Malaquías lee

 

Por A. J. Numan

Todo empezó con un manto que lo cubría todo de un negro total y absoluto, en un planeta abandonado.

—Malaquías, ¿eres tú? —pregunté a la oscuridad.

—Sí, sí, soy yo —rezongó mi compañero—. ¿Cuántas veces te he dicho que no grites? ¿Quieres un megáfono para anunciar que estás aquí?

—¿Y qué, si me descubren? Ojalá aparecieran los betas, al fin. Por lo menos así terminaríamos antes.

Malaquías no dijo nada. Sabía que no me gustaba que me dejara solo. Sí, entendía que era necesario. Teníamos que comer y beber, y yo, con mi ceguera, solo sería un estorbo en sus incursiones por la ciudad, por muy abandonada que estuviese. Pero que lo entendiera no quería decir que me gustara. Y era el único con quien pagar mi mal humor.

Me puse de pie, apoyándome en las estanterías. Mi mano reposó sobre los libros, y sentí el tacto de su esmerada encuadernación. Resbalé mis dedos sobre ellos, mientras avanzaba, paso a paso hacia el lugar donde había escuchado su voz. Apenas unos metros más adelante, Malaquías posó su mano sobre mi brazo. Nunca lo reconocería, pero me había extraviado una vez más. Con suavidad me guio hacia la gran sala central de la biblioteca. Una gran sala que nunca había visto.

Había perdido la cuenta del tiempo que llevábamos allí, en ese planeta, en esa ciudad, en esa biblioteca. Creía que cerca de un año. Y seguía desorientándome, en el interior del laberinto de estanterías repletas de libros, sin que lograra acostumbrarme a vivir en constante oscuridad.

—¿Qué has encontrado? —pregunté.

—Pollo —respondió él.

—¿Es que no comían otra cosa aquí?

Malaquías no respondió, pero escuché su suspiro y el ruido que hacía al sacar las latas de conserva de su fardo e ir poniéndolas sobre la mesa.

—Ayer vi una nave descendiendo en el sector más alejado de la ciudad. No pude distinguir quiénes eran. Para cuando llegué ya se habían ido. Pero debemos estar atentos, pueden volver.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes? —respondí, malhumorado.

—Porque no quería preocuparte. —dijo Malaquías.

—¿Y qué pasa, que has cambiado de idea?

—Quizás; no te vendría mal algo de precaución. Alguien podría asomarse por aquí cuando yo no esté.

—Sí, claro, Malaquías. Los betas van a entrar en la biblioteca, claro. ¿Para qué? ¿Para leer un ratito? —me reí.

Me estaba comportando como un auténtico imbécil. Y lo peor es que lo sabía. Ignoraba por qué mi compañero no había tirado la toalla ya. De ser él quien estuviera en mi situación, probablemente haría mucho tiempo que le hubiera abandonado a su suerte.

Solo Malaquías y yo sobrevivimos. Casi medio centenar de personas en la tripulación, y solo quedamos dos. Y uno de ellos, ciego. Podía ser peor, pero no se me ocurría cómo.

—¿Quieres cenar algo? —me preguntó.

¿Cenar? La pregunta me desconcertó. Probablemente había anochecido, y yo no me había dado cuenta. No era capaz de controlar el paso del tiempo sin pautas visuales, sin ser capaz de ver la hora en un reloj, sin poder observar como las sombras crecían gradualmente hasta que, donde antes había luz, ahora solo quedaba penumbra. No siempre había sido así para mí. Nadie llega a ser francotirador en el ejército estelar, grado experto, siendo invidente. Pero la última misión lo cambió todo. Fue en el primer enfrentamiento con los betas al salir del hiperespacio. Aquella batalla terminó en victoria, sí. Y con mi cara destrozada en la enfermería de la nave. Cirugía reconstructora ocular me dijeron. Que llevaría un tiempo, dijeron. Que apenas me daría cuenta. Última tecnología, era un chico con suerte. Todo eso dijeron.

