El ambiente era más pesado de lo habitual. Daba la sensación de que, además de plomo, el aire estuviera cargado con una expectante tristeza. Parecía que todos sabíamos lo que iba a ocurrir y, sin embargo, nadie era capaz de decirlo en voz alta de tan asustados como estábamos. Nadie está preparado para aceptar el fin del mundo.
Nuestra primera señal fue que el cielo se tornó rojo. Como las rosas por la mañana, como la sangre al medio día y, por la noche, de vino para abotargar nuestros sentidos; un estado de embriaguez similar al que hubiéramos conseguido bebiendo licor. El Sol brillaba a todas horas, incluso por la noche, quemando nuestra piel y ojos. Luego, durante días, no hubo noticias tan solo música a todas horas. Llegaron a poner tanta que los canales comenzaron a usar las redes para descargar videoclips ya olvidados, algo que muchos agradecimos; nadie había escuchado aquella música desde hacía siglos y era maravillosa. Por la mañana pop, rock y cualquier canción que pudiera dar energías; al medio día house, góspel y clásica… por la noche, baladas tristes, soul, blues y jazz. A veces se les colaba alguna canción de otro tipo en una franja que no le correspondía y todos, sin excepción, pensábamos que se estaban mandando mensajes entre gobiernos y organismos. Posiblemente no estuviéramos equivocados, pero nunca lo sabremos.
Los mesías enviados por cualquier dios no tardaron en brotar de las esquinas, asegurando que llegaba el fin del mundo. Con ellos, también comenzaron los disturbios y suicidios. La gente enloqueció de la angustia, temerosa de lo que habría después tanto en la vida como en la muerte.
Por aquel entonces, yo vivía en una de las millones de chabolas de había en Cabo Cañaveral, en California. Mis hermanos y yo, cuando dejó de haber clases y trabajos, nos acercábamos a la inmensa explanada para ver a los numerosos cohetes que despegaban sin descanso. Nos encantaba sentir el aire ardiente contra nuestras caras churretosas, preguntándonos si llegarían a las colonias de Marte y Venus o más allá en el espacio. No queríamos entender la verdad. Cuando los despegues comenzaron a realizarse de noche, fue cuando mi hermano Xabier y yo tuvimos que fingir ante los pequeños cada vez que escuchábamos el estruendoso sonido de los motores.
―Será una nueva misión a Júpiter ―nos inventábamos. Pero cuando nos acercábamos al lugar los dos solos, comprobábamos con pena que gente rica, familias de buena posición y poder, se subían en aquellos vehículos.
Estaban evacuando el planeta, pero se habían olvidado de la mayor parte de los habitantes de la Tierra: personas olvidadas como mi enorme familia.
Mientras, aguantábamos robando comida, escondiéndonos de los rayos solares y de las personas, hasta de nuestros vecinos y amigos; vivíamos temerosos de la locura ajena, de que alguien cogiera una pistola y se pusiera a repartir lo que nos dio por llamar «compasión».
Parecía que a las personas comenzaban a sobrarles balas, tiempo y amor por el prójimo. Por compasión mataron a dos de mis hermanos pequeños, porque no fueron capaces de ocultarse de las muchedumbres, de permanecer callados o no volverse locos en el momento de mayor tensión. Para salvar a todos los demás, Xabier y yo tuvimos que sacrificarlos… Sigo llorando cada noche por su muerte, sintiéndome culpable por la persona tan ruin en la que me convertí para cuidar de mi familia.
Meses después, cuando parecía que no quedaban balas, ni ganas de hacer que aquel día fuera el último de los demás, volvieron las noticias. Comenzó con la imagen de la nieve, esa interferencia blanca y negra presagiaba la vuelta de las turbas y la compasión; cuando vimos en la pantalla a Clark Spiegelman, empezamos a configurar nuestras propias teorías… y todo debido a su aspecto descuidado y cansado, no a su regreso a las pantallas. Aquel tipo no era capaz de hacerle sombra a quien había sido en el pasado: el hombre del tiempo de la CNN, siempre había tenido muy buena imagen y planta, casi se le podía llamar guapo… a mi madre le caía muy bien.
