Por Juan Manuel Sánchez-Villoldo
Era nada. Una bolita casi inexistente. Era increíble cómo había superado los procesos de control más exhaustivos que se aplicaban en cualquier industria. La soldadura de todos aquellos circuitos se hacía con una ola de mercurio y era después revisada con minuciosidad. Todos los puntos de soldadura se miraban de uno en uno. Se hacía de modo manual, humano. Lo hacían personas, no máquinas, armadas con potentes lupas y linternas que rebuscaban en todos los posibles rincones de cada placa a la caza de errores, pero aquella minúscula bolita había escapado a aquel control. Después se cepillaba, se aspiraba y se volvía a cepillar para volver a aspirar, todo por duplicado. Por si acaso, se cubría con una capa de barniz en aerosol cuya misión no era otra que lograr que si una bolita como aquella hubiera llegado hasta allí no se moviera de ese sitio. Lo habían logrado… en parte. Menos de un milímetro de diámetro. La nave superaba con generosidad los cien metros de longitud, pero su destino lo iba a escribir una esfera que apenas podía ser vista a ojo desnudo.
Jenni Bormann, miraba la bitácora de ingeniería intentando descubrir en qué momento se había producido el error. Había sido mientras dormían, sin duda. Jenn, como era conocida por todos, era la ayudante de ingeniería de Katrina D’Agostino. Ambas eran nuevas en aquella nave, aunque Katrina tenía sobrada experiencia como ingeniera, mientras que ella debutaba en ese viaje. Era la novata, y la única persona viva, o al menos eso pensaba, en aquel enorme carguero.
Antes de desaparecer, Katrina le había dado su versión de los hechos.
No hubo error. Nada ni nadie había fallado. Una serie de casualidades fatales había introducido una instrucción equivocada en el plan de vuelo. Alguna vibración habría desprendido la hipotética bolita de estaño del lugar donde había estado alojada, dejándola en manos de la inercia y la ausencia de gravedad. En algún momento, esa esfera metálica habría cerrado el contacto entre las dos patillas de algún circuito integrado y, como resultado, una orden inesperada había sido introducida en la base de datos de la nave. Las consecuencias habían sido demoledoras.
No sabía dónde estaba. Toda la tripulación, salvo ella, había muerto o desparecido, y el carguero Raifuku Maru , o sus restos, vagaba sin gobierno por un sector desconocido del espacio. En la radio sólo sonaba estática en cualquier frecuencia que intentara comunicarse y aunque tenía energía, era mínima: lo justo para un soporte vital de emergencia. La mayoría de las luces no funcionaban y sólo estaban en línea algunas consolas.
La temperatura era de cinco grados centígrados, y los guantes que cubrían sus doloridas manos no facilitaban el trabajo con las pantallas táctiles. Había comprobado el abastecimiento de agua potable y de aire respirable. Tampoco había pegas con el procesador de alimentos. El frío era incómodo, aunque no era un problema con la ropa adecuada. Tenía serias quemaduras en las manos, pero disponía de un arsenal de neuroesprays. En cuanto al armamento… Todo lo que quedaba de la nave estaba a su disposición, pero no había ningún blanco al que disparar.
Hacía apenas cuarenta horas, era todo tan distinto…
—¡Moveos, no tengo todo el día!
La capitán Anya Matsuoka tenía ese tipo de carácter que hace indistinguible el mal humor de la preocupación.
—¡Quiero los informes de ingeniería en cinco minutos! ¡Tah! —gritó a la jefa de mantenimiento, Tahnee Falckenau—, ¿qué demonios pasa con el sistema de clima artificial? ¡Vamos a morir de frío!
Las otras seis tripulantes tomaron asiento alrededor de la mesa de la multisala, donde lo mismo se comía que se celebraba un juicio, si fuera necesario.
—Sabiya —se dirigió a la navegante en tono más calmado al tiempo que jugaba con un servilletero—. ¿Sabemos dónde estamos?