Yo era un soldado, no era capaz de poner en duda lo que me decían los médicos. Me colocaron el casco, que ocultaba la parte superior de mi cabeza. Dentro estaban los nanos. No sabía qué eran, pero el doctor, con cierta displicencia me lo explicó: pequeños robots microscópicos que reconstruirían mis nervios oculares. Y ahí acabaron las explicaciones. No puse ninguna objeción; tampoco hubiera servido de nada. Poco después, la nave se estrelló, y ya no quedó nadie a quien pedir cuentas. Cuando Malaquías me rescató de entre los hierros retorcidos en los que se había convertido el orgullo militar de nuestra flota galáctica, aquel casco seguía firmemente encajado en mi cabeza. Nada pudimos hacer para librarme de él. Malaquías, en su momento, dedujo que cuando los nanos terminaran su trabajo, el propio mecanismo de aquel artilugio que tanta suerte había tenido de llevar encima, permitiría su apertura. Decidí creerle. Yo era un soldado, todavía. Estaba acostumbrado a creérmelo todo.

Menos que aquello que había para cenar fuera pollo.

Se me había pasado el hambre.

—Entonces, igual podemos leer un nuevo libro.

Hice un gesto de ambivalencia, pero Malaquías, a estas alturas, me conocía demasiado como para adivinar que no era más que una charada. Ansiaba que llegara la noche para escuchar su voz, tranquila y metódica, leyendo, para mí, las aventuras de personajes fantásticos en lugares extraordinarios. Las largas horas del día habían transcurrido lentas y pesadas: eran el mal trago que había de pasar antes de que llegara la noche y pudiera sumergirme en los relatos que la voz de Malaquías ponía a mi alcance.

—¿Qué te parece este? —dijo, mientras extraía un libro de la estantería— Moby Dick. De un tal Herman Melville.

Asentí. Era extraño. En mi planeta natal, nunca había sentido la menor inclinación por estas historias ficticias en las que ahora, cada noche, me perdía sin remordimiento. No era una afición que nuestra sociedad aprobara. Si en algún momento lo hizo, sin duda lo habíamos arrinconado al olvido. No se consideraba una costumbre honorable, al menos, desde el inicio de la guerra. Era —así lo afirmaban nuestros líderes— una distracción del verdadero objetivo: acabar con los betas. La ficción no ayudaba al esfuerzo bélico en el que debíamos sumirnos por culpa de nuestro cruel enemigo. Pero en un planeta abandonado, con un cacharro metálico en la cabeza, incapaz de ver siquiera lo que comía o dejaba de comer, dudaba que mi «esfuerzo bélico» pudiera contar ya para mucho en los planes de nuestros capaces dirigentes.

—«Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente —teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo…» —comenzó Malaquías.

A partir de aquel momento, nada más existía. El universo se limitaba a Malaquías, su voz, y la historia que leía.

Malaquías no se limitaba a leer, sino que se convertía, de alguna forma, en los distintos personajes. La voz de mi compañero, y mi respiración contenida, eran los únicos sonidos que se escuchaban en la biblioteca. La noche en aquel planeta era larga y silenciosa. Del silencio tenía la culpa la guerra, aquella guerra omnipresente que nos enfrentaba a los betas. Los habitantes de aquellas ciudades, ahora deshabitadas, habían tenido la mala fortuna de encontrarse entre ambos bandos. Su declarado pacifismo y su estoica neutralidad no les había servido de mucho: tanto los betas como nosotros, en macabra alternancia, habíamos terminado destruyendo sus ciudades, en retribución por no declarar su lealtad a un lado u otro, según tocara. Los supervivientes, al fin, habían decidido abandonar su propio planeta. Habían dejado atrás, vacíos y fantasmales, sus imponentes edificios —los pocos que nuestros bombardeos no habían derruido, como aquella biblioteca en la que estábamos— en busca de algún lugar alejado de la contienda, al otro lado de la galaxia, donde intentar vivir en paz.

