Materia de Kansas

 

Por Carlos Pérez Jara

La camisa, manchada de sangre seca, se revolvió caprichosa por la danza del viento sobre la planicie. Cada vez iba más despacio, más inseguro.

—Vamos —murmuró a su montura, y la espoleó con rabia.

Sólo en la vieja Castilla había llegado a ver campos tan extensos y fértiles, con montañas brumosas en el horizonte, y un residuo de luna en el cielo azul de la tarde.

—¡Quietoo! —gritó López de Ovala tirando de las riendas, pero su caballo había comenzado a doblar las patas delanteras sin obedecerle.

—¡Mierda! —maldijo, y cayó de golpe entre las espigas: su pierna izquierda quedó atrapada a la altura del muslo. El animal relinchó de angustia, con los ojos saltones.

Durante varios minutos se debatió entre el dolor y la impotencia, mientras su caballo burbujeaba espumarajos por el hocico. Al principio pensó que le había roto algún hueso con la caída; ni siquiera podía sentir su pie debajo del animal moribundo. A duras penas, López de Ovala se arrastró como pudo buscando un asidero que le permitiera liberarse. Cuando al fin pudo sacar la pierna comprobó que no estaba rota, pero apenas podía doblarla.

—¡Levanta, maldito seas! —gritó llevado por la furia, golpeando el costado del animal con la palma de su mano. Luego, poco a poco se levantó medio cojo, dolorido y confuso. Se encontraba muy lejos del Fuerte, a dos días a caballo. La barba rala y sucia se agitó con la brisa.

—Vamos —murmuró, y se fue alejando por aquella gigantesca laguna de espigas de trigo rubio.

Con el sol a su espalda, López de Ovala se convenció de que su rumbo no podría ser otro que el de cierta cumbre hacia el este, por donde debía discurrir una cadena montañosa que ya había cruzado en otra ocasión con los otros exploradores. Al cabo de poco rato detuvo la marcha; la piel le brillaba al sol como grasa líquida, y casi sin darse cuenta se sacó de la camisa su amuleto. Lo había encontrado en la ribera de un río poco profundo, cuando aún viajaba con su compañero de armas, Santiago de Céspedes: un fragmento de una piedra exótica de color verde grisáceo, con un curioso signo grabado en su superficie.

—Tirad eso —le había dicho Santiago. López de Ovala no respondió: estaba fascinado observando aquella hermosa piedra de formas redondas, con dos minúsculas argollas por las que debía haber pasado alguna trenza como colgante.

—Son cosas de salvajes —comentó Santiago mientras hacía una fogata—. Van contra Dios, y vos lo sabéis bien, López.

Al cabo de dos días, junto a los restos calcinados de otra fogata, López de Ovala se colgó el talismán sobre el pecho. Sangraba por una herida en la frente, pero apenas sentía dolor alguno. Su compañero parecía mirarle desde lo alto de una roca, con la cara pegada a una capa de musgo: varios hilos rojos manaban de su nariz y su boca, como riachuelos mansos.

—Tuve que hacerlo —se recordaba, y en ese instante las nubes ocultaron el sol y el viento sacudió las espigas. Algo crujió a lo lejos, como si una montaña de rocas se derrumbase con lentitud formando una avalancha; el aire soplaba ahora desde cualquier sitio, desordenando los mechones grasientos de su melena. Unas gotas minúsculas de agua tibia empezaron a salpicar su cabeza, medio calva en la coronilla: golpeaban por su nariz o sus pómulos hasta la barba salvaje. López de Ovala se agarró a su talismán rezando como si fuera un rosario.

—Padrenuestro… —musitaba, y una culebra de luz fantasmagórica brotó de entre las tinieblas de varias nubes, como las raíces de una planta mágica: el resplandor sacudió las espigas, provocando pequeñas llamas alrededor de un círculo oscuro de arcilla calcinada. Luego llegó el silencio: la lluvia barrió los tallos negros, y al día siguiente el sol calentaba la pradera sin ninguna prisa. Algunos animales carroñeros llegaron desde los bosques para aprovecharse de algo de carne aún fresca. Hacia el atardecer aparecieron las manadas de bisontes, haciendo temblar el suelo con sus pezuñas: una corriente de animales gigantescos y antiguos que se desvió sin rozar siquiera el sello de cenizas.

