El día que mi hermano murió, la puerta de casa sólo se abrió dos veces. La segunda, para dejar entrar a una pareja de señores trajeados que decían ser inspectores de policía. Papá había vuelto a fumar aquella misma mañana, por eso encendió un cigarrillo con la brasa del anterior antes de decirle a los dos hombres que tomasen asiento en el tresillo que ocupaba toda una de las paredes del cuarto de estar, sentarse él en su butacón e indicarme con un gesto que me fuese a mi cuarto. O que subiese a ver si mi madre todavía seguía tirada en la cama de mi hermano, con la vista fija en ninguna parte, buscando fantasmas en el estucado, y a ratos llorando como si bajo la piel toda ella fuese un folio que la muerte de su hijo mayor hubiese rasgado por la mitad. Pero yo no quería marcharme. Necesitaba saber qué había pasado y sospechaba que sólo lo lograría si me inmiscuía en las conversaciones de los mayores, especialmente en la conversación de mi padre con aquellos dos representantes de la ley; y es que por aquel entonces se nos inculcaba a los más pequeños que siempre, siempre, siempre, indefectiblemente, sin excepciones, se debía decir la verdad a los representantes de la ley. Sólo así se podía demostrar que alguien era inocente, ventilando los secretos. Y cabe decir también que, en parte, además de la honda curiosidad de mis diez años, sentía algo de miedo por lo que papá podría contarle a la policía si de verdad comulgaba al pie de la letra con el credo de la ausencia de secretos, y en qué posición, cuán desprotegida y, en cierta forma, traicionada, me dejaba a mí eso. Fingí, pues, no entender qué quería decir mi padre con aquel arrugar la frente y sacudir la mano como intentando deshacerse de su anillo de boda a base de convulsiones. Me hice la tonta. Me hice de rogar, apoyada contra la mesa de comedor aún por recoger desde la noche anterior y llenándome un vaso sucio de huellas dactilares aceitosas con los restos de agua en el culo de una jarra. Papá, dividido, me atravesó con los ojos y murmuró una disculpa dirigida a los dos hombres e hizo ademán de levantarse de la butaca, pero sólo estaba acomodándose. Estiró la mano para sacudir el cigarrillo en el cenicero a rebosar sobre la mesilla auxiliar frente al tresillo, y se disculpó otra vez por mí, utilizando una palabra que sonaba tan exótica, lejana a mi experiencia y tan de personas mayores, que no hacía sino darle la razón a mi acto de sedición. Trastornada, dijo papá. Y yo quise saber más, claro. Necesitaba saber más. Saber si podía aún sentirme segura en manos de mi padre, si mi padre sería capaz de un acto de amor hacia su hija tan mayúsculo como mentirle a la policía.
—No se preocupe —dijo uno de los agentes de paisano, el más viejo de los dos, un hombre seco y moreno que se solidarizó con mi padre, se sacó del bolsillo interior de su americana un pitillo arrugado, blanco de la punta al filtro, para luego encenderlo y ahumar el aire a su alrededor hasta volverlo negro y picante, y dijo: —Por ahora no necesitamos los detalles más escabrosos. La niña se puede quedar, si eso le ayuda a hacer de tripas corazón.
Papá quiso replicar. Y yo no quise sonreír. Ambos actos quedaban fuera de lugar. A la policía se la responde, nada más; ellos ordenan y los demás obedecen por su propio bien, sin réplicas. Y era el día que mi hermano murió, el peor momento de todos para sentirse orgullosa por nada. Así que me quedé muy quieta y atenta, y papá dijo:
—¿Qué quieren saber, entonces?
Y dijo:
—No se me ocurre nada más que añadir a lo que ya hablé con sus compañeros de uniforme hace un par de horas.
