Ciclo Ediciones Más Allá del Espacio I

 

Por  Juan Luis Gomar

Nota de Juan Luis Gomar (autor en NGC 3660): He retomado la idea sobre Editora. En «Algo en el cajón» fue una improvisación, pero creo que puede resultar molón un ciclo de historias entorno a una editorial y sus autores. En este relato necesitaba esa figura que lo iniciara, y creo que resulta una figura interesante. Un misterioso catalizador de sucesos inexplicables.

 

A mi hermana Sonia, que vive en Viena y la echo mucho de menos.

 

I: LA VIDA POR VENIR

 

La primera vez que oí hablar de Gustav Meyrink fue el mismo día en que me convencí de que ya había leído aquel relato suyo que me habían encargado traducir. Querían que el título se adaptara como «La vida por venir». No era una traducción inexacta; el alemán esconde conceptos muy precisos, incluso en su abstracción, y aquel título no era capaz de captar el verdadero trasfondo del relato que pusieron en mis manos. «La vida por venir» era demasiado alegre. Evocaba esperanza, optimismo, confianza en algo bueno que nos esperaba a la vuelta de la esquina. Nada de eso había en aquel relato. Nada en absoluto.

Fue todo un logro para Editora conseguir los derechos del relato tras una difícil negociación con Kurt Wolff Ediciones. Apenas acababan de anunciar la aparición de un relato póstumo del autor. Para mí, esa noticia había pasado desapercibida, concentrado como estaba en sacar mi propia producción adelante, pero no para ella.

Cuando yo era adolescente leía sin parar. Su El Golem había caído en mis manos desde la biblioteca de mi abuelo, en una delicada edición de Aguilar, de esas con cubiertas de piel y papel de biblia, pero no retuve su nombre. La traducción era el único trabajo relacionado con la literatura que me proporcionaba algún ingreso, y para el que hasta Editora decía que tenía un don. Nada más leer las primeras líneas, sentado en su despacho, tuve aquella sensación de haberlo leído antes.

Ella planeaba hacer una edición especial, con notas biográficas y un análisis de la obra. Y claro, el único traductor que tenía a mano era yo, que además lampaba por ver publicados mis relatos. A veces le hablaba de ellos, pero no llegaba a mandárselos. «Tienes miedo de que los rechace. Así nunca llegarás a nada. Es una lástima; tienes mucha imaginación.», me decía ella, siempre con respeto. Supongo que me trataba como si yo fuera uno de sus autores.

—Yo ya he leído este relato —le dije tras el primer vistazo.

—Imposible. El manuscrito apareció entre los escombros de un derribo en Viena. Los propietarios se gastaron un pastón en autentificarlo.

—Créeme. Nunca olvido nada de lo que he leído —insistí.

—Déjate de tonterías y ponte a trabajar. Solo tienes dos meses. Quiero que te documentes bien para la introducción. Te estoy dando una buena oportunidad, así que no me falles —me dijo, y ahí quedó todo.

Aunque, para ser sincero, sí ocurrió algo. Ahora que miro hacia atrás, creo que fue esa misma tarde, con una copia en papel «La vida por venir» en mi mochila, cuando tuve la impresión de que alguien me seguía. Ocurrió mientras caminaba hacia mi casa, por calles cada vez más estrechas. Los sonidos del tráfico y las conversaciones iban quedando atrás, salvo el de un par de pasos. Pasos que tuve tras de mí todo el rato, aunque solo fui consciente cuando llegué a mi edificio, introduje la llave y miré al lado casi distraído, y una sombra desapareció en el portal de al lado. Entonces se hizo el silencio, y subí a mi casa.

