Por Juan Luis Gomar
Aquella no era una sensación agradable. Primero se oía el murmullo de la arena de sílice que caía en la plataforma para equilibrar las masas de origen y destino. Luego el aire se cargaba de estática justo antes de que el vello se te erizara y los átomos a tu alrededor se detuvieran en seco. Entonces estallaba la luz y comenzaba el salto. Era como dar un paso a un lapso de tiempo infinito que transcurría en milésimas de segundo. Una vida. Dos. Mil años transcurrían ante tus ojos. Pero no tenías ojos. Estabas disperso en el inmenso vacío que cabía entre el núcleo de un átomo y las órbitas de sus electrones. A veces, se producía tanta histéresis que ambos objetos permutaban su posición antes siquiera de haber salido. Era un absurdo. Una locura cuántica y brillante. Ari Ghellar, su creador, aquella extraña persona, ni hombre ni mujer, ni niño ni adulto, dijo una vez que era como llenar una caja con diez billones de dados, sacudirla y que, al abrirla, estuvieran en tu bolsillo sin que se repitiera entre ellos ningún resultado. Nadie supo nunca lo que quiso decir. En el ámbito de la Ciencia no había premios que estuvieran a la altura. Ni siquiera intentaron proponerlo para ninguno. No era posible otorgarle reconocimiento a su misma escala. No era inteligencia. La inteligencia no era capaz de concebir aquello.
Lo de las masas equilibradas en los dos puntos era importante. Engolosinados por su nuevo aparato, los primeros científicos en conseguir su construcción apretaron el botón sin analizar las posibles consecuencias. Lo intentaron con una hormiga. «La masa m de una hormiga es pequeña», se decían, pero se olvidaron del viejo Albert. Porque m por C2 era igual a E, y el universo entero se dio cuenta de que m no estaba en su sitio, y el universo exigía su m o su E proporcional. Y lo tomó a la fuerza… Los que pudieron inspeccionar la Zona Cero dijeron que había sido como una explosión nuclear, pero hacia dentro. Que no había quedado nada. «¿Ni cenizas?». «No, no ha quedado nada». «¿Un agujero?». «No, un agujero sería algo. Queremos decir Nada.» Como ese viejo libro de Michael Ende. Como el lago del maldito Comepiedras.
Sin embargo, equilibrando las masas, una vez el campo se cargaba, el coste energético del salto era casi nulo. Solo la histéresis lo fastidiaba un poco, pero bueno, aparentemente era viable. Todo eso ya estaba superado cuando entré en el programa. Es decir, cuando Magdalena y yo entramos. Los hombres de los maletines ya no tenían piel en sus manos de tanto frotárselas porque la idea era excelente. Imaginad que ya no hicieran falta aviones en los aeropuertos. Los viajes serían instantáneos. De hecho, el plan era instalar aquellas máquinas en las terminales tradicionales puesto que eran suficientemente grandes para albergarlas, y los servicios auxiliares serían los mismos. La única diferencia sería que no habría aviones, sino plataformas para dar el salto. Podrían incluso respetar los horarios de los vuelos para alinear los haces con las diferentes ciudades y permutar un viajero por otro. Tal vez os sorprenda, pero las líneas aéreas fueron las primeras en invertir. ¿La Boeing? Que se jodan la Boeing, Airbus y McDonnell-Douglas con sus fábricas de dinosaurios con alas. Eran cosa del pasado.
Magdalena era lista. Tenía 12 años cuando encontró en la red el emperifollado enunciado de la paradoja Einstein-Podolsky-Ross. Sin saber muy bien por qué soltó una carcajada y se propuso desmontar aquella jodida patraña. Encontró en la Wikipedia los postulados de la Mecánica Cuántica. La lectura de aquel artículo fue como una profunda calada de polen. Se adhirió a sus aracnoides como si fuera un recuerdo atávico. Como si fuera el miedo a las serpientes. Tardó solo tres meses en aprender el álgebra necesaria para entender el primer postulado, incluidos dos días que desperdició, según explicaba con su voz nasal y ligeramente chillona, disfrutando del cálculo infinitesimal porque le pareció hermoso. En una semana entendió el segundo. El tercero y cuarto apenas tuvo que ojearlos en su consola para deducir ella misma el quinto y el sexto. Tenía veintidós cuando terminó su tercer doctorado y la echaron de la Universidad porque ya no podían enseñarle nada más.