—Negativo, capitán —la respuesta no se demoró un segundo—. No tenemos datos instrumentales y la visión directa no muestra una sola estrella. No hay referencias —se encogió de hombros con gesto de impotencia.
—Ese no es nuestro mayor problema —intervino Vach Kelner, primera oficial y asesora científica—. Estemos dónde estemos no tenemos control sobre la Raifuku Maru .
—¿Katrina?—la capitán hizo un gesto a Jenn señalando la cafetera con la barbilla.
—Es cierto —respondió la aludida—. No puedo explicar cómo hemos acabado aquí, pero todo apunta a que estamos en una corriente de energía de la que no podemos salir por nuestros propios medios —añadió mientras se frotaba las manos con insistencia intentando calentarlas.
—Parece una corriente magnética —continuó Kelner—. Recorremos una banda alargada de varios parsecs de longitud mientras vamos rotando noventa grados cada… —echó una mirada fugaz a sus notas— veintisiete minutos, más o menos.
—¿Cuánto tiempo llevamos así?
—Imposible saberlo —respondió—. El sistema no nos despertó de inmediato porque no interpretó que existiera error alguno —alzó las cejas—. En teoría todo está bien. Sólo hemos sido alertadas cuando la maniobra se ha repetido tantas veces que se ha solicitado una confirmación en vivo.
—¿Quieres decir que podemos llevar meses en esta trayectoria? ¡Podemos estar a muchos parsecs de nuestro destino!
—No lo creo —intervino Jaci Sergeyev, la piloto, frotándose con energía sus enormes ojos azules—: me temo que no nos movemos.
—¿Cómo? —preguntaron varias voces a coro.
—Creo que es la banda magnética la que se mueve, nosotros sólo rotamos —explicó la piloto, parpadeando un par de veces—. En definitiva —se desabrochó la guerrera pese al frío—, creo que estamos atrapados en una banda de Moebius. ¡Tah! —dijo en tono desagradable a la recién llegada jefa de mantenimiento— ¿Era necesario subir tanto la temperatura?
—No he hecho nada aún… —comenzó a defenderse la aludida— ¿Qué es esa niebla?
Nadie parecía haberse dado cuenta, pero Jaci estaba rodeada de una niebla de color verdusco que iba haciéndose más densa por momentos.
—¡Qué demonios!… —empezó a decir cuando la niebla desapareció como había llegado— parece que vuelve a hacer frío… ¿Cómo va ese café?
Las siete mujeres se miraron entre sí. Ninguna tenía explicación para lo que estaba ocurriendo. Todas habían visto aquella niebla. Por qué sólo había afectado a una de ellas era un misterio.
—Estás sangrando por la nariz —dijo la capitán mientras le tendía una servilleta de papel.
—Estoy un poco mareada… Tal vez me he despertado de forma demasiado brusca…
—Déjame que te tome el pulso —se ofreció Tah que cumplía también con la tarea de suministrar los primeros auxilios—. ¡Caray! Estás ardiendo ¿Tienes fiebre?
—Mirad el suelo —señaló Sabiya— ¿Es eso normal? —preguntó de forma retórica.
Bajo la silla de Jaci un charco escarlata iba creciendo poco a poco. La sangre se colaba por las perforaciones de la silla monoblock y chorreaba por las piernas de la piloto hasta el suelo.
—Estás teniendo una pérdida. ¿Estás embarazada?
—No, imposible… —su voz era casi un susurro.
—Jenn —ordenó la capitán—. Ayuda a Tah a llevar a Jaci a su camarote y quédate con ella. Deja abierta la radio. Habrá que revisar los tanques de estasis… —murmuró para sí.
Arrojó un puñado de servilletas bajo la silla que ocupaba un instante antes la piloto y se enfrentó a Katrina y Kelner.
—Sugerencias. ¡Ahora!
No preguntaba. Era una orden clara. Quería contar con todas las opciones antes de tomar una decisión. Se sirvió una taza de café negro, sin azúcar. Le gustaba casi hirviendo, todo lo caliente que lo pudiera soportar en la boca sin perder la lengua.
