Por Susana García
Se relamía sólo pensando en el potencial de lo que estaba a punto de enviar. Había trabajo mucho y duro, día y noche, para tenerlo listo. No tenía fallos, no dejaba rastros, era indetectable.
Por supuesto, también sería una fuente de jugosos beneficios. También eso le producía una íntima satisfacción. El desconocido que le encargaba los trabajos, siempre a través de la red y por un canal anónimo, volvería a dejar, en el lugar de costumbre, el sobre lleno a rebosar de créditos. Probablemente relucientes y nuevecitos, aunque eso poco le importaba a él. Con tal de que fueran créditos…
Insertó en el teclado virtual los últimos códigos y señaló las directrices. Todo iba como una seda. Sólo restaba pulsar el último botón y ya no habría vuelta atrás. El mundo no estaba preparado para Juanito, su pequeña mascota.
Había optado por este nombre porque le recordaba a un amigo de la infancia. Un amigo que siempre hacía tropelías y que tenía vocación de gamberro incluso en el parvulario. Y también escogió el nombre porque era sencillo y parecía inofensivo. ¿Quién se sentiría amenazado por un fichero llamado «Juanito»?
Después de verificar que el proceso ya estaba en marcha y que no había ningún problema, se sacó las gafas virtuales que, a pesar de la costumbre, seguían dándole siempre mucho calor. Lo malo es que, a pesar de los muchos créditos que había conseguido durante los últimos meses, estos no habían dado para todo. Para poder conseguir lo que había conseguido con Juanito, había necesitado invertir la mayoría de sus ahorros. Ahora, con lo que sacase de este último golpe, se compraría un visor virtual con aire acondicionado y un guante táctil nuevo, que el suyo estaba ya muy desgastado. Gracias a su habilidad con el hard funcionaba mejor que nuevo. Sólo pensar lo que podría hacer con un guante nuevo y su destreza, se le caía la baba de gusto.
***
Como todos los días, Hilda se sentó frente a la consola después de prepararse un café caliente con mucho azúcar. Se acomodó en el asiento ergonómico, se colocó el visor tri y, entre sorbo y sorbo de café, comenzó a ejecutar los programas. Apretó varias teclas del programa virtual y consiguió una copia del menú del día que, inmediatamente, hizo enviar al microprocesador del frigorífico, para que éste preparara los alimentos necesarios o le avisara de los que hacían falta.
Tan pronto como hubo revisado las tareas del día y programado algunas de ellas, las principales, se relajó para recoger el correo y contestar algunos mensajes. El contador informó que habían entrado siete nuevos en el buzón. Probablemente alguno era de Maruchi, que le enviaba una copia del estofado que hizo la semana pasada, o en todo caso, si no había mensaje de ella, desde luego esperaba que no volviera a haber más noticias de aquel pesado que había conocido en aquella ciberfiesta, pretendiendo, para colmo, volver a practicar cibersexo con ella: con una vez había bastado. Desde luego, con un obseso así no pensaba repetir. No sólo había sido aburrido, es que había sido incluso grosero.
Con movimientos habituados por la costumbre, abrió los primeros mensajes. Maruchi le pasaba la receta que, inmediatamente, Hilda recuperó y guardó en su programa de menús, previa revisión. En los tiempos que corrían, todo, viniera de quién viniese, debía ser revisado en busca de posibles virus.
Le sorprendió el tercer mensaje. No sabía quién era el remitente, nadie conocido, por supuesto. Antes de abrirlo o ejecutar cualquier archivo que contuviera, activó el antivirus correspondiente en su panel de control. No se detectó nada sospechoso y Hilda lo abrió.
Era un programa 3D/SENSATIONS, por lo que parecía. Quizás un regalo de uno de sus muchos pretendientes del ciberespacio. Esperaba que no del pesado. Ejecutó el programa sin temor y un intenso olor a violetas inundó sus fosas nasales. Era, sin lugar a dudas, uno de esos programas de sensaciones que tanto furor estaban haciendo. Y era el primero que recibía ella. Resultaban caros y los chicos con los que conversaba en los grupos virtuales no debían tener el status para gastar tanto dinero en un regalo que era tan efímero como esa esencia.
Sintió una extraña sensación de mareo, muy placentera pero desconocida. Hilda no era de las que lo prueban todo, pero tampoco había dejado pasar la oportunidad de conocer los efectos de las drogas más comunes entre la gente joven. La Diptionina, que agudizaba la vista hasta límites insospechados, o la Libidina, para subir la libido a tope, ocupaban algo de espacio en su botiquín. Había probado el Biominio, pero le daba mucha sed una vez pasado el efecto, y varias otras sustancias más, todas ellas sintéticas.
Pero aquel olor y aquella sensación de mareo placentero no tenían nada que ver con los efectos de esas drogas que, generalmente, agudizaban o aumentaban la capacidad de algún órgano o sentido. Por un instante perdió el hilo de sus pensamientos y se quedó en blanco. Cuando volvió a recuperar la consciencia total, se asustó tanto que se levantó de un salto, se quitó el visor de un manotazo y lo tiró sobre el asiento de piel.
