Una historia cósmica

 

Por Amparo Montejano

I

 

—La enérgica luminiscencia en la que te encuentras, no es algo fácil de conseguir, ¡no! Se obtiene al desmenuzar microscópicos destellos de anti-materia, y mezclarlos con el polvo resultante de planetas extintos. También se comenta que, es posible encontrarla en la maceración de las deformidades secuenciales de los atrayentes agujeros negros, al deambular estos —furtivamente— por entre los destellos refulgentes de los cuásares.

—¿Y las lunas? ¡Algunas parecen brillar!… ¿Es de allí de donde mana la intensidad? —preguntó la recién llegada.

—¡Ni siquiera el Gran Actuante ha rebelado nunca su secreto!… Se dice que todo gravita y se desliza en órbitas secuenciales de espacio y tiempo, y es el propio tiempo el que rota los mundos que conforman las perecederas galaxias, y estas, a su vez, las que dibujan el centrípeto cosmos en el que vivimos. —Le cortó la vetusta y fría enana Roja, impaciente por zanjar la caliginosa conversación y sumirse, de nuevo, en las eternas e ínfimas reacciones moleculares de los núcleos.

Y la portentosa y caliente Azul, sabiendo que de la anciana no obtendría más respuestas, se zambulló en el colapso nebuloso de las sábanas de hidrógeno que la habían visto nacer.

 

II

 

Apenas había acabado de romper el capullo que la envolvía, cuando la ingente masa de Azul supo que estaba sola. Y era raro porque, ¿a quién no le gusta verse reflejada en un gemelo?

Aquello la incomodó, mas, no hasta el punto de impedir a los gamma que la atravesasen y dispersasen sus gases no colapsados; así que, Azul, decidió incrementar su presión hasta límites insospechados, logrando que su luz añil fuera visible desde cualquier punto neblinoso del espacio infinito.

 

III

 

Y Azul contemplaba el universo a través de su cuantiosa luz divina… Y podía ver cómo sus rayos calientes, impulsados por el aturquesado viento de su corteza, atravesaban las atmósferas gaseosas de un sinfín de planetas circundantes, sus estratos nubosos y su polvo magnético en suspensión. Y Azul se sentía feliz pues, sabía que sus destellos alteraban las composiciones moleculares de los astros, y disfrutaba del espectáculo ultravioleta de relámpagos y descargas en el seno de sus bandas nubosas; y reía jubilosa al presenciar las espesas nieblas de amoniaco y agua cubriendo el pastoso oleaje de los firmamentos.

Mas, alejado de todos y a una distancia de 1,0007225945296740983 años luz de Azul, se perfilaba en el horizonte la silueta de un pequeño planeta gélido al que los rayos estelares jamás nunca habían logrado alcanzar.

Y Azul pensó: «¡Qué triste y taciturno se ve! …».

Y comprendió que algo tenía que hacer, pues su fulgor, daba calor a la existencia y avivaba la energía de las almas congeladas, y aquel planeta diminuto precisaba de la luz de Azul para poder subsistir.

 

IV

 

Entonces, la indigolita estrella se propuso calentarlo. Para ello, incrementó desmedidamente el flujo de reacciones nucleares, atiborrándose del hidrógeno que le daba la vida. Hasta tal punto aspiraba a deshelarlo que, comenzó a experimentar desequilibrios en sus apasionados átomos, y dolores energéticos en sus comburentes gammas. Mas, no se desalentó ni antepuso su estabilidad de diámetro por encima de la del planeta Hielo.

Y Roja —que llevaba millones de años observándola— al ver que el vivificante helio de Azul se transfiguraba en carbono, le dijo:

—¿No ves que tu luz se está apagando? ¿Acaso no temes extinguirte?

Pero, Azul, sabía que Hielo no era ya tan blanco, que sus nubes habían adquirido tonalidad amarillenta y que su frialdad se diluía en copetes azulinos.  Y aquello la contentó y la hizo sentirse un poco menos enferma.

 

V

 

Y con un soplo sutil cientos de años pasaron, y los núcleos atómicos de Azul se condensaron, transformándose en corpúsculos neutros, y en apenas otro instante, Azul se tornó mágica: una enigmática estrella de neutrones.

Y Roja —que llevaba la eternidad misma observándola—, gritó a un meteoro esparcido (que no hallaba su radiante y se veía irremisiblemente atraído hacia la atmósfera de aquel pequeño planeta azul, a una distancia de 1,0007225945296740983 años luz de un misterioso e inescrutable agujero negro):

—¡Meteoro!, dile al pequeño planeta hacia el que transmutas la revolución de tu órbita que, yo conocí a aquella que calentó su hielo y le otorgó la vida. Se llamaba Azul, y yace ahora en medio de la más absoluta oscuridad.

Y Meteoro se acercó al planeta y abrazó su atmósfera, en tanto le narraba lo que Roja le había dicho.

 

VI

 

Desde aquel milimétrico instante, semejante a un efímero hálito corpuscular, el pequeño planeta perdido entre galaxias se dio a la vida, y se hizo próspero. Y se cubrió de una ingente marea de océanos y de una sábana verde hecha de esmeraldas. Y todos los que compartían su pequeña galaxia le llamaron Azul pues, él siempre narraba orgulloso el generoso instante de su nacimiento.

Y Roja —que llevaba observándolo la infinitud misma del universo— le dijo a una neonata protoestrella que yacía acunada por entre nubes de hidrógeno:

—¿Sabes? La enérgica luminiscencia del universo mana de la profunda oscuridad pues, no está muerto lo que eternamente yace…

Y sin poder evitarlo, buscó con la mirada la ominosa opacidad de aquel agujero negro que, con tanta intensidad y tan ardientemente, había brillado.

© Copyright de Amparo Montejano para NGC 3660, Septiembre 2018