Por Raelana Dsagan
Publicado originalmente en Calabazas en el trastero: Día de difuntos
A David ya no le gustaba el viejo caserón. Le parecía que olía a cerrado y a humedad, que tenía demasiados corredores sombríos, corrientes de aire que le acariciaban la nuca y un suelo de madera que crujía si no sabías dónde pisar.
El lugar más horrible de la casa era la habitación donde su madre celebraba las sesiones de espiritismo, con sus pesadas cortinas de terciopelo siempre corridas, las sillas anticuadas y la enorme lámpara de bronce de ocho brazos que colgaba del techo, cubierta de pequeñas cuentas de cristal que tintineaban cuando los espíritus se manifestaban.
Madame Esmeralda solo hacía sesiones de tarde en tarde para unos pocos clientes escogidos y hasta el viejo caserón llegaba gente de todas partes, atraídos por su fama. Era la médium más reputada del país, había rechazado ofertas para aparecer en programas de televisión y nunca consentía entrar en trance en otro lugar que no fuera el viejo caserón que había pertenecido a su familia durante generaciones. Estaba situado junto a un estrecho sendero, a poca distancia de Cuerva, un pequeño pueblo cercano a Toledo, rodeado de árboles que impedían ver la casa desde la carretera. No vivían allí, tenían una casa en Madrid, lejos de las túnicas estrafalarias de color verde, donde su madre se hacía llamar por otro nombre y sólo sus conocidos más cercanos sabían a qué se dedicaba.
David conocía todos los trucos que empleaba su madre para hacer creer a sus clientes que los espíritus de los muertos realmente vagaban por el viejo caserón. En realidad, era él quien andaba en el piso de arriba, haciendo crujir la madera; también se ocupaba de poner en marcha el aire que hacía temblar las llamas de las velas, el que sabía dónde estaba el imán que hacía que la copa decorada se moviera sobre el tablero de Ouija y era el que se ocupaba de engrasar el dispositivo oculto en el techo que hacía que los cristales de la lámpara empezaran a temblar.
Cuando era pequeño sí disfrutaba de las visitas al viejo caserón. Le divertía esconderse tras las cortinas para ver las sesiones, sorprendido por el cambio que daba su madre, que parecía transformarse en una persona distinta: la luz le bañaba el rostro y le daba un aire espectral, sus gestos teatrales la hacían parecer una bruja aún más que la túnica larga y los collares de abalorios que solía lucir.
—Los espíritus caminan a mi lado, puedo verlos —solía decir a David—, pero lo que puedo contar no es agradable para los vivos, por eso prefiero adornar las cosas un poco y darles lo que desean.
David la creía porque había visto a su madre durante las visiones. La asaltaban en cualquier parte, cuando no estaba vestida de bruja, y no podía controlarlas. Cuando ocurría, David se quedaba quieto, sabía que interrumpir una visión podía hacerle daño así que simplemente la miraba, esperando que terminara. Su madre se quedaba inmóvil, mirando fijamente algo que era invisible para él, su rostro se contraía de dolor, su cuerpo temblaba y, a veces, se echaba a llorar. Nunca le decía qué era lo que veía durante sus trances. David pensaba que debían ser imágenes terribles. Madame Esmeralda decía que no importaba mentir a sus clientes, lo que les decía les daba tranquilidad; pero a los espíritus no podía ayudarlos, los que se dejaban ver nunca encontrarían paz.
Cuando David cumplió catorce años empezó a formar parte de la representación de madame Esmeralda. Su papel era el de mayordomo y para ello su madre le pintaba el rostro de blanco y le vestía con una levita anticuada que había sacado de uno de los baúles del desván. David caminaba muy despacio, sabía pisar las maderas que no hacían ruido y parecía un fantasma. Los clientes no podían evitar estremecerse cuando les abría la puerta.
Nunca pronunciaba una palabra, ya a los catorce años tenía una voz ronca que no se correspondía con su cuerpo desgarbado y su madre la aprovechaba para crear efectos en los momentos clave, no podían arriesgarse a que alguien relacionara esa voz fantasmal que se oía durante las sesiones con la del joven mayordomo que abría la puerta.