El sol tuvo que aparecer e irse muchas veces hasta que una mañana pasaron varios hombres a caballo. Llevaban capas protectoras e iban desgreñados y malnutridos, con ojos turbios en sus miradas recelosas y violentas; fue el guía, un muchacho de la tribu de los anishinaabe, el que encontró lo que quedaba del cuerpo, apenas restos de telas sucias y huesos esparcidos entre las zarzas.

—Il n’est pas des nôtres —escupió el cabecilla, que desmontó para observar la calavera sin mandíbula.

—¿Spagnol? —dijo alguien, y Nicolás Dupont, un hombre pálido con un alargado eccema que le cubría media cara como un mapa, se agachó para recoger algo que había distinguido entre la hierba: una piedra medio redonda, partida como un huevo de codorniz. En su interior parecía haber algo de color marrón oscuro. Una pequeña bellota de roble. De alguna forma, ese pobre infeliz había conseguido meter una bellota dentro de una piedra de aspecto coralino. Nicolás vació con el dedo la piedra y la contempló en la palma de su mano. Como según su criterio no valía gran cosa, no le iba a reportar ningún beneficio inmediato o futuro, de modo que la soltó sin ganas entre las espigas. Luego los hombres se marcharon, dejando la calavera y la bellota entre las zarzas.

A la luz de la luna la planicie no parecía sufrir nunca ningún cambio. Los perros salvajes la cruzaban como hacía siglos, y las espigas iban muriendo para crecer de nuevo, extendiéndose por el oeste: las lluvias empapando la tierra, y el largo sol del verano endureciéndola como la piel acartonada de una criatura vieja. A veces el aire temblaba con las vibraciones de un tornado pasajero, recogiendo su propia cosecha de animales, árboles y fragmentos enterrados de ciertas reliquias.

Los hombres iban y venían, pero ninguno se quedaba. Ninguno. Entonces, un árbol empezó a crecer en soledad, sin que nadie advirtiera su presencia. Cuando por fin algunos individuos se asentaron no muy lejos, ya desplegaba sus ramas proyectando una venerable sombra sobre los viajeros. Hacia el norte solía verse entonces la espiral de humo negro de una locomotora en marcha. Las viejas manadas de bisontes eran ahora apenas grupos reducidos y a la fuga, corriendo por la llanura.

Una familia, los Arlton, procedentes de la costa, se asentaron un día junto al árbol. El padre, el señor William Arlton II, oteó los alrededores construyendo con su imaginación los límites de la propiedad que había comprado; los feligreses de su iglesia le ayudaron a construir la granja, y en la primavera era su hija Melisa quien solía refugiarse bajo el roble. A sus trece años, estaba prometida con el hijo del Pastor, y con la Biblia entre sus manos se sentaba sobre una piedra dibujando palabras invisibles con un palo sobre la tierra ocre.

—¡Melisa! —gritaba su hermana mayor desde algún lado de la granja, y Melisa ya sabía que era la hora de ayudar a padre o de preparar la cenar. Un día Melisa encontró algo duro con una rama. Extrañada, despejó la tierra fresca con sus manos; luego tendría que lavarse muy bien las uñas o padre la castigaría sin remedio con la varilla de nogal. Una piedra, eso era. ¿Una piedra? Pero no pudo dejar de seguir escarbando en silencio, mientras extraía tierra compacta de los alrededores: una gran piedra redonda de color gris ceniza, como una urna. A Melisa le pareció que sin duda aquello podría ser un cofre enterrado por algún colono antes de ellos.

—Un tesoro —se dijo, abrumada, y en ese momento escuchó el primer grito de Jennifer, su hermana:

—¡Melisa!

Melisa hundió sus dedos en los laterales del cofre; al fin, ya sudando por las sienes, estiró todo lo que pudo con sus brazos delgados. El cofre emergió para convertirse en algo que al principio su cerebro no pudo asimilar en su forma y su volumen; algo que ni siquiera habría podido intuir en sus pesadillas. Dio un grito corto, y dejó el objeto donde estaba, cayendo de costado. Luego se marchó a la carrera con las uñas sucias.

Al día siguiente fue su padre, el señor Arlton II, quien acudió junto a ella y sus hermanas al árbol.

