Por Juan Antonio Fernández Madrigal
Te empujan dentro de la celda. La puerta golpea a tu espalda. Echan el cerrojo; se escucha el giro de la llave y el golpe del candado al caer. Es de hierro. Está oxidada por chorreones de humedad que se estiran entre los barrotes y los remaches. De rasparte te podría causar tétanos. Das un paso hacia adentro rápidamente.
Te detiene el suelo pegajoso. No hay mucha luz, pero puedes ver que lo recubre algo viscoso. Y maloliente. Tus zapatos son viejos; quién sabe la de pequeñísimas grietas por las que podría penetrar esa sustancia para empapar los calcetines, que también traspasará, y llegar hasta tu piel, donde comenzará a fermentar y formar colonias de moho, hongos y quién sabe si líquenes que se extenderán por los pliegues más recónditos de tu cuerpo, de donde ya nunca podrás sacarlos salvo extirpando tiras enteras de carne.
Agitas la cabeza para ahuyentar la imagen, pero es un acto reflejo del que no esperas conseguir nada, como ya sabes. Usas tu siguiente recurso inútil: te repites que deberías estar tranquilo, que te han dicho que estás aquí para curarte. Por supuesto, que te lo repitas no puede ayudar, porque la última persona en la que estás dispuesto a confiar eres tú.
Mientras, los ojos se te han acostumbrado. La sustancia del suelo tiene un aspecto mórbido, como de excrementos macerados, y lo cubre todo. Es marrón y verde y oscura.
En un rincón hay un catre. Te diriges inmediatamente hacia allí, dando los menos pasos posibles y muy ligeros, para no presionar sobre la papilla pestilente, que parece cambiar de profundidad hacia el centro de la celda. Cuando subes (¡ay!, has ensuciado las ropas con tus zapatos) te das cuenta de que por lo oxidado de sus patas el catre posiblemente termine rompiéndose bajo tu peso si lo fuerzas más. Como ya has estropeado parte de la ropa que lo cubre, no te atreves a sentarte. Permaneces muy estirado, casi tocando el techo, inmóvil, pensando tu próximo movimiento. Un rato.
Miras hacia arriba. Está húmedo, como casi todo allí, posiblemente a causa de destilados de las sustancias que cubren la celda que hay sobre la tuya. Ves por el rabillo del ojo que hay algo verdoso que parece haber crecido en esa superficie, con algunos toques blanquecinos y forma vagamente fúngica. La humedad que se desliza por la pared continúa hacia abajo y termina por alimentar la porquería del suelo, que parece del mismo tipo aunque acumulada durante más tiempo, y que seguirá filtrándose hacia abajo, quizá por una infinita cascada de celdas.
Intentas pensar en algo más realista. Tus neuronas, desequilibradas y juguetonas, se enfocan en qué sucederá con la suciedad que has traído en las suelas de tus zapatos. ¿Continuará su transmisión por las fibras hasta que eventualmente todo el catre esté contaminado? Puede que, si sólo es materia orgánica en descomposición, la capilaridad no dé mucho de sí, pero, ¿qué sucedería si hubiera organismos vivos, microscópicos, dispuestos a colonizar el nuevo medio? No sería conveniente que durmieras tumbado: despertarías con el cuerpo cubierto de una cálida manta viva deseosa de proceder a la lenta y dolorosa descomposición de tu cuerpo. Si te encogieras un poco, en cuclillas y no demasiado bruscamente…
No. Descalzarte parece lo mejor para deshacerte de los restos de cieno. Con cuidado, separando bien los dedos, tomas entre el pulgar y el índice de la mano derecha tu zapato izquierdo, a media altura por el talón, y lo empujas hacia abajo con cuidado de no situar la mano debajo de la suela, para que no caiga sobre tu piel ninguna partícula extraña. Es difícil, porque al mismo tiempo tienes que guardar el equilibrio. Notas cómo poco a poco el zapato se desliza fuera de tu pie. Con un suave soplido se libera. En un rápido movimiento (sólo de tu mano, el resto del cuerpo es una estatua) lo lanzas al extremo contrario de la habitación. ¡Maldita sea! Demasiado fuerte y ha salpicado. Te examinas todo el costado. Crees que no te ha alcanzado nada, pero no puedes estar seguro. Dicen que el olfato es más sensible que la vista en algunas situaciones, pero sería una locura acercar una parte tan sensible de tu cuerpo como la nariz a una zona ensuciada. Entonces sí que te contagiarías, seguro.