—En unos años, David, serás tú el que se siente en la cabecera de la mesa, los espíritus hablaran por tu boca —le decía su madre a menudo. David no estaba convencido de que esa vida le gustara, pensaba que podría elegir y alejarse de ese ambiente cuando fuera mayor. Sin embargo, cuando cumplió quince años comenzaron las visiones.
No se lo contó a nadie, aunque a veces le parecía que su madre se había dado cuenta. Si fue así nunca le dijo nada. A David los espíritus no le hablaban, sólo extendían las manos hacia él suplicando su ayuda.
Estaban en todas partes: al cruzar una calle veía gente siendo atropellada, al entrar en una casa a un hombre sufriendo un ataque al corazón; en los hospitales los espíritus se amontonaban a su alrededor de forma avasalladora, figuras difusas que gritaban y extendían hacia él las manos intentando tocarle. Siempre lo miraban a los ojos, siempre lo seguían, a veces gritaban aunque eran sólo aullidos de dolor. No lo buscaban realmente a él, nunca lo llamaban por su nombre. Era como si David fuera lo único que vieran del mundo de los vivos, la sombra a la que se agarraban para no alejarse del todo del mundo que no querían dejar.
Sólo había un lugar donde no veía nada, donde los espíritus nunca se acercaban. El viejo caserón familiar. Allí todo era silencio, los espíritus no gritaban, no se veían, como si nadie hubiera muerto nunca en aquella casa. David alguna vez lo había preguntado, pero su madre rara vez le hablaba de su familia.
Había un día al año en el que madame Esmeralda no llamaba a los espíritus. El Día de Todos los Santos era una festividad que siempre reservaba para ella. No llevaba flores al cementerio como hacían todos, sino que lo que hacía era encerrarse en casa y permanecer sola durante todo el día. Cuando David era pequeño, su madre lo mandaba ese día a casa de su amigo Alex para poder estar sola, el año en que David había cumplido ya los diecisiete, le dijo a su madre que aprovecharía esos días para ir de acampada con sus amigos.
No era cierto. Las historias acerca de su madre y el viejo caserón intrigaban a todos sus amigos y David había decidido aprovechar ese día que sabía que su madre se quedaría en la ciudad para llevarlos a todos allí e improvisarles una pequeña sesión. Sólo iban a ser seis, a David le preocupaba un poco que faltara uno, a su madre le gustaba que se sentaran siempre siete a la mesa. Seis clientes rodeando al médium era el número perfecto, pero sólo había querido llevar a sus amigos de confianza. Ya era tarde para arrepentirse y llamar a alguien más, se apretujaron en el coche de Alex mientras Juan los seguía en la moto, impacientes por llegar. El camino hasta el caserón fue largo y difícil, era la primera vez que iba solo y se perdieron por una de las carreteras comarcales de la zona. Cuando llegaron ya había anochecido y a David le pareció que las sombras cubrían la casa dándole una apariencia más tétrica que de costumbre.
«Es apropiado», se dijo. Aquella iba a ser su primera sesión.
No le daba miedo, precisamente el viejo caserón era el lugar donde sabía que estaría tranquilo y no le asaltarían las visiones. Allí no había espíritus, no podía pasar nada. Se acercó para abrir la puerta pero no le dio tiempo, se abrió sola ante la sorpresa de sus amigos. Alex empezó a bromear, como acostumbraba.
—¡Qué bueno! ¿Cómo lo has hecho?
David no contestó. Delante de él había un espíritu y sabía que sólo él podía verlo. Era un hombre de mediana edad, de cabellos ralos y ojos azules que lo miraba fijamente. Le hizo una escueta reverencia, como la que David hacía a los clientes cuando iba vestido de mayordomo y les abría la puerta; igual que hacía él, le indicó por señas que entraran en la casa y lo siguieran.
