Inmersión, exmersión

 

Por Román Sanz Mouta iconocorcheas

Nado desde la cima a la sima e inverso.

Nado desesperado para que no me encuentren.

Ellos

Esos

Nado largo y bello aunque son más rápidos; evolucionados y adaptados. Rastreadores.

No puedo caer en sus literales garras. Están llenas y llenos de atrocidades: su hambre, su crueldad, sus leyendas. Incluso a nuestro remoto mundo llegan.

Por eso nado como antes nunca. Mi cuerpo deviene en torpedo afilado y afinado, una astilla disparada por cerbatana. En mi mente una única determinación.

No es suficiente. Atacan.

La mar no acalla su estruendo. Explosiones controladas a mi alrededor. Sombras que acechan indefinidas y me dirigen como borrego, vaqueros jugando con la manada entre fauna muerta que ya no boquea ni sirve de branquias. Colaterales daños.

No como ellos. Esos. Siempre funcionando. Inmaculados. Implacables. Impecables.

Asesinos.

Recuerdo sus blancas dentaduras y su salivar de codicia mientras se relamían en mi presencia. Devorándome con mirada curiosa, no falta de insidia. Sus ojos, todos los de ellos, gritaban:

 —Daño. Vamos a hacerle daño. Viviseccionar. Hagámosle daño.

Entonces, pequeño, inconsciente, insignificante, pude escapar. Con ayuda de la familia. Maniobra de distracción con bajas que  trajeron lágrimas. Huir entre sus huestes, sus huecos y nuestros huesos.

Y libres, y tristes. A casa.

Pero tuve que volver, en contra de Padre, que no se fía. En contra de Madre, que me quiere.

Porque la habían cogido, capturado, pescado. No pensaba abandonarla, dejarla sola entre monstruos, como no lo hicieron conmigo.

Era una trampa. Lo sigue siendo.

Me llevan al redil con sus tridentes de púas y espinas. ¡Maldito Neptuno y sus enseñanzas!

No acepto caer. No acepto perder. Arde mi esperanza. Escogeré el momento para la revuelta. No me queda nada más, no sin ella.

Me adentran en su templo con la distancia del miedo. Porque me temen tanto o más que yo a ellos, a todo lo diferente. No pueden evitarlo las simples criaturas recelosas. Bajo mando y mano firme de su amo, son todo apariencia, un disfraz.

Me dejo hacer ya fuera del agua. Recorro con escolta pasillos desiertos que han conocido el eco de los pasos de infinitas garras, pezuñas y apéndices. Un laberinto a mis ojos. Pero huelo, puedo; el sexto sentido también me guía. Tenemos intereses comunes por una vez, esosellos y yo. Quieren encerrarme y experimentar antes del festín. Y yo quiero que me lleven y encierren con ella.

Así sucede. Abrazo su cuerpo aterido y destemplado, nos frotamos cuando rompo su barrera mental de recelo, cuando me reconoce tras ver solo enemigos. Está en shock. Ha sido herida, puedo verlo: las marcas. Ha sido torturada. Ha sido violada…

Rompe y amanece mi ira mientras mi cuerpo sigue protegiéndola, prometiendo que no sucederá de nuevo. Exijo a mis cuerdas vocales máximo esfuerzo; vibran hasta la tensión de la fractura. Emiten y emito ondas no mudas. Ataco el muro con sonoridad. Se despedaza abriendo sendero.

Nos vamos.

Parte de su horda bloquea la fuga, sorprendidos y más. Por la destrucción que acarreo. Normalmente los dejaría atrás, puedo incluso cargado con ella.

No hoy. No ahora.

Cobro mi pequeña primera venganza con sus vidas sádicas antes de la gran venganza.

Ahora sí, mar abierta, océano como horizonte. Y nado, y nadamos. Nos impulsamos juntos en bella danza acuática. Poniendo millas con ese castillo del horror.

Esos. Ellos. Ya nos persiguen ofendidos. En oleadas, por millares. Se extienden como nefandos zarcillos entre las aguas con cientos de formas.

(Solo un poco más).

Apuramos. Nos alcanzan. Tiempo y espacio no transcurren igual aquí, pero lo inevitable sigue las reglas de siempre. Siento sus colmillos y garfios penetrar la piel incluso sin contacto directo.

Monstruos. Bestias.

(Solo un poco más. Casi estamos en casa).

Nado y nadamos con la fuerza de la desesperación, sin nada en la reserva. Al borde del colapso.