Procedes, resignado, a efectuar la misma operación con el otro zapato, pero antes tienes cuidado de posar tu pie descalzo en un lugar limpio del catre. Esta vez usas la mano izquierda, que es menos hábil. Se desliza igual de suavemente que el otro, pero al salir se te escurre y cae a la cama, con la mala suerte de que te golpea la muñeca por el camino dejándote una mancha gris verdosa. Rápidamente, antes de que ningún microbio pueda reproducirse, la restriegas con fuerza contra las mantas. Sólo te detienes cuando te das cuenta de que producirte una llaga tendría el efecto contrario al que persigues. La piel ha quedado muy enrojecida (¿habrás provocado pequeñas heridas, invisibles a simple vista, por las que la infección podría tener paso franco?). Lanzas el zapato caído junto a su compañero.
Ahora te agachas y pliegas las esquinas próximas a los lugares infectados para mantenerlas fácilmente localizables en todo momento. Te acuclillas en la esquina opuesta. Finalmente, intentas tomar aire y relajarte después de tanta excitación. Te sientes ligeramente más limpio. Muy poco.
La puerta se abre con un fuerte ruido. Un hombre esbelto entra, vestido con un traje hermético y blanco, que deduces fácil de esterilizar. No le ves el rostro porque sólo tiene un visor plateado a la altura de los ojos. Eso debe formar parte del método revolucionario para tu cura. Tampoco le oyes respirar; posiblemente se nutra del oxígeno acumulado en el interior de la holgada vestimenta. ¿Quizá porque en el aire flotan esporas producidas por las excrecencias de las paredes?
El hombre se acerca y, sin miramientos, te tira de la camiseta. Aterrado ante lo expuesto que quedarás sin esa barrera mínima, no puedes sin embargo ejercer mucha resistencia, porque sabes que el catre podría venirse abajo en cualquier momento. Además, el extraño tiene mucha más fuerza que tú y podría lanzarte al suelo. Asistes pues, desesperado, al acto de quedarte desnudo de cintura para arriba, temblando, aterido, (más) asustado. El hombre termina pronto y se va, deja de nuevo la puerta cerrada. Ni se ha molestado en no darte la espalda para impedirte escapar: parece saber que no pisarás el lago de cieno directamente con los calcetines.
Te abrazas a ti mismo para entrar un poco en calor, tratando de no tocarte con la mano que te ensució el zapato, pero la celda está demasiado fría para que ese gesto te abrigue. Si te arroparas en las mantas… Teniendo cuidado (y yendo despacio) no tienes por qué tocar las partes contaminadas.
Estornudas. ¿Te habrás enfriado?
Sacas un extremo de la ropa de debajo del colchón y luego la estiras para cubrirte. Mucho mejor.
Acabas de darte cuenta de que el rincón que cuidadosamente dejaste plegado, que ocultaba la suciedad que trajiste en los zapatos, ha quedado completamente deshecho. Ahora no puedes ver las manchas, que podrían estar del otro lado, o tocando partes que antes estaban limpias.
Será mejor que no te muevas de esa posición en un buen rato, por si acaso. Te entretienes enumerando las posibles fuentes de toxicidad que te rodean, con la natural intención de memorizarlas y planificar futuros movimientos.
Está la humedad que se filtra desde el techo. No es problema si no te acercas a las paredes. Las formas vagamente vegetales que crecen en ellas te dan tanto asco que ni siquiera te vuelves para mirarlas y constatar que siguen allí (podrían haberse desprendido y caer, quién sabe, sobre tu cabeza, manchando tu pelo, que no podrías limpiar de ninguna forma; podrían incluso ser diminutas babosas o algo por el estilo). Luego está la porquería que has traído al catre. Más adelante tendrás que volver a buscarla (con extremo cuidado de no tocarla). Y el suelo cubierto de cieno, por supuesto. Y las esporas del aire que seguramente has estado respirando desde que entraste. Y las diminutas gotitas que te salpicaron al tirar el zapato y que no viste. Quizás estén ya creciendo sobre su nuevo y cálido sustrato y adentrándose en tu epidermis.
¿Se estará evaporando el líquido que cubre el suelo de manera natural, de forma que lo estés aspirando sin darte cuenta?
Moqueas. Repites de nuevo el inventario, para que no se te olvide. Te resulta fácil y rutinario: es lo que haces en casa todos los días. No. En cualquier lugar.
Repites otra vez. Añades algún detalle, como los probables ácaros que anidan en la ropa que te cubre, que aunque poco húmedos no te afectarán menos que las demás cosas.
Y otra vez.
Pronto te quedas dormido.