—Dios bendito —dijo el hombre, observando la calavera, y se persignó varias veces.

—¿Quién sería? —comentó Lily, la hermana más pequeña.

—Volved a casa —dijo el señor Arlton II.

—Pero padre… —protestó débilmente Melisa.

—¡Que volváis a casa! —rugió, y durante largo rato, el señor William Arlton II estuvo meditando sobre la calavera, y sobre si aquello sería un signo de mal agüero para él y su familia.

Al atardecer enterró el cráneo lo más hondo que pudo, en una zona baja cerca de la ribera. Puso una tosca cruz de madera de pino sobre el montículo, y junto al clérigo de su pueblo, Aarón Caster, rezaron por el alma desconsolada de un difunto anónimo. Regresaron a la granja en una carreta arrastrada por un mulo, y durante toda aquella noche, el señor Arlton II quedó en vilo en su dormitorio, pensando en si había hecho bien en establecer allí su casa.

La granja fue adquiriendo un suave color cetrino con los años. El señor Arlton II envejeció sin remedio, y dos de sus hijas se marcharon a Topeka. Melisa y su marido, el robusto George Wallace, se dirigieron a Kansas en una larga caravana con algunas familias de feligreses polvorientos. Una noche de verano, varios hombres salieron de la puerta principal de la vieja casa con un largo cajón que llevaban a hombros. El anciano Caster se encargó del oficio: el ataúd fue sepultado junto al roble. Luego dejaron la propiedad vacía durante un tiempo, y una tarde de principios del otoño un tornado partió una cerca, y la granja se desmoronó como si fuera de juguete. El roble quedó torcido, inclinado sobre la tierra y con una maraña de raíces sobresaliendo como nervios sinuosos.

El cielo de Kansas era siempre así: una superficie celeste y amable, que sin embargo cambiaba casi enseguida para volverse oscura, opaca, una red de vientos furiosos que sacudían las vallas y zarandeaban con insistencia las casas de las ciudades y los pueblos como los gigantes de algunas leyendas. La granja ya había desaparecido, pero ahora una estrecha franja de arcilla pedregosa la atravesaba en dirección a Topeka y a algunos pueblos como Auburn; cerca de aquel sendero, envuelto en zarzas y piedras de una iglesia derruida, sobresalía el roble inclinado. Un vehículo ruidoso, que gemía y brincaba como una mascota asmática, pasó una mañana de largo mientras sus ocupantes, con gafas protectoras, saltaban sobre sus asientos ante los baches del camino.

—¡Ése era! —dijo la nueva señora de Joe Torrance, constructor de puentes.

—¿Sí, querida?

—Mi hermana pasaba muchas tardes allí, y aún sigue en pie —contó una madura Lily, ya en la distancia.

Una noche, un viejo del entorno llamado Weendu se acercó al borde de aquella primera carretera. Con una larga coleta negra hasta la cintura, Weendu se sentía viejo y débil, y en los últimos años, junto a su afición por la bebida barata, había alimentado una especie de reverencia obsesiva hacia sus antepasados, comanches del norte. La diabetes le había vuelto medio ciego, pero hoy Weendu había salido al campo con un cigarro arrugado en la comisura de sus labios secos. Cansado de caminar, Weendu meó sobre el tronco retorcido del roble invocando a los dioses primigenios. Y sobre todos, pensaba en Muy-Sola con su muñeco sagrado.

—Dioses —dijo en una vieja lengua medio extinguida.

Al poco abandonó el lugar con una extraña sensación, como si en aquel sitio estuviera escondido un espíritu de las tierras.

La carretera de grava se amplió de forma inevitable, y por ella empezaron a pasar más y más vehículos, cada vez mayores y más veloces. Ahora había junto al arcén un almacén abandonado, y un robusto edificio de ladrillo de los años treinta con una estación de paso con el cartel de bienvenida a seis metros del suelo. Junto al edificio sobresalía una vieja caravana diesel, anclada entre las zarzas como un monolito con bandas de cromo. Una niña estaba sentada sobre un neumático cubierto de polvo. Era morena, de cara redonda, con una nariz respingona herencia de su madre, y unos ojos pequeños pero expresivos de color verde.