—Tenemos que dividir el campo —Kelner respondió sin la más mínima sombra de duda—. No hay manera de saber qué lo produce, así que no lo podemos detener —sorbió un trago de su café—. Tampoco podemos hacer mucho desde dentro. Todas las comunicaciones están bloqueadas por el campo magnético. Ni tan siquiera podemos suponer seguro salir a echar una mirada. Ese campo tiene que ser de una magnitud enorme. —Se volvió hacia Katrina—. Necesito que concentres todo el campo de plasma en el deflector de proa. ¿Cuánto rendimiento podrás sacar del reactor?
—Depende del tiempo…
—Rotamos cada veintisiete minutos: calculemos una media hora.
—Es mucho tiempo —respondió la ingeniero, preocupada—. Creo que no más de un ciento siete por ciento…
—Ciento siete coma veinte, para ser exactos —era la voz de Jenn en la radio desde la habitación de Sergeyev—. Si alguien me releva, puedo hacer una simulación…
—¡Eres la novata, Bormann! —intervino la capitán sabedora de que a Katrina no le había gustado la interrupción—. Te corresponde estar ahí y hacer el café, pero haré que te llegue una terminal, si tu jefa está de acuerdo —guiñó un ojo a las presentes.
Iba añadir algo para quitar hierro al asunto cuando un grito sonó en la radio.
De repente todas las luces bajaron a la mitad y varias alarmas comenzaron a sonar. La radio empezó a zumbar como una plaga de cigarras al tiempo que todas las mujeres sintieron en el estómago las fluctuaciones de la gravedad artificial.
—¡Está pasando de nuevo! —la voz de Jenn sonaba entre la estática— ¡Está envuelta en la niebla y se desvanece dentro!
—¡Sal de ahí de inmediato!
Los mamparos interiores de la Raifuku Maru comenzaron a emitir la misma luz verdosa. Algunos dispositivos reventaron en una cascada de chispas. La nave perdía la posición y los amortiguadores de inercia se estaban volviendo locos, lanzando a las tripulantes contra las paredes. La cafetera se volcó y el café casi hirviendo cayó sobre los muslos de Kelner.
—¡La estoy perdiendo! —se escuchó gritar a Jenn—. ¡No puedo tocarla, es como tocar metal helado! ¡Me quema la piel!
—¡Te he dicho que salgas de ese cuarto! —gritó la capitán intentando mantener el equilibrio— ¡Intenta llegar hasta aquí!
Durante los segundos siguientes la nave pareció estar encerrada en el tambor de una lavadora. Dio varias vueltas sobre sí misma mientras la gravedad artificial unas veces pegaba a la tripulación a la pared o la dejaba flotando en el aire. Por fin, de la misma forma repentina que empezó, se estabilizó y todo recuperó su peso normal.
—¡Sabiya, informe de navegación! ¡Tah, si estás en condiciones atiende las heridas! ¡Katrina, informe de daños! —la capitán era una máquina funcionando a plena potencia—. ¿Dónde demonios está la novata?
—Estoy aquí, capitán —respondió Jenn desde la puerta.
Tenía una ceja abierta y la sangre escurría por el pómulo hasta perderse en el interior de su camisa. Llevaba los puños cerrados, pero se apreciaba que había perdido la piel de la palma de las manos, además, tenía varios cortes en el resto de ambos brazos.
—Atiéndela a ella primero —Ordenó a Tah—, y echa una mirada en cuanto puedas a las piernas de Kelner.
—Por ahora puedo esperar —contestó esta última mientras cortaba con un cuchillo sus pantalones—. Sólo necesito un analgésico para cuando esto empiece a doler de verdad —miró a la recién llegada—. Dinos, Bormann, ¿qué ha pasado ahí?