Algo había pasado durante unos instantes. No tenía conciencia, apenas, de lo ocurrido, pero sí tenía la sensación de haber estado inconsciente durante un instante o dos.
Consultó el reloj en su muñeca y lo que vio le preocupó aún más. Había conectado pocos minutos después de las nueve y media. Y eran las once. ¿Qué había ocurrido durante esa hora y media de la que no tenía constancia?
***
Roger recogió en el antiguo apartado postal el sobre con los créditos. El volumen le hablaba de un montón de efectivo para hacer compras y más compras en el ciberespacio. Para comenzar, el visor nuevo, uno de esos 3D con refrigeración que usaban los pijos. Como la estúpida aquella de la ciberfiesta que se había molestado con sus insinuaciones. Se sonrió. Ya no pondría más pegas, la muy zorra. Le había enviado una versión modificada del Juanito, a través de una cuenta falsa, y sólo tenía que decir una palabra, una simple palabrita, para conseguir lo que quería. Además, Juanito había conseguido su IP y su dirección. Roger pensó que le haría una visita esa misma noche.
***
Seguía algo indispuesta. Después de lo ocurrido durante la mañana se había sentido rara todo el día, sin saber muy bien porqué. No le había servido de mucho tomarse un tranquimizin. Había una especie de ansiedad oculta en ella que no la abandonaba.
Estaba poniéndose el pijama cuando llamaron a la puerta. Abrió sin utilizar el filtro de visitas. La puerta de su apartamento se deslizó sobre las guías suavemente, sin ruido. Al otro lado, de pie, había un chico moreno, de tez pálida y cabello oscuro y revuelto. Llevaba un ramo de rosas rojas en una mano y una bolsita de papel marrón en la otra.
—Violeta —dijo el recién llegado nada más encontrarse cara a cara con Hilda.
—Pasa —le dijo ella. Cogió el ramo que el chico le tendía y lo llevó a la cocina. Él pasó y se dirigió tranquilamente al salón del pequeño apartamento.
Unos instantes después, Hilda entró en el salón. Sin que Roger tuviera que decir una palabra más, se desnudó completamente. Él le pidió un vaso de agua que ella se apresuró a ir a buscar a la cocina. Volvió con él y se lo tendió. Él sacó una pastilla del interior de la bolsa marrón, se la dio a Hilda.
—Tómatela —le dijo, con una voz muy suave y tranquila. Hilda se metió la pastilla en la boca y tomó un sorbo de agua. Roger también tomó una de las pastillas y cogió el vaso de las manos de ella para tomar otro sorbo y tragar la pastilla.
Roger cogió a la chica de la mano y la condujo mansamente al dormitorio.
***
«Los resultados de la prueba han sido absolutamente exitosos —rezaba el mensaje —Envíanos el código del programa para lanzarlo mundialmente. La prueba local nos ha convencido de su potencial y estamos dispuestos a pagar mucho por ese programa. En el lugar convenido. Como siempre».
Roger borró el mensaje del buzón. No pensaba contestarlo, ni tenía intención de enviar el código: Juanito se quedaría donde estaba, a buen recaudo. Quizás ellos habían pensado que él no había tenido en cuenta todas las posibilidades del programa, capaz de insertar una orden en la mente del destinatario, mediante un mensaje subliminal, proporcionándole un poder infinito. Quienes habían recibido el programa, convenientemente registrados en la memoria del microprocesador, ya estaban trabajando para él. Una palabra los tenía a su merced. Como la dulce Hilda. Lo había despreciado por pedirle sexo real… por querer conocerla y hacer realidad todas esas tonterías que se practicaban en las ciberfiestas. Cibersexo ¡no, gracias! Pensó Roger. Ahora sería Hilda, hasta que se cansara de ella y se buscara otra en algún canal erótico.
Borró sus huellas en el ciberespacio. Desapareció. Suponía que el desconocido que había pagado religiosamente hasta ahora sospecharía que él había decidido darle un uso particular a aquel programa y le buscarían. ¡Vaya que le buscarían! Por ese motivo, había creado ya una personalidad nueva para volver con seguridad a la red y había enviado un inocente Juanito a la dirección anónima de su contacto. No detectarían el programa hasta que lo hubieran ejecutado y, por aquel entonces, ya sería demasiado tarde.
Después de terminar todos los procesos, desconectó el visor nuevo y se tendió cómodamente sobre el diván, también nuevo, de piel.
—Violetas —susurró a un pequeño micrófono. Un instante más tarde apareció Hilda, completamente desnuda.
La chica se acercó sensualmente a Roger, le pasó los brazos alrededor del cuello y ambos se besaron apasionadamente. Él la tumbó sobre el diván, la acarició, besó los rosados pezones y, excitado, se desvistió. Aquello sí que era vida.
© Copyright de Susana García para NGC 3660, Marzo 2017