―Buenas noches, Norteamérica ―Su voz sonaba hueca y neutra, muy lejos de la alegría que solía mostrar―. Dada la situación, prefiero ser directo: La Tierra se está muriendo y nosotros con ella.
Escuchamos cientos de gritos a nuestro alrededor, incluso algunos de los ayudantes de Clark comenzaron a sollozar.
―No quiero morir… no quiero morir… ―murmuraba alguno acongojado.
El hombre del tiempo le dedicó una sonrisa compasiva. También se escuchaban las voces de sus compañeros consolándole.
Pero en nuestra sección los gritos aumentaron. Xabier y yo habíamos insistido a nuestros padres que nos moviéramos, pero ellos se habían negado, abrazados a mis hermanos pequeños, con los ojos vidriosos. Parecía que ya hubieran muerto.
―Los gobiernos dictaminaron el traslado de parte de la población a las colonias de Marte y Venus, pero se ha perdido contacto con ellos y el Hubble 3.4 ha detectado varias explosiones en los susodichos planetas ―insistió el hombre del tiempo, acabando así con nuestras últimas opciones―. La NASA ha propuesto que las naves que quedan, sean utilizadas para lanzar a los miembros de la población que no deseen esperar a la muerte. Se les pondrá rumbo hacia el Sol, mientras los demás permanecemos aquí, a la espera de lo que ocurra.
Escuchamos a la gente corriendo en las calles, gritando, volviendo a repartir su compasión a espuertas. Mis padres acariciaron las cabezas de mis hermanos pequeños, se miraron y, luego, se volvieron a Xabier y a mí.
―Tendréis que iros, es lo mejor para vosotros ―dijeron quedamente y ninguno protestó. Los pequeños parecían minúsculos, desvalidos y tan perdidos como unos corderos en el matadero. Xabier y yo nos miramos, cansados de tanto luchar y sufrir. En el fondo, todos sabíamos que estábamos alargando lo inevitable.
Lejos de echarnos a las calles y unirnos a la masa, mis progenitores se encerraron en un cuarto, se echaron a llorar y, tras calmarse, hicieron entrar uno tras otro a mis hermanos para hablar con ellos por última vez. No sé qué le dijeron a Xabier, pero a mí fueron incapaces de dirigirme la palabra, me miraron y mi padre se desmayó por el cansancio y las intensas emociones. Mi madre me besó cientos de veces y me pidió que me fuera rápido; teníamos que conseguir un asiento en el vuelo.
A diferencia de las demás personas, nosotros conocíamos los alrededores de la estación espacial, tanto que sabíamos por dónde colarnos para acercarnos a las pasarelas, sin tener que sufrir los disparos de los pocos militares que aguantaban en sus puestos.
Incluso en las pistas se veían a cientos de personas apelotonadas, suplicando por un hueco para morir por compasión. Yo solo era capaz de empujar a mis hermanos, meterles prisa y guiarles por la explanada… no hizo falta mucho para que nos aceptaran a todos: una panda de mocosos sucios y asustados era capaz de ablandar el corazón de cualquiera. Incluso una madre joven, rogando por sus bebés, era capaz de causarte tanto dolor como para hacerte mirar a tu gemelo, y saber que uno de los dos tendría que quedarse, no solo por ayudar a aquellos pequeños, sino también por nuestros padres.
Así que les besé a todos y me abracé a Xabier tras llorarle desconsoladamente. Por primera vez en mucho tiempo, estaba completamente asustado; a fin de cuentas, nadie desea morir y menos lejos de su familia.
Les vi subir a la nave con aquellos pequeños a los que habían adoptado y me alejé de allí, prefiriendo no verles marchar. Volví a mi hogar y vi a mis padres bailando, abrazados, como si el mundo hubiera dejado de existir. Les miré triste, sentándome al lado de la ventana y sin dejar de sollozar. Deseando que cayera un rayo sobre mi cabeza y me matase.
***
Ron McAllister miró a la audiencia reunida en la explanada cubierta de plantas purpúreas. Sonrió con intensidad y tuvo que reírse al ver los rostros tan serios que le rodeaban.
