Por Moisés Cabello
Crespo contemplaba el planetario más sobrecogedor visto por ojos terrestres con una fascinación etílica. Lloraba y reía a carcajadas al mismo tiempo. Pero cuando comenzó a boquear y a ver nieve negra, ignoró el hipnótico enredo de todo aquel algodón castaño llamado Júpiter. Debía mirar atrás una última vez.
La historia de su vida comenzó a escribirse en páginas llenas de trazos desdibujados que contaban una infancia feliz y una adolescencia sin esperanza. Recuerdos nebulosos que cobraron nitidez cuando consiguió una beca en Bruselas que le llevó a ingresar en el programa europeo «Un científico, un astronauta».
En aquellos tiempos no faltaban propuestas mediáticas para llevar a seres humanos más allá del planeta rojo; bravuconadas que se reciclaban todos los años aprovechando el auge de la industria espacial privada. En cambio, Crespo tenía la esperanza de lanzar su carrera de geólogo haciendo trabajo de campo sobre la superficie lunar. Por desgracia, el estallido de la burbuja del turismo espacial le obligó a conformarse con un fin de semana en la estación espacial internacional, a un mes de ser declarada chatarra. Al menos aquella adenda en el currículum le garantizó un puesto de profesor universitario que aligeró el divorcio con un amor de juventud.
El primer viaje tripulado a Marte cambió su vida de la última manera que esperaba. Siguió de manera obsesiva todo lo relacionado con la travesía hacia el cuarto planeta, quizá por su frustrado sueño de pisar el satélite terrestre. La expectación fue tan grande como la conmoción final: los astronautas que iban a revitalizar el maltrecho espíritu de la exploración espacial tripulada se estrellaron en las planicies de Terra Meridiani a ochocientos kilómetros por hora.
Era improbable que Crespo regresara al espacio, pero aquello lo descartaba para siempre.
Sin embargo, su breve estancia en la última estación espacial facilitó que la prensa local le consultara acerca de la tragedia. No se esperaba el alud mediático que provocaron sus declaraciones. El fenómeno le convirtió en experto del affaire marciano y le brindó un buen sobresueldo como consultor mientras duró la polémica. Su nueva faceta de contertulio del horror le llevó a hundir en Bolsa a la empresa responsable de los paracaídas, convertida en blanco del juicio popular.
En la cúspide de la fama recibió el mensaje más importante de su vida. De entre todos los anuncios vaporosos en busca de atención e inversores, una propuesta se impuso sobre las demás: un poderoso consorcio energético llevaba tiempo preparando el primer viaje tripulado a Júpiter. Quería a bordo al tío del accidente de Marte.
¿Cuánto tiempo lo pensó? Era un viaje arriesgado, supondría alrededor de un lustro fuera de la Tierra y a pesar de las protecciones acumularía mucha radiación por el camino. Claro que también resolvería su vida durante un tiempo. No, la resolvería para siempre.
En apenas un par de años se convirtió en uno de los tripulantes de la misión espacial más ambiciosa de la historia. Un viaje de ida y vuelta a Júpiter con una fugaz estancia en la superficie de Europa. Allí activarían una sonda automática. Los otros dos compañeros elegidos por el consorcio eran la británica Mary Stanford y el estadounidense George Mishima, exobióloga y capitán veterano respectivamente. El navío Iskander fue ensamblado en órbita el año antes de partir.
Durante la travesía mantuvo una feliz incredulidad que se desvanecía a cada millón de kilómetros que se acercaban a Júpiter. La anticipación le hacía fantasear con el momento: Mary desplegando la sonda sobre la superficie helada mientras él instalaba el resto de instrumentos. Una última mirada al panorama y la voz de Mishima apremiándoles por radio al ver los medidores de radiación.
La última mecha de su vida se encendió con una salida rutinaria de control. Mishima le ayudó a meterse en la escafandra y le deseó suerte con desgana.