—No lo sé… La niebla verde cubrió de nuevo a Sergeyev… Era como una capa, una segunda piel… Parecía que brotaba de ella. La he visto abrir la boca, pero no conseguía decir nada… La cubría de una especie de hielo verdoso, como la niebla. Cuando la he querido tocar ha sido como tocar hielo seco… ¡Mis manos! —se le escapó un sollozo— He visto cómo se me quedaba la piel pegada… ¡Las he tenido que arrancar! ¡Ha sido horrible! ¡Jaci se movía como si estuviera envuelta en melaza! ¡Se ha disuelto en la niebla!
El silbido de un neurospray aplicado sobre la carótida terminó con la charla. Tah se ocupó de las piernas de Kelner. La piel estaba empezando a desprenderse mostrando heridas en carne viva.
La capitán recobró la conversación.
—Katrina —dijo mientras se lamía un corte en los nudillos de la mano izquierda—, hablabas de dividir en campo magnético. Quiero saber qué puede pasar.
—Si me permites —terció Kelner con gesto de dolor—, la división de una banda de Moebius no es cosa sencilla —tomó una servilleta de papel e hizo una tira que unió con un trozo de esparadrapo por el extremo tras rotar este ciento ochenta grados.
»Si lo dividimos justo por la mitad —tomó unas tijeras— obtenemos una nueva banda. La longitud es doble de la anterior, pero desparece el giro, por lo que no nos resultaría difícil salir con el impulso adecuado —miró a Katrina que asintió en silencio.
»Pero si nos equivocamos —hizo una nueva tira— y no acertamos con el centro —cortó la banda a un tercio del extremo—, el campo se dividirá en una nueva banda cruzada y otra sin giro, enlazadas como los eslabones de una cadena —mostró el resultado.
—¿Cuál es el problema? —quiso saber Sabiya.
—Que estaremos en los dos a la vez —respondió Jenn abriendo de nuevo los ojos aún bajo el efecto del analgésico—. ¿Es correcto?
—Es justo lo que le ha ocurrido a Jaci —remató Sabiya—. Por alguna razón estaba deslocalizada en el campo magnético.
—¿Dónde está ahora?
—Supongo que es correcto decir que «a nuestro alrededor» —dijo Kelner con humor macabro—. Forma parte de todo, desde el aire hasta el metal de los mamparos.
—¿Hay posibilidades de recuperarla? —La capitán Matsuoka jamás había perdido una vida en el espacio.
—Sobre el papel, sí: en la práctica es imposible… ¿Puedes tener más cuidado? ¡Esto duele muchísimo! —dijo a Tah de mal humor.
La capitán echó una mirada las piernas de su primer oficial. Tenía que estar padeciendo unos dolores horribles, pero no podían parase ahora por eso.
—Sabiya —ordenó—. Prepare la maniobra. Los ingenieros D’agostino y Bormann la asistirán. ¿Kelner?
—Estaré bien, capitán, no se preocupe.
Los siguientes minutos fueron frenéticos. La barrera temporal del giro se aproximaba de nuevo, y todas temían una nueva deslocalización. Fue necesario reconducir circuitos de energía desde el reactor hasta el deflector delantero. No había tiempo para pruebas. Kelner pedía la hora con insistencia. Jenn estaba comenzando a sospechar que sabía algo más de lo que dejaba entrever, pero no dijo nada: la dejó trabajar. En parte porque era la única que sabía qué había que hacer y en parte porque la veía muy asustada. No había pasado por alto lo rápido que había encontrado una explicación a lo que estaba pasando y cómo había sugerido una solución.
—¡Tres minutos para giro! —anunció Katrina, apartando una bandeja de almuerzo que le servía de escritorio sobre los brazos de la silla.
—Aléjense de las paredes, es de esperar que vuelvan a congelarse. Cuidado con los golpes.
Todas las tripulantes se habían pertrechado lo mejor posible, pero las manos de Bormann y las piernas de Kelner eran un problema. Tah había provisto a ambas mujeres de neurosprays suficientes como para hacer una pequeña barricada, y les había aconsejado usarlos a su discreción. No era lo habitual ni lo aconsejable, pero eran conscientes de que tal vez no iban a salir vivas de allí. Sufrir era una estupidez.