¡Despierta! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿No deberías haber revisado una vez más la situación, por si se has pasado algo por alto o ha cambiado el número de agentes de la podredumbre que habitan a tu alrededor? No (te quejas ante ti mismo): déjame dormir, apenas me ha dado tiempo a cerrar los ojos…
Te duermes.
¡Qué haces! De nuevo has abandonado el mundo, como si te lo pudieras permitir.
¡Déjame te digo! ¡Déjame en paz! No hay nadie aquí que pueda cambiar nada.
¡Sí! ¡Los microbios pueden! ¡La inmundicia puede! ¡El cieno! ¡Los hongos! ¡Las esporas tóxicas echando raíces dentro de ti y formando bosques que tapizarán los alvéolos de tus pulmones con una manta gris y aterciopelada, agarrándose a las entrañas de tus células y nutriéndose del contenido caliente de tus venas y arterias!
Abres los ojos del todo. No estás seguro de haber podido descansar durante más de unos minutos, pero sí de que no podrás volver a intentarlo hasta dentro de un buen rato. El corazón te palpita en un baile caótico.
Es extraño que la celda no esté completamente a oscuras. Te preguntas de dónde saldrá esa luminosidad verdosa que lo cubre todo, porque no hay bombillas. Quizá alguna emanación de la misma porquería que te rodea. Has leído en algún sitio que hay hongos que despiden luz.
Bueno, esa luz será lo único que no te podrá ensuciar, eso seguro.
La puerta se abre de nuevo. Entra el mismo hombre con el extraño traje, tan blanco como antes. Te quedas mirando embobado cómo el borde inferior de la puerta ha empujado el cieno hacia delante, provocando multitud de derrames de líquido aceitoso sobre la marisma escatológica. El golpe de pestilencia que eso provoca te marea, así que no eres del todo consciente de que esta vez el hombre lleva una herramienta en la mano.
Busca laboriosamente algo entre las ropas que cubren el catre y a ti, y termina sacando tu brazo izquierdo, que le cedes ensimismado. Acerca la herramienta hasta el dedo meñique y lo cercena con un movimiento rápido, merced a unas cuchillas completamente oxidadas y manchadas de costras marrones. Asistes a todo eso como si estuvieras ausente, pero un segundo después el tremendo dolor te hace despertar de esa rara duermevela.
Chillas como un cerdo.
Te agarras la muñeca de la mano herida con la otra mano, como si eso fuera a detener la hemorragia.
El hombre recoge el trozo de dedo cortado y lo tira al cieno del suelo, donde se sumerge. Luego se marcha y cierra otra vez la puerta.
Haces presión un poco más arriba dando un alarido. No puedes tocar la herida con una mano sucia.
Duele a rabiar. Palpita como si una máquina de vapor provocara golpes de fuerza terribles en tus huesos. Siguiendo el mismo ritmo, la sangre bombea fuera. Aprietas el muñón contra las sábanas y tratas de mantenerlo así hasta que te atrevas a mirar si ha coagulado.
Entonces te das cuenta de que no sabes si fue precisamente en ese lugar donde manchaste las sábanas con las suelas de los zapatos.
Cuando te das cuenta de que el terror está a punto de tragarte, te desmayas.
Los párpados se te despegan trabajosamente, como si una mucosidad espesa los cubriera. Antes de que consigas abrirlos del todo sientes de nuevo tu meñique izquierdo. Aún palpita. Te yergues asustado de repente: estabas tumbado en el catre con parte de un hombro fuera. De milagro no te has caído al suelo. El muñón. Lo vas a separar poco a poco de la manta para ver si sigue sangrando o no. Una gran mancha marrón rojiza se ha secado a su alrededor. Levantas la mano y observas cómo la manta se eleva con ella. Se ha quedado pegada a la herida.
Pegas un tirón rápido y chillas de nuevo como un animal. A través de una cortina de lágrimas ves que parece no sangrar mucho. ¿Cuánto tiempo ha pasado? La costra se está formando, pero lo que queda de dedo debajo empieza a tomar un color morado nada tranquilizador. Y duele y está caliente.
Te dijeron que la cura de tu enfermedad sería dolorosa y difícil. Buscas con la mirada por el suelo, pero no distingues tu dedo cercenado entre la podredumbre.
También te prometieron terminar rápido. Eso lo recuerdas en el mismo instante en que el hombre vuelve a entrar. Esta vez ves perfectamente el hacha que trae, cuya hoja desprende terrones de tierra negra y húmeda y humeante. ¿Será estiércol?
Se dirige hacia ti.