La espera en la sala de intercambio de presión era ritual. Tras aguardar embutido en su escafandra, la sirena roja avisó de la descompresión y su lamento se ahogó en un vacío teñido de silencio y oscuridad. Después de medio minuto de paz amniótica, la apertura lateral de la compuerta descubrió el tapiz de estrellas.
Sólo en aquellos momentos recordaba con claridad la belleza gigante de su mundo natal. El médico de la misión le contó que era habitual entre astronautas, un síndrome con nombre propio: el sobrecogimiento, la sensación simultánea de inmensidad e insignificancia. Theovervieweffect. Y el silencio. Cuando estuvo en la estación, años atrás, aguantó la respiración durante un paseo espacial para sentirlo de la manera más intensa; incluso a pesar del martilleo de la sangre en los tímpanos experimentó una sensación a la vez primaria y reconfortante. Salir de la nave en órbita terrestre era la epifanía que cualquier astronauta quería vivir.
Sin embargo, cuando la compuerta se abrió aquel día no había un globo azul que ofreciera un lugar en el que caer. El propio sol desaparecía con un mero ladeo de cabeza.
Entre Marte y Júpiter se enfrentaba a una oscuridad insondable.
Se zambulló en aquel mar de tinieblas y recorrió la nave hasta el otro extremo gracias a la cicatriz de asideros que la transitaba. En aquellas salidas tensaba tanto los músculos que a la vuelta le dolían los brazos durante días.
La última revisión visual de los tanques y el propulsor de popa tuvo lugar tres meses atrás. El estado era correcto según la telemetría, pero no estaba de más echar un ojo. En un viaje tan arriesgado la paranoia era tan incómoda como sensata.
Al llegar al final le llamó la atención una mancha oscura en un extremo del tanque. Respiró hondo y se acercó para examinarla de cerca con un último impulso; la confusión logró que tardara unos instantes en comprender que era un agujero por el que veía parte de la Vía Láctea a través del tanque principal, el de reserva y uno de los propulsores.
El pánico le obligó a ajustar el flujo de aire comprimido del traje para no ahogarse. ¡Imposible! No podía ocurrir algo así sin que se enteraran. Encendió la cámara del hombro y la pequeña linterna que tenía adherida para mostrarlo a sus compañeros. El manantial de luz resaltó cada detalle de aquel túnel de horror.
Pese a todo, los comentarios de sus compañeros estuvieron llenos de sosiego profesional. Recibió instrucciones para grabar el estropicio desde varios ángulos, algo que hizo ignorando el grito que crecía en su cabeza como un tumor.
Permaneció unos minutos sumido en sus pensamientos tras la presurización de la sala de intercambio. Sólo escuchaba su respiración agitada y las arremetidas del ariete cardíaco contra sus tímpanos. Procuró no forzar el sistema de respiración del traje.
¡No volverás!
La tripulación se reunió en el salón principal del navío. Crespo complementaba con sus recuerdos los detalles de cuanto grabó en el paseo con el tono desapasionado de una conferencia técnica. Debatieron acerca de lo que pudo salir mal. ¿Hacía cuánto que ocurrió aquello? Si era un fallo de los sensores, ¿se estropeó algo más sin que lo supieran?
El silencio se apoderó de la sala. Vio en sus miradas lo mismo que él sentía. Mary propuso enviar las grabaciones a Control de Misión con la esperanza de que encontraran algún malabarismo gravitatorio con el que regresar de una pieza, pero Mishima aplastó su argumento con cálculos sencillos. No estamos en el Apollo XIII. Los dos científicos maldijeron la sinceridad del capitán y remitieron cuanto tenían a su mundo natal.
Control de Misión les emplazó a una solución futura mientras analizaban los datos, aunque no escatimaron en chequeos que asignar a los tripulantes. Quieren mantenernos ocupados, dijo George Mishima. Observando al capitán durante las semanas siguientes, entendió que no quisieran dejarles demasiados momentos de reflexión.
En una ocasión lo encontró sentado en uno de los pasillos, contemplando la pared mientras bebía un licor de contrabando que reservaba para cuando sus compañeros pisaran Europa. Los ojos brillaban como su barba empapada.
