Lo imagino en el papel de enamorado despechado, subido a un risco, a la espera de que suba la marea para poner fin a sus sufrimientos, mientras su amada se larga en un barco rumbo a cualquier parte. Me refiero a Mickey Mouse.
La salamanquesa tiene un método con Mickey que suele darle resultado. Consiste en dar y tirar. El truco, ese movimiento de muñeca de buen pescador, radica en que en ese toma y daca, la salamanquesa siempre cede muy poco. Las explosiones súbitas en las que ella da algo, toma de Mickey más de lo que ella da.
Confío en que se entienda lo que acabo de escribir. Porque en contra de la buena opinión que casi todos tienen de la salamanquesa, he de decir que entre sus habilidades no se encuentra esa gran capacidad para satisfacer en la cama que se le supone. Todo lo contrario: su maestría se basa en cómo deja a su pareja con la miel en los labios la mayor parte de las ocasiones. Mientras a sus víctimas aún le duran los espasmos de deseo y andan con la cabeza en ninguna parte, la salamanquesa se escurre, se levanta de la cama y se encierra en el cuarto de baño. Antes de que pasen cinco minutos, regresa vestida a la habitación. Un traje plateado y una chaqueta a juego, troquelada, que deja al descubierto su larga cola y sus cortas patas. Hay que reconocerlo: así resulta aún más atractiva.
Le gustan los famosos.
Si Mickey Mouse, como alguno de los incautos a los que sedujo, consigue reaccionar y pide una explicación, la salamanquesa abre las alas de la nariz, toma aire y, como se respira y habla después de terminar un ejercicio saludable, le hace un gesto con la mano para que se vaya (si él está en casa de la salamanquesa) o bien anuncia que se va (si es ella la que está en la de él).
Mickey Mouse confesó una vez que se sentía utilizado. Pero a pesar de que en alguna ocasión la amenazó con darle con la puerta en las narices, el ratón siempre volvió a por más. Ella, como hábil guionista de un culebrón que debe durar muchos capítulos, lo deja siempre en ascuas. Así siguen, hasta hoy.
Bastan unos días de aislamiento —la salamanquesa no devuelve las llamadas, no aparece por los pubs de moda, no va al cine, no come en los restaurantes de siempre— para que Mickey Mouse, como todos, caiga rendido de nuevo a sus pies.
No es descabellado conjeturar que la salamanquesa persigue la anulación artística de sus famosos amantes. Puede decirse de otra manera: si el ratón fuera ministro de una iglesia, la mayor satisfacción de la salamanquesa consistiría en que él renunciara a sus votos. Y en cierto modo lo ha logrado, ya que Mickey ha dimitido. No quiere que lo dibujen más.
La salamanquesa defiende que no existirían féminas como ella si no hubiera opuestos con los que se acopla a la perfección. Sugiere, y con razón, hay que admitirlo, que pueden encontrarse sin dificultad ratones que juguetean con bellos anfibios, cuya piel, por cierto, no es venenosa, sino tersa, menuda y subyugante. Lo he comprobado.
Lo peor de ese tipo de relaciones afectivas, como la de la salamanquesa y el ratón Mickey, radica en que las bases se sientan al comienzo, y luego resulta imposible retroceder. Una vez que una pareja formada por ejemplares de distintas especies decide —y lo habitual es que eso lo resuelvan pronto— quién gobierna de los dos, y quién, también de los dos, va a ceder siempre, luego es inútil que el primero intente subir un escalón para que vuelvan a sentirse iguales.
La salamanquesa. La muy puta es a mí a quien quiere ver ahora. Nos hemos citado en la puerta de un cine, para ver una película de Mickey Mouse. Menuda sorpresa le espera. Traigo un grillo dentro de una caja de fósforos. Lleva puesto un traje negro de Armani y una corbata de seda amarilla y azul. Vestido así, ninguna salamanquesa se le ha resistido todavía.
© Copyright de Daniel Pérez Navarro para NGC 3660, Septiembre 2016