Aquello, al menos, era lo que me contaba Malaquías. Yo no tenía idea ni de en qué planeta estábamos ni de la raza alienígena de la que me hablaba. Aunque no lo debatíamos con asiduidad, pronto me di cuenta de que el odio que yo sentía, que todos debíamos sentir hacia los betas, no era compartido por mi compañero. Aquella forma de pensar no solo era extraña para mí: era una auténtica blasfemia. Hasta aquel momento no había conocido a nadie que pusiera en duda las consignas que habían dirigido a nuestro pueblo al glorioso lugar en el que se encontraba. Eso decían.

Tácitamente, habíamos decidido no hablar de aquello. Por mi parte, no me quedaba más remedio. Dependía de Malaquías para todo. Tras rescatarme, me había conducido hasta la biblioteca de aquella ciudad —según me había confiado, era prácticamente el único lugar que todavía contaba con un techo bajo el que guarecerse—. Allí vivíamos, rodeados de libros. Era la primera vez que yo entraba en una biblioteca. Ni siquiera sabía que existían.

La convivencia con Malaquías no siempre era fácil. Recordaba el día en que a punto estuvo de abandonarme a mi suerte. No sería capaz de identificar la fecha en la que ocurrió. El calendario, había dejado de tener sentido hacía tanto… Ahora medía el tiempo según el libro que leíamos. Fue el día en que comenzamos con Scaramouche.

«Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio». Así empezaba Rafael Sabatini su relato. Malaquías hizo un alto en su lectura. Según decía, aquella era su frase favorita para comenzar una historia. Afirmaba que todas esas aventuras que nos contaban los libros habían sido famosas alguna vez, en un remoto pasado, pero las habíamos olvidado. No solo eso: habíamos relegado al olvido también lo que significaba que alguien nos entretuviera con la palabra. Yo le contesté que tampoco era para tanto: al fin y al cabo, aquellas historias no eran más que mentiras que alguien escribió un día demasiado lejano. Lo importante era estar preparados para derrotar a nuestros enemigos en el combate. Malaquías dejó escapar un suspiro tristísimo.

—¿Qué harías si te tropezaras con un beta indefenso y malherido? ¿Intentarías salvarle la vida? —preguntó.

—Jamás —contesté con rabia— Lo remataría allí mismo.

Si hubiera podido verle el rostro, estaba seguro de que en él se mostraría la estupefacción ante mi ardor guerrero. Ya lo he dicho antes: yo era un soldado. Es lo que se supone que debía responder. Es lo que familia y amigos, profesores, compañeros, y superiores esperaban oír de mis labios. Pero a estas alturas, esas palabras sonaban huecas y vacías incluso para mí. Escuché cómo mi compañero cerraba el libro, en silencio, y me dejaba. No sé cuánto tiempo se fue. Mucho. Quizás días. Llegué a creer que moriría allí, solo, de hambre y sed. Y, sin embargo, no era eso lo que me hacía arrepentirme de aquello que con tanta pasión había pronunciado. Era algo mucho más complicado, algo que crecía en mi interior y que me hizo darme cuenta de que, finalmente, había dejado de ser un soldado. Ya no creía en mis palabras porque, la verdad, ya habían dejado de ser mías y quizás nunca lo fueron.

Malaquías volvió un día, sin previo aviso, y volvimos a nuestra vida anterior. Como si nada hubiera pasado. Pero nunca retomamos Scaramouche.

Hacía tiempo de aquello. Desde entonces habíamos leído Viaje al Centro de la Tierra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cien años de soledad y Orgullo y prejuicio. Ahora, en plena lectura de Moby Dick me quedé dormido, al arrullo de la voz de Malaquías, el penúltimo día de nuestra propia historia.

Un pitido intermitente me despertó. Aquel ruido provenía del casco que aprisionaba la parte superior de mi cabeza. Mientras entraba en pánico, escuché los pasos de Malaquías acercándose.

