Mitos del celuloide

 

Por Roberto J. Rodríguez

No llores más viejo. Ten, suénate. Sé que ha sido un largo viaje. Pero no tienes nada que temer. Si ocurre, será una bendición. Un instante, y el mundo dejará de importarte. Podrás reunirte para siempre con Vanesa. Seguro que ella te está esperando, ahí arriba. No te preocupes. Y si no sucede nada, tampoco tienes porqué albergar miedo alguno. Borrarás este encuentro de tu memoria. Ocurrirá de manera natural. No te será difícil. Lo recordarás como un mal sueño. Yo solo tendré que darte un empujoncito, para que así sea. Para, por favor. Basta. Todo irá bien. Tienes mi palabra. Eso está mucho mejor. Será tu elección. Yo no quiero coaccionarte. Aún nos queda tiempo para echarnos atrás. No será ningún acto de cobardía, si al final decides cambiar de opinión. No es una decisión que pueda tomarse a la ligera. Prefiero que lo pienses bien. Te va la vida en ello. No nos conviene precipitarnos a ninguno de los dos. Tenemos toda la noche por delante para reflexionar.

Quizá hablar nos ayude a ambos. Sí, es una buena idea. Charlaremos, y así, tal vez, consigamos someter la tensión insana que flota en el ambiente. ¿Puedo subir la persiana? El aire está algo enrarecido. ¿Sí? Gracias. Sírvete una copa y siéntate. No, espera. No lo hagas. Mejor, ponte cómodo. Al fin y al cabo, tú eres el anfitrión. Yo te serviré esa copa. No, no es ninguna molestia. Si no me hubieras invitado, jamás hubiese podido entrar. ¿Qué te pasa? Ya sé que te has dado cuenta. Tranquilo, no pasa nada. Olvida ese espejo. Céntrate en lo verdaderamente importante. Espera, déjame cubrirlo. Ya está, ¿ves? Te entiendo, sé que al principio cuesta mucho asimilarlo. No eres el primero que descubre mi naturaleza y se asusta un poco. Pero ya está. Fácil, ¿no? Ahora mírame directamente a los ojos e ignora lo demás. Eso está mucho mejor. ¿Cómodo? ¿Quieres cambiarte de asiento? ¿No? Bien, como quieras. Sigamos. Si te he de ser sincero, necesito hablar tanto como tú. Me gustaría tratar de entenderte. Hay demasiadas cosas de tu vida que no me cuadran. Sobre todo, los últimos años. Están plagados de contradicciones. ¿Puedo hacerte una pregunta, sin que te la tomes a mal? Gracias, compañero. Bueno, allá va. ¿Por qué has pasado los últimos treinta años arrastrándote en producciones de una calidad ínfima? Tú, que fuiste una gran estrella del Hollywood más clásico, que compartiste pantalla con los mejores actores del mundo. Dime, ¿por qué? No apartes la mirada. Te dije que no mirases más que a mis ojos, así que deja de mirar hacia otro lado. Necesito que tú también colabores. ¡Deja en paz eso! Mírame a mí. ¿Por qué pones esa cara? No sabes la respuesta, o no me la quieres decir. Bien como quieras, no hables. Seré yo quien lleve el peso de la conversación.

Como te estaba diciendo, por más que me esfuerzo en comprenderlo, no logro discernir qué es lo que te impulsa a seguir adelante en semejantes circunstancias. Todo tiene un límite en este cochino mundo. Nada merece el precio que estás pagando por seguir interpretando el papel del monstruo. Si al menos fuera una cuestión monetaria, podría entenderlo. Pero no es así, ¿verdad? Gracias a un conocido, he indagado en tus cuentas bancarias. Sí, lo siento. Sé que no es muy lícito; pero tampoco lo es, lo que me estás pidiendo que haga. No soy un vulgar asesino. Si estoy aquí, es porque siempre te admiré. Así que no te equivoques conmigo. Las cosas terribles que me veo obligado a hacer, no las hago por placer. A pesar de que es verdad que mientras éstas suceden, y mi mente está nublada por la insaciable sed, disfruto de forma casi orgásmica. Pero no te haces una idea de lo cruento que resulta, el resto del tiempo, y de lo duro que es vivir, siendo plenamente consciente de lo que uno es capaz de llegar a hacer. Tampoco es agradable verlo, si te pica la curiosidad. Dudo que quisieras ser testigo de semejante atrocidad. Si quedara algo en mí de humanidad, no podría sobrellevar la culpa que me corroe.