—¿Y si nos damos una ducha antes de la sesión? —propuso Lucía, cansada por el largo viaje y Marta asintió con la cabeza, los demás parecían estar de acuerdo. Alfonso quería comer, y el impaciente Juan comenzó a subir las escaleras, disfrutando de la madera que crujía bajo sus pies. A David no le importaba, ni siquiera los estaba escuchando, se había asomado a la habitación donde tenía que preparar la sesión, la mesa estaba ya dispuesta con las siete viejas sillas a su alrededor. Sólo una de ellas estaba libre, la silla del médium. Se volvieron hacia él las seis figuras fantasmales y lo miraron, gente que no conocía vestida con la ropa de otras épocas, parecían nerviosos, expectantes, como si llevaran esperándolo mucho tiempo.
David oía los pasos de sus amigos, las voces como si fueran muy lejanas.
—Sí, subid… —les dijo y casi añadió «el mayordomo os guiará» pero se contuvo a tiempo. Marta fue la única que se quedó atrás y le cogió del brazo.
—¿Estás bien, David? —le preguntó, y parecía preocupada. Los ojos de Marta eran una pequeña ancla al mundo real, pero David no tuvo fuerzas para agarrarse a ella.
—Sí, estoy bien… Tengo que prepararlo todo. Comed algo mientras.
Desde que había empezado a padecerlas, sus visiones habían sido siempre violentas, sin embargo esta vez era distinto: las figuras que se sentaban en torno a la mesa parecían como si estuvieran vivos, tranquilos, esperándolo.
—Es la noche más terrible, cuando se abre una puerta que comunica el mundo de los muertos con el de los vivos, la fuerza de los espíritus es muy grande y puede arrastrarte. Esa noche no podemos llamarlos, son ellos los que vienen a nosotros —decía su madre cuando alguien le pedía una sesión ese día, por mucho dinero que le ofrecieran siempre la rechazaba.
David ahora entendía por qué. Esa noche no era para los vivos, era para los muertos. Eran ellos los que solicitaban una sesión que su madre no quería concederles. Tragó saliva. Estaba dispuesto, lo haría él.
El mayordomo estaba a su espalda, David no lo había oído acercarse. Le había traído una chaqueta de seda roja y lo ayudó a quitarse la cazadora y a ponérsela, también le anudó un lazo al cuello.
—Hace mucho que esperamos —dijo con voz gutural. David dio un respingo, nunca había oído hablar a un espíritu. Gritaban, sí, pero no hablaban.
Se acercó a la cabecera de la mesa, donde habitualmente se sentaba su madre. A su lado había una joven que le sonrió con confianza, dándole ánimos. Le resultaba vagamente familiar, intentó recordar una vieja foto… su bisabuela… pero… ¿Marta? Un hombre impaciente vestido de militar, con largas patillas y bigote tamborileó con sus dedos sobre la mesa, se parecía a Alex… David se preguntó si realmente aquello era una visión o si estaba soñando. Las seis figuras se cogieron de las manos, como si supieran lo que tenían que hacer.
David se sentó, una parte de su mente le decía que no había puesto en marcha el aire. ¿Sabría cuándo hacerlo el mayordomo fantasma? Sin embargo, todas las velas estaban encendidas y sus luces parpadeaban. ¿Quién las había encendido? ¿Con quién querían contactar los muertos? ¿Con los vivos?
Le pareció oír risas a su espalda y un sonoro siseo. La voz de Marta… «Está ensayando, esperemos», pero veía los ojos de Marta delante de él, en una cabeza llena de tirabuzones, con un vestido de época. Extendió las manos para tocarla, la imagen parecía sólida, real, muy fría. Las voces de sus amigos eran lo que le parecían fantasmales.
Se concentró como había visto hacer a su madre.
