Los que no saben morir, III

Por Elaine Vilar Madruga

   A M… que me dio las manos.               

 

Te prometo el silencio, dijo la Bestia

como quien ha olvidado echar los remos contra el agua.

Encima de nosotros,  las estrellas

guardaban sus mordidas de niebla;

en mi mano la Rosa

abría un agujero

para recordarnos a ambos que los sueños

pertenecen a las grietas de los sueños,

que la vida suele escurrirse a cucharadas

por no saber amar bajo los domos

que protegieron lo aparentemente obvio del pasado.

 

También entonces juramos prometernos otras cosas

que parecían imposibles,

solo por el placer de ignorar las quimeras de la jaula

que él había tejido para salvarme

en el último campo de rosas de la Tierra.

Me decía bella, y era su mentira.

Ambos sabíamos que no.

Tan Bestia yo como él.

Las radiaciones en mi carne

eran un preludio más de esa otra muerte

que no llega entre aullidos.

Me había prometido la palabra,

la última torre que nos protegería

del pistilo de las mutaciones al avanzar sobre nosotros,

y a un hijo que criaríamos desnudos

como los primeros hombres del planeta;

pero ese hijo se me hizo sal en las entrañas

y no supe llorarlo.

Había prometido tantas cosas que creí:

sabía mentir con inocencia

y al final quizás la culpa era un agujero negro

donde íbamos a estrellarnos día a día,

sin saber cómo ni cuándo.

Quizás sí sea este el lugar exacto que nos corresponde

cuando todo lo demás acaba

como un árbol escaldado en sus raíces.

Al menos han quedado las promesas

y esta ingenuidad mía que no ha sabido morir,

temblorosa como un pez de lluvia.

Te prometo el silencio, dijo mi Bestia

mientras caminamos, siempre juntos,

hacia el largo exilio de la vida.

© Copyright de Elaine Vilar Madruga para NGC 3660, Mayo 2018

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