soledad se vio aliviada en cierto modo cuando encontré un pedazo de carne al lado de donde días antes había encendido el fuego. Lo habían dejado para mí, mi amigo el imitador.

¿Me habrán adoptado?

Después de la comilona se reunieron a poca distancia de mi módulo, descansaron, jugaron y se asearon entre ellos. Uno, aburrido, comenzó a hacer entrechocar dos piedras. Cogía las rocas con poca efectividad. A los de al lado no les gustó nada. Tan cerca, las chispas les asustaban. Se golpeaba los dedos la mayoría de las veces. Gruñía más de frustración que de dolor. Pero poco a poco iba ganando en práctica.

Sigo pensado que son demasiados dedos. A eso nunca voy a ser capaz de acostumbrarme.

 

 

Día 15

¡De vuelta a casa!

La baliza me ha salvado la vida.

Casi he muerto. El médico de a bordo ha diagnosticado envenenamiento por nitrógeno. La atmósfera del planeta, a pesar de ser respirable para nosotros, contiene demasiada cantidad de ese gas. Poco a poco se fija en nuestra sangre.

Pero ya estoy a salvo.

Observo cómo el planeta en el que he naufragado se aleja. Es una gran bola azul. Si le tuviera que poner un nombre que no fuera la usual y anodina codificación de la Flota, le llamaría plantea Agua, pues ese elemento lo recubre casi en su totalidad y le confiere un color extraordinario.

De todas formas, tuve suerte al caer en tierra firme.

Recuerdo a mis amigos. Espero que les vaya bien.

El capitán y el primer oficial no se alejan de mi lado. Me tratan con gran cortesía. Me han preguntado qué ha sido lo que más he echado de menos.

—Eso —les he respondido, señalando sus manos.

—¿El qué? —ha dicho el primer oficial, mirándoselas sorprendido.

—Manos de tres dedos, las echaba de menos —les he dicho riéndome.

© Copyright de José Mª Tamparillas para NGC 3660, Febrero 2017