—Esto ha sido un gran error —farfulló sin mirarle—. No debimos venir tras lo de Marte.
Crespo se arrepintió de inmediato de pedirle que se explicara. Las palabras se derramaron como no lo hicieron en meses.
Eran el juguete roto de un viejo rico que huyó hacia adelante cuando sólo le quedaba carisma y habilidad para reunir dinero. Una chapuza de empresa que pretendía especular con el espacio, una pantomima para la que se apuntó por los dólares que pasaron frente a sus ojos y una tripulación acorde al espectáculo. ¿Crespo? El tertuliano sensacionalista que dio su sello de seguridad a cambio de un asiento. ¿Mary? La exobióloga bonita de los documentales, amiga de los niños. Pero ni Mishima pilotaba, ni Crespo iba a buscar piedras ni Mary microbios, eso ya lo haría mejor una sonda que difícilmente mostraría resultados diferentes de las que ya habían escarbado en Europa. No había plan, era un derroche de dinero sin sentido. Ahora, también de vidas.
El hombre que debía tranquilizarles se quedó rumiando sus servidumbres cuando Crespo se marchó. Mishima siempre mostró nostalgia de cómo eran las cosas en sus primeros veinte años de astronauta. El licor se lo arrancó de la sangre sin medias tintas: prefería morir con tripulantes de la vieja guardia como los que sucumbieron en Marte que con una suerte de becarios oportunistas. Así les veía.
En cambio, Mary se esforzaba por centrarse en los quehaceres diarios. A veces miraba a Crespo de forma extraña, quizá preguntándose qué pensaba él. Pero desde el día de la condena las palabras menguaron con el paso del tiempo, y ya llevaban mucho en aquel tarro espacial.
Él también se abandonó a la profesionalidad. Le hacía no pensar en la muerte. Se distraía pensando, por ejemplo, en el chasco para los patrocinadores. El logotipo de TetraCola en la espina dorsal del navío era superior en tamaño al conjunto de las banderas de los estados que llegaron a aportar algo. Un fracaso de tal magnitud, con más astronautas muertos, supondría el fin de la frágil infraestructura privada de viajes espaciales que aún se mantenía en pie en una economía global menguante.
Las semanas siguientes se asemejaron a una fantasmagórica línea de tiempo que se negaba a desdoblarse de la del viaje exitoso. Sabían que aquella normalidad forzada no podría postergarse mucho más. Quizá por eso no se sorprendieron tanto el día en que Mishima no les despertó para el relevo. La intuición les llevó en primer lugar al cubículo de las escafandras. Faltaba una. La apertura de la escotilla quedó registrada un par de horas antes. Debió de dudar antes de despertarlos.
Control de Misión tampoco se mostró demasiado sorprendido por el suicidio del capitán. Su interés orbitó alrededor del estado de los dos supervivientes, quienes mantuvieron su fachada profesional con incipiente desgana; no importaba cuánto los extenuaran de trabajo desde la Tierra, era imposible distraerlos del hecho primero.
Lo más cruel fue fingir esa normalidad en los mensajes de vídeo para las familias. Ellos sabían algo más que el resto del público acerca de los problemas con los motores, pero aún creían que el arreglo era cuestión de tiempo, quizá por esperanzas dadas por Control. A Crespo se le hacía un nudo en la garganta en algunas grabaciones. Las alusiones al regreso, al ya queda menos. Volvió a grabar algunas respuestas antes de enviarlas. En aquellos momentos agradeció que entre los requisitos para viajar en la Iskander estuviera el de no estar a cargo de nadie.
Los dos tripulantes se dijeron que la marcha de Mishima haría imposible continuar huyendo hacia adelante respecto a la opinión pública. Por eso se mostraron incrédulos e indignados cuando Control de Misión les emplazó a continuar con la farsa un tiempo, hasta que encontraran el modo de comunicar la muerte de Mishima. Mary enfureció. Ya están preparando la nueva fase de la misión, quieren exprimir hasta el último dólar de nuestro drama. Somos el dinero de estos cabrones, siempre lo fuimos.