Gustav Meyrink no era su nombre real. Fue bautizado en Viena como Gustav Meier. Ese era el apellido de su madre, la actriz Maria Meier. Su padre era Karl Warnbühler von Hemmingen, un noble austriaco aficionado a las coristas, que se desentendió del chico y de la actriz tan pronto como ella comenzó a proporcionarle más quejas que placeres. Le dio algo de dinero para llegar a Praga, donde la había ayudado a conseguir un contrato de larga duración. Fue en aquella ciudad donde el joven Gustav creció, lo que debió de marcarlo. En El Golem, Meynrink consiguió plasmar de forma pasmosa el universo opresivo y sombrío de su barrio judío. De hecho, ese era el recuerdo más potente que guardaba de mi única incursión en su obra. Recordaba pasajes tan vívidos que hubiera jurado que era capaz de orientarme por sus tenebrosas callejuelas, de conocer qué había a un lado y otro de cada esquina. Cuando visité Praga en el viaje de estudios, caminé casi de memoria hacia el antiguo barrio judío, solo para descubrir que había sido demolido en el siglo anterior. Supongo que me quedé con cara de idiota. Casi me dolió.

Salvo esta parte, reconocí Praga en cada letra suya. Poseía una técnica que, desde luego, quedaba muy por encima de mis posibilidades.

No fue un escritor vocacional. Su primer trabajo lo encontró en las finanzas, trabajando para el Volksbank, pero fue acusado de fraude y el escándalo terminó rápido con su carrera. Yo sonreí al leer sobre esta parte de su vida. Me sentí identificado con él. Cuando terminé en la universidad me puse a trabajar en lo que salía, y encontré trabajo como vendedor de seguros en una pequeña oficina. Poco después, el jefe de zona armó un elaborado pufo y desapareció con mucho, mucho dinero. Sé que sospecharon de mí durante algunos días, pero sin pruebas, se limitaron a no renovarme el contrato cuando este expiró. Así que tuve que buscar un nuevo trabajo. Comencé a escribir en las largas colas de la oficina de empleo y así llegué a conocer a Editora. «Pobre señor Meyrink. Otro que llega a las letras como una rama arrastrada por las olas», pensé para mí.

Fue entre estas referencias en internet cuando encontré algunas fotos suyas. En la primera, no debía de pasar de los veinte años. Se le veía alegre y confiado, mirando a algún punto más allá del marco. Atisbé hasta un destello de la insensata arrogancia de la juventud. Pero no fue este el retrato que más me impresionó: un poco más abajo, en la pantalla, había otro. Hubiera jurado que no eran de la misma persona…

Se le veía ya cerca del final de su vida. Parecía un anciano, pero la cuenta de los años no salía tan elevada. Pero lo más terrible era su mirada. Aquella extraña fotografía estaba tomada desde muy cerca, y Gustav miraba fijamente a la cámara. Sus ojos oscuros brillaban como azabaches sobre los pómulos de un rostro demacrado y lánguido. Aquellos ojos poseían una vitalidad, una fuerza casi… casi malignas, que contradecían de manera absoluta la aparente debilidad que mostraba el resto de su fisionomía. Eran dos pozos negros llenos de una sabiduría, pero una sabiduría demoníaca. Como si hubieran contemplado el Abismo y estos se hubiera introducido en ellos.

No sé cuánto tiempo observé aquella imagen. Cuando más la miraba, más profundo parecía aquel enigma. En vano la comparé con la de su juventud. Solo tras una detenida observación podía encontrarse algún parecido.

«¿Qué te pasó, viejo?», le pregunté a aquel conjunto de pixels. Fue en ese momento cuando vi que aquella foto había bajado los ojos. Recorrí la página una y otra vez por si se me había escapado, pero no era así. Ya no me miraban directamente. Era imposible equivocarse. Se me erizó el vello de la nuca, pero seguí leyendo para no pensar mucho en aquello.

Cuando tenía veinticuatro años, arruinado y sumido en una profunda depresión, Gustav Meyrink se encerró en su cuarto de alquiler barato, cargó una antigua pistola prestada, la armó y se la puso en la sien, decidido a volarse la cabeza. Hasta ese instante de su vida, no había escrito ni una sola palabra. Hubiera podido abandonar este mundo sin dejar más rastro que sus sesos contra la pared. Fui capaz de imaginar la escena: el silencio de su habitación, solo roto por su propia respiración y los pequeños sonidos amortiguados que llegaban a través de las paredes; el frío del cañón sobre la piel; sus manos agarrotadas por la lucha entre su voluntad de morir y su más primario instinto de autoconservación… Y entonces, ocurrió lo inesperado.

