Colmillos de Kraan

 

Por Magnus Dagon

El visir anduvo diez días y diez noches a través de las dunas desnudas del desierto. Recitó mantras para luchar contra la brisa ardiente y realizó pactos espectrales para no morir de sed. Al fin, llegó a la zona que el mapa indicaba y comprobó que a lo lejos se destacaban las ruinas de un coliseo de piedra. Prendió fuego al mapa, que comenzó a arder, lo arrojó al suelo y esperó hasta que no fue más que ceniza. Llegó y comprobó que estaba solo. Se resguardó de los soles y esperó hasta que cayeran bajo el horizonte.

Cuando llegó la noche bajó a las arenas del coliseo y se mantuvo sentado con las piernas cruzadas. Poco después un aullido ronco le alertó y vio a la cosa. Se ocultaba entre columnas y lo miraba con sus diminutos ojos brillantes. El visir la examinó, quieto, mientras se movía hacia él con espasmos. Una vez cerca, se levantó y la cosa lo imitó. Seguía sin verla con claridad, pero no dudaba qué buscaba: sangre.

—Kraan —murmuró. No esperó al ataque y golpeó con precisión a la criatura. Había pasado gran parte de su vida estudiando todo lo referente a su oponente y conocía bien sus puntos débiles.

Apartó la mano; vio la sangre, oscura a la luz de la luna. El visir repitió el golpe en la herida expuesta. La cosa chilló y reptó sobre sus patas. El visir saltó sobre ella con ambos pies y la aplastó sobre la arena. Apretó el taco de la bota contra el cuello y empujó con todas sus fuerzas. Los huesos se quebraron y la cosa quedó inmóvil. La boca abierta dejaba ver varias filas de dientes como agujas.

El visir la examinó en silencio, esperando una reacción. Cuando se cercioró de que podía bajar la guardia miró a las estrellas. Aún estaba a tiempo. Esperó hasta que las arenas del desierto confluyeran con las de su clepsidra. Usando un pequeño martillo de jade, extrajo uno a uno los dientes de la cosa. Cuando terminó, los amontonó y los contempló con aire triunfal.

Abrió un cofre de marfil y fue guardando cada diente como si fueran tesoros en miniatura. Cuando llegó al último, que hacía el número sesenta y seis, lo miró sosteniéndolo en alto con firmeza.

­­­—Juraron que no te encontraría, colmillo de Kraan. Ahora ellos te encontrarán a ti.

Lo metió en el cofre y cerró con llave. Acto seguido, sacó un matraz ambarino y roció la arena sesenta y seis veces con su contenido. Trazó un ankh en torno a cada zona y dejó que el viento borrara las marcas. Practicó sesenta y seis agujeros cónicos, abrió el cofre y plantó los dientes como semillas. Escupió sobre todos los agujeros menos uno y los cerró. Cogió el cadáver, lo metió en un saco aterciopelado y se alejó. Su carne, como no tardó en comprobar, era dura e insulsa, pero sabía que no tardaría en preferirla a la del escorpión nacarado.

Al día siguiente, volvió al coliseo. Se apostó en las desgastadas gradas y esperó hasta que sesenta y seis brazos deformes alzaron sus garras de cuchillo hacia el firmamento y un coro de chillidos sin voz sonó por encima de la quietud del desierto. La clepsidra del visir confluyó y el suelo se movió como arenas movedizas. Sesenta y cinco engendros como el anterior surgieron de la arena, saltaron y gruñeron en una orgiástica celebración animal, tras lo cual se dispersaron por el desierto.

El visir se escondió y esperó hasta no escuchar de nuevo más que el helado viento nocturno. Se incorporó y vio a una de esas criaturas, esperando, junto al agujero en el que no escupió. Sonrió y se preparó para el combate. La cosa parecía más fuerte, pero él también estaba prevenido contra sus ataques. No sin esfuerzo lo mató y repitió el lento proceso de la noche anterior, llevándose asimismo sus restos.

Al día siguiente, contempló el nacimiento de la nueva prole, más salvaje que su predecesora, y luchó una vez más con uno de ellos preparado para tal fin. La pelea fue más dura que el primer día, y que el día posterior al primer día, pero el visir resultó victorioso. Repitió el proceso por tercera vez, con igual esmero que la primera.

Los días pasaron como horas, y el visir no tardó en ser consciente de que llegaría un momento en que no podría derrotar a la criatura. Sin embargo, el orgullo y el ansia de venganza fueron más fuertes que su instinto de preservación.

—Vosotros seréis mi ejército póstumo —se repetía una y otra vez, con la mirada perdida, siempre que se sentía tentado de abandonar.

 

Diez años más tarde un tuareg se perdió por aquellas tierras y fue a parar a las ruinas del coliseo, donde decidió pasar la noche. Allí encontró un esqueleto con el cráneo destrozado. Tras examinarlo, concluyó que había sido atacado por alguna clase de feroz animal. Pudo reconocer por sus ropajes desgarrados que se trataba del ambicioso visir que fue expulsado de su templo mucho tiempo atrás. Asustado por lo que había escuchado de dicho hombre trató de marcharse, pero una mano surgió del suelo y apresó su tobillo como una tenaza. Miró alrededor y vio decenas de extremidades nudosas emerger de las arenas del coliseo. Miles de ojos minúsculos se asomaron en el horizonte, por encima de las paredes erosionadas. El visir había muerto y el desierto se había convertido, como él deseaba, en un infierno.

El tuareg apenas tuvo ocasión de comprenderlo antes de sucumbir a los colmillos de Kraan.

© Copyright de Magnus Dagon para NGC 3660, Noviembre 2018