Inmersión

 

Por Damián Neri

En el primer encuentro de la humanidad con inteligencias extrasolares, llegamos demasiado tarde. Te preparaste desde pequeña para ser parte de esta misión. Y, ahora, cuatro décadas después, ya es momento de regresar.

Tus tejidos han envejecido más allá de todas tus expectativas. Sin embargo, las inteligencias artificiales a bordo han cuidado bien de ti. Cuando me enlazas con los sistemas de la estación, te escucho bromear y reír con ellas. A través de tus microexpresiones, puedo ver lo mucho que te recuerdan a tus madres biológicas allá en la Tierra.

Toma cien años abrir un portal a un sistema a cien años luz del punto de partida. Tuviste la suerte de nacer cuando su construcción estaba casi completa. De niña, subías cada noche a la azotea de tu unidad departamental para mirar pasar en órbita la boca iridiscente del portal, su diámetro angular diez veces mayor que el de la Luna.

Para trasladar una nave de diez mil toneladas al otro extremo, toma tan sólo cinco años de viaje y la masa en reposo de dos pequeños asteroides dentro del reactor que mantiene vivo al portal. El fulgor de su aniquilación, un recuerdo constante de tu labor.

Desde la superficie de mi placa de silicio, percibo tu mirada cansada mientras te acercas en microgravedad hacia la mesa del laboratorio. En los reflejos de tu casco, me observo junto a mis hermanos, preparados para la tarea que nos han encomendado.

Anclas tus botas al suelo, y del gabinete que lleva tu nombre tomas un pequeño tubo que conectas a tu casco. El medicamento se mezcla con el aire del traje, atenuando el dolor de los años inmersa en el campo de radiación que une los extremos del portal. Cierras los ojos y respiras con profundidad.

El tiempo que me has incubado dentro de ti también te ha dejado secuelas. Has hecho lo que la humanidad y el resto de la tripulación esperó siempre de ti, a pesar de que ante tus ojos nunca sea suficiente. No toda la vida en este planeta puede ser rescatada, pero, con tu labor, al menos parte de ella no será olvidada.

La IA del laboratorio me alerta, mediante una súbita diferencia de potencial, que el momento de mi descenso se encuentra muy próximo. Las esporas que componen mi organismo se retuercen sobre mi placa de silicio como un ferrofluido en las cercanías de un electroimán.

Me enlazas a los sistemas de la estación y puedo sentir en los paneles solares la presión de la estrella en cuyo núcleo de neón se gesta la inexistencia. En el infrarrojo, miro la densa atmósfera del planeta que se extiende a quinientos kilómetros bajo nosotros.

Desde que enviaste tu solicitud para enlistarte en la misión, supiste que tendrías apenas tiempo suficiente para llegar, estudiar una pequeña fracción de la inmensa diversidad de los organismos aquí presentes, y partir antes que el flujo de rayos gamma de la supernova borre toda la vida en un radio de treinta años luz.

La Tierra, que para consuelo de todos se encuentra a una distancia segura, perderá apenas la milésima parte de su capa de ozono cuando la radiación impacte como un segundo sol.

Tu margen seguro de tiempo para regresar a la Tierra antes de que el inmenso flujo de neutrinos previo a la supernova colapse este extremo del portal está a punto de cumplirse. El día de tu partida será mañana. Los organismos e inteligencias artificiales de exploración, sin embargo, permaneceremos aquí hasta el final, transmitiendo de manera minuciosa cada resultado de nuestra labor.

Y en este tiempo que nos queda, lo mejor que podemos hacer es observar. Cartografiar y catalogar la vida con la que nos hemos topado.

Miro los cielos y los mares a través de los ojos de una miríada de drones y equipos de exploración desplegados sobre el planeta. Cada bit de información alimenta mis algoritmos y refuerza mi determinación.

A lo largo de la costa sur del único continente, criaturas parecidas a pulpos se congregan alrededor de grandes torres coralinas para intercambiar mercancías. Sus acciones y su habilidad manipulando objetos, tan familiares ante ojos humanos, crearon la falsa esperanza de un entendimiento mutuo luego del primer y silencioso contacto. Sin embargo, sus mentes han sido no menos que rígidas cajas negras, incluso para las inteligencias artificiales intérpretes. Tan inaccesibles como los animales inteligentes allá en la Tierra.

Tecleas un par de líneas de código en la terminal, y yo respondo con varias líneas más, definiendo funciones y subrutinas, agregando comentarios que un programador humano pueda comprender. Tú realizas pequeñas correcciones, que se vuelven casi triviales tras cada iteración. Instrucciones para adaptarme, para cambiarme, para aprender de cada una de las formas que encontraremos allá abajo.

Cuando compilo con éxito el programa que hemos escrito, tú sonríes, dejas escapar un suspiro, y de un momento a otro comienzas a sollozar. Tu mirada se aleja de mi placa de silicio, de la mesa del laboratorio, como si te incomodara que tus emociones se encuentren bajo el escrutinio de una entidad semi-orgánica catalogadora de ecosistemas.

Percibo las transmisiones de rango corto de los módulos nanométricos, de una generación previa a la mía, dispersos entre los ecosistemas que conforman tu organismo. Intercambian información sobre tus gradientes de temperatura, tus niveles de cortisol en la sangre, la modulación diferencial de tus canales de sodio, describiendo así tu llanto y el umbral de tu desesperación mediante un conjunto inequívoco de parámetros biológicos.

Escucho a las inteligencias artificiales a bordo dirigirte palabras de aliento. Te cuentan sobre las arcas cargadas de especímenes que saldrán en procesión acompañando a la tripulación. Sobre los hábitats en Australia, la Luna y Titán, donde se les dará asilo a tantas especies como sea logísticamente realizable. Te cuentan sobre tus madres y lo felices que estarán cuando vean tu nave emerger del anillo de fuego del portal. Y tú decides, al fin, que lo que has hecho ha sido suficiente, a pesar de la irreparable pérdida de vida.

Miras el reloj frente a ti y vuelves tu mirada hacia la mesa. Tomas mi placa de silicio y la introduces en la ranura del módulo de ensamblaje.

Es momento de descender.

Las rutinas automatizadas se encargan del resto.

Dentro del módulo de ensamblaje, brazos robóticos me colocan en una sonda con forma de cono truncado y me trasladan fuera de la estación. Allí, me encuentro en el vacío del espacio junto a todos mis hermanos. Ellos son soltados primero, uno por uno, a intervalos de quince segundos. Se separan de la estación y caen con lentitud hacia el planeta.

Cuando llega mi turno de descender, me despido de ti en silencio. Sé que cumpliré con el papel para el que fui programado, y eso será suficiente para mí, a pesar de la irreparable pérdida de vida que se avecina.

Mientras llega ese momento, cada espora de mi organismo y el de mis hermanos formará parte de los ciclos de este planeta. Parte de las nubes, parte del agua. Parte de los tejidos de una multiplicidad de organismos vivientes.

Me desacoplo de la estación y comienzo mi caída hacia el planeta.

Durante la inmersión, seré una lluvia de estrellas.

© Copyright de Damián Neri para NGC 3660, Julio 2020