El inspector que fumaba dejó colgar el cigarrillo de los labios, de forma que el humo negrísimo se le enredase en el bigote antes de flotar hacia arriba y hacer de la sala de estar un sitio algo más neblinoso, más pequeño, más cerrado, y luego le pidió algo a su compañero, un tipo fuerte y silencioso y que aleteaba de forma cómica cada vez que el vaho oscuro del otro se le acercaba. Éste, en respuesta, le tendió una libreta pequeñita, de hojas amarillas que el inspector pasó despacio hasta dar con la que estaba buscando, en la que leyó:
—Al no volver su hijo del paseo que solía dar todas las noches después de cenar, salió usted en su busca a las…
—Once y veinte, sí —interrumpió mi padre.
—Bien, bien —asintió el inspector, sin levantar la vista del cuaderno—. Estuvo usted dando vueltas por los alrededores más de una hora antes de internarse en el bosque. Entonces, se perdió.
—Exacto.
—Anduvo desorientado hasta mucho más tarde.
—Casi hasta que volvió a salir el sol. Ese bosque es un maldito laberinto cuando oscurece.
—Aun así, parece mucho tiempo.
—Lo sé.
—El forense ha estimado que la muerte se produjo aproximadamente entre las doce y la una y media.
Papá se recostó en el butacón, bufó, apagó el cigarrillo, que ya apenas era nada más que algodón y papel requemado, y cruzó las manos y apoyó los codos en las pantorrillas y dijo:
—Entonces, cuando salí a buscarlo…
—Aún estaba vivo, pero por poco tiempo y muy lejos.
—Eso no es precisamente un consuelo.
—Lo siento, pero no estamos aquí para consolar a nadie. Si me disculpa…
Fue entonces cuando el inspector se incorporó un poco de su asiento y se volvió hacia mí. El subinspector era un bicho-palo con pantalones de pinza y americana gris oscuro y gafas de montura de pasta color caramelo desde detrás de cuyos cristales me acusaba. Sonreía con dientes amarillos. Se frotó las manos como los bichos—palo se frotan las patitas.
—¿Y esta niña tan guapa? —me dijo—. No tengas miedo, pequeña. Somos los buenos. Encontraremos al que se llevó a tu hermano.
El hombre acabó de levantarse y se fue hacia el lavabo, siguiendo las indicaciones de mi padre. Al pasar a mi lado, quise contestarle, pero no lo hice. Sobre todo porque no estaba allí, no me había quedado allí, para decir nada, sino para ver y escuchar y entender y asegurarme de algo. Estaba allí asomándome a un acantilado, disfrutando del espectáculo de la naturaleza rota, pavoneándome un poco y probándome que sería una estupidez dejarse caer al fondo de rocas asesinas del abismo, y no iba a ser tan idiota como para abrir la boca y sólo escuchar el eco de mi propia voz. Tampoco dije nada, en parte, porque a mi hermano no se lo había llevado nadie. Justamente aquél era el problema. A mi hermano lo habían encontrado. Lo había encontrado mi padre aquella misma mañana, despedazado, retorcido y muerto sobre un lecho de agujas de pino, sangre y heces. Y la policía, si acaso, bien podría dedicarse a buscar la mano y el pie que le faltaban al cadáver, roídos de la muñeca y el tobillo derechos. O los ojos que le habían sido arrancados de las cuencas. O los varios órganos internos que faltaban al conjunto. Pero, ¿el culpable? En lo que atañe a los más interesados, éste ya había sido descubierto hacía tiempo.
Al volver el inspector del cuarto de baño, el espacio entre los dos intrusos y mi padre y yo se volvió eléctrico.
—¿Por qué no te sientas aquí con nosotros? —me invitó el hombre—. Eres demasiado curiosa como para dejarnos hablar a solas con tu papá, ¿verdad?
—Verdad —contesté, obediente.
Y verdad era.
