El guerrero nace antes de que se forje la espada.
La espada no hace al hombre.
Llovía por cuarto día consecutivo y Takeo no pudo evitar volver a recordar lo diferente que era la lluvía de esa maldita isla comparada con la de su hogar en Motoyama. Y de nuevo encontró en ese recuerdo otra razón para fustigarse y lamentar su decisión de abandonar la vida agrícola. El trabajo en los campos de arroz era duro, pero al menos cultivaba su tierra, vivía en su tierra y podía igualmente morir allí. Pero ahora nada de lo que le rodeaba pertenecía a su linaje, ni una sola pizca del espíritu ancestral de su pueblo. Tan solo su katana y el mismo. Y claro, la muchacha, que volvería en cualquier momento para hablarle de los suyos.
Su katana se había convertido en parte de su vida, su tesoro y también su castigo personal. Nunca debió dejar que su abuelo se la enseñara, ni que le hablara de ella como un arma de honor, cuando no lo era. Su abuelo la había comprado a su legítimo propietario, un samurai, si es que podía llamársele algo así a aquel pobre diablo que había perdido todos sus privilegios por decreto del Emperador Meiji. Malvendió su sagrada espada por unos sacos de arroz y se marchó con ellos a emprender una existencia no guerrera. Takeo pensaba mucho en él desde que llegó con su batallón de infantería a aquella minúscula isla en medio de un mar que poco se le parecía al japonés.
Ahora él se presentaba como el único habitante, porque la joven no podía contarse como tal. Y en su desolada soledad le venía a la mente la imagen del propietario original de su katana. Aunque sabía que aquella imagen era más producto de su imaginación que algo real. Nunca conoció a aquel individuo, aunque de siempre le había encantado formarse una estampa de él en su cerebro a base de las descripciones de su abuelo. De niño había deseado ser como aquel aguerrido samurai que le detallaba su abuelo. Pero desde que pisó aquella isla como un oficial de infantería y empezó a vislumbrar el horror de aquello, solo podía imaginar al antiguo samurai como un anciano feliz, plantando arroz en las montañas de su comarca. Aquella segunda representación le hizo envidiarle más que cualquier otra.
Él, solo y abandonado en aquella condenada isla de Papúa Nueva Guinea, se maldecía una y otra vez por no haber atendido los consejos de su padre y sí las ínfulas de grandeza de su abuelo. El anciano ansiaba que su nieto perpetuara su estirpe convirtiéndose en un gran militar, alejado de la tradición campesina de su propia familia.
—No debes dejar que los sueños de grandeza de tu abuelo te seduzcan, hijo mío. Aquí nunca habrá de faltarte un techo donde vivir y un plato de buen arroz con el que alimentarte. Muchas generaciones de nuestra familia han hecho más grande a esta región cultivando sus tierras que guerreando. Las épocas de los samurais quedaron muy lejos y nunca fueron tan épicas como el abuelo te cuenta… Ahora la gente sencilla como nosotros vive mejor…
—Padre, tú no lo entiendes. El abuelo tiene razón en aconsejarme marchar a Ichigaya. Allí alguien como yo podrá ser oficial en poco tiempo. Yo no quiero ser «gente sencilla» como tú, no quiero una vida tan simple. —El padre de Takeo no le forzó a quedarse en la aldea para seguir trabajando en los arrozales. Cuando el joven se marchó a la ciudad, se limitó a mirarle con una extraña condescendencia que Takeo no acabó de comprender. No usó ni una sola palabra para despedirse de él.
Takeo acertó cuando le dijo a su padre que en Ichigaya pronto sería un oficial del ejército. Pero se equivocó en lo esencial, en aquello en lo que sí atinó su padre y su mirada de indulgencia. Ahora, más que nunca, lo sabía. Ahora, que no había día en que no se levantara maldiciendo su decisión de abrazar una carrera militar. Había querido ser alguien especial, un personaje importante con un reluciente uniforme ante el que hasta las jóvenes más hermosas se dieran la vuelta para admirarle. Y así había sido, sobre todo cuando su país entró en aquella guerra mundial. Durante un tiempo pudo disfrutar de esos momentos en que los ciudadanos de a pie le miraban como si fuera un héroe, aunque aún no había ni disparado una sola bala.
