La reina dice

 

Por Ángel Ortega

—Chambelán —dijo la reina.

—Majestad —respondió él, dispuesto como siempre.

—Haz que venga el rey.

El chambelán tragó saliva.

—Por supuesto, majestad.

—Te diría —añadió la reina— que lo trajeras de la forma más humillante posible, pero no lo voy a hacer.

La reina tenía una forma peculiar de expresarse. En realidad, todo en la reina era peculiar; por algo la llamaban Marysia III «la Loca», Marysia «la Bestia de la Cueva» o Marysia Elzbieta Mada Katarzyna «la Hermana de las Hachas». Quien no la conocía, la temía; quien la conocía, lo hacía aún más. El chambelán, que llevaba más de quince años a su servicio, la conocía, y por eso tenía su hombría pegada al culo cada vez que estaba ante su presencia.

El chambelán salió del salón a toda prisa. Marysia la Loca, que en realidad no estaba loca, se rascó el mentón pensando ya en la reunión posterior a la que tendría con su consorte: la delegación de madereros del oeste se presentará para negociar una rebaja de regalías a cambio de servicios. Helmut, ese viejo cabrón de origen alemán, discutirá con fiereza; solo tiene un diente feo y amarillo y su aliento es de letrina pero tiene muy claro lo que le corresponde por derecho. Ella, la reina Hermana de las Hachas, tiene el mal genio de los tejones que se alimentan de sierpes pero es justa y comprende los malos momentos, así que cederá y bajará la presión fiscal, aunque no sin antes ver a esos leñadores sudar y cagarse en las calzas. Sonrió pensando en ello.

El portón se abrió y el rey entró con paso decidido. Era hermoso, petulante y amante de la caza. Se plantó ante ella, la cabeza erguida y el mentón firme. Era algo más joven que la reina y su estirpe era de nobles ilustrados, elegantes y bien alimentados; Marysia, por el contrario, era la fiera heredera del combate descarnado, las heridas abiertas y las ingles escocidas por el sudor y el barro. Casarse con aquel petimetre fue el último deseo de su padre Czeslaw Petronius «el Cara de Mono», que quería que los herederos de su reino fueran un poco menos silvestres y brutos; esa progenie brillante por igual en la guerra y en la diplomacia aún era esperada con anhelo por lugareños y forasteros.

—¿Qué deseas, mi reina? Estoy a punto de partir de montería y no querría hacer esperar a mi rehala, que ya se impacienta por el ansia de sangre.

—Qué impertinente eres, Jacek. No te molestaré mucho tiempo, no obstante.

—Decidme, pues.

La reina arrastró su generoso culo por la incómoda silla de un lado a otro como buscando postura; solía hacer aquel gesto más propio de tabernera que de monarca para poner nerviosa a la gente y siempre funcionaba.

—Sabes que me llaman «Almorrana de Azazel», «la Reina Ciénaga» o «la Loba del Dolor de Muelas» entre otras lindezas, esposo querido. Lo hacen, afirmarás, debido a mi temperamento —el rey, sin entender muy bien a qué venía eso, asintió—. He tratado, sin embargo, de reservar ese mal genio para las negociaciones con chacales de países vecinos y sabandijas del nuestro, tratando de hacer de nuestro lecho un lago plácido. Es cierto que esas aguas se han agitado enloquecidas con nuestros empellones, cabalgadas y encontronazos y que con la excusa de traer una prole al reino hemos desportillado ya tres camas. Eres un gran amante, Jacek, y yo no lo soy menos, y por eso también me conocen como Marysia «la Reina de las Galli…»

—No es necesario repetir esas palabras soeces, mi reina, ambos las conocemos.

—Tienes razón. —Marysia III se metió el dedo entre los dientes para sacar alguna hebra del asado del desayuno; Giacomo, el refinado mentor que el difunto rey Czeslaw había hecho traer de más allá de las montañas para convertir al hurón sucio y despeinado de su hija en una reina a la altura de lo más bruñido de Europa, no había conseguido corregir esa costumbre—. Pero no te he hecho llamar para hablar del lecho real, grandísimo bastardo, sino de otros lechos más plebeyos.

Jacek, rey consorte, tipo seguro de sí mismo y habitante de ese lago plácido que era el costado derecho del colchón monárquico, sintió que el blusón se le quedaba grande porque, por supuesto, él también temía a la reina y estaba empezando a barruntar la situación.

—Sé que pones a dorar tu embutido en el horno de esa preciosidad de criatura que el viejo Paski desposó en su viaje a Francia. No creas que no te entiendo; si yo no fuera reina y fuese más lavandera o cabrera bien la rebozaría en manteca y la dejaría en los mismísimos huesecillos. Y bien sé también cómo utilizas esa lengua tuya tanto en el verbo como en la carne; pobre chiquilla, me la imagino volviendo al camastro de ese anciano después de que tú le hayas descolocado las tripas y cubierto la piel de rozaduras.

