Lo que ve el pincel de Dios

 

Por Juan Antonio Fernández Madrigal

Sol de oro. Cálido despertar. Trazos purpúreos de sostén para mis párpados. Pastoso abrir de iris y rotar como ruleta del ojo de Horus repartiendo reflejos de cristal inexistentes en este mundo. Celosía de mis pestañas entrecruzando las visiones de mariposas, desierto, acacias implorantes y arena ocre sangrienta, caldo de cultivo de los más primitivos genes. Aromas calientes de la madre tierra sobre la que un día sus gentes se alzaron bípedos y alzaron su orgullo.

 

Vendrán. Con sus pieles teñidas de rojo y negro, sus vestidos teñidos de negro y rojo, sus espaldas trazadas en blanco por los ritos ancestrales y las jerarquías. Sus cabellos trenzados con jugos vegetales que entorpecen la labor del viento. Sus ojos azabache protegidos por pinceladas de azabache bajo los párpados de piel azabache que impiden que el sol de oro los condene eternamente a la negrura azabache de la ceguera.

Todo se cierra en el Uno. Al salir de mi huevo-transporte y pisar el suelo de este mundo lo he sentido más que nunca.

Los cánticos se acercan, y las durezas rugosas y calientes de los pies.

Mastico las hojas secretas. Los flujos se adentran dendríticos por las rugosidades de mi lengua, atraviesan las ramificaciones de mis nervios y se posan en los receptáculos de la arbórea sede de mis pensamientos. Los jugos se deslizan por mi consciencia para lubrificarla.

 

Sol de oro evaporando los jugos y mutando sus efectos para llegar a lo desconocido. Confluencia de los elementos para poder vislumbrar el núcleo del Uno, aún de lejos, admirarse, retractarse y retirarse finalmente como la serpiente que encuentra a un enemigo invencible, pero al conocer su existencia, ya es más fuerte. La aceptación de la debilidad hace más fuerte.

 

Gracias a los jugos sagrados puedo recordar, después de este largo viaje.

Allá en las brumas del mito, donde se encuentra el Círculo de los Fazedores de Teogonías, a algunos pársecs del Consejo de Cosmógonos y de los inquietantes Trazadores Escatológicos, donde dos estrellas danzan en la distancia bajo los auspicios de las galaxias derviche, de allí provengo. Rossiskaya es un lugar tenebroso, inhóspito: las visiones que surcan mis párpados delinean sólo negro, brumas malolientes y domos semienterrados. Poca luz en Rossiskaya cría hipersensibles nervios ópticos y lóbulos cerebrales de visión casi vírgenes: el sustrato perfecto para armar los lienzos teogónicos, que se imprimen en cerebros calientes, como el mío, bajo los suspicaces reflejos de las cúpulas de vanadio-acero de los palacios de los Zares estelares. Pueden así ser enviados lejos del planeta, lejos del sistema, lejos de las galaxias derviche. Los trazadores llevamos en nuestras cabezas los lienzos hasta sus destinos, viajamos años-luz en suspensión de conciencia para evitar la contaminación mental del trayecto y llegar puros. Una vez allí, una vez aquí, abrimos los ojos.

Yo veo:

 

Sol de oro. Cielos de oxígeno puro y nitrógeno puro y otros gases en proporciones inéditas más allá del Cinturón Estelar de Iovah. Delicados insectos corpúsculo, danzantes como partículas de color olvidadas por quien diseñó este mundo, abandonados antes de adquirir su porción de consciencia, y por tanto plenos y felices. Granos de cálido sílice que raspan y agujerean la piel pero al mismo tiempo sostienen la vida con su calor e incompresibilidad. Y seres anhelantes.

 

Los seres anhelantes son la llave que abre otro de mis recuerdos; hacen que se desborde la presa energética que protege el lienzo dentro de mi cabeza. Pues, ¿qué es el origen del mito sino el deseo vehemente? Los moldes de esos seres anhelantes o llaves fueron fabricados por los Fazedores de Teogonías gracias a los productivos viajes de las Apis del Éter, que en sus caóticas rutas hacia sus inescrutables alimentos, cabalgando sobre corrientes de vientos solares, yendo de flor en flor sobre caminos de partículas de polen cósmico, arriban a lugares remotos y olvidados de los que se impregnan, portando sus esencias de regreso a sus hogares. Y llegando estas esencias al Círculo, las llaves se modelan sobre sus delicadísimas mezclas.

El lienzo que porto en el interior de mi cabeza fue bien urdido. Las imperfecciones de sus fibras encajan perfectamente con las correspondientes llaves. Ellos aún no han llegado: las llaves, los que corren bajo este sol insoportable; pero ya siento la presa pugnando por desbordarse.

Cuando aparezcan se detendrán ante mí. Se acercarán atraídos por sus tradiciones: el lienzo estableció el punto de mi llegada, donde sus ancestros indicaron que alguien como yo vendría.