Pero nos estamos desviando demasiado del curso principal de la conversación. A ver, ¿por dónde íbamos? Ah, ya recuerdo. Te decía que había hecho mis propias averiguaciones y que no entendía por qué seguías actuando, como si hubieras olvidado lo que significa la dignidad. No necesitas el poco dinero que te pagan para subsistir; aunque finjas lo contrario. Vanesa y su abogado se encargaron de dejarlo todo atado y los de la compañía de seguros tuvieron que ingresarte una buena suma de dinero cuando ella falleció en aquel terrible accidente de avión. Además, están tus hijos. Ellos, a pesar de que no fuiste un padre modélico que se diga, sienten pasión por su viejo. Anhelan tu presencia. ¿No me preguntas por qué? Llevan esperando años a que su padre abandone, definitivamente, su nefasta carrera en la televisión y comience a comportarse como un abuelo en condiciones, para los nietos que todavía no conoce; ya que nunca tuvo a bien ejercer de padre.

Mira donde vives. Echa un vistazo a tú alrededor. Pareces uno de esos viejos que salen en la televisión, en los programas de sucesos, rodeados de mierdas que no valen para nada. Este apartamento es un antro. Tus hijos han prosperado, a pesar de su padre, y tienen una buena posición. Viven sin ahogos, maldita sea. Y como ya te he dicho, te quieren. Déjales cuidarte. Hazles felices, por una vez en tu vida. Olvida el orgullo, como parece que has olvidado la dignidad. Te queda poco tiempo, y si no haces algo por evitarlo, morirás solo, completamente solo.

Duele tanto ver cómo se desmorona un mito. Tú eras el referente para todos los que empezábamos. Si no te hubieras empeñado en seguir dando vida al monstruo, tu carrera hubiera sido imparable. Estabas a la altura de Marlon Brando. Tenías ese don natural para la interpretación, que hacía que todos los papeles que interpretabas pareciesen sencillos de hacer. Pero eso fue hace muchísimo tiempo. El mundo ha cambiado; y todos hemos cambiado con él. El paso de los años no sabe nada de talentos en alza, ni de viejas glorias en decadencia. La vida está condenada a extinguirse, da igual quién sea uno u otro. El azar maneja los designios de lo que la vida nos tiene preparado a continuación. Salvo, claro, contadas excepciones, la muerte es el único final posible.

Ya no hay magia en lo que haces. Disfrutaste del esplendor. Déjalo ya. ¡Abandona! No seas terco. A todos nos llega el momento de decir adiós. Casi nada es eterno. Mírame. Sé de lo que hablo. Otros vendrán. No eres imprescindible. Ya ni si quiera recuerdas los textos. Aunque con cada nuevo episodio, tus líneas de diálogo merman. Nadie se atreve a decírtelo, claro, pero los guionistas y directores intentan ayudarte, reduciendo tus intervenciones a la mínima expresión. Pronto, el monstruo será mudo, otra vez, como antaño. Todos los miembros del equipo temen ser francos contigo, porque creen que te destrozaría escuchar de su boca que estás acabado, que deberías haberte retirado mucho tiempo atrás. Pero no te preocupes, he tenido la oportunidad de entablar amistad con alguno de ellos y me han contado que van a aguantarte en  la serie todo el tiempo que puedan. Muchos crecieron viendo tus viejas películas, y te idolatran. Pero la adoración no paga las deudas, y los altares se vienen abajo con la convivencia. El director y los guionistas acabarán por ceder ante las presiones de la cadena. Cuando sea, o ellos o tú, no lo dudaran. Así que por qué no adelantarte a los acontecimientos. Recupera la poca dignidad que te queda y márchate con algo de estilo. Ya demostraste todo lo que tenías que demostrar. Tu interpretación del monstruo pasará a la historia del cine como una de las mejores, sino la mejor. Eres un icono del género de terror. Tienes miles de seguidores en el mundo, tan obsesionados contigo que se dedican, incluso, a remontar aquellas películas que no lograron ni aparecer editadas en vídeo; y ya no digamos en DVD.

