Por Ángel Ortega
Hace mucho tiempo, los seres humanos creamos la Luna.
Nuestra vanidad nos hizo creernos capaces de construir un gemelo de la Tierra, una copia exacta a aquella en la que amanecimos cuando evolucionamos desde la barbarie, una réplica salida solo de la necesidad de alimentar nuestra soberbia y desafiar al universo. Al delirante proyecto se dedicaron la totalidad de los recursos humanos y materiales, todo el dolor y el sufrimiento de hombres, bestias, plantas y rocas. Y así, mientras la nueva creación se alfombraba de prados y ríos, de rebaños y bosques, la auténtica Tierra se iba debilitando, exhausta y febril, entregando sumisa todo aquello que el ser humano exigía. Pero cuando se presentó la nueva Luna como un vergel de humedales y cataratas, desiertos dorados y vida exuberante, el hombre también pudo descubrir que su anciana madre se había convertido en un árido y encogido peñasco, gris ceniza, minado de agujeros y profundas grietas, un erial cósmico sin posibilidad de volver a albergar vida. La contemplación de la nueva caricatura osificada aplastó los corazones capaces de conmoverse y el orgullo dio paso al arrepentimiento y a la tristeza.
Después de un tiempo de parálisis se decidió borrar todo registro histórico y se obligó al mundo a olvidar la descomunal y destructiva obra. La nueva tierra será la Tierra, ordenó un edicto, y la vieja pasará a llamarse Luna, y quedará ahí, abandonada como el cadáver de
un réprobo a la vista de todos. Así se hizo; la humanidad olvidó, salvo en la parte más escondida de su memoria.
Por eso a veces, cuando te quedas contemplando la Luna, te parece tan cercana…
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2018