—Tranquilo —me dijo, mientras movía mi cabeza con suavidad a uno y otro lado, examinando la razón por la que aquella desesperante alarma había decidido disturbar la paz matutina.

El tiempo transcurrió despacio mientras el pitido multiplicaba mi ansiedad, y Malaquías comprobaba el maldito artefacto.

—Ha aparecido un contador digital en un lateral. Veintitrés cincuenta y nueve, y bajando. Creo que significa que en veinticuatro horas el casco se abrirá al fin. Enhorabuena —dijo finalmente mi compañero, al tiempo que el irritante pitido se detenía.

—¿Enhorabuena? —pregunté sin saber por qué me felicitaba.

—Significará que los nanos han terminado su trabajo, y podrás ver de nuevo.

Suspiré aliviado. Podía significar lo que afirmaba Malaquías, o simplemente podía ser que la batería de aquel cacharro se había agotado. En cualquier caso, una luz de esperanza se encendió en mi interior. ¿Y si finalmente quedaba libre de la tortura en que se había convertido aquel aparato?

—Voy a salir —me dijo mi compañero— Habrá que buscar algo con lo que celebrarlo.

Asentí. Ahora que en menos de veinticuatro horas podría volver a ver, no tenía miedo a quedarme solo. ¿Qué podía pasar cuando estaba tan cerca de recuperar la vista? Escuché cómo hacía los preparativos y abandonaba la biblioteca. Esperé unos minutos, para asegurarme de que, en efecto, se había ido, y con cuidado, me dirigí hacia donde, aún con el temor a volver a perderme, esperaba que estuvieran las estanterías. Alargué mi mano y con las puntas de los dedos toqué aquellos libros cuyos dueños habían dejado atrás. Sentí la rugosa encuadernación de cuero de muchos de ellos. En unas horas quizás sería capaz de leerlos por mí mismo. ¿Dónde había quedado aquel soldado que con tanto orgullo clamaba que las historias que contenían no eran más que adornadas mentiras?

Sonreí para mis adentros. Quedaban menos de veinticuatro horas para recuperar la vista, y no había pensado en visitar los restos de la nave, donde yacían mis antiguos compañeros, o echar un vistazo a aquella ciudad abandonada y, según contaba Malaquías, fantasmal. No se me había ocurrido contemplarme a mí mismo en el espejo, y descubrir cómo había cambiado en el tiempo que llevaba aislado del mundo. Ni siquiera averiguar realmente lo que estaba comiendo —no me cabía la duda de que no era realmente pollo lo que Malaquías traía de vuelta en sus escapadas—. Cogí uno de los libros de las estanterías, y lo abrí. Toqué sus páginas, las olí, escuché casi con reverencia cómo sonaban al pasarlas. Decidí que, lo primero que haría cuando pudiera ver, sería leer ese libro que sostenía ahora mismo en mis manos.

El tiempo transcurrió lento, como siempre que no puedes invertirlo en algo. Sabía que habían pasado horas desde que Malaquías se había ido, porque mi estómago empezaba a clamar por algo de comer. Con cautela, conseguí volver por mí mismo hasta la parte de la biblioteca donde almacenábamos la comida. A tientas, alcancé una de las latas de conserva que Malaquías había traído, y calmé algo el hambre. Con el maldito pollo.

Me extrañaba la tardanza de mi compañero. No solía retrasarse tanto sin una buena razón. ¿Quizás habría vuelto la nave de la que me había hablado el día anterior? Apenas había pensado en ello, tan excitado como estaba ante la posibilidad de recuperar la vista. Llevaba casi un año esperando un rescate, tanto que a veces parecía un sueño lejano. La nave de la que Malaquías me había rescatado tenía que haber radiado la alarma y la posición al encontrarse en situación de emergencia. Era el procedimiento habitual. Tarde o temprano alguno de los nuestros aparecería para comprobar qué había ocurrido, nos encontrarían, y finalmente saldríamos de allí. Escaparía de aquel lugar, y relegaría todo aquello al recuerdo, como una pesadilla de la que al fin despiertas. Cabía otra posibilidad, sin embargo, bastante menos halagüeña. Que fueran los betas los que decidieran asomarse a este planeta abandonado.