Un cuervo se posó sobre la rama más alta de ese árbol tan feo y encorvado que tanto la asustaba por las noches. Su perro, un terrier enfermo del corazón, calentaba su hocico junto a ella: había perseguido tantas veces a los cuervos que ya parecía haberse resignado a seguir haciéndolo.

—Dory —dijo alguien, y vio a su hermano mayor, que hacía dos semanas que había vuelto de la Guerra. Ahora, Michael se agachó para poner una mano en el hombro de su hermana. Desde su regreso de Europa, parecía mucho mayor que antes, pero no estaba segura de dónde estaba el cambio, si en las estrías de sus mejillas o en la luz de sus ojos al mirarla.

—¿Qué haces, Dory?

—Nada —dijo Dory, y observó una avioneta a lo lejos, brillando en ese lado amable del cielo de Kansas.

—Venga… a mí puedes decírmelo —sonrió Michael. Un surco de arrugas sobresalió al sonreír.

—Pues estaba pensando… —dijo Dory, frunciendo el ceño—. Estaba pensando en ese árbol.

—¿El roble?

—¿Por qué no lo ha quitado papá?

—Bueno —resopló el muchacho envejecido, y se puso en pie para estudiarlo mejor—. Cuando era niño me venía con Benny y los otros a tomar unas cervezas en ese árbol. Y aunque no te lo creas, ahí mismo me dieron mi primer beso. Rachel.

—¿Rachel? —dijo Dory, y al poco tiempo su hermano se había marchado; ya no estaba allí, como si hubiera sido un fantasma de alguien que siempre deseó que volviera. La Guerra había vuelto a atraparlo con sus tentáculos, pero esta vez no estaba dispuesta a que regresara salvo de una forma: la única que ninguno hubiera deseado desde el principio.

A la muerte de su padre, Dory se ocupó del negocio con la ayuda de su primo, Sanderson, un muchacho larguirucho obsesionado con cazar pájaros cantores, y creyente admirable de una serie de fenómenos extraños relacionados con seres de otros mundos, mitad ángeles mitad extraterrestres. Sanderson no había pasado los niveles básicos de estudio escolar, pero podía recitarle a cualquier viajero todos los presidentes del país desde su fundación hasta la fecha, o poner un motor averiado en marcha en pocos minutos. Vivía en un cuarto estrecho en la segunda planta del edificio que había levantado su difunto tío, el padre de Dory.

Una tarde llegó a la estación un vehículo grande con las lunas tintadas. Dory estaba frente al mostrador de su tienda, repleta de refrescos y gorras de beisbol, cuando aparecieron tres hombres robustos y una mujer de mediana altura.

—Buenas tardes —dijo la señora, pelirroja y regordeta, vestida con un elegante traje oscuro a juego con la presencia adusta de los caballeros con chaqueta, que ahora se dedicaron a observar distraídos unos souvenirs locales que, en el fondo, procedían de algún remoto taller de Asia: pelotas con la inicial “K” grabada en rojo, llaveros y navajas campestres.

—Buenas tardes —dijo Dory. La niña morena y aburrida se había vuelto una mujer alta, algo desgarbada, con el pelo recogido en una coleta; su piel, formada por el sol y el aire de Kansas había adquirido un brillo mate, que contrastaba con el verde marino de sus ojos.

—¿Es usted la dueña de este sitio?

—Eso pone en las escrituras —bromeó Dory. La mujer dibujó un simulacro de sonrisa cordial.

—No sé si usted me conoce, pero me llamo Karen Lendon, de la compañía Lendon. Supongo que le suena de algo…

—¿Qué se le ofrece? —dijo Dory con ese aire tan campechano de los locales de la zona. A esas alturas, ya tamborileaba con sus uñas sobre el mostrador mientras veía a sus visitantes repartidos entre los pasillos de su tienda. De pronto resonó un ladrido desde la puerta trasera; algo peludo apareció enseñando los dientes.

—¡Quieto, Bob! —ordenó Dory, e hizo el amago de recoger la escoba para echarlo, pero Bob, vástago impetuoso del perro de su infancia, se escabulló por una portezuela de la entrada.

—Parece que no le caigo bien —masculló la señora Lendon, y enseguida su rostro adquirió una apariencia de esfinge mustia—. Verá, voy a ser directa con usted, y de esa forma no perderemos el tiempo, ni usted ni yo, ¿le parece? Soy la propietaria de la compañía petrolífera Lendon, fundada por mi abuelo en el siglo pasado. Estamos interesados en hacer unas prospecciones en el suelo de su parcela. Le compensaremos muy generosamente, se lo aseguro.