Sí, Takeo había saboreado esos paseos de gloria por la ciudad, portando en su cinto la katana de su abuelo, esa que le señalaba como oficial del honorable ejército del Emperador, Soberano Celestial. Además, le encantaba vanagloriarse de su magnífica katana frente a otros jóvenes oficiales que tenían que conformarse con la que les suministraba la milicia, armas de un acero inferior a la de Takeo.
Su katana, su preciosa y maldita katana, que tanto deseaba en el presente que nunca hubiera sido suya. Y, sin embargo, no podía dejar de limpiarla a diario, aterrado ante la posibilidad de que la desagradable humedad de aquella isla la oxidara. No tenía papel de arroz, ni un aceite especial con el que cuidarla, pero la muchacha, que conocía aquella condenada selva mucho mejor que él, le había aconsejado que usará las anchas hojas de un determinado arbusto que crecía en la parte sur. Takeo ni se había molestado en aprender el nombre de aquella planta, no ansiaba saber cómo se llamaba nada de cuanto le rodeaba, esa no era su tierra, él no deseaba aprender a nombrarla como si lo fuera, no quería acostumbrarse a estar allí, quería volver a su pueblo natal. Aunque Takeo sí se molestaba en limpiar su espada a diario, pues sabía que a la muchacha le gustaba que lo hiciera y no quería enojarla. Él mismo, por mucho que despreciara lo que representaba aquella arma, tampoco podía evitar sentir hacia ella un extraño amor, más allá de su odio. Perderla o dejar que se oxidara suponía renunciar a sí mismo de alguna manera, cerrar las puertas hacia el retorno a su país.
—El cielo se ha convertido en fuego —la voz de la muchacha rompió el silencio de la cueva donde Takeo vivía y le hizo sobresaltarse. Debería haberse acostumbrado ya a aquella manera suya de aparecer de la nada y hablarle sin antes molestarse en saludarle ni lo más mínimo, pero aún no lo había hecho.
—¡Kitsune! ¿Traes buenas noticias para mí hoy? ¿Ves cerca mi regreso a Japón?
—No me has escuchado, estúpido egoísta, el cielo se ha convertido en fuego en Japón. Incluso tú, en tu ignorancia y estando tan alejado de los tuyos deberías haberlo sentido en tu alma. Sus gritos… —Takeo enmudeció al instante ante la mirada de furia que la muchacha le lanzó. Sus dos ojos negros ardían como volcanes en erupción. Él tuvo miedo, porque ella, aunque siempre se había mostrado reservada y enigmática en sus visitas, nunca antes le había mirado con aquella cólera sobrenatural. Si bien había visto esos ojos la primera vez que se le apareció.
Fue el mismo día que perdió a sus últimos hombres, acribillados por aquella ametralladora. Supo que había llegado el momento de su muerte, de nada le valdría permanecer escondido en aquel nido, aquella trinchera no le salvaría durante más tiempo. Su enemigo avanzaba rápido y decidido, aquella jungla había dejado de ser terreno hostil para los soldados americanos, invadían toda la isla y la hacían suya. Takeo tampoco quería huir, ni ocultarse más, aquello no era honorable. Sus dedos rozaron la empuñadura de su katana, temblando, pero con cariño, pese a lo mucho que deseaba estar entre campos de arroz y no ahí. Rezó a sus dioses y salió de su escondite para enfrentarse con sus enemigos. Pero no pudo hacerlo.
La selva lo recibió con un silencio sepulcral que nada tenía de parecido con los sonidos de guerra que se dispersaban por ella hacía solo unos momentos. Las armas habían callado y más allá de ellas, todo lo había hecho. Ni un solo rumor animal, ni el más sencillo trino de los pájaros que habitualmente se escuchaban en aquella zona de manera constante. Y, por supuesto, ni un solo ruido que pudiera calificarse de humano. Takeo llegó a pensar que estaba muerto, que había sido abatido sin ni siquiera darse cuenta de ello. Solo una cosa así explicaba aquel mutismo antinatural, más propio del mundo onírico que de la realidad. Se dio cuenta de que él mismo permanecía inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido y el espacio le fuera ilusorio. Caminó un poco, para cerciorarse de que estaba vivo o quizá para demostrar que estaba muerto. Escuchó los latidos de su corazón mientras arrastraba los pies por la jungla. Y también oyó el roce de sus destrozado calzado entre la vegetación. Escuchar tan solo aquello, le resultó más aterrador que no escuchar nada, porque sabía que estaba vivo, pero de alguna forma parecía ser él lo único que lo estaba en kilómetros a la redonda. El sudor pegajoso seguía adherido a su piel, para avisarle que no había muerto y que aquella infernal isla aún era su único territorio. Una isla gaijin donde aquel día se sentía más ajeno y extranjero.