Pasé la noche —creía que era la noche— en vela, preocupado. No me atrevía a abandonar la biblioteca y salir a buscar a mi compañero. Si allí mismo me extraviaba, ¿qué sería de mí en el exterior? De pronto, el pitido de mi casco me sobresaltó. Recordé, entonces, el contador que había descrito Malaquías. Probablemente, ya habían transcurrido veinticuatro horas desde la mañana anterior, y el mecanismo anunciaba que iba a desbloquearse. Me autoconvencí de que esa era la única explicación posible. Aun así, contuve la respiración. Casi me echo a reír imaginándome que el casco explotaba, volándome la cabeza y acabando mis días de aquella forma tan estúpida.

Justo en ese momento, oí también, un ruido que no procedía del casco. Venía de la entrada de la biblioteca. Alguien intentaba entrar. No podía ser Malaquías: él era siempre silencioso. El casco dejó de pitar y un mecanismo, dentro de él, pareció activarse. De repente, una presión a la que ya me había acostumbrado, y que aprisionaba la parte superior de mi cabeza, desapareció. Me llevé las manos al casco y esta vez fui capaz de deslizarlo hacia arriba, liberando por fin mi cara de aquel artilugio.

Otro ruido en la entrada. Abrí los ojos.

Una explosión de luz estalló en mi cerebro. Tanto tiempo a oscuras, sin duda había provocado que me acostumbrara a la oscuridad absoluta, por lo que la luz que entraba en la biblioteca era excesiva para mis ojos. Debía acostumbrarme paulatinamente a ver. Tendría que aprender de nuevo, poco a poco.

Pero no había tiempo.

Escuché pasos acercándose y voces susurrando.

Me enfrenté a la blanquísima claridad que inundaba mi campo de visión. Las lágrimas acudieron rápido a mis ojos, instándome a cerrarlos, pero resistí la tentación. A duras penas, las imágenes tomaron forma. Vi por primera vez el interior de la biblioteca en la que había vivido los últimos meses, el polvo flotando en el ambiente, las telarañas colgando en los altos techos. Vi mi lecho, en el que había dormido cada noche. Sobre la mesa, las latas de cuyo contenido me había alimentado y que Malaquías aseguraba que era pollo. Por las imágenes de la etiqueta, si en este planeta aquello era un pollo, definitivamente no quería encontrarme con uno de ellos. Junto a las latas se encontraba una de las armas que Malaquías había recogido de las ruinas de la nave. La cogí. Levanté la vista, y vi, al fin, la galería entre cuyas estanterías repletas de libros me perdía a diario. Allí estaría oculto, al menos el tiempo necesario para decidir qué hacer.

—No veo a nadie. Creo que esto está vacío. Hubiera jurado que sonaba alguna clase de alarma —dijo una voz.

Me asomé con precaución entre los huecos que dejaban los libros en la estantería. Eran dos los visitantes. Era fácil localizarlos por las linternas que utilizaban para alumbrar su camino. Me pregunté para qué las necesitaban, si había tanta claridad en la biblioteca que yo apenas podía mantener abiertos los ojos. Pronto caí en la cuenta. Por primera vez me percaté de que no había ventanas que dejaran entrar la luz. Probablemente, para cualquiera que no fuera yo, aquel lugar estaba en penumbra. Pero yo llevaba tanto tiempo acostumbrado a una oscuridad tan absoluta que, para mí, era como estar a pleno sol.

—¿Crees que el beta que encontramos estaba solo? —preguntó otra voz.

