Leyes de Mercado

 

Por Santiago Eximeno

Nos encontramos en el mercado con Pelayo, el padre de la Teresita; desnudo como había venido al mundo. Aquello que recorría su cuerpo no eran estrías y arrugas, aquello era un mapa geográfico engurruñado a conciencia. Pelayo, a sus ochenta y tantos años, se había encaramado al frontal del puesto de la frutería y se había sentado entre plátanos maduros y naranjas de piel brillante, de esas que llegan de cualquier parte del mundo. Su trasero se sostenía en precario sobre la mitad recién cortada de una sandía. Esa mañana yo acompañaba a mi madre a hacer la compra. Lo primero que pensé fue que Pelayo podía coger un resfriado. Mi madre, menos dada a las reflexiones vacuas, gritó. Eso de que yo hubiera vuelto a casa, a mi antiguo cuarto, después del divorcio, la tenía un poco de los nervios. Me había obligado a acompañarla con la excusa de que tenía que llevar peso —la mujer ya había pasado de los sesenta y las articulaciones le dolían día sí, día no—, pero la realidad era que por mucho que yo dejara parte del sueldo en casa, me había convertido en un parásito de treinta y siete años. Así que forzarme a salir a la calle era su forma de recordarme que vivía bajo un techo que nunca había sido mío.

Pelayo sonreía como un niño. Se llevaba fresas de invernadero a la boca y dejaba que rezumaran entre sus labios. Asqueroso, sí, aunque reconozco que toda aquella imaginería provocaba cierta ternura. El frutero le había fabricado a Pelayo una especie de corona con mondas de frutas. No había burla en ello, más bien cierta adoración en su mirada. La mirada de un devoto cuando descubre que el anciano desnudo que lleva toda la vida comprando su mercancía es, en realidad, una persona sagrada. Para mí la realidad era más prosaica. Aquel tipo que se había orinado encima mientras hacía malabares —excelentes malabares, todo sea dicho— con cuatro naranjas tenía de santo lo que yo de buen hijo. Aquel tipo era un desquiciado de manual. Quizá por eso no me sorprendió la llegada de la policía, dos agentes que hablaban por radio con la central mientras invitaban a Pelayo a bajar. Ya se había arremolinado alrededor un buen puñado de gente, de esos que compran los sábados por la mañana. Una fauna variopinta que se choteaba del viejo. Pero también había otros que aplaudían, que lloraban, que querían tocarlo y que él, el santurrón, los tocase. Uno de los agentes, el de las espaldas de nadador y gafas de sol, se arrodilló delante de Pelayo y le dio un beso en el dedo gordo del pie. Mi madre y yo decidimos que terminaríamos la compra en el supermercado de enfrente.

El día siguiente fue, si cabe, peor. Sobre todo porque era domingo, día de descanso que las grandes superficies le habían birlado a los pequeños comercios. Adiós a las buenas costumbres. Yo quería dormir hasta la hora de comer, pero mi madre necesitaba volver al mercado. Traer naranjas de la china para el zumo del desayuno. Y, claro, saber qué había pasado con el loco. Cuando llegamos allí una multitud pequeña, de esas de barrio obrero, se amontonaba a las puertas. Tuvimos que discutir a gritos para poder entrar. Que no queríamos ver al santo. Que íbamos a por boquerones. Se había formado una cola espontánea desde la entrada hasta la frutería. La gente traía ofrendas para Pelayo, que ya no estaba desnudo. Todavía sonreía como un niño y jugaba con melocotones, de esos demasiado gordos para estar buenos. Pero también tenía tiempo para acariciar el cabello de una anciana, para besar la frente de un niño que los brazos de sus padres le ofrecían. Me fijé en las ofrendas. Se amontonaban a sus pies. El frutero, previsor, había dejado un par de cajas vacías para recogerlas. Había monedas. Billetes. Un móvil. Y muchas cosas más. Muchas. De las que brillaban y te hacían brillar de envidia.

Volvimos a casa sin los boquerones ni las naranjas. Mi madre preparó una tortilla para comer y me reprochó de nuevo mi desapego. Mi vaguería. Yo mencioné al Pelayo para romper el hielo. ¿Qué mejor que bromear sobre un desquiciado para cambiar de tema? Pero ella ya no lo veía igual. Pelayo estaba haciendo algo. Algo importante. Quizá no de la forma que todos esperaban, quizá no de la forma tradicional. Aportaba. Había alegría en las personas que iban a verlo, había esperanza. Eso me decía mientras me apartaba la botella de vino para que no me sirviera otro vaso.

En fin, que una cosa lleva a la otra y uno, que no es de ideas fijas, al final claudica y comprende que no siempre es fácil salir adelante. Así que el lunes, en vez de irme a la oficina, me levanté temprano y me encaminé hacia el mercado. Acababan de abrir las puertas. Ya había allí micrófonos, cámaras de televisión, algún reportero de medio pelo. Más gente que ayer agolpada en la puerta. Incluso un par de tiendas de campaña en las aceras. Me abrí paso a empujones. La multitud se me echaba encima, me increpaba. Tuve que repetirles más de diez veces que lo mío era la pescadería. Que iba a por boquerones. Y mira, no había. Pero las sepias eran suaves y más blandas de lo que esperaba, así que me senté tranquilamente sobre ellas justo después de bajarme los pantalones. No había contado con el frío. Ya no podía echarme atrás. El pescadero colocó un par de cajas a mis pies, sonrió y me tendió un pulpo, todo viscosidad. Me lo coloqué con cuidado sobre la cabeza.

Pelayo me miró desde su trono de frutas. No sonreía. Yo le mostré mis dientes, como un tiburón hambriento. Tendríamos que luchar por nuestros fieles. En estos casos son los parientes más cercanos los determinantes, los que arrastran creyentes.

Ya veríamos qué ocurría cuando llegara mi madre.

© Copyright de Santiago Eximeno para NGC 3660, Julio 2020