Mira tus manos enfermas. Apenas puedes quitarte el maquillaje y las prótesis de tu cara. No paran de temblar. Sé que finges que no te das cuenta, pero todos te observan mientras te desmaquillas. Y lo peor es que no lo hacen para mofarse del viejo, sino porque sienten lástima. Todo el mundo está preocupado por lo que pueda pasarte. No te cuidas, y sigues trabajando a un ritmo insoportable. Ellos se apiadan del pobre viejo, que ya no puede valerse por sí mismo, y sigue insistiendo en que todavía tiene fuerzas para seguir interpretando al monstruo, día tras día, mientras su desgajado cuerpo se va deteriorando. Deja de mancillar tu legado. ¡Detente! Para de arrastrarte por los platós de televisión. No es más que una estúpida serie de monstruos que se emite de madrugada y que nadie ve. Si el programa sigue en antena es porque cubre una franja horaria y no supone apenas costes. No permitas que tus compañeros de profesión se apiaden de ti. No es justo para quienes te admiramos. Eres una leyenda, maldita sea. No necesitas despertar pena, sino admiración. Tú, mejor que nadie, deberías entenderlo. ¿Te acuerdas de cuánto tuviste que refunfuñar para que los del departamento de peluquería, maquillaje y efectos dejaran de incordiar y te permitieran quitarte el maquillaje por ti mismo?

Sí, no solo me enteré; sino que lo vi. Te vengo observando desde hace semanas; antes de que tú te percataras de mi presencia. En mi actual estado es fácil pasar inadvertido. He estado noches enteras velando por ti, entre las sombras. Tratando de comprender por qué te niegas a retirarte del calor de los focos. Gracias a que rodáis de noche, para reducir costes de producción y reutilizar los decorados de otros programas de la cadena, he podido seguir cada agónica jornada de trabajo. Horas enteras, contemplándote. Algunas veces, incluso llegué a creer que te ibas a desvanecer y morir en medio de un plano. Temí por ti numerosas veces; y me odié por sentir pena de quien daba lecciones magistrales de interpretación cada vez que se ponía delante de la cámara. Estás demasiado viejo y enfermo. El dolor debe de ser insoportable. Pase lo que pase esta noche, no vuelvas a ponerte delante de una cámara, te lo ruego.

Los críticos decían que no se podía dar vida a aquel monstruo bajo tantas capas de maquillaje. Les callaste la boca a todos. ¿Aún recuerdas cuando tu representante te decía que debías dejar de interpretarlo?, que podías estar ganando mucho dinero, pero que a la larga te pasaría factura. Tú le decías que entendías que se preocupara por el futuro, pero que debía tener fe en ti y pensar menos en el dinero y un poquito más en el arte. Él te dijo que el arte no pagaría sus honorarios. Tú sonreíste, convencido de que se equivocaba. «El arte lo vale todo», o algo así, me contaste que pensaste, la única vez que intercambiamos más de dos palabras seguidas. Lástima que estuvieras tan equivocado. Tú obsesión por el personaje te hizo rechazar grandes películas y compartir pantalla con estrellas de relumbrón. Y si hay una máxima incuestionable en Hollywood es que si tu nombre no figura en grandes letras de neón, en lo alto de una marquesina, estás condenado al fracaso; o lo que es peor, al olvido.