―Señoras y señores, no deberían acongojarse tanto. Ya saben el final de esta historia ―les explicó con afabilidad―. Si no me hubiera apoyado en esa ventana, y mi piel cancerosa no se hubiera manchado por las plantas que crecían alrededor, nunca habríamos descubierto el remedio a todos nuestros males.
La audiencia se rió y aplaudió, siempre conseguía una ovación con ese final. Se miró las manos pálidas, de un ligero color malva por las plantas mutadas que habían utilizado para protegerse. La naturaleza, siempre tan sabia, ya tenía una solución a la contaminación atmosférica y la usó con los más desvalidos, dejando al hombre a merced de su ingenio.
Ese maravilloso y fatídico día se conoce como el de la Segunda Oportunidad, en el que se lanzaron cientos de naves cargadas de personas dispuestas a morir en el espacio sin esperar a que el planeta se apagara… en el que un chiquillo pobre descubrió, por casualidad, un remedio para salvar a todos los terrícolas que aguardaron su muerte.
Un ya anciano Clark Spiegelman, le agarró por el hombro y tras saludar a los visitantes, se retiraron a las entrañas de la Neo NASA. Allí, cientos de personas trabajaban con ahínco coordinando los satélites enviados a todos los puntos de la galaxia, esperando encontrar los esqueletos de las naves espaciales y rendir homenaje a los caídos; todos deseaban que sus cuerpos regresaran a casa.
Nadie pudo explicar cómo fue posible aquel inesperado final, solo se sabe que, por culpa de un joven llamado Xabier McAllister, se cambió el rumbo preestablecido de la última partida de naves salidas de la Tierra, y en vez de ir directos hacia el Sol, se habían adentrado en la inmensidad del cosmos. Según los cálculos que se establecieron por primera vez, se sabía que tenían suficiente combustible, comida y oxígeno para poder llegar hasta Júpiter, y actualmente alguien había asegurado que de confirmarse todo aquello, podían haber rozado la órbita de Plutón. Pero años después, seguían el rastro de la última señal recibida y vigilando aquellos cuadrantes… sin éxito.
A Ron no le importaba decir que la vida le había tratado con generosidad. Pudo convertirse en un gran científico, estudiar y descubrir conocimientos que le estaban vetados por pertenecer a un estrato social tan bajo, para acabar convirtiéndose en un orgullo para la humanidad. Pero, sobre todo, se convirtió en el único hijo del que sus padres podían presumir, al haber perdido a todos los demás por «compasión». El hombre sonreía de forma apesadumbrada por tan triste conjunción de eventos… si tan solo alguien hubiera encontrado antes que él ese remedio, sus hermanos seguirían en la Tierra, disfrutando de un nuevo mundo de posibilidades.
La sección SETI comenzó a gritar llamando a todos los demás. Los compañeros del resto de secciones se acercaron incrédulos al escuchar las voces que estaban pegando. Los del SETI, con permiso de los jefes, pudieron entonces mostrarles las imágenes que estaba recibiendo uno de los satélites: naves espaciales. Triangulares, brillantes y hermosas, la prueba de que no estaban solos en el universo. Por los altavoces se podía escuchar música antigua, semejante a la que ponían una y otra vez en la televisión antes de la Segunda Oportunidad. Entonces, una voz grave se abrió paso hablando en perfecto inglés, sorprendiendo a los allí presentes.
―¿Alguien sabe cómo es esto posible? ―preguntó Clark en voz baja, y entonces, la imagen de las naves avanzando se distorsionó y vieron el rostro de Xabier McAllister en pantalla, sonriendo, mucho más joven que el que había allí presente, y con una gran cicatriz surcando su cara.
El anciano se llevó las manos al rostro, intentando aguantar un sollozo asombrado y feliz. Esperando que cualquiera le explicase qué era aquel milagro.
―Houston o Cabo Cañaveral, no sé si nos recibís o si queda alguien vivo… pero volvemos a casa ―aseguró Xabier McAllister, sin saber que su gemelo se había precipitado contra la puerta a esperarles en la explanada de lanzamiento rodeada de la única compasión real que hubo en aquellos días: las flores purpureas que la naturaleza creó para salvar a toda la humanidad.
© Copyright de Laura López Alfranca para NGC 3660, Agosto 2016