Todo es un círculo perfecto que se cierra muchas veces, y nosotros dominamos los cierres: las Apis se impregnaron de sus tradiciones; los Fazedores hicieron las mezclas; cerca de los palacios de los Zares impregnaron mi mente; yo vengo con el lienzo adecuado. Todo es el Uno.

Cuando las llaves abran la presa energética que protege al lienzo, comenzaré a trazar.

El primer trazo hará que me adoren. Aun sin conocimiento de las finas estructuras del lienzo, ese paso previo de la adoración será inevitable. No será difícil tornar luego mi papel de supuesto dios en el de simple enviado; lo complicado será crear la figura de un Dios Único. Siempre lo es; donde los Fazedores se emplean a fondo y se juegan su prestigio.

(¿Estarán los Fazedores atentos desde sus observatorios? ¿Confiarán, por el contrario, en futuros viajes de las Apis? Quizás para entonces no me importe, este sol es demasiado fuerte para mi cerebro).

Cuando las llaves, ellos, con sus cuerpos musculosos garabateados de signos aún sin significado, porque se los pondré yo en el mismo momento en que comprendan que he venido de mucho más lejos de donde pueden imaginar sólo con el objetivo de llenar sus vidas, cuando, iba diciendo, me acepten en mi papel de mensajero, comenzarán las verdaderas enseñanzas. La etapa más larga, la más fructífera. Dibujaré nombres nuevos para sus símbolos, y significados nuevos para sus nombres, y nombraré de nuevo su tierra, su aire, su sol, a la par que recorra la textura del lienzo de mi mente, y todas esas cosas crecerán con ellos y de mí, y así seré la boca pincel que diseñe arabescos con los pigmentos de las palabras y los gestos. Y, a medida que el lienzo vaya siendo decorado, será más fácil trazar y dibujar, y mi energía disminuirá por cederla al lienzo teogónico, lo que acelerará mi fin.

Finalmente, todos ellos creerán: el mito estará convenientemente dispuesto y los Fazedores de Teogonías habrán culminado su labor. Momentos propicios vendrán más adelante en los que los restantes Cuerpos hagan su trabajo: el Consejo de Cosmógonos enviará a sus príncipes para situar en el esquema de las cosas cada esfera celeste, cada astro radiante y cuerpo espiritual. Catástrofes arreciarán durante las que los Trazadores Escatológicos se desempeñarán bien para fijar los tintes de la obra con los oscuros barnices de las postrimerías del fin del mundo. Civilizaciones enteras en este anodino lugar creerán, portarán sus creencias, las modificarán, vivirán con ellas y para ellas, morirán por ellas, emplearán, en resumen, energía en levantar sus propias rejas invisibles, sus propios límites. Un trabajo fascinante, de resultados admirables.

Todo ello no lo viviré yo, aunque sabré que no habría sido posible sin mi lienzo.

Ahora entrecierro los párpados de nuevo y alejo todos los pensamientos hacia un lado, tratando de dejar bien despejada la cerradura de mi mente para cuando lleguen.

Alguno se me escapa. Hay veces que he pensado en si nosotros mismos, los que venimos de más allá del Cinturón Estelar de Iovah, estaremos limitados también por rejas que no vemos, construidas por otros lienzos más grandes, incluso a pesar de nuestros inmensos conocimientos y nuestro irresistible poder de creación de mitos. A veces un regusto amargo baja por mi garganta y mis ojos atrofiados creen dibujar líneas paralelas y rectas que se elevan alrededor de mí hacia el cielo, hacia el espacio, más allá de las galaxias derviche; una cárcel infinita construida por seres inimaginablemente poderosos e inescrutables.

Esos pensamientos no llevan a ninguna parte. Los mitos son incognoscibles para los que creen en ellos, por definición. Y los creadores de mitos deben estar mucho más lejos que los propios mitos, del mismo modo que el Círculo de Fazedores de Teogonías está mucho más lejos que éstos que vienen a mí.

Por eso debo dejar de pensar. He de concentrarme en los pasos que ya se escuchan claramente, en la nube de polvo ocre que comienza a vislumbrarse en el horizonte. En mi papel de trazador.

 

Sol de oro. Cálido despertar. Brumas de arena se levantan al ritmo de pies callosos y oscuros que les llevan a su destino. Su destino, yo, yace sentado a la sombra de la acacia y de su nave estelar azabache que les da la bienvenida en la distancia con su forma ovoide primordial e inaccesible. La presa de energía tiembla en mi mente anhelante, sincronizándose con los anhelos de los que se aproximan, preparándose para liberar los pinceles cósmicos de marfil divino y los colores de loto que dibujarán a sus dioses. Mi viaje termina. Nuevos mitos comienzan.

© Copyright de Juan Antonio Fernández Madrigal para NGC 3660, Julio 2016