La científica

 

Por Blanca Mart

Se alejó del poblado murmurando maldiciones. Era baja y rellenita. Se sentó a la sombra de un árbol y depositó su mochila en el suelo.

«Nunca más —pensó, recostándose con los ojos cerrados— nunca más acepto un trabajo de campo como este. Estoy harta de la gente del poblado. Se come asquerosamente mal. Es incómodo. Mañana tomo mis últimas anotaciones y me largo».

Pero algo, como un extraño susurro, le impedía dormir.

Abrió los ojos. Frente a ella, en el suelo, una especie de langosta dorada agitaba sus patas tratando de llamar su atención.

—Ssisssss. Siiisss…

—Dioses benditos, ¡lo que me faltaba! —Se horrorizó.

Pero el bicho insistía y brincaba. Se ponía de pie sobre sus patas traseras y gesticulaba dramáticamente. De pronto dio un salto y se metió en la mochila.

Disgustada, tomó la bolsa con cuidado y la sacudió. Papeles, plumas, diversos utensilios y su merienda rodaron por el suelo. Las pastillas dietéticas se desparramaron. El bicho saltó sobre ellas y empezó a lamerlas.

—¡Maldición! ¿Ahora… qué?

Y entonces, el animal empezó a hablar con voz armoniosa.

—Querida Doris, no te asustes. Tú eres una científica y espero que conserves la calma.

—Ahora este querrá que le dé un beso y se transformará en príncipe —masculló la investigadora.

—Oh —rio el animalejo—, tienes sentido del humor. Mi elección es acertada. Creo que nos llevaremos muy bien. En realidad soy un extraterrestre.

—Ya. Pues no creo que nuestras relaciones empiecen muy bien. Has destrozado mi merienda y estás estropeando mis pastillas dietéticas, sin contar con mis anotaciones…

—Permíteme que te explique…

—Bien, empieza.

—Soy un extraterrestre, investigador, como tú. Podría decirte que soy doctor en antropología o xenología… por hacer un magnánimo equivalente. Sé distinguir a un buen colega en cuanto lo veo. Creo que eres muy lista para ser terrestre y hembra… Llevo meses tratando de comunicarme con ustedes y no veía ya la más mínima posibilidad, y además me enfermé gravemente, no aguanto la comida de aquí, así que estaba pensando en  programar mi vuelta, cuando casualmente te encontré. Eres muy trabajadora: todo el día mueves las mandíbulas como hacemos en Scorpio-Dos, cuando estamos trabajando; también estás tumbada largas horas, meditando, sin duda. Un gran sabio como yo, reconoce, sin error posible, a un buen colega.

—Mmmm.

—Y además, buena escuchadora. Estás atenta y ya has metido algo en tu boca.

—Todo eso está muy bien, pero no adelantamos.

—¡Ah! El ansia del investigador. No quería precipitarme, pero ahí voy: el otro día observé que al lamer tus pastillas dietéticas, como tú las llamas, recuperaba mi salud; si aumentaba la dosis se operaba en mí una extraña transformación y adquiría forma humana.

—Ya. ¿Y por qué no ha ocurrido ahora?

—De momento ya puedo hablar, ¿no?

—Mmmm…

—Y en cuanto salga la Luna…

—¿Llena?

—Ah, qué precisión científica. Sí, exactamente. Y hoy hay luna llena, así que, en muy poco rato, en cuanto anochezca, tomaré forma humana y…

—¿Aullarás?

—No, por supuesto. Conozco tus leyendas, nada de hombres lobo… y si te parece, podemos hacer un trato.

—Di.

—Tú me proporcionarás pastillas dietéticas, pues ya veo que sin ellas puedo morir; y podré seguir más tiempo en la Tierra, investigando, intercambiaremos información sobre las culturas de nuestros mundos. Una vez al mes me convertiré en humano y me llevarás a conocer tu sociedad, y yo esos días te complaceré en todo.

—Está bien. No creo que puedas hacer gran cosa por mí, pero apúrate, que está saliendo la Luna.

La Luna, espléndida, iluminó el bosque.

La científica contemplaba socarronamente al animal.

—No pienso besarte para que te transformes, así sigue con las pastillas… a ver qué pasa.

De pronto, ocurrió:

El bicho se alargó y en unos segundos semejaba la rama de un árbol dorado. Se oyó un grito, un canto metálico y extraño hecho de nostalgias, hecho de distancias infinitas. Luego,  se deshizo en una nube extraña y  rehaciéndose de nuevo, apareció un hombre alto y atlético. Su cabello dorado, sus ojos dorados, su voz musical. Su belleza: algo increíble.

—¡Demonios! —Se atragantó la joven, sin dejar de comer—. Reconozco que has estado espectacular.

—A tus órdenes, princesa.

 

Amanecía, cuando el extraterrestre recobró su forma normal.

—Recuerda —dijo, antes de perder la voz—. Debes darme todos los días tus pastillas, si no, moriré.

La científica sonrió levemente.

—Confía en mí, gran sabio.

Luego, con delicadeza, tomó al bicho y lo encerró en un frasco, sin hacer caso de su agitación. Después acercó sus ojitos al cristal, mientas enroscaba y aseguraba la tapa.

—Entomóloga, listillo, entomóloga, no antropóloga. Andando para el laboratorio.

Silbaba contenta, echándose unos chocolates a la boca, mientras se dirigía a la pista de aterrizaje. La avioneta ya la estaba esperando.

© Copyright de Blanca Mart para NGC 3660, Abril 2019