Estaba en casa de Alex, reconocía el sofá, las cortinas, el televisor… el árbol de Navidad de plástico que sacaban todos los años. Alex lo llamaba desde la cocina, los restos de la comida de Navidad sobre la mesa. Avanzó hacia él muy despacio, mientras se decía que aquello no era real, que no lo estaba viviendo. Alex reía y bromeaba mientras se subía a una silla para coger algo del estante más alto. El cuchillo de trinchar estaba sobre la mesa, David no podía dejar de mirarlo. Era enorme, brillante, afilado. Ni siquiera vio a Alex resbalando de la silla, ni oyó el grito, lo vio cayendo sobre la mesa, aparatosamente, arrastrando al cuchillo que se clavó en su garganta. Empezó a salir sangre, a borbotones, y David sólo podía mirar. Lo vio extender las manos hacia él, suplicando, igual que hacían los muertos. Quería hacer algo ¡tenía que hacer algo! Lo intentó. Se dijo una y otra vez que lo intentó…
Ahora iba con Juan en la moto. Más deprisa, más deprisa. Saltarían el muro. David no dijo nada. No podía hablar. Quería bajarse. Juan apretó el acelerador. La calle estaba desierta. ¿Cómo podía saberlo si había cerrado los ojos? Porque era un sueño. O una visión. No era real, se dijo, «no es real», pensaba mientras perdía el equilibrio y caía al suelo. Le dolía el brazo. La moto seguía corriendo, cada vez más rápido. David la vio estrellarse, vio a Juan pataleando en el aire, estrellándose contra el suelo. Quieto, muy quieto. David intentó arrastrarse hacia él. No podía, no podía moverse.
De pronto era verano y estaban en la playa, sus amigos… no, no estaban todos. Faltaban Alex y Juan. Marta y Alfonso hablaban sentados en la arena, Lucía corría hacia el agua, siempre se bañaba aunque hubiera oleaje. David fue tras ella. Quiso gritar pero la voz no salía de su garganta. Las olas le golpeaban. No la veía. Tenía que ayudarla. Tenía que ayudarla. No había podido ayudar a Alex ni a Juan, a ella sí podría…
Abrió los ojos. Se negó a ver las visiones, no quería ver a los demás. Los fantasmas seguían delante de él, la joven que se parecía a Marta pero que no lo era, el militar que no era Alex… Se dijo que esa noche eran los vivos los que tenían los ojos suplicantes y los muertos los que no harían nada para aliviarlo. Las visiones volvieron. Delante de él, con los ojos abiertos. David sintió el miedo, el dolor y, al final, con la última, se estremeció de horror.
Cuando abrió los ojos sus amigos los rodeaban y los fantasmas habían desaparecido. Alguien había descorrido las cortinas «No, las cortinas no se corren, las ventanas no se abren». El aire frío parecía haberse llevado a los espíritus.
—David ¿estás bien?
—Sabía que esto no era buena idea…
—Gritaste. ¿Qué ha pasado?
—Te has desmayado.
—Toma, bebe, te vendrá bien.
David los rechazó a todos de un manotazo y se incorporó. Todavía llevaba puesta la chaqueta de seda roja. La miró. Nunca la había visto antes. Miró la lámpara del techo, los miles de cristales parecían reflejar la luz del amanecer que llegaba desde el exterior.
Quería abrazar a sus amigos. Se sentía tan aliviado al verlos a su alrededor. Tan vivos. No quería contarles lo que había visto y le quitó importancia a su desmayo. Ninguno parecía con ganas de sentarse alrededor de la mesa, a decir verdad evitaban las sillas como si todavía los fantasmas estuvieran sentados en ellas. No estaban allí, David podía verlos. Se habían marchado con las luces del amanecer.
Tampoco le dijo nada a su madre de su extraña aventura pero, desde entonces, ya no soportaba ir al viejo caserón y discutía con ella para no acompañarla.
Algunas veces conseguía que su madre lo dejara tranquilo, otras no tenía más remedio que ceder y volver a vestir el uniforme de mayordomo. Ahora su mirada sombría cada vez que abría la puerta le sentaba bien a su papel. Conducía a los clientes a la habitación sin mirarlos siquiera, pero no podía evitar echar una ojeada inquieta a cada una de las sillas, mirando cómo se sentaban, pensando «Allí estaba sentado Alex… pero no era Alex».