—¡Preparadas para giro! —advirtió Katrina de nuevo.
Se intentaron sujetar lo mejor posible. La fluctuación de gravedad se notó primero en el estómago. La capitán se arrepintió de las dos enormes tazas de café que había tomado, y que ahora pugnaban por escapar de su interior. La neblina comenzó a tomar de nuevo las paredes. Parte de una puerta se desmaterializó frente a sus ojos, formando una especie de glóbulos traslúcidos que se agrupaban y separaban como persiguiéndose unos a otros.
—¡Sacadme de aquí!
—¿Quien ha dicho eso? —preguntó Sabiya, aunque ya conocía la respuesta.
—¡Es la voz de Sergeyev! —Kelner dijo lo que todas pensaban, pero nadie quería escuchar.
—¡Jaci! —llamó la capitán— ¿Eres tú? ¿Dónde estás?
—¡No puedo soportarlo! —gritaba la voz— ¡Sacadme de aquí! ¡Hace mucho frío!
—¡Está fuera! —gritó Sabiya mirando un monitor que parpadeaba cada poco tiempo—. Según mis lecturas está a unos sesenta metros a babor… ¡Fuera de la Raifuku Maru !
—¡Es imposible! —Katrina intentaba superar con su voz el ruido de todas las alarmas.
—¡Quitádmelos de encima!
Todos los ojos se volvieron hacia Tahnee Falckenau. Aquellas masas evanescentes se habían pegado a ella y no podía más que dar torpes manotazos al aire intentando apartarlas.
—¡Me quemo! —gritó entre las nubes de vapor que se desprendían de su cuerpo—. ¡Estas cosas arden!
Cada vez que alcanzaba una de aquellas bolsas de niebla verde, una parte de su piel se quedaba pegada unos instantes en la superficie para desaparecer un segundo después con un bufido y una voluta de humo.
El puente era una locura. La gravedad venía y desparecía sin ningún orden, y los elementos metálicos se magnetizaban con la misma anarquía. Un pendiente fue arrancado de la oreja izquierda de la capitán desgarrando el lóbulo. La bandeja del almuerzo, olvidada por Katrina, voló como una cuchilla y se estampó contra un panel de control, originando un pequeño fuego. El sistema anti incendios se puso en marcha y los hidrantes añadieron una lluvia química a la escena antes de ser arrancados en una nueva subida del campo magnético. En el suelo, los lamentos de Tah se confundían con los gritos del resto de la tripulación intentando poner orden o pedir socorro.
De pronto, de igual manera que la vez anterior, todo volvió a la calma.
—¿Estáis todas bien? —la capitán se arrepintió al momento de la pregunta.
—¡Mirad a Tah! —había pánico en la voz de Bormann.
La jefa de mantenimiento parecía un montón de ropa humeante tirada en el piso. Todo su lado izquierdo se había fundido con el suelo del puesto de mando. Era parte del metal de la nave. Su cuerpo era una quimera de la propia Tahnee Falckenau y de la desaparecida Jaci Sergeyev. Tenía un ojo azul y otro marrón.
—Ahora estoy bien, capitán —era la voz de Jaci lo que se escuchaba, aunque no movía los labios—. Tenía que venir… ¡Ahí fuera hace mucho frío!… Ahora estoy bien…
Poco a poco se fue apagando la luz en sus ojos. Casi no se la escuchaba. Un instante después murió.
Sabiya detuvo el sistema anti incendios y pasó de forma instintiva de la luz de emergencia a iluminación de combate. No supo por qué lo hizo. Nunca en su vida había tenido que configurar una nave para pelear.
—No perdamos tiempo —dijo la capitán Matsuoka—. Vamos a dividir ese campo ahora. ¿Tiempo al próximo giro?
—Veintiún minutos —cronometró Katrina.
—¿Alguna precaución especial?
—Ninguna, capitán… ¿Para qué? —pensó.