Siempre pensó que celebraría todo muerto enemigo con el que se tropezara, que sería feliz viendo cadáveres de soldados americanos y golpeando con su espada aquellos cuerpos muertos. Pero no fue así aquel día, no con aquellos restos humanos. Poco se asemejaban ya a las personas físicas que habían sido hacía solo un rato. Allí, en el suelo de la jungla, como una alfombra macabra, yacían centenares de soldados americanos cuyos rostros eran una masa de carne deformada e irreconocible. Takeo no podía imaginar qué tipo de arma había causado aquel horror en tan solo un momento, pero el espectáculo se le hacía tan dantesco, que no pudo celebrar la muerte de sus enemigos y su supervivencia. Su propio organismo respondió, cayó de bruces y vomitó allí mismo, aun cuando nada solido contenía su estómago desde hacía dos días.
Cuando al fin se incorporó, lo vio, allí mismo frente a él, en medio de aquella jungla de muerte. Al instante supo que ningún arma había causado aquella matanza, que había sido obra de la poderosa magia de aquel zorro místico de nueve colas, un Kitsune.
—¿Vienes también a por mí? —le preguntó Takeo entre asustado y esperanzado. Antes de contestar, el zorro adoptó la figura de una hermosa joven. Su largo cabello era negro como el azabache y Takeo sintió un impulso casi irrefrenable. Deseaba tocar aquel pelo y abrazar a aquella mujer, aún a sabiendas de lo que era. Pero ella le miró con sus ojos de ira, aquellos que contenían el fuego de los volcanes de Japón. Takeo estuvo a punto de salir corriendo, incapaz de soportar aquella mirada. Aunque la muchacha mudó al instante, las llamas de sus ojos se transformaron en un negro intenso hermoso, que parecía albergar los secretos de todo un universo.
—No, Takeo, solo he venido a protegerte.
Ese día, Takeo se convirtió en el único habitante vivo de aquella isla, solo en aquel ambiente desolador, pero con la extraña suerte de tener a aquel Kitsune velando por él. Así encontró la cueva, un sitio donde resguardarse de la enfermiza humedad cálida de la jungla. También fue capaz de reconocer qué plantas podía comer sin peligro y, con la ayuda del Kitsune, le fue posible encontrar un manantial de agua potable. Sus días no fueron tan infernales desde entonces, pero cada mañana se levantaba con la obsesión de retornar a su país cuanto antes. Kitsune le traía informes de cómo iba aquella espantosa guerra. Pero a él nada de aquello le interesaba ya, solo deseaba que el zorro celestial le dijera cuándo y cómo regresaría a su hogar.
—¡El cielo de Japón se ha convertido en fuego! Tus enemigos han golpeado como ni tan siquiera los dioses castigan. Y tú solo sigues pensando en ti, como hiciste desde el mismo día que naciste. En nada te pareces a tu padre y todo lo tienes del soberbio de tu abuelo, él nunca veneró el altar del dios Inari…
—Lo… lo siento, no entiendo de qué hablas y por qué mencionas a mi familia. Yo lo único que deseo es volver junto a ellos.
—Si hablo con desprecio de tu abuelo es porque gracias a él dejaste atrás todo lo que tenías de honorable en este mundo. Abandonaste a tu padre tras insultarle. Si yo estoy aquí, ante ti, protegiéndote, es porque escuché sus plegarias, las oraciones de un buen hombre que se conforma con cultivar arroz y con honrar a sus ancestros de esa manera. Él me pidió que te acompañara aquí, hasta el día de tu muerte. No habrás de volver a Japón.
Takeo escuchó aquella terrible sentencia, mientras volvía a percibir, ahora más fuerte, el sonido de aquella molesta lluvia que en nada simulaba a la que mojaba los campos de Motoyama. Acertó entonces a vislumbrar la certeza de las palabras recriminatorias del Kitsune. Había elegido una vida vacía, movido por su vanidad. Era hora de morir con dignidad. Takeo tomó su katana entre sus manos por última vez y la acarició, eximiéndola de toda culpa. Incluso la susurró con amor para que su abrazo contra ella fuera dulce, como el de dos jóvenes enamorados que se encuentran de nuevo tras mucho tiempo de ausencia.
© Copyright de Begoña Pérez Ruiz para NGC 3660, Abril 2018