—¿Prospecciones?

—Si debajo del suelo que pisamos hay petróleo, nuestra compañía le compensará por cedernos estas tierras.

—¿Y mi estación, la tienda… mi parcela?

Uno de los hombres se giró levantando las cejas por encima de sus gafas de sol, como si hubiera oído un chiste muy gracioso.

—Bueno, ¿su nombre era…? —dijo la señora Lendon, con los ojos entornados.

—Dorothea. Dorothea Williams.

—Bueno, señora Williams, con el dinero que estamos dispuestos a darle podrá tener otras estaciones de paso, de aquí a Topeka, si lo prefiere.

Dory pensó en su madre. De alguna forma y en apenas un segundo, la vio meciéndose en una hamaca bajo el porche que el señor Williams había construido con sus propias manos. Ella se balanceaba en el columpio que su hermano le había hecho en el roble, justo antes de perderse definitivamente en la Guerra. Y pensó en la promesa que le había hecho a su padre antes de que muriera, entre toses y fiebres, en una habitación donde ella dormía ahora rodeada de recuerdos: cuida de esto, de lo tuyo.

—No puedo darle una respuesta ahora, señora Lendon.

—¡Oh, por supuesto! —casi gritó la señora Lendon, y le estrechó la mano como si fuera una vieja amiga—. Es comprensible, ¿verdad? Al fin y al cabo, es su tierra. Lo entendemos. Pero déjeme que le sugiera un número…

Dory escuchó la cifra. Apenas se inmutó al oírla; luego, de la forma más amable que pudo, se despidió de los visitantes, que se marcharon dejando una nube de polvo a su alrededor, hasta adentrarse por el asfalto de la carretera.

—Dory… ¿qué querían esos hombres? —le dijo Sanderson con la gorra echada hacia atrás, como buen mecánico.

—Nada, primo. Estaban perdidos.

Los visitantes regresaron unos días más tarde. La mujer, que ahora llevaba un sombrero con forma de pamela, volvió a hacerle una nueva oferta, pero esta vez Dory decidió decepcionarla.

—No esperaba esto de usted, señora Williams. Estoy convencida de que es una persona razonable. ¿Se ha parado a pensar en el dinero que le estoy ofreciendo?

—Sí, señora Lendon. De hecho, llevo varias noches haciéndolo.

Los ojos acuosos de la mujer pelirroja parecieron desprender chispas en el interior de sus iris. Un tacón golpeó una losa.

—¿Ésta es su última palabra?

—¿Quieren comprar algún refresco para el camino? —respondió Dory, que ahora descubría en la mujer unos rasgos agrios y rugosos. Por un segundo parecía estar mostrando su verdadera cara. Enseguida, la visita y sus acompañantes se alejaron a toda prisa sin despedirse: la nube de polvo que dejaron las ruedas del vehículo fue aún más alta.

—Dory… —dijo Sanderson, ahora con el mono de trabajo y una llave inglesa colgando de un bolsillo—. ¿Qué querían esos hombres?

—Nada, primo, ya se fueron.

Durante un tiempo la vida volvió a ser tan aburrida como siempre había sido. Los coches llegaban y se iban mientras Sanderson los nutría con su gasolina y Dory hacía cuentas en su modesta tienda de refrescos y gorras. A veces la visitaba algún pariente lejano, con un palillo en la boca y un sombrero contra el sol de Kansas, pero lo habitual era no recibir más que visitas ocasionales y esporádicas de algunos amigos. Sentada ante el escritorio de su habitación, Dory solía escribir a mano por la noche, como de pequeña. De algún modo, eran confesiones útiles para ella, una red de secretos y pensamientos que discurrían por su mente como las aguas subterráneas de una montaña. Pero a su edad ya no pensaba en el amor que había sentido por Greg, amigo de su hermano, ni en los viajes con su padre a Misouri.