—Bien. Si alguna de ustedes profesa alguna fe, es el momento de rezar. En caso contrario, nos vamos de aquí ahora mismo —dijo sentándose en el sillón del comandante—. ¡Agárrense!
—Reactor preparado para ciento siete por ciento, capitán —la ingeniero jefe tenía la mano sobre el panel de control a la espera de la orden.
—Timón, ¿estamos listos?
—Estamos listos, aunque desconozco nuestra posición y ángulo —respondió Sabiya Cheong—. Intentaré mantener una trayectoria tan recta como sea posible, pero carezco de referencias.
—¡Máximo impulso! —la capitán Matsuoka ignoró las excusas de la navegante.
No sintieron nada, al menos al principio. La Raifuku Maru estaba casi operativa al cien por cien, y los amortiguadores de inercia mantuvieron cada cosa en su lugar.
—¡Reactor el noventa y ocho por ciento!
—¡Está pasando de nuevo! —Gritó Bormann al ver la niebla comenzando a cubrir su estación de trabajo.
—¡No es posible! ¡Faltan aún dieciocho minutos! —Katrina puso cara de no comprender nada.
—¡Mierda! ¡Es correcto! —era Kelner la que hablaba—. Hemos cometido un error infantil… ¡Al acelerar hemos llegado antes a la zona de giro!
—¡Tenemos que lanzar el haz de plasma ya! —la voz de Katrina era casi un ruego—. No habrá una segunda oportunidad… ¡El reactor no lo soportaría!
—¡Preparado el deflector de proa, capitán! —Kelner estaba en los controles— ¡Espero órdenes!
La niebla comenzaba a extenderse y partes de los mamparos se estaban convirtiendo en aquellas masas verdes que desmaterializaban todo lo que tocaban. La nave comenzó a vibrar amenazando con desarmarse.
—¡Reactor al ciento siete por ciento! ¡Hay que hacerlo ahora o abortar la operación!
—¡Dispare el haz de plasma!
El interior del puente se iluminó como si mil fotógrafos estuvieran disparando sus flashes a la vez. Se tuvieron que cubrir los ojos. Toda la nave comenzó a trepidar con tanta violencia que algunos paneles del techo se desprendieron. Después, todo el aire pareció contaminarse de aquel color verdoso. Por un momento, en la pantalla de proa se iluminó el exterior. Frente a la Raifuku Maru se extendía hasta el infinito una línea de un intenso color púrpura. En su interior se apreciaban unos filamentos que se movían como zarcillos vivos entre destellos eléctricos.
—¿Podemos saber si se está dividiendo el campo? —La voz de la capitán se perdía entre el mar de ruidos del puente de mando.
—¡Necesitamos algo más! —gritó Kelner—. ¡Katrina, llévanos hasta el ciento siete punto veinte!
—¡Ese es el límite teórico del reactor!
—¿Y para qué lo queremos si morimos? —razonó—. ¡Dame el punto veinte que falta!
—¡Hágalo, Katrina! ¡Kelner tiene razón! —ordenó la capitana.
—¡Cuidado, Sabiya! ¡Van a por ti!
El aviso no llegó a tiempo. Una de las masas ya había alcanzado el hombro derecho de la navegante. Su grito de dolor se añadió a la ordalía de lamentos y crujidos de la nave. Jenn vio cómo el brazo de su compañera desparecía de forma limpia, podía ver a la perfección el corte como si se tratara de un escáner médico, con los vasos coagulados por el intenso frío de aquella niebla y los huesos cortados con precisión milimétrica. Como si atendieran una llamada, el resto de aquellas cosas se abalanzaron sobre Sabiya. Sus dedos se estiraron como si fueran las ramas de una vid y se fusionaron con el panel de control en una mezcla aberrante de plástico, acero y carne humana. Su cabeza cayó con un ruido hueco sobre el panel y también se unió a él. Al intentar levantarse su pómulo se estiró como si fuera masa de pan. En el lugar de la boca, estaba uno de los controles de aceleración de la nave. En sus ojos se veía una espantosa expresión de terror.