Los productores de serie B y Z se frotaron las manos cuando caíste en desgracia. Una vez Hollywood se olvidó de ti, ellos te dijeron que les encantaría contar contigo, pero que no te podrían pagar lo que te correspondía. Tú les dijiste que te importaban una mierda el dinero, que lo único que querías era hacer buenas películas de terror. Les faltó poco para abrazarse entre sí y brindar con champaña; pero disimularon su alegría, porque no querían que se supiera lo importante que era para una película modesta contar con tu nombre en el plantel de actores. A partir de ese momento, firmaste un montón de contratos a cambio de un sueldo irrisorio, mientras sonreías afablemente y les decías a todos que podías vivir varias vidas solo con lo que habías ganado con tus cinco primeras películas. Era mentira, claro, las deudas empezaron a aflorar en poco más de año y pico, y tú seguías negándote a tocar el dinero del seguro de vida de Vanesa; como si recurrir a él, significase que realmente habías fracasado. ¿Uno de los mejores actores del mundo, no pudiendo vivir con lo que gana haciendo películas? Teniendo que sobrevivir gracias al dinero que le dejó su previsora mujer, quien jamás le confesó que se había hecho un seguro de vida; probablemente, porque temía que la carrera de su esposo iba a caer en picado y él iba a necesitarlo. Nunca lo aceptarías. Los productores con los que trabajabas también lo sabían, pero fingían no saber nada de tu situación; así les era más fácil embaucarte y tenerte contento. ¡Si hasta colaboraste en la coproducción de varias películas, cuando estabas en la ruina! ¿Cuántas cintas llegaste a rodar en esos años? Cien, doscientas… Y ninguna de ellas se salva de la quema. Todas eran horribles. Lo único que sobresalía de aquellos productos, hechos directamente para el mercado del vídeo, con unos medios paupérrimos y a toda prisa, eran tus magistrales interpretaciones. Al menos, claro, las primeras; luego, ya ni eso. Cuando te diagnosticaron la artrosis, tu talento natural se vio mermado drásticamente. Intentaste ocultar la enfermedad durante el mayor tiempo que pudiste, pero a los pocos meses, tuviste que confesar lo que te estaba pasando. Por aquel entonces, ya habías tenido que mudarte de la mansión de Mulholland a un pequeño apartamento de South Bay. En su momento no te importó demasiado. La mansión era demasiado grande, sin Vanesa a tú lado y los niños correteando por los pasillos. Pero, ahora que la enfermedad te estaba doblegando, no te hubiera venido mal la ayuda de alguien del servicio. Seguro que te hubiera gustado poder contratar a una persona para que te ayudara a hacer las tareas cotidianas; y así, no sentirte tan frustrado, viejo e incapaz, como te sientes cada vez que tratas de freír un mísero huevo.

