Los que no saben morir, II

Por Elaine Vilar Madruga

Hoy, inesperadamente,

amanecí sin ojos.

Creo que en verdad nunca me pertenecieron

—quizás ni estas palabras ni mi lengua sean mías,

sino tan solo un sueño

del que no puede escaparse a través

del túnel de la sed.

Mis ladridos de dolor

huyen, anónimos,

a través de estas tinieblas que tal vez sean luz,

—pero no sé—,

como una trampa frágil de vidrio

donde otros vienen a jugar a las escondidas

con los ojos cubiertos por una venda de noche.

Soy una marioneta sin rumbo ni hilos,

y solo a veces escucho lejanas voces

como una ribera azul, ávida de náufragos,

que gritan

A la bruja, A la bruja, A la bruja,

y la fiebre me dice que hablan de mí,

que soy yo la bruja,

la culpable,

y en mi mano la piedra que debió ser luz y no fue.

A la bruja, A la bruja, A la bruja,

yo que me levanté seis veces de la tumba

—porque no sé morir—

y mi cuello no cede a la fatiga del ahorcado

y mi carne no es abono de las llamas

ni mis huesos son inesperados a las jaurías.

Yo,

llamada bruja

y quién sabe si no será cierto:

hoy amanecí sin ojos, pero viva,

y las bestias del tiempo siguen hurgándome la carne:

sus máscaras devoran mis intentos estériles de escapar.

A la bruja, A la bruja, A la bruja,

dicen

y yo intento correr entre los bosques,

agazapada en la tierra como un muerto,

ungida por las crines del fango.

A la bruja, A la bruja, A la bruja:

hoy amanecí sin ojos, pero viva,

que la inmortalidad es, casi siempre,

un árbol insólito.

© Copyright de Elaine Vilar Madruga para NGC 3660, Abril 2018

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