Decidieron no responder más. Se amotinaron. Después de acordar que cada cual afrontaría su propio destino, se repartieron la nave como un matrimonio moribundo. La Iskander sería su tumba. Lo último que hicieron juntos fue enviar una última transmisión a la Tierra antes de ignorar todo contacto: el adiós a sus familias.
A partir de ese día se convirtieron en almas sin propósito que vagaban en una lata errante. Crespo mataba el tiempo con el visionado de las películas que tenía para todo el trayecto, mientras que Mary parecía combatir el aburrimiento leyendo y machacándose en el gimnasio. No se trataban.
Semanas más tarde, insomne durante la nocturnidad domótica, una idea brotó en su interior. Podían aspirar a un final mejor. Merecían un final mejor. Debía compartirla con Mary.
La exobióloga gritó, barra metálica en mano, al ver entrar patizambo a aquel humano barbudo y ojeroso. Luego se disculpó aduciendo que no lo había escuchado. Él sabía que por un momento pensó que venía a matarla. Mary era consciente de su propia cordura, pero no de la de su compañero de naufragio.
Crespo propuso continuar la misión hasta Europa, a pesar de todo, y ella no se sorprendió, pues reconoció haber barruntado lo mismo en soledad.
Aunque quedaba una cantidad mínima de combustible en un compartimento no perforado, no sabían si sería suficiente para aproximarse a la luna joviana. Además, el propulsor dañado podría provocar una explosión. Se encogieron de hombros. Ya no tenía importancia. Sin embargo, cuando se dispusieron a continuar con el programa de acercamiento a Europa, tropezaron con una desagradable sorpresa. El software que automatizaba el proceso no estaba allí. Ambos pensaron lo mismo cuando sus miradas se cruzaron tras el mensaje de error: un chantaje de Control de Misión para volver al redil. Ellos no sabían cómo recuperarlo y lo más parecido a un ingeniero que hubo en la nave saltó por la borda.
Optaron por enviarles un mensaje de audio. A cambio del restablecimiento del software les prometieron la telemetría instrumental, las imágenes, los detalles. Saturarían el ancho de banda con material como lo haría una sonda no tripulada, sin su imagen ni su voz. No serían sus actores. Dejaron claro que no era negociable y que no comunicarían más con la Tierra. En caso de negativa, asumían su fin en la Iskander.
Aguardaron con atención una respuesta inmediata, que a aquella distancia suponía una espera de dos días. Como sólo obtuvieron silencio, acordaron que lo mejor sería olvidarse del asunto hasta que se decidieran, lo que les llevó a continuar con la malsana rutina previa.
El tiempo creció entre cada comprobación de respuesta, y todo apuntaba a que jamás llegaría. La idea de que iba a morir en la Iskander llevó a Crespo a fijarse con detenimiento en la persona con la que compartiría tumba.
Mary Stanford Hopkins, nacida en Liverpool el 14 de enero de 2016. Cuarenta y dos años en aquel momento. Se conocieron personalmente cuando empezaron a entrenar en simuladores. Mary se esforzaba por resultar agradable, pero su profesionalidad era aséptica. O eso desprendía al principio su colección de sonrisas premeditadas y conversaciones de calculada brevedad.
Pero todos sabían que mantener esa actitud durante seis años es otro asunto. A lo largo del primero los tripulantes de la Iskander entablaron una amistad más auténtica que la que fingieron en tierra. Sin embargo, todas las aproximaciones eran moderadas de necesidad: a amistad medida, enemistad no menos desapasionada. Por ello tomaron como acuerdo tácito el no soltar lastre del todo. Cada uno tenía su camarote-santuario en el que apartarse de los demás y desconectar. Los vídeos familiares eran constantes y duraderos, y disponían de toneladas de entretenimiento. Incluido el ocio íntimo, pues el sexo estaba prohibido.