Cuando despiertas de nuevo, sientes mucho calor. Notas que es fiebre, que te aprisiona el cuello y los pensamientos, no sólo el dedo cortado. Sientes los párpados hinchados.
Te das la vuelta para ver dónde estás, pero al intentar apoyarte con el brazo derecho sólo encuentras el vacío. Te desequilibras y te sientes caer. De repente golpeas con algo duro y el dolor más terrible que pudieras imaginar nace en tu hombro (donde has golpeado) y se extiende como un relámpago por tu pecho, tu espalda, y hasta tu cintura, haciéndote llorar, gemir, chillar, brincar en espasmos, durante una eternidad. Cuando te calmas un poco te das cuenta de que habías caído en algo blando y deslizante.
Es el suelo. Tu espalda desnuda nada en el cieno en el que acabas de revolcarte.
Al mirar a un lado para confirmarlo (tu oreja se llena de líquido fermentado y cálido, luego tu mejilla se mancha, y casi llega a entrarte por la comisura de los labios: sientes un sabor amargo y al mismo tiempo familiar, como de fruta) ves la causa de tu caída.
Tu hombro derecho termina en un torniquete que lo comprime inmisericorde (hundiendo el músculo apreciablemente), y un par de centímetros más allá, nada. No hay brazo alguno que continúe la forma de tu hombro. Te lo han amputado.
Buscas, jadeando, alrededor (¿cómo puedes tener fuerzas para hacerlo?). Te da igual que las heces te salpiquen el rostro, se te introduzcan entre las piernas y lleguen a tus genitales, otra puerta de entrada a tus vísceras. Debes encontrarlo cueste lo que cueste. El dolor es insoportable. Cierras los párpados para alejarlo, pero los vuelves a abrir rápidamente ante la inutilidad de tal acto. Sigues examinando a un lado y a otro. Finalmente ves algo, allí al fondo, lejos de donde realmente te atreverías a llegar. Sólo se vislumbra parte de un codo. El resto está plantado en la ciénaga como si ésta tuviera medio metro de profundidad.
Se lo está tragando. La celda se está tragando tu brazo amputado, al igual que se tragó anteriormente tu meñique.
Oh. De repente comprendes de qué está hecha la humedad que se filtra desde el techo, que se estanca en el suelo y se vuelve a filtrar hacia la celda de más abajo.
¿Cuántos habrá encima y debajo de ti, alimentando con sus cuerpos a ese organismo corporativo que prometió salvaros a todos? ¿Cuántos habrá habido, y desde cuánto tiempo, para que sólo quede cieno ya?
Sollozas.
Comprendes que la corporación no te engañó. La única cura real que existe para tu enfermedad es la desaparición, la maceración definitiva de tu cuerpo en excrementos pastosos; a eso se dedican, y una cura es lo que te prometieron. Deberías sentirte agradecido.
La puerta se abre por cuarta vez. Ves al hombre invertido, pero aun boca abajo como está es fácil ver lo que trae.
Pone en marcha la sierra eléctrica (el cable se desliza a su espalda y dibuja surcos en el lodo putrefacto) y acerca a tu cadera sus decenas de dientes mellados y manchados. Te envuelve el humo y el olor a combustible. Gritas algo con la cara apoyada en el suelo. Por algún motivo te da por creer que hay alguna salida legal, que la muerte no puede ser la única forma de hacer efectivo el contrato, y se lo dices, sintiéndote un traidor y un cobarde. La boca se te llena de porquería, el olfato se te embota de tanto hedor, la voz se te ahoga en borbotones, sientes cómo la sustancia en descomposición desciende caliente por tu garganta para acumularse en tu estómago y propagar gusanos y bacterias por todo tu cuerpo.
Tu ímpetu no dura mucho más. Sabes que ya estás en proceso de morir por congestión, enfriamiento y septicemia. En cuántas partes ya no es relevante. Nunca lo has visto tan claro: estás, por fin, tan cerca de liberarte de tu sufrimiento, que sientes cómo llega el alivio conforme la sierra desciende sobre tu carne y comienza a hendirla. La liberación llena tu alma como el cieno invade tu esófago. Tus gritos devienen en lloros y jadeos e hipos. Tu cara se entierra aún más en la sopa oscura. Dejas que la porquería se introduzca en ti con docilidad. Sorbes, de hecho, directamente del suelo para tomar más de esas heces y descomposiciones semilíquidas. Ríes, lloras, tragas, toses, vomitas, vuelves a lamer las sustancias mezcladas, sin recato, haciendo alarde de tu cura, que, al fin, es completamente real.
© Copyright de Juan Antonio Fernández Madrigal a para NGC 3660, Junio 2017