Me sorprendió que finalmente me recordaras, créeme, cuando me paraste entre la multitud. A pesar de que compartimos decenas de planos y una semana de rodaje, siempre creí que me habías olvidado. Y lo hubiera entendido. Nunca fuiste grosero conmigo, pero tampoco es que habláramos mucho. La verdad es que tú siempre fuiste un actor de método, sumido en tu soledad, apartado de todos mientras rodábamos, sentado en tu silla, con la mente muy alejada del ajetreo que te rodeaba, permanentemente con el maquillaje y el vestuario puesto, repasando tu texto o la escena que íbamos a rodar, una y otra vez. Le dabas una solemnidad a todo lo que hacías que daba la impresión de que tú estabas rodando una película distinta a la que hacíamos los demás. Yo era otro de aquellos actores fracasados, que malvivía gracias a  producciones para televisión y películas de bajo presupuesto. Tardé mucho tiempo en dejar de culpar al mundo de que mi carrera no despegase y reconocer que quizá no daba la talla. Nunca supe lo que era el talento, hasta que te vi actuar en directo. Hubo momentos en los que olvidaba que había un hombre bajo la máscara del monstruo. Todavía no me creo que me dieran el papel de Drácula en aquella modesta producción, compartiendo plantel contigo. Para ti era otro peldaño más hacia abajo, para mí era como ascender al cielo. Todavía tengo varias copias de aquella película, que compré cuando salió a la venta en vídeo. Recuerdo la cara que se te quedó cuando le preguntaste al director cuándo iba a ser el pre-estreno, y este te dijo que si se estrenaba en vídeo se pondría a dar saltos de alegría. El papel de «Drácula» fue el cenit de mi carrera como intérprete. Lástima que mis dotes como actor, como ya te he dicho, fueran bastante limitados. Siempre me robaste todos los planos que compartíamos, a pesar de que mi personaje aparecía en la casi totalidad del metraje y el tuyo no más de veinte o treinta minutos, en el tramo final de la película. Como supuse el filme fue un fracaso; no en lo económico, ya que con los derechos de la venta de las copias de vídeo a países extranjeros y otra serie de chanchullos, que ni si quiera logro entender, la película no sólo cubrió lo invertido, sino que el productor obtuvo beneficios. La cinta mal vive, incluso a día de hoy, en los estantes de los videoclubes de todo el mundo. ¿Te puedes creer que yo he encontrado una copia en España y otra en China? Ah, casi lo paso por alto. El otro día pude leer un artículo que hablaba de ti, en la hemeroteca. Estaba impreso en una de aquellas viejas publicaciones dedicadas al género fantástico que tanto proliferaron durante los años cincuenta. Y descubrí una entusiasta entrevista que te hacía uno de los redactores, tras el éxito de tu primera película como actor, antes que de empezaras a interpretar, exclusivamente, al monstruo. En la entrevista decías que la televisión había sido el peor invento de la humanidad, que las películas había que verlas en una sala de cine y no en casa, donde se perdía por completo la magia. Y mírate ahora, trabajando únicamente para la caja tonta, porque los ejecutivos de cine hace tiempo que dejaron de llamarte.

Sigues sin desvelarme por qué no pudiste parar de interpretar al monstruo… Bueno, como quieras. No tengo derecho a forzarte a decir algo que ambos sabemos, pero que al parecer tú te niegas a aceptar. No queda mucho tiempo para que amanezca. Ni siquiera se te ocurra mencionarlo. No es una opción. Lo que me pasó a mí fue un accidente. No pienso crear otra aberración. Sólo tienes dos opciones: o termino mi copa y me marcho… o te mato. No somos personajes de celuloide, te conviene recordarlo. Mi vida no tiene nada que ver con la de mis encarnaciones en la pantalla. Siento pedirte premura, pero quedan pocos minutos para que salir a la calle se convierta en un peligro. No podemos arriesgar a que suceda algo que desencadene un infierno en nuestras vidas. Necesito tiempo para asegurarme de que nada sale mal, si aún deseas poner fin a tu vida, claro. ¿Has tomado una decisión? Por supuesto que puedo abrazarte. Quiero que me escuches con atención. Serás inmortal. Vivirás en el celuloide para siempre. Todos te recordarán. El tiempo es el mejor aliado de los grandes mitos. Con los años, ten por seguro, que serás recordado como uno de los mejores actores, no sólo del terror, sino del cine clásico. Aparta un poco la cara. Muy bien. Cierra los ojos y respira hondo. Me gusta que hayas decidido morir con el aspecto del monstruo. Qué me dices, viejo amigo, le ofrecemos al mundo una última escena digna de la época dorada de la Universal.

© Copyright de Roberto J. Rodríguez para NGC 3660, Noviembre 2016