No, ahora Dorothy Williams debatía consigo misma a cerca del sentido de aquella obstinación absurda. Intentaba darle alguna explicación a su vehemencia, pero no encontraba ninguna satisfactoria. La estación apenas daba para sustentar los gastos, y el cuidado de las cercas y del prado se habían perdido con los inviernos; mantener aquello era tan duro como subir cada día una roca por una pendiente cada vez más inclinada. Por eso, como si de una redacción escolar se tratase, empezó a escribir sobre Kansas en un sentido más profundo.

¿Qué era aquel lugar? No estaba segura: una extensión de praderas, estaciones de paso, montañas y ciudades forjadas en piedra y maderas vírgenes. ¿Pero por qué estaba allí, en ese rincón del planeta? Es posible que pudiera reducirlo todo a una causa muy simple, como podría ser la herencia de su familia, pero antes de que los Williams llegaran a ese margen de la carretera debían haberlo hecho otros hombres.

El árbol, pensó. Una noche, asomada a la ventana en penumbras, contempló el roble inclinado, una figura que parecía observarla a ella desde que era una niña. Fascinada, como si hubiese descubierto algo asombroso y único, Dory buceaba ahora hacia el origen de aquellas cosas. En la Iglesia, el pastor Saúl McGregor había hablado a sus feligreses de que nada ocurría en este mundo sin una razón divina. Eso Dory no podría entenderlo nunca. Para ella había demasiadas circunstancias que desmentían esa creencia: una bala perdida en el campo de batalla, un tornado o una decisión arbitraria. No, muchas cosas no tenían sentido, ni lo tendrían nunca.

Pero el árbol ya existía antes de que se pusiera el primer ladrillo en aquella casa. Ya daba una sombra agradable en la tierra antes de que los Williams compraran su parcela, hacia 1933. El árbol era, en definitiva, un testigo mudo de aquella serie de fenómenos que podrían haber estado sucediendo desde hacía siglos.

—Claro —murmuró.

Durante una temporada pudo vivir tranquila. Compraba comida y ropa en algún tranquilo pueblo de los alrededores, y luego regresaba a su casa con Bob sentado en el asiento del copiloto. Sanderson solía ir a Topeka a gastarse sus ahorros en una bolera con unos amigos de etnia india que le contaban cosas del lugar donde tenía anclado su propio negocio: tierra mágica, le dijeron, y Sanderson los creyó mientras sostenía una bola impoluta entre sus dedos sin uñas. Sin embargo, una tarde de otoño, al fin llegaron desde algún punto indefinido de la carretera, como una horda de mensajeros funestos: varios coches oficiales negros de grandes ruedas que aparcaron cerca de la estación de paso. Un hombrecillo bajo y regordete con sombrero de ala entró en la tienda de Dory junto a un caballero muy alto que parecía ser su secretario; los demás individuos esperaban con paciencia en sus coches.

—Señora —dijo el hombre, y se sacó el sombrero con gesto ceremonioso.

—¿Qué desean? —dijo Dory, pero de algún modo eso ya lo sabía; no había podido imaginar sus rostros pero los había visto en su mente acercándose, como la bruja del petróleo.

—¿Sabe quién soy, señora? —dijo el hombrecillo, que lucía un frondoso bigote amarillento.

—No lo tome a mal en absoluto, señor —respondió Dory, que a veces sacaba la vena irónica de su padre—, pero parece que estoy obligada a saber quién es cada uno de los que pasan por aquí.

—Mmm —mugió el hombrecillo, insatisfecho con la respuesta.

Lo único que Dory pudo sacar en claro luego, cuando se hubieron alejado por esa carretera que había sido el sitio de paso de su propia vida, es que representaban al gobierno de Kansas. En virtud de una vieja ley federal, y por razones de bien público, iba a ser expropiada de su parcela y de su casa. Los plazos y la indemnización le llegarían detallados en una carta recibida para el mes siguiente. Dory había escuchado al hombrecillo sin decir una sola palabra.

—Señora —dijo el visitante, que se puso el sombrero al estilo tejano. Los coches se fueron en fila india, hacia el norte.

—¿Qué querían, prima? —le dijo Sanderson, rascándose la coronilla.

—Un poco de la tarta, primo —dijo Dory—. Siempre tienen hambre.