Las relaciones se volvieron algo más cercanas, para mal. El capitán los trataba con la condescendencia de un monitor de campamento, y Crespo mantenía con Mary cierta antipatía y rivalidad de reality show que enturbió cualquier tentación de escapada furtiva entre camarotes con la que llegó a fantasear los primeros meses. Sí que hubo otro tipo de fricciones: Mishima y él discutieron porque Crespo no quiso obedecer uno de los horarios de Control de Misión. Mary los separó cuando iban a llegar a las manos. El capitán y ella también pelearon por algo parecido, y esa vez fue Crespo quien arbitró. Los dos científicos tuvieron sus roces por disputas domésticas, algunos de los de dejarse de hablar durante días, pero nada que no arreglara el tiempo. Así fue la convivencia durante tres años y medio.
El insomnio fue a peor. Cuando las migrañas convirtieron en sufrimiento la contemplación de cualquier pantalla, se vio obligado a salir de su camarote. Dejó el ciclo de días y noches de la nave, y caminó patizambo por los alrededores. Sentía que techos y paredes se cernían sobre él mientras el zumbido de la maquinaria roía su tímpano como un insecto ansioso por llegar a su cerebro.
No podía seguir allí dentro.
Mishima fue sabio. Tenía que haberlo hecho antes. La mera ensoñación de flotar a la deriva desplazó a la claustrofobia, y le hizo dormir del tirón unas catorce horas. Se dio una ducha y comió un poco. Quería irse lúcido. Flotar en el espacio en lugar de seguir atrapado entre aquellas paredes era lo que movía sus pies hacia la sala de escafandras.
Por el camino escuchó el eco lejano de una de las máquinas del gimnasio. Ahora que estaba de mejor humor quizá podía despedirse de Mary. No quería arrojarse al espacio con asuntos pendientes. Al entrar la descubrió secándose el sudor con la toalla. Cuando se acercó para contarle lo que iba a hacer, ella retrocedió un paso. Otra vez aquella mirada, un destello de miedo. Pero permaneció quieto, sin dejar de mirar aquellos ojos almendrados rodeados de pecas. Oscuras ojeras delataban que su compañera tampoco atravesaba buenos días.
Percibió el cambio en el semblante de ella. El ambiente se cargó de electricidad estática y los corazones empezaron a bombear con violencia.
Se arrojaron el uno al otro como animales. No quedó rincón del gimnasio sobre el que no disfrutaran de sus cuerpos, ni cuerda vocal que no quedara maltrecha. Llegaron a perder la noción del tiempo mientras se conocían de todas las maneras posibles. Evocó a su yo de hacía unas horas saliéndose con la suya y alejándose de la nave.
Abrazados en la litera, hablaron abiertamente sobre lo que pensaron del otro durante el viaje. Se sentían extraños, renacidos. Inmortales en el corredor de la muerte.
Decidieron ralentizar la rotación de la nave para fijar la gravedad en un tercio de la terrestre, a sabiendas de que ya no necesitarían mantenerla para un regreso saludable. La sensación de ligereza les puso de un humor insuperable y abandonaron costumbres como ir vestidos o cortarse el pelo.
¿Cuánto había pasado? ¿Un par de meses? Comprobaron la consola de la sala de control por inercia y gritaron de júbilo al ver que el programa de aterrizaje en Europa volvía a estar allí, adaptado a sus nuevas circunstancias y listo para que alguien pulsara el cuadro «Run».
Ambos se miraron en busca de una última consideración, pero no había nada que discutir. Allí abajo les aguardaba un mausoleo de hielo.
Cuando se pusieron al día con la documentación enviada desde Control de Misión, Mary tomó la mano de Crespo y pulsó con su dedo índice la opción que iniciaba el programa de acercamiento al satélite.
Después, volvieron a hacer el amor.