***
Escuchan el discurso ateridos. Les cuento la verdad, sólo digresionada lo justo, sin omitir demasiados detalles. Tenemos todo el tiempo que queramos. Aquí, en mi púlpito, yo dicto el minuto y marco el segundo. Ellos, la marea blanca y gualda de túnicas idénticas a la mía, me escuchan y esperan. El calor y gran parte de la luz en la sala proviene de las dos enormes antorchas que me flanquean y me encuadran en el centro geométrico de su atención. Todos están aquí por mí. ¿O estoy yo aquí por ellos? El momento definitivo se acerca, pero aún está lo suficientemente lejos. Un aleluya aprovecha mi pausa para alzarse desde una esquina. Un aleluya que luego es coreado tres veces por la multitud. Alzo los brazos y los que me escuchan lo entienden como un implorar un poco más al cielo que me dio la vida. Un poco más, muy poco más. Sólo lo justo para contar mi historia, hacerla inteligible y que mis seguidores comprendan y se dejen llevar y me acompañen al lugar mejor al que pretendo llevarles. ¿Mejor para quién? Para todos, pero más que nada para mí.
***
El día que mi hermano murió, antes de saber que mi hermano estaba muerto, antes de que papá volviese llevando en brazos el despojo inanimado en que mi hermano se había convertido, mamá entró en mi habitación y me encontró tumbada sobre el escritorio, desnuda y con los ojos vueltos hacia dentro, en blanco; la ventana abierta dejaba pasar el fresco de un amanecer preñado de rocío como la estela de algo más feo que ya se hubiese colado dentro un buen rato antes; todas mis cosas del colegio estaban desperdigadas por el suelo; la pantalla del ordenador que mis padres me regalaron las navidades anteriores, destrozada contra los pies de la cama; en mis manos, las cabezas de tres peluches y sus torsos desmenuzados; marcas de arañazos en los rodapiés. No hubo, sin embargo, aspavientos exagerados, ni grandes explosiones de emoción. Mamá no gritó. Supuso que aquella era una madrugada más, una de tantas, aunque la coincidencia con la no vuelta a casa de mi hermano se le enquistase allí donde se enquista lo que sabemos es demasiada casualidad.
Mamá abrió las sábanas de la cama para sacudir los cristales y los pedazos de plástico, me cogió en brazos y me acostó. Yo le hablé en mi lengua de origen y ella contestó:
—Claro que sí, mi ángel, claro que sí. Ahora, a dormir.
Cinco horas después, papá abrió la puerta de casa por primera vez aquel día. Estaba de vuelta. Buscando a mi hermano, se había perdido en el bosque y, al recuperar el sentido de la orientación, había deseado no haber sabido nunca siquiera cómo se llamaba. Era la segunda vez en su vida que le pasaba algo similar. Pero aquella, con lo único que regresaría sería con su hijo muerto en brazos, resbalándosele y haciéndole tropezar medio centenar de veces en su travesía por el limbo que mediaba entre el hallazgo tremendo, de falta de aire y angustia y muerte, y nuestra casa y las explicaciones que debería dar y el enfrentarse a la súbita ataraxia de mi madre, cuando en ella el quiste de casualidad metastatizó en certeza y luego horror. Algunos llaman a eso «atar cabos». Mamá ató cabos en seguida, pero no quiso salir al jardín; no quería ver. El jardín, para ella, quedaría a partir de entonces manchado con la idea de lo que imaginaba había debajo de la manta con la que papá había cubierto al cadáver para mantenerlo alejado de los gatos y los pájaros y las orugas, esperando a que alguien acudiese a la llamada que estaba haciendo, entre hipos y toses, con la voz volviéndosele aguda a cada respiración, cuando yo bajé de mi cuarto y le encontré en el pasillo, al borde del derrumbe, sostenido únicamente por el cable del teléfono. Mi aparición le hizo torcer la boca. Por un momento fui otra vez, para él, el extraño ser que tiempo atrás también se trajo consigo del bosque, en brazos, sonriendo y clamando al milagro que su mujer y él estaban esperando.