—¡Ciento siete punto veinte! ¡No sé cuánto aguantará!
En ese momento la nave comenzó a expandirse. Sus paredes se separaron a lo ancho al tiempo que la línea púrpura se dividía en dos bandas de color rojizo.
—¡No es simétrico! ¡Hemos perdido la posición y la consola de Sabiya es inalcanzable! —gritó Katrina—. ¡Nos estamos desplazando a babor!
Como dando fe de sus palabras, las dos bandas cambiaron de tamaño. La que se perdía por babor era casi el doble de la otra. La Raifuku Maru se expandía de ese lado, mientras se constreñía por el otro a la mitad de su tamaño. Katrina y la capitán había caído de ese lado, y sus cuerpos estaban menguando con un sonido macabro de huesos rotos.
—¡Las está aplastando!
—¡No podemos hacer nada por ellas! —respondió Kelner—. ¡Estamos solas, Jenn! ¡Intenta hacerte con alguna consola antes de que…
No pudo acabar la frase.
Toda la mitad de estribor de la nave despareció como si la hubieran cortado con una navaja. La vieron alejarse llevándose la niebla con ella, e iniciar una nueva trayectoria como había predicho Kelner en la multisala.
—Estamos en el lado corto de la banda… Tendremos un nuevo giro en menos de catorce minutos.
—¿Por qué no se escapa el aire? —quiso saber Bormann.
—Ni lo sé ni me importa —respondió Kelner de mal humor—. Estamos muertas, novata. ¿No te habías dado cuenta?—sacó varios neurosprays y se los inyectó uno tras otro—. ¿Sabes qué echo de menos? —no esperó la respuesta—. Un cigarrillo.
Se acomodó en la silla. El dolor de las piernas era apenas un ruido de fondo con la sobredosis de analgésico que llevaba en las venas. Continuó hablando, aunque su voz se fue apagando poco a poco. Su respiración se deprimió. Durante unos segundos roncó de forma sonora. Por fin se calló. Había muerto.
Jenni Bormann miró el cronómetro en su pantalla. En unos segundos pasaría al otro lado. Sus moléculas se fundirían de forma aberrante con lo que quedaba de la nave. Harían un todo, se compactarían como la chatarra en una prensa hidráulica. En el fondo eso era la banda. Una especie de desguace natural que iba atrapando desperdicios por el universo. Jugaba con ellos. Los amasaba, los rompía… redistribuía su materia en experimentos y combinaciones dignas de la mente más enferma imaginable. A veces acertaba y creaba cosas maravillosas. En otras ocasiones, se limitaba a tomar las partes y almacenarlas, reservarlas a la espera de encontrar algo con lo que combinar aquellos restos.
Apartó la vista de la pantalla y miró hacia afuera, a través de la colosal herida abierta a todo lo largo de la nave. Se imaginó que a la Raifuku Maru le estaba ocurriendo lo que a los seres humanos cuando sufren la amputación de algún miembro. Seguía sintiendo su presencia, ignorante de que la mitad de su estructura vagaba ahora en un bucle continuo perpendicular a su trayectoria. Alguna vez se encontrarían de nuevo. Lo que pudiera pasar entonces era imprevisible.
Frente a los ojos de Bormann, a unos cincuenta metros en el exterior, se comenzó a formar la niebla. Había pensado que tendría vértigo al enfrentarse a aquella inmensidad sin el abrazo de un traje espacial. No fue así. Dejó que el frío la atravesara asumiendo su destino. Mientras se disolvía pensó que era posible que estuviera naciendo una leyenda, y que la desaparición de la Raifuku Maru pasaría a ser una de esas historias que cuentan los adolescentes alrededor de una hoguera. Con esa idea en la cabeza se dejó llevar.
Su sonrisa fue lo último en desvanecerse.
© Copyright de Juan Manuel Sánchez-Villoldo para NGC 3660, Noviembre 2016