No quería ir a casa de Alex. Se decía que era una tontería, que él no veía el futuro sino el pasado, que no habían sido más que alucinaciones pero, al mismo tiempo, pensaba que si no estaba allí no lo distraería cuando se subiera a la silla. No se caería. No le pasaría nada. Habían quedado para salir en Nochevieja y tenía que ir a recogerle pero no pensaba subir, pulsó el portero automático y le dijo que bajara.
—Sube —sonó el pitido que anunciaba que la puerta del portal estaba abierta.
—No, te espero aquí abajo.
—Si está lloviendo… —se oyó la risa de Alex a través del interfono—. Sube, que no tardo nada.
La familia de Alex estaba reunida en el salón. David los conocía a todos y lo saludaron con entusiasmo. Alex y él habían sido amigos desde que eran pequeños, Alex era su mejor amigo. David lo buscó con la mirada
—Está en la cocina —le dijo el padre de Alex. David miraba fijamente el árbol de Navidad.
—¡David! —lo llamaba desde la cocina. No quería ir. No quería entrar. Caminó despacio ¿no había sido así en la visión? Caminó despacio y vio el cuchillo de trinchar sobre la mesa, a Alex encima de la silla.
—Un momento, que mi madre me ha… —no terminó la frase, la silla resbaló, Alex cayó sobre la mesa, intento agarrarse a algo pero no pudo, cayó al suelo… El cuchillo estaba sobre la mesa, no había resbalado, no había caído sobre él.
—Vaya caída más ton… ¡argg!
Alex apenas gritó, el cuchillo fue directo a su garganta, la sangre salía a borbotones, tenía los ojos muy abiertos. Lo miraba. Tenía que soltar el cuchillo. Tenía que pedir ayuda. ¿Por qué tenía el cuchillo en la mano? ¿Qué había hecho? David sintió entonces que algo lo golpeaba, como una bocanada de aire frío, vio el fantasma del militar delante de él, sonriendo, feliz. Ya no tenía el rostro de Alex, tampoco suplicaba, sólo se alejaba, se difuminaba, le daba las gracias.
David gritó, pero Alex ya estaba muerto. Dijo que se había caído, que había sido un accidente, que había intentando ayudarle. No podía contener las lágrimas. Alguien lo abrazó. Todo estaba lleno de sangre.
No podía evitarlo. En marzo Juan, en julio Lucía, en septiembre Alfonso, tal y como había visto en sus visiones. No los llamaba, no los buscaba, no quería verlos como si así pudiera librarlos de la muerte que les acechaba. No funcionó. Con cada muerte se acercaba más a ellos, se necesitaban. David los necesitaba y no soportaba la idea de perderlos pero, cuando llegaba el momento, no podía hacer nada por evitarlo.
Marta fue la última. Caminaban juntos, la última semana de octubre. Le gustaba estar con ella. Sabía la calle por la que tenía que evitar pasar, el callejón demasiado oscuro, estaba pendiente por si veía la sombra de su antiguo novio cerca de ellos. Marta decía que ya no le veía, que no tenía que importarle si paseaban juntos. A David le preocupaba su tranquilidad, le inquietaba avanzar por una calle y encontrársela en obras. Tener que desviarse, que ella cruzara la calle y él no supiera decirle que no.
—Vamos por aquí.
—Es más cerca si vamos por el callejón —Marta dobló la esquina y David se quedó detrás. Su corazón se aceleró. Sabía lo que iba a pasar. Sabía que no podría impedirlo. Quería quedarse allí, no cruzar la calle, no iba a seguirla.
La ayudaría. Esta vez sí. A Marta sí. La ayudaría.
Corrió. El callejón estaba oscuro. Avanzó unos pasos y los vio, igual que en la visión. Las manos de él alrededor del cuello de ella, apretando. Apretando. Quiso gritar pero no le salió la voz. Marta lo vio llegar y extendió las manos hacia él, manos suplicantes. El chico se volvió y lo miró, se le veía nervioso. La soltó entonces y salió corriendo, Marta cayó al suelo. Se movía. Respiraba.