A partir de ahí, y durante las noches venideras hasta su marcha, Dorothea Williams tuvo sueños muy extraños. A veces creía despertar en su mismo dormitorio. Al asomarse a la ventana era posible ver un bisonte olisqueando el roble, bajo la luz de la luna; luego, ya despierta la invadía la duda de que aquello hubiera pasado realmente. En una ocasión apareció un hombre de piel oscura envuelto en un chaleco de cuero con trenzas de plumas blancas y rojas; llevaba una lanza en la mano y se sentó junto a un fuego apacible, bajo las ramas del árbol. Dory se acercó en silencio para sentarse a su lado. El hombre no la miraba, con los brazos colgando de sus rodillas. Tenía el rostro cuarteado por el sol de muchos años, y unos ojos cenicientos y vidriosos, como los de un vagabundo ciego.

—Hay magia en el abismo —dijo con una voz que le recordó enseguida a la de su hermano Michael.

—¿Por qué? —le había dicho, hipnotizada por las llamas.

—Al principio del octavo día abandona la tierra. Vendrán para quedarse, pero son como extranjeros en su propia casa. No saben nada de Kansas. De nosotros.

—Nosotros —dijo Dory.

—Una vez mi hija viajó por el río en una barca. En honor a su espíritu le hice un shagee. Puse dentro una bellota, pero los hombres se encargaron de plantarla a su manera, con sangre y furia. Ahora Kansas es un gigante cansado que no sabe dónde sentarse junto al fuego.

—¿Quién eres?

—Al principio del octavo día, cuando vengan para sacarte a la fuerza con sus palabras y sus leyes, abandona la tierra.

—¿Adónde voy a ir?

—A Topeka. Tu tío aún te recibirá encantado antes de que su familia se encargue de matarlo con malas noticias. Allí encontrarás un trabajo, y empezarás una nueva vida.

—Pero, ¿y Sanderson…? No es muy listo y…

—Sanderson tendrá un accidente en su caballo de hierro, dentro de seis años. No podemos hacer nada, como no puedes impedir que Kansas tenga un cielo con dos rostros. Ahora estamos bajo el árbol que ha crecido hasta envejecer durante tantas estaciones. Pero lo único que nos importa de todo es la materia. En la materia está la esencia de Kansas que buscas. El agua sobre las chapas de metal, el viento en la pradera, y el tornado.

—¿El tornado? No he oído nada en la televisión, ni en la radio…

—Vendrá al octavo día. No los esperes. Cuando aparezcan debes haberte ido.

No tardó mucho en decidirlo. Durante las siguientes jornadas, se entretuvo en seleccionar su equipaje siguiendo la estela de sus visiones. Al amanecer del octavo día, cuando aún era de noche, Dory metió en el maletero de su camioneta todo lo que pudo de su casa: cuadros, una mesita, libros y vajillas de su madre. Allí había demasiadas cosas familiares, pero fue necesario elegir sólo unas cuantas para su traslado a Topeka. A esas horas, varios vehículos se aproximaban ya por la carretera hacia la estación de paso.

—Ve con tu hermano, primo —le dijo a Sanderson, que estaba dentro de su propio coche sin entender la causa de aquella huida—. Te llamaré cuando llegue a casa.

—¿Pero por qué nos vamos, Dory? ¿Por qué ahora?

Un viento desapacible había empezado a retorcer las hojas de las zarzas en el campo. Sanderson se fue obediente, dejando la estación cerrada. El resplandor de la aurora iluminaba ya el horizonte como una brasa moribunda. Con su camioneta ya lista, y Bob sentado en el asiento esperando a que el motor arrancase, Dorothy merodeó un poco por los alrededores de su parcela. Ahora sentía algo dentro de ella, como si presintiese las ondas de vibraciones impredecibles que iban a formarse en cierta colina, a varias millas de distancia. ¿Por qué?, se dijo, ¿qué sentido tenía aquello? No más que el que quisiera darle, pensó, apartándose un mechón de su boca.

Kansas debía sentir y respirar por algunos poros ocultos, por algunas partes sensibles como pieles blandas dentro de un organismo saturado por el asfalto y las construcciones de los hombres: por esos espacios era por donde aún quedaba la posibilidad de intuir el pasado y tal vez el futuro de esa región. Eran áreas salvajes o casi civilizadas, pero bajo cuyos cimientos o raíces latía aún algo profundo, como la bellota que germina formando el árbol, y el árbol que da sombra a los viajeros de varios siglos.

