Por Guillermo Arbona
Se habían dejado el portal abierto y solo por curiosidad entré. De otra forma, quizás me hubiese olvidado de la idea del suicidio y me hubiera quedado en casa viendo algo de telebasura. Brindándome otra oportunidad.
El caso es que ya estaba allí y el echarse para atrás no era una opción. Cerré la puerta y avancé hasta el bordillo de la terraza. El ambiente estaba frío. Se cocía algo de humedad en el ambiente. Respiré despacio intentado guardar en cada recodo de mi pecho (por última vez) la poca pureza que venía cargada desde el cielo.
Miré a un lado y a otro, buscando algo que me hiciera retroceder, pero no encontré nada. Todas las ventanas se mantenían cerradas y a oscuras. Si acaso recuerdo un par que se mostraban con una tenue luz. Seguramente los inquilinos se habían quedado dormidos viendo la televisión.
Bueno, al menos así no verán cómo un hombre se lanza al vacío, pensé.
Miré hacia abajo: era una buena caída. No había forma de sobrevivir. No habría ni dolor ni ninguna segunda oportunidad. Era fácil y rápido. Justo lo que andaba buscando. Apoyé un pie en el muro impulsándome hacia arriba y balanceándome un poco de adelante hacia atrás. Fue un gesto ridículo por mi parte. Qué más daba, si de todas formas me iba a matar. Clavé la mirada hacia el frente. El cielo estaba ennegrecido al igual que la ciudad. Era como saltar sobre un gran pozo oscuro. Ni siquiera me enteraría.
Bueno, era el momento.
Comencé a dejarme caer hacia delante, sintiendo cómo el aire me acariciaba la nuca. Justo en el momento en el que iba a dejar de estar apoyado en el pequeño muro de piedra una mano me agarró de la chaqueta, haciendo que quedara mi cuerpo suspendido en la inmensidad de la oscuridad. Lejos de sentirme agradecido, sentí miedo. Los grandes y fríos brazos que me sujetaron me volvieron a subir hacia arriba y me dejaron caer en el suelo de la terraza. Caí de espaldas, dándome un terrible golpe en la nuca.
«¿Quién eres?» pregunté. No pude reconocer el rostro del improvisado salvador de mi vida. Las luces del portal me daban de lleno y solo podía distinguir una deforme silueta. Aquello, fuera lo que fuese, no era humano.
Entorné los ojos intentando distinguir de qué se trataba, pero me fue imposible. Antes de que pudiese formular de nuevo la pregunta una tosca extremidad me tapó la boca. Era fría y dura, como si aquella garra fuera de piedra. Sentía que me ahogaba. El hedor de aquella supuesta mano era insoportable. Sentí un sudor frío recorrer mi espalda y el corazón palpitar en mi garganta. Intenté zafarme dando puñetazos al aire, pero no lograba golpear a nadie. Era como si fuese invisible y transparente. Las venas de mi cuello palpitaban de puro nervio sin dejar de mandar sangre a mi cerebro en un intenso frenesí. Me sabía la boca a metal y cenicero.
Sentí que mi cabeza me abandonaba, que volaba muy lejos de mi alma. Además, vi cómo mi cuerpo se elevaba hacia el negro cielo sin estrellas mientras yo me quedaba con un hilo de saliva roja en la comisura de los labios y con un gesto de muerte en los ojos.
La maldita garra no aflojaba la fuerza ni un ápice, haciéndome añicos la garganta y dejando cuatro medias lunas marcadas en mi piel.
Me dejé llevar. Me abandoné a mi suerte. No podía luchar contra algo qué desconocía qué era. Era una estupidez continuar resistiéndome a tal fuerza.
Justo antes de cerrar los ojos para siempre logré ver de nuevo la puerta por la que había entrado. Ahora sí pude percatarme —gracias al reflejo de un gran ventanal— de que las letras no estaban en el sentido correcto. No era ORIOTAGRUP. Lo que realmente había escrito en aquella puerta era: PURGATORIO.
Y allí me quedé, durante el resto de la eternidad.
© Copyright de Guillermo Arbona para NGC 3660, Enero 2018