—Pero… —dijo el rey, y no tenía nada más que añadir.

—Eso es una cosa —dijo la reina; y, tras una estudiada pausa, golpeó inesperadamente con sus enormes manos la mesa de roble que los separaba, y vaya si crujió, que pareció que se iba a romper— pero otra muy diferente es que lo hagas delante de toda la corte y que me lleguen cuchicheos desde todo tipo de bocas, nobles o villanas, sibilinas o desdentadas.

Marysia III la Loca se levantó y empujó la mesa con tanta fuerza que esta se arrastró varios metros e impactó en el plexo solar de Jacek, conde de Entrelagos, mendaz cazador de la Tarasca y rey consorte de partes pudendas tan encogidas por el miedo que bien podía haber sido eunuco de Nabab.

Beatrix, la gata tricolor de la reina, áspera, indolente y flaca, y que hasta ese mismo instante había estado ignorando la soberana escena, dio un respingo, bufó y se escondió detrás de unos cortinajes.

—Así que… —El arrodillado rey recuperó el aliento, miró arriba y vio ante él a su reina con la Zweihänder que habían fabricado en Silesia solo para ella y que, como se sabía más allá de leguas y leguas, blandía con una sola mano.

—Me pones en la encrucijada de un camino con tres bifurcaciones —siguió la reina furiosa—. Puedo atender a la ferocidad que me define, cortar tu cabeza y colgarla de la bandera del patio de armas; allí tu hermoso belfo sacará suspiros a doncellas y jinetes hasta que los grajos dejen tu cráneo como una preciosa joya de marfil y las avispas aniden en tus cuencas. Por otra parte, puedo apelar a mi misericordia y recordar revolcones y escaramuzas de alcoba que han hecho que mi vida haya tenido el frescor de las manzanas maduras y que, vaya, solo de traerlas a mi mente hace que mis entrañas palpiten y mis sienes se empapen de sudor. Si hago caso a esto, podría desterrarte, despojado de todo salvo de unas calzas sucias, y hacer que te abandonen en los bosques para que seas pasto de alimañas y moscas y que tú, gran cazador, te alimentes de lo que mates y que tus pies de damisela se laceren con las piedras y espinas de la tierra.

La reina iracunda describió un arco con su hacha por encima de la cabeza del rey postrado y humillado. El aire zumbó como si una rapaz de proporciones monstruosas hubiese amagado un golpe de zarpa. Se podría decir que el noble fornicador y adúltero se hizo de vientre encima, pero no hay documentos fidedignos que atestigüen eso.

—Pero también puedo —dijo Marysia, a la que llamaban «Sarpullido de Czernobog» y «la Zorra que se Comió a los Primogénitos»— meterme en el pellejo de mi padre; ese suegro tuyo que tuvo un corazón comprensivo y que toleró ofensas y desplantes sin demandar sangre. Ese gran rey de esta gran tierra, más compasivo que Eleos, que quiso suavizar los bordes bastos y cortantes de su estirpe uniéndola con la tuya, leída y perfumada; ese rey enemigo de la ira, al que sus adversarios llamaban «El Rey Cordero» y «La Reina Madre», incomprendido y denostado por tanto miserable y tanto hijo de mala puta, entendería que el amor es el horno de la fragua del mundo y te dejaría ir, oh sí, dejaría viajar libre a tu corazón, que navegaría por el río junto al de tu amada hacia el mar, donde el ocaso y la frescura de las aguas salobres os darían la bienvenida.

La reina se expresaba de forma peculiar, como ya se ha dicho, y a veces costaba seguir su discurso; pero, afortunadamente para los malos entendedores, acompañaba su torrente verbal de ilustraciones dibujadas en el aire y en la carne con su hacha de dos filos que hacían su mensaje comprensible para el más simple de los necios.

Helmut el maderero y su cohorte de desharrapados malolientes ya estarían esperando inquietos el comienzo de su audiencia real; eran trabajadores incansables y no merecían que su tiempo se desperdiciara con minucias.

—Así que —dijo la reina—, para evitar defraudar a mi reputación, a mis entrañas o a mi padre, esto es lo que va a pasar: tu cabeza coronará la bandera, tus pies se desollarán por los caminos y tu corazón, junto al de tu ramera, flotará río abajo hasta el mar. El resto de tu cuerpo lo tiraré a los cerdos.

La reina Marysia Elzbieta Mada Katarzyna III decía y hacía estas cosas, y muchas otras más.

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Abril 2019