—No me extrañaría. —respondió el primero con cierta sorna— Podríamos interrogarle, pero no creo que esté en condiciones de responder muchas preguntas.

A pesar de lo tenso de la situación, mi cerebro procesó lo que mis ojos veían y lo que mis oídos escuchaban a toda velocidad. Me aferré a mi arma con rabia. Aquellos dos visitantes que habían entrado en la biblioteca eran de mi raza, sí. Y habían encontrado un beta. No era complicado atar cabos. Me lo había negado a mí mismo hasta ahora, aunque, en el fondo, ya hacía mucho tiempo que sabía la verdad. Malaquías era un beta.

Estaba seguro de que era de él de quien hablaban. Aun así, lo que sucedió a continuación no fue consecuencia de mi sentido del honor ni producto de mi lealtad hacia mi compañero. He de confesar que no pretendía realmente vengarlo. Lo que ocurrió fue mucho más egoísta y prosaico: en aquel preciso momento tuve la revelación de que, si me encontraban, me vería obligado a abandonar la biblioteca. Volvería al ejército y a la guerra, a matar a seres como Malaquías, o a ser matado por ellos. A creerme lo que me contaran. A olvidarme de mundos ficticios, de historias inventadas. Y no quería. Si me quedaba aquí, sin embargo, podía dedicarme a leer todos y cada uno de los libros entre los que me escondía. Por el resto de mi vida. Y me di cuenta de que era aquella la opción por la que estaba dispuesto a jugármelo todo. Y para ello, tendría que volver a ser un soldado, aunque solo fuera por unas horas.

Salí de mi escondite y apunté al primero de ellos. Apreté el gatillo y el láser que escupió mi arma con cruel eficiencia le atravesó el pecho, sin darle siquiera tiempo a darse cuenta de lo que había pasado. Su compañero, sorprendido, intentó responder al fuego, pero en las sombras de la biblioteca, no era capaz de verme con claridad. Su descarga láser, aun así, pasó a escasos centímetros de mi cabeza, agujereando los libros de la estantería superior, llenando la estancia de olor a papel quemado. Disparé de nuevo. Mi contrincante cayó al suelo, mortalmente herido, probablemente en la creencia de que era un beta el que acababa con él. No me tomé la molestia de sacarlo de su error cuando unos segundos más tarde le libraba de todo sufrimiento con el tercer disparo de mi arma.

Si la claridad en el interior de la biblioteca me había parecido una tortura, aventurarme al exterior se convirtió en el equivalente a adentrarme en un infierno de intensísima blancura. Pero tenía que encontrar a Malaquías, vivo o muerto. Confiaba en que los únicos soldados en la zona fueran los que ahora yacían en la biblioteca.

No me fue difícil dar con él. Simplemente tuve que seguir el rastro que su sangre había dejado en la calle mientras se arrastraba hacia algún punto que nunca adiviné. Su cuerpo estaba destrozado, y la vida se le escapaba por múltiples heridas. No obstante, al sentirme cerca abrió los ojos y una sonrisa se formó en su cara.

—Temo decirte que eras más guapo antes, cuando no se te veía la cara. —bromeó con una voz débil, apenas audible.

No pude evitar reírme. Precisamente un beta me hablaba de belleza. Malaquías, como todos los de su raza, solo contaba con dos ojos y carecía de las protuberancias óseas en ambos lados de la cara, por no hablar del exceso de dedos en sus manos —cinco en lugar de tres, quién sabe para qué necesitaban tantos—, o sus colmillos atrofiados… Ellos se llamaban a sí mismos humanos. Para nosotros siempre fueron una versión fallida de la evolución. Versiones que nunca pasaron del beta.

—Tranquilo —susurré, acariciando su fea cara— No es nada. Pronto estarás de vuelta leyéndome otra vez los malditos libros. Quedan muchos en la biblioteca.

—¿No estarás llorando por un beta? —rio al ver cómo mis ojos se inundaban de lágrimas.