Siempre habían querido una niña, pero después del parto de mi hermano la matriz de mamá se había secado, agotada. Mis padres probaron todo lo que se podía probar para revertir su estado de súbita infertilidad, pero no hubo forma. Justo cuando se dieron por vencidos, una mañana papá salió a aclararse las ideas y tener una seria conversación, aunque fuese unilateral, con un Dios en el que no acababa de creer del todo. Buscaba una explicación a por qué él, de todos los hombres, no podía «ir y multiplicarse» tal como deseaba. Buscaba una señal que le mostrase los pasos a seguir a partir de allí, y acabó perdiéndose. Hizo zig donde debería haber hecho zag; una izquierda que debió haber sido una derecha; desanduvo un par de senderos inhóspitos y la naturaleza se lo tragó. Perdido, quizá a propósito, para encontrarme a mí. Por supuesto, yo no lo recuerdo. Era demasiado pequeña. Pero papá siempre contaba que el primer contacto conmigo fue a través del rastro de plumas que había dejado mi caída, como una señalización de miguitas de pan hacia el cráter donde le estaba esperando. A mi padre, que llevaba años estudiando la flora y la fauna del lugar, aquellas plumas de un gris roto brillante, aterciopeladas y sólidas como nieve conservada en formol, le parecieron tan discordantes con el entorno que, a pesar de la urgencia de hallarse absolutamente extraviado, no pudo resistirse a investigarlas. Al llegar al cráter, contaba él, se topó con lo más bonito y extraño con lo que se hubiese topado jamás: una criatura recién nacida, de piel brillante un poco tiznada por el hollín de las quemaduras a resultas del contacto a toda velocidad con las distintas capas de atmósfera del planeta, mirándole fijamente con ojos fluorescentes y hablándole en un idioma que no había sido pensado para ser escuchado por los hombres. No hacía falta ser un genio para saber que Dios, atento a las súplicas de su humilde siervo, me había enviado a mí como respuesta.
A partir de entonces, del cráter y el bosque y la alegría desbordada, los días en una familia completa, literalmente como Dios manda, fueron felices, aunque regidos por la cantidad de mentiras contadas a los demás, que aumentaban exponencialmente con cada una de las etapas de mi crecimiento. Mis padres explicaron que el embarazo de mamá se había llevado en secreto por miedo a las amenazas médicas tras lo que había pasado durante el parto de mi hermano. Que al contrario de lo que aparentaba, yo era una niña extraordinariamente sana y que por eso los servicios del doctor del pueblo nunca habían sido requeridos para tratarme de nada. Que los estudios universitarios de mi madre bastaban para escolarizarme en casa. Etcétera. Papá y mamá, sin embargo, y sobretodo papá, me trataron siempre con el mismo cariño que profesaban por mi hermano.
Hasta el día que mi hermano murió. Aquel día encontré a papá en el pasillo y él colgó el teléfono nada más verme.
—¿Qué has hecho? —preguntó, aunque él ya lo sabía.
Y me gritó:
—¡Nos prometiste que no atacarías a nadie de la familia!
Y luego le dio una patada al mueble del recibidor, salió al jardín y se acuclilló junto a la manta que cubría lo que quedaba de lo único que podía considerarse carne de su carne y sangre de su sangre, a la espera de que las sirenas que ya se oían al sur llegasen hasta él.