Decidieron no mirar por las ventanillas hasta completar la maniobra. Al finalizar corrieron con grandes zancadas hasta el mirador, la sala con el ventanal más grande de toda la nave. La apertura vertical les descubrió una perla hercúlea a poco más de doscientos kilómetros. Tenía casi el mismo tamaño que la Luna terrestre, pero al contrario que el suave gris mate de aquella, la superficie relucía con brillo diamantino allí donde no era surcada por cicatrices venidas de algún zarpazo cósmico. Semejante resplandor resultó reconfortante a tanta distancia del sol.
—No parece mal sepulcro —dijo Crespo.
—No lo es, no.
Sus manos se encontraron a medio camino.
—Siempre que te he preguntado me has dicho que sí, Mary. Es la respuesta que se espera de la exobióloga del equipo. Pero ahora quiero que seas sincera, ¿de verdad esperas que la sonda perforadora encuentre algo?
—Pues claro que no —bufó—. Este chisme lo han incluido para explotar la expresión búsqueda de vida en la publicidad. Ni siquiera tiene sensores nuevos. No pongas esa cara, ¿qué esperabas? En veinte años ya han perforado tres sondas y nada. Ya sabes, siempre quedará un remoto resquicio de duda. Pero con la cantidad de datos que tenemos no hay mucho espacio para el optimismo. Bajo el hielo hay un océano estupendo, sí. Oxigenado, relativamente cálido, menos salado de lo que se creía y lleno de compuestos orgánicos. Un atrezo maravilloso y fértil, pero sin actores ni actividad de los que se deduzca su existencia. Quizá los que dicen que Europa es demasiado joven tienen razón.
—Pero aun así quieres activar la sonda. Lo noto.
—Pues sí.
—¿Por qué?
—Bueno, no sólo quiero escoger cómo voy a morir, también quiero darle algún propósito a toda esta mierda —replicó, tras una pausa.
—¡Pero si me acabas de decir que la sonda no sirve para nada!
Mary continuó contemplando Europa en silencio. Percibió un nuevo brillo en sus ojos, el eco de un pensamiento que no compartiría con él.
—Con lo mal que van las cosas en la Tierra, Crespo, ¿crees que alguna vez los seres humanos sembrarán vida en otros mundos? —dijo su compañera al cabo de unos minutos.
—Cada vez lo veo más difícil —admitió—. Y todo este desastre lo va a empeorar.
—Qué pena que no llegáramos a tiempo para colonizar Marte. O esta luna brillante. Mírala, es preciosa.
—Marte ya es bastante difícil.
—Era una manera de hablar —dijo ella, antes de lanzar una carcajada.
Postergaron el momento inevitable orbitando la luna joviana durante varias semanas. Días de ejercicio, lecturas, películas, sexo, ejercicio, rutinas de mantenimiento de la nave y más sexo. Nada podía apesadumbrarles. Ni siquiera buscaron adjetivos ni expectativas para su nueva relación, se sentían superiores a cualquier convencionalismo humano hasta límites que el viejo Crespo tildaría de arrogantes e infantiles.
—¿Cuánto te apuestas a que hacen una película sobre nosotros? —dijo Mary en una ocasión. Ambos contemplaban el techo del camarote de Crespo desde la cama.
—No creo que nuestros últimos días se pudieran proyectar en cines convencionales —replicó, riendo entre dientes—. Ahora que podemos ser sinceros, ¿es cierto que dejaste óvulos congelados en la Tierra? Costarán una fortuna.
—Sí, con la radiación que hemos acumulado no creo que me quede ninguno fértil. No es que haya venido aquí pensando que fuera a ser madre, pero tampoco quería descartarlo. Y, ¿quién sabe? Costarán una fortuna. He oído que tú también pusiste a salvo de la radiación a tus pequeños corredores en un banco de semen.
—Pues sí. ¿Y sabes qué significa eso? ¡Que tenemos todo lo necesario para ser padres en la Tierra! ¿Enviamos un mensaje para que busquen un vientre de alquiler? Junto a una lista de nuestros actores preferidos para interpretarnos en el inevitable teledrama, claro.