Debió de oír unos pasos por el pasillo que se detuvieron al otro lado de su puerta. Alguien deslizó un papel bajo ella. Bajó la pistola y caminó hasta aquella octavilla. La observó, con el pesado arma aún sujeta, apuntando al suelo. Yo casi podía ver cómo esbozaba una amarga sonrisa mientras se agachaba y alargaba la mano hacia aquella hoja, para elevarla, temblorosa, hasta su mirada empañada de lágrimas…

No ha quedado testimonio de lo que tenía aquel folleto, pero Gustav decidió morir otro día. Poco después encontró trabajo en una editorial traduciendo del inglés y del latín. En este punto de la documentación sonreí para mí, pasada ya la angustia del pasaje anterior. Al final, a modo de serendipia, él y yo éramos colegas Parecía tener un don, sobre todo para Dickens, de cuya adaptación al alemán fue responsable en su mayor parte. Sus traducciones aún seguían siendo editadas. Me hice con una con dos rápidos clicks, y tomando mi propia edición bilingüe de «Historia de dos ciudades», observé complacido que compartíamos criterio en nuestra humilde labor. Había frases que yo hubiera traducido casi de la misma manera.

Pero aquel contacto con la editorial también lo animó a escribir. A crear. A dar vida con su pluma perturbada a todo un panteón de monstruos por los que sería por siempre recordado.

A ojos de un no iniciado, sus relatos y novelas parecían una alocada mezcla de quimeras y genialidades imaginarias, pero una mirada más atenta revelaba una intensa preparación por parte del autor; eran como experimentos basados en un corpus de conocimientos ocultos. Para muchos estudiosos, según pude leer en algunos foros, era un experto en las artes esotéricas. No tardó mucho en aparecer en sus referencias un nombre que explicaba todo: La Orden Hermética de la Aurora Dorada.  A los pocos días de abandonar la habitación donde había pensado suicidarse, Gustav había contactado con las sociedades místicas que prosperaron en Europa a finales del siglo XIX.

La Aurora Dorada… Parecía mentira que en plena era de la Revolución Industrial, cuando la ciencia empírica se ponía a la cabeza en la búsqueda del bienestar de los hombres, fuera precisamente un nutrido grupo de personas con una profunda formación intelectual, los que formaron parte de esta extraña orden mística. Nadie sabía cuáles eran sus objetivos, pero se decía que los iniciados accedían a diferentes conocimientos organizados en círculos. Solo tras el estudio de sus misterios se podía ascender al círculo siguiente, más poderoso y exquisito que el anterior. Cábala, hermetismo, alquimia… Muchas eran las ciencias ocultas que se suponían protegidas y propagadas desde el velo protector de la Aurora Dorada.

No era difícil sentir estas influencias al retomar «La vida por venir». Incluso hubiera bastado con echar un vistazo a algunas páginas de El Golem. De hecho, era algo que estaba en toda su obra: Meyrink había absorbido todos esos conocimientos y los había utilizado para dar vida a sus relatos. No eran meros cuentos de terror ni ejercicios de fantasía exagerada. Al contrario, subyacente a cada una de sus historias había una maquinaria precisa y diminuta, como la de un reloj, hecha de todas las ciencias extrañas, y cubierta con una bonita esfera de prosa, que era lo que el lector corriente podía percibir. Los textos evolucionaban flotando sobre un mar oscuro y terrible Un mar imaginario y, sin embargo, consistente y sujeto a leyes precisas.

Aun había algo más: el poder de las palabras. Era aquel un concepto claramente cabalístico. Jehová había creado el mundo con una palabra, y luego había venido todo lo demás. Meyrink no era Dios. Qué prodigiosas pesadillas tomarían forma si así hubiera sido. Aun así, vaya si sabía escoger palabras poderosas. El texto original se articulaba en torno a alguna forma inferior de estas palabras sagradas, en las que Gustav parecía haber tejido algo extraño. Leída mentalmente, el truco no tenía efecto alguno, pero si se pronunciaban las frases en voz alta, aunque fuera un mero susurro, resultaba sobrecogedor. La primera vez que me pasó fue por accidente. Leí una frase en voz alta para recordarla mientras escribía su traducción, y de súbito, aquello me alcanzó. Había una especie de latido vivo bajo el texto, algo agazapado tras las palabras. Me llegó de súbito olor a ozono, como el que precede a las tormentas. Todos los vellos se me erizaron y un escalofrío me recorrió la espalda. El corazón se disparó como si hubiera comenzado a correr. Pero yo seguía sentado en mi mesa.