David corrió hacia ella, se arrodilló a su lado. Su piel estaba roja y respiraba de forma entrecortada, no parecía tener fuerzas para levantarse. Le acarició el rostro con suavidad, le secó las lágrimas que habían empezado a salir, la respiración de Marta se tranquilizaba.
«No ha pasado nada. Está viva».
David le apartó el pelo de la cara, en el cuello tenía las marcas que habían dejado los dedos, había intentado estrangularla pero estaba viva. Viva. Entonces David puso sus manos sobre el cuello y apretó. Apretó con fuerza, con mucha fuerza, hasta que vio una joven peinada con tirabuzones que ya no tenía la cara de Marta y que le daba las gracias.
Sólo entonces dejó de apretar.
Una semana después volvió al viejo caserón. Le parecía apropiado pasar allí la noche de los difuntos, igual que el año anterior. Esta vez iba solo, recordando las risas de sus amigos, echándolos de menos. No se perdió y llegó antes de que oscureciera. El mismo mayordomo de la vez anterior le abrió la puerta y David pensó que se parecía a él. Era más viejo, estaba más cansado y tenía menos pelo pero su mirada era sombría, tenía el mismo dolor interior que no se iría nunca. Se dejó conducir por él hasta la sala vacía. Ningún espíritu se sentaba esa noche en las sillas, quizás era porque todavía no habían dado las doce. David se acercó hasta la cabecera de la mesa y se sentó a esperar.
No tardó mucho en oír el familiar ronroneo del coche aparcando, la puerta principal al cerrarse de un portazo, los pasos apresurados, porque ella no sabía cómo caminar en silencio, ni le importaba. El sonido de las cuentas de madera del collar al chocar unas con otras.
—Estás solo —era una afirmación y le pareció que su madre emitía un suspiro de alivio. ¿Acaso creía que iba a repetir lo del año pasado? ¿Por eso había venido corriendo a impedirlo en lugar de encerrarse en casa, como todos los años? Si ya no le quedaban amigos. David a veces pensaba que su madre no lo conocía en absoluto.
No contestó, su madre se sentó frente a él.
—Te lo había advertido, David, esta noche no puedes negarle nada a los muertos. ¿Cómo he tardado tanto en darme cuenta? Hasta el entierro de Marta yo…
—No, mamá, no me lo dijiste, no me diste un motivo… en aquel momento nos pareció divertido, todos querían venir aquí —la voz de David sonó entrecortada, señaló la estancia, su madre no le había pedido que se levantara, que le dejara a ella la cabecera de la mesa. Se había sentado en una silla. Esa noche él era el médium.
—Podría haberte ayudado, David. Solo tenías que contármelo. Todos tus amigos…
—No podía —no dijo nada más, sentía el nudo en la garganta y la voz casi no le salía. «No puedo».
David puso las manos sobre la mesa, la copa que había sobre ella, decorada para disimular el borde de metal que atraía el imán, se movió sobre las letras. Sabía hacerlo funcionar, igual que sabía accionar el aire para que las velas se apagaran de pronto, igual que sabía dónde estaba el botón para que, al presionarlo, la lámpara del techo tintineara.
—¿De dónde has sacado esa chaqueta? ¿Has estado revolviendo los baúles del desván?
La chaqueta de seda roja. «Es mía, mamá, es mía».
Presionó el botón y la lámpara tembló en el techo. Su madre no extendía las manos hacia él. Su madre sólo veía un niño que estaba jugando con cosas que no entendía.
—David… ¿Qué ocurre? —ahora sí extendió la mano hacia él, no llegaron a tocarse.
La lámpara de bronce cayó del techo, miles de cristales se hicieron añicos. Ninguno de ellos le rozó, la sangre que los teñía de rojo era la de su madre.
—No puedo negarles nada… —dijo David, quería echarse a llorar.
No podía. Daban las doce. El mayordomo sonreía en las sombras. David contempló cómo las figuras fantasmales entraban en la habitación y tomaban asiento alrededor de la mesa.
© Copyright de Raelana Dsagan para NGC 3660, Noviembre 2017 [Especial Halloween]