Mary le clavó el nudillo en el hombro.
Disfrutaron de tres meses y medio antes de tomar la decisión. Esperar más sólo lo estropearía. Era el momento.
La noche anterior a la partida llevaron un colchón al mirador, frente al ventanal. Bajo la sola luz de Europa se amaron por última vez con la pasión y el ansia de quienes se saben la única materia viva en más de quinientos millones de kilómetros.
Emergió de su sueño cuando Mary se incorporó. Contempló con ojos entrecerrados cómo su compañera se acercó hacia el ventanal y se detuvo a contemplar de brazos cruzados el pequeño mundo. Reparó en que en las últimas semanas su pelo había avanzado sobre la espalda como una ola lamiendo la orilla.
—Todavía no me acostumbro a esto —dijo él, alzando la cabeza—. Parece un sueño.
—El sueño fue la Tierra. Allí éramos dos personas que competían y se detestaban —replicó sin volverse—. Olvídalas. Ya deben tener tumbas con sus nombres en alguna parte. Ahora somos otra cosa, Crespo. No lo olvides mientras respires.
Contemplaba el nuevo mundo cual emperatriz que sopesa si es apto para su palacio de hielo. Sintió una punzada de inquietud, pues realmente no parecía ella la que hablaba. ¿Pero quién seguía siendo el mismo a aquellas alturas? Pese a que le quedaba poco más de un día de vida no sentía la inminencia de la muerte ni lloraba por las esquinas. En cierto modo ella tenía razón. Todo lo que le haría ser Crespo se encontraba a más de cuarenta minutos luz de allí. Pasaron su propio luto meses atrás.
Tras ponerse las escafandras entraron en el módulo de descenso sin decir una palabra. En lugar del cierre de la escotilla metálica a su espalda, Crespo oyó el tintineo de las monedas cayendo en la mano del barquero.
Su cápsula goteó de la Iskander. Durante la caída a Europa sintió la tentación de agarrar la mano de Mary, pues bien podrían acabar como los de Marte. Una fuerte sacudida confirmó que al menos el módulo de la sonda perforadora se había separado del suyo sin problema. Ambos caerían a pocas decenas de metros del otro. Sintió el pecho oprimido cuando los retrocohetes ralentizaron el descenso hasta la brusca toma de contacto con el hielo.
Lo lograron.
Permanecieron en silencio unos instantes por si algo hubiera ido mal, pero la telemetría de la cápsula mostraba un descenso correcto. Casi a un kilómetro del lugar previsto. No estaba mal.
Mary fue la primera en pisar la superficie pálida. Cuando llegó su turno, Crespo no se resistió a emular el salto de Armstrong. Incluso la gravedad era similar. Aquel también fue un gran salto para la humanidad, o eso le gustó pensar. Un paisaje irreal de hielo sucio se extendía hasta un horizonte devorado por Júpiter. Las grietas y los sugerentes degradados evitaban que el conjunto fuera enteramente lechoso. Aquella región era un lugar apropiado para el aterrizaje por sus montículos suaves y no muy altos. En la Tierra vieron fotos aéreas y recreaciones tridimensionales, pero no le hacían justicia.
Al principio se movió con torpeza por la casi inexistente anatomía del traje, tal era su grosor para atenuar los más de quinientos rem de radiación que caían a plomo, al menos durante el tiempo programado. Se alejaron en dirección al módulo instrumental del que extrajeron varias de las herramientas científicas. Querían quitarse de encima su última deuda con la Tierra. Por fortuna, todo estaba dispuesto para hacerse en un breve lapso de tiempo, pues la misión original sólo contemplaba una estancia en la superficie de media hora. Mientras Crespo se entretenía colocando y encendiendo los medidores, Mary ponía a punto la sonda perforadora a poca distancia.