***
Algunas mujeres en la primera fila, incapaces de contener la emoción, se desmayan. Una pantalla se despliega a mi espalda para ejemplificar el último pedazo de mi historia mediante la proyección de unas cuantas animaciones por ordenador basadas en las fotografías que mi padre me hizo nada más rescatarme. Una década después, mi hermano murió. Hoy, justo veintitrés años más tarde, celebramos el aniversario de aquel día en el interior de la nave industrial que el culto ha estado reformando y preparando para este momento desde que mi existencia fuese revelada. Una gran mayoría de los que ahora se golpean el pecho con los puños y corean mi nombre en un mantra gutural de puro respeto y reverencia, nunca me habían visto en persona ni oído hablar antes, pero me quieren y así es como me lo hacen saber. Ellos son mi nueva familia. Lo que represento no puede ser contenido en una unidad nuclear tan simple como padre, madre y hermano; según los miembros de mayor grado de la iglesia establecida en torno a mí, eso es exactamente lo que pasó con Jesucristo. Con la única diferencia de que él vino a este mundo para advertir y sacrificarse y perdonar, mientras que yo he llegado para subsanar su error, juzgar y encargarme de la criba y la cosecha. Estos más de dos centenares de almas postrados a mis pies serán la primera gran masa que me lleve a hacer el último viaje. Hasta ahora, sólo lo he hecho con uno o dos cada vez, pero sé que funcionará. Como sé que tras estos vendrán otros tantos cientos, miles y millones. Pero es condición inapelable que me sigan convencidos, que me sean entregados por ellos mismos, que sepan quién soy y por qué yo y por qué en este momento. Recobro el hilo de la narración. La multitud enmudece.
***
El día que mi hermano murió, papá aún no sabía que estaba enfermo. El tono de su carraspeo al hablar con los dos inspectores de policía sentados en el tresillo del cuarto de estar denotaba que le escocían los pulmones de tanto tabaco; suyo y del hombre que fumaba a su mismo ritmo frente a él. El inspector bicho-palo había insistido en que me sentase en las rodillas de mi padre para poder seguir su conversación, y desde esa posición privilegiada pude notar cada una de las piezas desajustadas en el organismo de aquel que contaba a todos que me había dado la vida. El descubrimiento me hizo desvincularme un poco de la situación inmediata, por lo que no pude entender del todo lo que el inspector le insinuaba a mi padre.
—…algún tipo de animal. O varios —decía éste cuando recuperé el hilo.
—No creía que hubiese animales así en ese bosque —replicó papá.
—Si le soy sincero, nadie en el departamento lo creía.
El inspector apartó la vista de nosotros y se dirigió a su compañero, devolviéndole la libreta en la que había leído la declaración previa de mi padre y diciéndole:
—Esto ya está. Ahora, a ver si nos cuentan qué narices ha pasado.
—¿Disculpe? —exclamó mi padre, sacudiéndome en sus rodillas para hacerme bajar. Yo volví a desobedecerle y me quedé como estaba, entre la súbita tensión de papá y la nueva expresión en el rostro del inspector enjuto, que cambió la forzada cortesía mantenida hasta el momento por una suspicacia un tanto descarada.
—Hay demasiadas cosas que no cuadran en este caso —dijo—: su desaparición durante las horas críticas después de la muerte del chico; el ataque de animales que, a priori, no existen ni por asomo en zonas como ésta; el hecho de que ni usted ni su hija parezcan demasiado asustados, ni intrigados, ni demasiado tristes…
—¿Qué está usted insinuando? —el movimiento con el que mi padre me levantó de su falda y me depositó en el suelo ya no era una petición, sino una reacción al ataque por parte del policía. Papá se irguió en su asiento y yo di un paso a la derecha para dejar entre él y el inspector, que se había echado hacia delante para encararse con el objeto de sus sospechas, sólo la mesilla auxiliar humeante por las colillas mal apagadas en el cenicero. El segundo agente y yo nos convertimos en testigos, mientras papá y el bicho-palo se escupían mutuamente.
—De momento, nada —dijo el inspector—. Pero, ya puestos, insinuaría que en esta casa está pasando algo que hace que parezca que se me ha clavado una espina asquerosamente fría en la columna… Es una especie de sexto sentido que tenemos los policías, ¿sabe? Cuanto más ejercemos, más aprendemos a fiarnos de él. Y yo llevo ya un carro de años haciendo esto. Mi sexto sentido me dice que la muerte de su hijo no ha sido un accidente y que usted y esa cría siniestra saben qué ha pasado, y que, vaya usted a saber por qué, se están protegiendo. No sé si ella a usted, o usted a ella, pero lo mismo da.