Si la esencia de cada cosa estaba en su materia, tal vez Kansas fuera aquello después de todo: la lluvia sobre los hombros de Michael en la última visita; el sol sobre su columpio en el verano. Pero los sentimientos, ya fueran risas o lágrimas humanas, se habían disipado con el tiempo, dejando apenas una huella fina como una costra frágil. Dentro de muchos años, cuando alguien se sentara o pasease por allí, tal vez reflexionando sobre lo mismo, pensaría en fantasmas. Ella, como el indio de su sueño o los demás que la precedieron, sería otro fantasma de su tierra.

Media hora después, el tornado se desplazó como una peonza polvorienta a lo largo de la pradera. Destruyó un viejo depósito de agua de 1951, un pozo, y se fue alimentando de rebaños de ovejas y vacas como un monstruo hambriento. El cielo de las nueve de la mañana de aquel día era una cortina brumosa de cenizas que iba formando una espiral lenta, absorbente; al fin, sinuoso y errático, levantó el tejado de la estación de paso de Sanderson, arrancando los postes y el cartel de bienvenida. Los coches de los visitantes oficiales, incluido el vehículo de la bruja, cayeron volcados como juguetes olvidados por un niño caprichoso. Finalmente, la casa, la estación, todo desapareció en medio de un torbellino de viento y caos, procedente del otro lado del cielo de Kansas.

Ese día, cuando los bomberos intentaron sacar a alguien vivo entre los escombros que había dejado aquel desastre, un granjero oriundo de Misouri encontró en su campo un fragmento del tronco de un roble. Aquello le pareció de lo más notable, y de hecho sería una de esas historias que habría de repetir en sus años de vejez en su taberna favorita, para desgracia de quienes tuvieran que escucharle contar lo mismo, una vez tras otra. En aquel momento, entre su hijo Bran y él trasladaron el tronco sin ramas hasta la entrada de su casa, donde su señora, Camilla, los reprendió a ambos por traer basura de fuera, despojos.

—Es buena madera —dijo Robert, convencido de que aquel árbol tendría que haber viajado por el aire varias millas.

Robert había sido carpintero en su juventud, enseñado por la tenacidad y las manos firmes de su padre, de raíces noruegas, de modo que decidió no desechar la madera y alojarla en su cobertizo, protegida de futuros tornados.

—¿Qué estás haciendo, Boby? —empezó a decirle su mujer, que siempre necesitaba saber qué hacía su marido, casi en todo momento. Entonces bajaba las escaleras del cobertizo para distinguir a Robert trabajando en un bloque de madera cubierto de serrín.

—Recordando el oficio, querida —le contestaba absorto, mientras raspaba bajo la luz de un ventanuco sucio.

El sol aparecía y se ocultaba como desde hacía milenios. Un cielo amable que podía convertirse pronto en una película tenebrosa e inestable, precediendo la llegada de algún tornado solitario. Una tarde, la furgoneta del difunto Robert Solberg se llenó con algunas de sus pertenencias más queridas. Bran, que trabajaba para una empresa inmobiliaria de Topeka, resolvió llevarse ciertos objetos para venderlos en una tienda cuyo dueño era un viejo amigo.

—¿Pero esto era de tu padre? —le dijo Tom, el dueño.

—No puedo tenerlo, Tom. Prefiero que lo vendas a alguien que lo quiera. Este maldito cacharro tiene su historia, no te creas. Pero mi mujer no me deja que meta cosas viejas en su salón.

—Bran, esa mujer te está comiendo poco a poco.

—De todas formas, me recuerda cosas que no me gustan… y hace mucho ruido por las noches.

Así acabó en un escaparate. Detrás del cristal de una tienda, sobre cuyos reflejos se podían distinguir las tonalidades del cielo de Kansas, permaneció muchos días y muchas noches, entre otros objetos de saldo.

—Mira, mamá —dijo un niño una mañana de domingo. La madre observó el reloj, cincelado y con una cubierta de barniz oscuro. Su pantalla redonda ofrecía el rostro de unos minuteros decimonónicos en movimiento que le recordaron al reloj de cuco de su casa. Madera de roble, se dijo, y sonrió sin darse cuenta.

© Copyright de Carlos Pérez Jara para NGC 3660, Julio 2017