Cerré los ojos y respiré hondo. Hice un esfuerzo terrible para tranquilizarme, para lo que dejé escapar a mi imaginación, que flotó hasta verlo elaborando su manuscrito la lámpara de parafina sobre la mesa, el delicado papel inmaculado, la pluma bendecida… A la derecha, una larga pipa y una pirámide de incienso humeante. Casi podía oírlo canturrear una extraña letanía mientras inscribía las palabras sobre el papel. En su mano se veía un extraño tatuaje. De repente, aspiraba de la pipa un espeso humo de tonos violáceos, y lo exhalaba sobre la hoja terminada…

Fue el sonido de un trueno lejano lo que me sacó de mi ensoñación, si se le puede llamar así. Sonreí. Con demasiada facilidad dejaba volar a veces mi imaginación. Me anoté mentalmente todo aquello, por si podía utilizarlo en un futuro relato.

Sí, «La vida por venir» estaba impregnado de misterio y una sabiduría antigua y terrible. Tal vez más que sus obras anteriores. De hecho, las busqué por internet, con la excusa de tener referencias para mi propia traducción. Las fui leyendo una por una. Y cuanto más leía, más familiares me resultaban sus textos, aunque estaba seguro de que nunca los había leído.

A los cuarenta días de haber comenzado no tenía más que un borrador muy cutre de la introducción y la traducción del primer párrafo, abstraído como estaba en todos aquellos libros. Cuando releí el borrador me pareció escrito por una persona desequilibrada. Me bloqueé y decidí que debía salir de casa y darme un buen paseo. Tal vez hasta la editorial, ¿por qué no?

Aquella tarde llovía de forma suave. El asfalto brillaba como un espejo y olía a humedad hasta la escasa tierra que rodeaba los árboles de la calle Francisco Silvela. Allí fuera, tras unos minutos caminando, con el cabello húmedo y el aire limpio, tuve un pequeño ataque de euforia. Me di cuenta del tiempo que llevaba en casa sin salir. Fue agradable el paseo que me llevó hasta la puerta de la editorial. Pero fue entonces cuando volví a sentir que no estaba solo. La vi por el rabillo del ojo: una figura que parecía haberme seguido desde que pisé la calle, solo que no había sido consciente. Sin embargo, cuando giré, desapareció, como la primera vez.

Subí hasta el despacho de Editora, que me miró por encima de su pantalla, para luego seguir inmersa en la lectura de sus correos.

—Te quedan veinte días. ¿Cómo vas? Espero que no hayas venido a decirme que estás bloqueado.

—Oh, lo estoy. Pero en la documentación. Ahora puedo terminar la traducción más rápido. Está casi hecho. —Una idea se me pasó por la mente—. ¿Has mandado a alguien a seguirme a ver si estoy trabajando.

Editora alzó una ceja y volvió a mirarme por encima de su pantalla, la apartó, cruzó los brazos sobre su escritorio y me dijo sonriendo:

—No, pero cuenta, cuenta.

—No te rías de mí. Juraría que me siguen desde que me entregaste el relato. ¿Lo tienes de manera legal?

—¿Qué quieres? ¿Ver mi contrato con los Wolff? Claro que está todo en regla. Mira, no me distraigas más y ponte a trabajar.

—¿Has oído hablar de la Aurora Dorada?

—¿Qué?

—¿Perteneces a su orden? —dije, llevado por una súbita inspiración.

—Creo que deberías hacer un relato con todo lo que te pasa por la cabeza. Pero antes acaba el encargo. Adiós —dijo ella divertida mientras volvía la vista a su pantalla y levanta la mano sobre su cabeza para despedirse.