—¡No tolero que vengan a insul…!
—¡¡Somos la policía y su hijo acaba de morir, maldita sea!! —gritó el policía, más solapándose a mi padre que interrumpiéndole —¡¡Tenemos todo el derecho a venir a decirle lo que nos plazca, y usted no puede hacer una puta mierda al respecto!!
Papá se puso en pie y el inspector y su compañero le imitaron, el primero estirándose por encima de la mesilla y el segundo echando mano a algo en el interior de uno de los bolsillos de sus pantalones.
—¡Lárguense ahora mismo de mi casa! —acertó a decir papá, antes de romper a toser desde lo más profundo de su garganta, agarrarse el estómago con ambas manos, doblarse y vomitar encima de los zapatos del policía, que saltó hacia atrás al tiempo que soltaba una maldición.
El segundo inspector hizo tintinear las esposas que se había sacado de los pantalones, rodeó la mesilla y me rodeó a mí, y se agachó para agarrar a mi padre, que había caído de rodillas al suelo, por las muñecas.
—Vamos a tener que efectuar un registro a fondo en busca de utensilios que hayan podido servir de arma —dijo el inspector bicho-palo, sacudiendo los pies alternativamente para deshacerse de los restos de vómito—. Y necesitaremos todo lo referente a los que viven aquí: libros de familia, certificados de matrimonio, partidas de nacimiento…
—¡Ha sido un animal! —espetó mi padre desde abajo, esposado, atrapado en su propio enroque.
Y repitió:
—Ha sido un animal. Ha sido un animal. Ha. Sido. Un. Animal…
Y chilló:
—¡¡¡Un APESTOSO animal ha matado a MI NIÑO!!!
Los dos policías cayeron sobre él como moscas sobre una herida recién abierta, inmovilizándolo. Papá se sacudió y vomitó otra vez y murmuró algo que no entendí porque me había quedado trabada en su acusación lanzada al apestoso animal. El día que mi hermano murió, resulté ser un apestoso animal. Avergonzada, quemada por la vergüenza que era un ácido bombeándose desde mi pecho a mi oído interno, crucé los dedos de una mano con los de la otra, dispuesta a rezar y, cuando los dos policías tiraron de mi padre en dirección a la puerta de casa, les llamé a los tres por el nombre por el que nuestro señor les conoce, atrayendo su atención. Mi vestido se tensó hasta reventar. Desplegué mis alas.
***
Justo como las despliego ahora, apagando las antorchas a mi derecha e izquierda con su batir. Mis fieles claman a lo más sagrado, en éxtasis. Les cuento que la casa que compartía con mis padres, aislada del mundo por el bosque que me vio nacer, es ahora un erial de doscientos metros cuadrados como una peca cancerosa en la piel del paisaje, y los pocos que intuyen lo que se cierne sobre ellos aporrean con la cabeza las rejas que cubren las ventanas contra las que se lanzan. Todas las salidas de la nave industrial donde se lleva a cabo la ceremonia han sido bloqueadas desde fuera. El tejado de esta impía catedral se rasga y la piedra y el cemento y el acero caen y aplastan y machacan y amputan; una lluvia de molares que hacen pulpa el alimento de mi comunión para que me sea más fácil digerirlo. Me elevo un par de palmos sobre la tarima. La supervivencia empuja lejos de mí a los pocos que aún pueden valerse por sí mismos. Vuelo mientras todo cae. Invoco meteoritos y rayos. La luna roja y la espada ardiente. Dios proveerá.
© Copyright de Francisco Jota-Pérez para NGC 3660, Febrero 2017