—Ni de broma —mentí, otra vez— Es la claridad, demasiada luz.

La risa de Malaquías se tornó en una tos oscura. De su boca brotó una sangre espesa y esclarecedora de lo cerca que estaba ya su final.

—Tengo una confesión que hacerte —continuó, recuperando el aliento— Abre mi abrigo, y coge el libro que hay en el bolsillo interior.

No quería hacerlo. No quería estar allí, viendo cómo mi amigo se moría en una calle sin nombre. Quería llevarlo a la biblioteca, intentar salvarlo de alguna forma. Pero sabía que no aguantaría. Él, sin embargo, ya había aceptado que aquel era su final, así que decidí hacerle caso. Introduje mi mano en el bolsillo de su abrigo y de él extraje un libro pequeño y gastado. Las tapas estaban manchadas de su propia sangre.

—«Las mejores frases iniciales en la novela clásica» —recitó mi amigo, de memoria— Me temo que es lo único que te pude leer.

Miré al moribundo Malaquías sin comprender.

—Lo siento, los libros de la biblioteca están escritos en el idioma del pueblo que la construyó —continuó con un hilo de voz—. Sus símbolos son indescifrable para mí. El libro que tienes en tus manos es el único que poseo; el único que conseguí en mi mundo natal. Allí también han acabado con todos, como si tuvieran miedo de que, leyendo las fantasías de antaño, terminemos olvidándonos de esta guerra sin sentido. Lo guardé como un tesoro durante toda mi vida. Con excepción de los manuales de combate y las instrucciones sobre cómo acabar con el enemigo, es el único libro que he leído, una y otra vez. No es difícil, son apenas veinte páginas.

De nuevo tuvo que detener su discurso por la tos. Temí que aquel fuera el final, pero apretando mi brazo con fuerza, se rehízo y continuó.

—Todos los libros que hemos estado leyendo… me temo que simplemente te leía la primera frase, tal y como aparecía en mi libro, como si la leyera del que elegíamos al azar en la biblioteca. El resto me lo inventaba.

No podía creerlo. Durante casi un año, Malaquías me había engañado, haciéndome creer que cada noche me leía novela tras novela. Había llenado mi noche de fantasías, de historias increíbles que, a excepción de la primera frase, tan solo estaban en su cabeza. Historias que él había imaginado y que a partir de ahora solo yo conocería.

—No ha estado mal, para ser un beta, ¿verdad? —me dijo.

Iba a responderle que, en efecto, no había estado nada mal, pero en aquel momento Malaquías dejó de respirar. Se fue así, calladamente, sin más drama. Hubiera querido decir que con una sonrisa, pero quién sabe: era un beta, a saber cómo sonríen.

Me quedé allí un buen rato, abrazado a mi amigo, hasta que la luz del sol de aquel planeta empezó a retirarse. No pude preguntarle por qué me salvó, ni de dónde había salido. ¿Fue él el causante de que mi nave se estrellara? ¿Tenía su propia nave lista para escapar de allí y nunca lo hizo, por mí, o simplemente se encontró tan atrapado como yo lo estaba? No lo sabía, y nunca llegaría a hacerlo.

En los años que siguieron, escribí las historias que Malaquías, con títulos prestados, inventaba cada noche. También, tras muchos años, encontré la forma de aprender el idioma de los antiguos habitantes de aquella ciudad abandonada, y por fin pude leer los libros de su biblioteca. No todos. Todavía me quedan muchos por terminar. ¿Estará entre ellos Scaramouche? Quién sabe. Quizás a alguno de los antiguos moradores de estas tierras le diera por traducir los clásicos de los betas.

Y hoy, que me asalta la nostalgia, me sentí con ganas de contar otra historia. La mía. La que viví cuando Malaquías me leía libros inventados, en una biblioteca de un planeta abandonado, cuando un manto lo cubría todo de un negro total y absoluto.

© Copyright de A. J. Numan para NGC 3660, Mayo 2018