Así que volví al trabajo, dispuesto a acabarlo en los días que tenía. Me había venido bien salir de casa. Llegué relajado, con perspectiva. No me costó convencerme de que todo se debía al esfuerzo excesivo. Observé las libretas que tenía por encima de la mesa, con mis relatos en diferentes estadios de progreso. De pronto tuve un impulso. Las cerré y guardé todas en cajones, como si guardara criaturas vivientes que chillaran por mi atención. Y fue en ese momento cuando me percaté que llevaba días sin «oír» a aquellos relatos en mi mente. Habían callado. Lo hicieron cuando «La vida por venir» fue puesto encima de mi mesa. Como si aquel relato los hubiera aterrorizado a todos.

Antes de sentarme ante el texto di un par de vueltas más. Inspiré profundamente, y me senté ante él.

Lo leí de nuevo, de un tirón, y aquella vez estaba más lúcido: concluí que era la culminación de un trabajo. Fue su último relato antes de morir, después de todo. El manuscrito había sido recogido junto a sus últimas pertenencias y, de alguna manera, se había perdido. Debía de estar ya grave cuando lo escribió. Trataba de un hombre también moribundo, un gématra, que pretendía salvar su alma de la inexorable ruina de su vida. En una triste paradoja, el personaje había descubierto que todos sus experimentos eran responsables de su agonizante estado. Había quemado su cuerpo, como quien quema la tablazón madera de un antiguo barco de vapor en su propia caldera. Cerca del final aparecían palabras en hebreo. A veces sueltas, a veces formando frases completas. El personaje las recitaba. Por algún motivo, el editor austríaco había decidido no transcribirlas a nuestro alfabeto. Yo no sabía leerlas, pero sé que tras observar aquellas palabras, me dolía todo el cuerpo, como si hubiera estado acarreando un gran peso toda la tarde.

Me levanté y me di cuenta de lo cansado que estaba. Pero también descubrí algo: era capaz de citar en alemán largas partes del texto a pesar de haberlo leído una sola vez. La sensación de cercanía con el relato era casi viscosa. Pero ¿qué era? ¿Cómo era posible todo aquello?

El relato era tan amargo que antes de darme cuenta estaba rebuscando de nuevo en internet más datos. Algo le había ocurrido más allá de su propia vida, su trabajo y la orden. Y al final, lo encontré.

Meyrink había tenido un hijo. Su nacimiento coincidió, pude deducir, con su entrada en la Orden Hermética de la Aurora Dorada. La infancia de aquel niño fueron los años de mayor felicidad y creatividad de su vida. Pero cuando el muchacho alcanzó los veinticuatro años, la misma edad a la que su padre había decidido matarse, el joven cayó por un barranco mientras esquiaba y se rompió la espalda. Su cuerpo quedó paralizado, condenado a una cama para el resto de su vida. Harto de ver cómo se sumía en una tristeza de la que no saldría, las lágrimas de su madre y el envejecimiento prematuro de su padre por las preocupaciones, el muchacho convenció a un amigo para que le diera un frasco de veneno. Fue ingenioso y metódico. Y no hubo papel debajo de la puerta para él. Solo silencio. Estertores, y luego silencio.

Casi podía verlo en su cama, con la horrible mueca que deja el uso de la estricnina, los ojos abiertos, empañados en sus propias lágrimas aún húmedas, la cama ensuciada de la misera de la muerte, las manos huesudas de Gustav cerrando aquellos párpados…

Recordé algo en el texto. Corrí a revisarlo y ahí estaba, el pasaje en el que el protagonista recurría a un maestro y este le decía que pagaría un alto precio por el conocimiento que ansiaba. «Un alma por un alma», decía. Me sequé las lágrimas, pues sin darme cuenta había comenzado a llorar. Y, de súbito, una visión me invadió como una enorme ola de marea: no es que hubiera leído antes el relato… Es que yo mismo lo había escrito, sentado a mi mesa, con mi pluma y mis huesudas manos. Lo había escrito y luego me había mirado en el espejo, y el rostro que había visto era… era…

Las piernas me fallaron y me caí al suelo. En ese momento alguien llamó a mi puerta golpeándola con los nudillos. Me asusté. Sin pensar en lo que hacía, seguí leyendo.