Suspiró de cansancio al terminar la instalación. Tras comprobar que funcionaba la comunicación con la pequeña red de satélites que orbitaba Júpiter, se aproximó a Mary. La sonda se hallaba envuelta por un caparazón térmico en forma de cono que taladraría varias decenas de metros en el hielo tras un leve impulso de la pequeña plataforma que la rodeaba. El resto del descenso se aceleraría derritiéndolo. En el océano europano, a la profundidad programada, el caparazón se abriría como una flor y liberaría la sonda submarina.
En aquel momento el escudo estaba abierto. Su compañera llevaba a cabo algunos chequeos en la sonda expuesta.
—Ven, te voy a explicar cómo cerrar la coraza —dijo ella.
—¿Lo voy a hacer yo? ¡Qué honor!
No respondió a la broma. Debía estar agotada. Le mostró cómo cerrar el armazón y repitieron el proceso hasta mostrarse satisfecha.
—Bien, parece que ya lo dominas. Sólo tendrás que cerrarlo una vez más.
Ante la mirada estupefacta de su compañero, Mary empujó la sonda con forma de huevo y la hizo caer de la base del escudo abierto. El ingenio arañó el hielo hasta que dejó de dar tumbos.
—¿Pero qué haces? ¿Sabes lo que ha costado ese chisme? ¿Es que has olvidado programarlo?
El silencio hizo que alternara la mirada entre ella y el escudo.
—¿Qué está pasando aquí, Mary?
—Te pediría que vinieras, pero alguien tiene que activarlo.
—¿Te has vuelto loca? ¡No es un submarino! ¡Entre los traumatismos y la hipertermia por el calor del escudo no llegarías viva ni a mitad de camino! Además, tu casco podría romperse y contaminarías… ¿Qué carajo digo? ¡Eres la exobióloga!
—Y eso es lo que me hace pensar en los billones de microorganismos que hay dentro de mí. Abajo tendrán una oportunidad. Sabes lo que tienes que hacer.
—Una cosa es nuestro pequeño motín, pero esto… esto no es una gamberrada, ¡es biopiratería! ¡La peor posible! Somos mejores que eso. No puedo apoyar…
—Maldita sea, Crespo, he medido las consecuencias y calculado las posibilidades de éxito. No es un puñetero arrebato. Ahórrate el oxígeno, sé lo que vas a decir y lo que dirás después de eso. Y tú también te imaginas lo que responderé. Acabemos cuanto antes, no quiero que mi mercancía reciba más radiación.
Mary apretó su casco con ambas manos. Crespo gritó, pero no pudo evitarlo. Tras un movimiento enérgico las anillas que lo unían con el cuello exhalaron chorros de gas en todas direcciones. Pudo ver tras la visera cómo sus cabellos se removían como serpientes de Medusa. Cuando la sostuvo antes de que cayera al suelo, el casco terminó de separarse y rodó por el hielo ligero como uno de juguete. Mary lo abrazó con la fuerza con la que un moribundo muerde un trapo durante una amputación. En menos de medio minuto sus brazos se soltaron de los hombros de su enterrador.
Apoyó su cuerpo sobre el escudo con cuidado. El rostro cetrino albergaba una expresión tranquila, la boca humeante como la de una pistola recién usada. Extrajo su cadáver de la escafandra y lo colocó hecho un ovillo en la base del armazón con la parsimonia de un sepulturero. Antes de activar el cierre parpadeó con fuerza por la mezcla de sudor y lágrimas.
Durante unos instantes contempló el escudo cerrado, pensativo. La última palabra seguía siendo suya.
Programó el encendido en cinco minutos.
Se alejó a una distancia prudente y buscó un buen saliente contra el que sentarse y pasar sus últimos momentos. No tuvo que esperar demasiado hasta que la plataforma elevó el cono cerrado. La parte inferior se prendió al rojo y en unos instantes el armazón descendió bruscamente. A la polvareda de granizo y vapores siguió un notorio temblor bajo sus pies. En medio minuto el agujero se soldó y la vibración bajo el hielo se volvió imperceptible. La calma estéril de Europa regresó cuando Crespo alzó su mirada hacia Júpiter.
Su mirada se perdió entre las nubes pardas.
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