Ellos. Esos. Disfrutan de la cacería. Juegan. Los siento reírse como hienas, como tiburones.

(Ya casi).

Una lanza, un arpón se clava en mi espalda. Fallo. Falla mi cuerpo. La dorsal. Pero no me detengo. Voluntad. Ella.

Veo a mi familia, parapetada, abrumada por las fuerzas enemigas que arrastro a las puertas de casa. Indefensa hasta que se arman y se preparan para repeler lo improbable. No está en nuestras manos, pero lucharán; lucharemos igual.

He traído la guerra, no tenía otra opción, hubiere acabado así de todas formas.

Disparos por doquiera. Caemos más que caen. Se llega al cuerpo a cuerpo con los proyectiles acabados. Músculos y armaduras contra escamas. Tecnología contra naturaleza. Filos contra sierras.

Aguantamos. Somos duros.

La protejo mientras obligo a mi organismo para seguir en la brecha. Cerrarla. Mientras lloro por los perdidos y espero el milagro. Mientras canto, todos cantamos sin ser conscientes. A nuestra ciudad que se ilumina y cobra vida. A lo que ella esconde.

Que despierta.

Amanece iracundo el Maestro Padre, dispuesto a compartir sus pesadillas para con sus invasores. Impone su ominosa inconmensurable masa y volumen para intimidarlos a todos.

Esos. Ellos. Nosotros. Nadie a salvo, su cordura.

No está de humor. Todo puede pasar.

Nos postramos en reverencia y oración ignorando al contrario. Ellos. Están en pasmo. Paralizados. Con sus cerebros incapaces de procesar. Comprender. Extasiados. Extraída y trastocada y traslocada su locura llena de agujeros. Juguetes rotos que se mueven por hilos e inercia. Miedo vivo y puro. Terror a lo inimaginado e incomprensible, aun esperado. Leído sobre ello.

Su dios de cruz no aparece.

Brama el Gran Cthulhu y su voz quiebra a los humanos como hielo seco. Los despedaza su desprecio, los tortura en ignorancia. Creo que ni tan siquiera puede verlos. A ellos. Esos. Tampoco a nosotros. Almacena sus esencias y las traga en respiración para un tormento perpetuo.

Nos protege.

Nos cuida.

Nos enseña.

Lo adoramos.

Aunque él no lo sepa.

Unos pocos supervivientes entre los hostiles, su retaguardia, dementes y deslavazados, intentan escapar por casualidad.

Nos preparamos pero el Padre ya no está en la batalla y eso nos retiene. Entendemos: hemos terminado de sufrir. Se impone recuperar y velar.

No van esos ellos muy lejos.

La Madre Hidra, el Tío Dagon los esperan en la frontera de R’lyeh . Los atesoran en sus fauces. Con mimo voraz. Con respeto al numen presente, su mayor y antiguo que tampoco puede o quiere verlos.

Los arrastran abajo, al insondable, a los últimos. Y regresan así a sus reinos.

Con todo terminado, con los hermanos profundos sanándose unos a otros, yo la cuido y la preservo; rezo por ella. Extraigo la raíz de su recuerdo y la regalo el olvido. Se recuperará. Sonrío verde.

***

 

Soy convocado ante el Padre Dios primigenio. Acudo con susto, valor y orgullo. Nunca inocente. Jamás víctima o cobarde.

Habla sin palabras directas a la mente, que asimila sin escuchar ni contarme. Ya lo comprenderé cuando deba.

No puedo evitar preguntar. No debo, pero lo hago:

―Padre, ¿Por qué son salvajes y asesinos? ¿Por qué están de cacería y guerra permanente? Sólo te queremos a ti, y la paz.

Su palabra muda late en mi pensamiento:

―BeStiAS.

Eso

sOlO EsO

aNiMaLeS

pUrgA

ExtERmInAReMoS

Tú SERáS mI PrOfEtA

PrEpArALoS a tOdOs

uSa mi NOMBRE cOn SaBiDuRíA Y pRUDEncÍa

VaMOs a ReCuPeRaR eL UnIvErSo

Así me fui en éxtasis de gozo eufórico y fanático. Así cambié aguas por tierras. Así conquistamos el planeta y miramos al universo con ansia. Al cosmos. A sus hermanos envidiosos que serán derrotados. Depuestos. Sentenciados.

Aun con ella implacable a mi lado, siento nostalgia de la mar. Y añoro nadar.

Quizá pueda hacerlo en el cielo…

© Copyright de Román Sanz Mouta para NGC 3660, Abril 2019