Pasé las páginas del relato a toda velocidad. De alguna forma supe cómo interpretar los últimos párrafos. Sí, allí estaba: «En el humo de las piedras inana, mi mente pasará a la tinta. La palabra permanecerá, crecerá y se salvará. La tinta sagrada será la sangre de mi alma. Moriré, pero mi alma no se desvanecerá. El paso del Leteo implica el olvido, mas yo escribiré mi nombre verdadero en el papel de cáñamo, y la palabra sagrada, y recordaré quién soy cuando llegue la vida por venir».

Seguía el texto con una invocación en hebreo. Desesperado, metí los símbolos en el ordenador. Tenía que leer aquellas palabras. Debía saber qué significaba todo aquello. De súbito, los que estaban al otro lado de la puerta, pues revelaron ser más de uno, perdieron la paciencia y comenzaron a golpear la puerta con los puños. Pensé por un instante en llamar a la policía, pero el texto atrajo de nuevo mi atención. Mi corazón se había desbocado, y lo único que deseaba de verdad era pronunciar aquellas palabras.

Solo tenía las consonantes. Probé diferentes combinaciones de vocales entre ellas. A cada intento sentía como si mi alma intentara sacudirse de mi cuerpo, como esas semillas que saltan cuando se ponen en la mano. Probé y probé mientras seguían aporreando a mi puerta. Y de repente, pronuncié la combinación correcta de sonidos.

Mi vida pasó ante mis ojos. Mi infancia en Praga, el abandono de mi madre, la familia de mi padre ofreciéndome su apellido cuando me hice famoso con mis libros… Aquella tarde en la que llevé una pistola a mi sien y me salvó aquel extraño pasquín en el que solo se leía una misteriosa frase: «La vida por venir», una invitación a la Orden de la Aurora Dorada. Recordé también cómo fui penetrando círculo tras círculo hasta el corazón mismo de la orden, donde guardaban el verdadero conocimiento: «La vida por venir», un complejo ritual que permitía trascender el cuerpo al morir y saltar a otro, en otro tiempo y otro lugar. El día que cerré los ojos inánimes de mi hijo fue el mismo en el que lo comencé.

Me desperté sobresaltado. Estaba en otro lugar, sí, pero al mismo tiempo me era familiar. En cierta forma, se parecía a mi viejo escritorio de Viena. Tal vez, en mi nuevo cuerpo, a pesar del Olvido impuesto por el paso del Río de los Muertos, era capaz de recordar de forma inconsciente pequeños detalles de mi pasado y disponerlos a mi alrededor en mi nueva vida. Era difícil, comprendí, distinguir entre imaginación y recuerdos… Miré mis manos, que ya no eran largas y huesudas. Mis tatuajes sagrados ya no estaban. Busqué mi rostro en el cristal de la ventana. Era yo. No era la cara que había conocido, la que tenía instantes antes de morir.  Pero era yo.

Los golpes en la puerta volvieron a sonar, insistentes, pero ya no estaba nervioso. Había recordado quién era y lo que había hecho. Incluso reconocí el código de golpes con el que me llamaban. Me levanté, salí del estudio y me dirigí a la entrada. No tuve que usar la mirilla. La abrí, pues allí estaban; nuevos cuerpos, nuevos nombres, pero las mismas almas. Ellos eran los Maestros de la Orden de la Aurora Dorada, con sus largos mantos y sus rostros ocultos bajo las máscaras sagradas. Al fin. Al fin nos reencontrábamos. Sonreí y los dejé entrar. Parecían flotar dentro de sus túnicas, como si no pisaran el suelo. Keter, Jojmá, Biná, Jeser… Los nombres de los sefirots brillaban en ellas bordadas en hilo de oro y giraban sobre las telas en una extraña danza mística. Mis hermanos y hermanas ahogaban joviales y traviesas risas tras sus hermosos antifaces; risas aljofaradas y tintineantes como campanillas de cristal. Me rodearon, felices por haberme encontrado de nuevo, y pusieron sus manos sobre mis hombros.

—Das habe ich gesshaft[1] les dije.

 

[1] En alemán: «Lo he conseguido».

© Copyright de José Luis Gomar para NGC 3660, Octubre 2019