Y era bonita. Por Böhr que lo era. La Matemática de su biología era incontestable. Sus glúteos, sus senos, sus caderas, sus labios… Todo era carnoso y elegante como órbitas probables de un electrón en un átomo de hidrógeno. Era en sí una solución a la ecuación de mi ADN. Al teorema de mi incompletitud. Ella era la respuesta a la pregunta de si estaba solo en el universo. Aún no me explico por qué, mientras tuve boca, nunca le dije nada.
Ghellar nos reclutó para el programa. Después del primer fracaso había decidido tomar las riendas de la explotación de su invento, no fuera que alguien hiciera desaparecer al planeta entero. Esas fueron sus palabras exactas. Las acompañó con una misteriosa sonrisa de científico malvado, pero Magda y yo lo percibimos. No bromeaba. «Tendréis que resolver lo de la histéresis», nos dijo. «A veces se produce tanta histéresis que ambos objetos llegan antes de haber salido, y eso no puede ser».
Nos ordenó empezar a partir de su solución para el entrelazamiento a escala macroscópica. Sin la notación tensorial aquellas ecuaciones habrían ocupado trescientos setenta y cinco metros cuadrados de papel en Times new Roman tamaño 11 y simple espacio. Al menos eso calculó Magdalena. De todas formas trabajábamos al estilo del viejo Albert. Un cuaderno A4 fue suficiente para sentar las bases de nuestro artículo: «Histéresis en el campo de Ghellar», lo bautizamos. Para entonces, todo el mundo llamaba así al invento: campo de Ghellar. «Es un buen nombre», opinó “él” encogiéndose de hombros. Y nos dio la enhorabuena.
Solo hacían falta dos voluntarios para hacer la primera traslación de seres vivos desde lo de la hormiga. Estábamos un poco asustados, así que probamos con dos bacterias. «La masa m de una bacteria es más pequeña que la de una hormiga», nos dijimos. Y funcionó. Una, dos, tres, cinco y sucesivas veces, así que tomamos confianza. Lo siguiente fue permutar la posición de dos hormigas. Luego dos gusanos. «Y nosotros somos lo siguiente a los gusanos», dijo Magdalena. Y yo me callé. Ojalá hubiéramos mirado en ese momento al terrario donde habíamos guardado las hormigas. Ojalá. Pero ella llevaba un pantalón con el talle bajo y se veía el elástico de su ropa interior, y yo la miraba de reojo en lugar de mirar las hormigas. Con ese pantalón, si me hubiera pedido que la siguiera a un agujero negro, lo habría hecho. Ojalá la hubiera seguido a un agujero negro.
Nos metimos en nuestras respectivas cabinas. No aceptó mi teoría de que deberíamos ir desnudos. «¿Qué? ¿Qué crees que es esto? ¿Una película?», me espetó. Ghellar también se rio de mí y apretó el botón. Y funcionó. O eso pareció.
Salí de la cabina B. Solo tenía el vello erizado. Magdalena también. No hubo náuseas, ni desorientación, ni nada. Solo un ridículo peinado hacia arriba. «Joder, tendremos que hacer algo con eso», murmuró Ghellar. Entonces, Magdalena me dijo «Me alegro tanto de verte…» y me abrazó.
Ojalá hubiera mirado al terrario en lugar de al elástico que asomaba sobre su pantalón. En el lugar donde me hallo no dejo de revivir aquellos instantes una y otra vez. A veces, en este infinito que durará unas millonésimas de segundo en el mundo macroscópico, antes de que mi conciencia muera disuelta en el vacío de los átomos, me encuentro con Magdalena. Ella está triste. Invoca la imagen de los trescientos setenta y cinco metros cuadrados de ecuación y flota hasta un punto intermedio, lo señala con el dedo y dice: «Aquí. Aquí nos equivocamos». Un sumando. Uno que no supimos interpretar. Lo despreciamos como un elemento residual. «Empezad con mi solución del entrelazamiento», dijo Ghellar, y ahí estuvo el error. Nuestra deducción fue buena, pero el punto de partida era erróneo. Aquello no era entrelazamiento cuántico a escala macroscópica. La histéresis no se hubiera producido en tal caso. Creímos que no había traslado de materia, solo de sus propiedades… Pero sí lo había. Cómo íbamos a saberlo. Aquel sumando lo explicaba todo. El campo de Ghellar no transportaba propiedades cuánticas instantáneamente: transportaba materia a escala relativista, solo que las cabinas estaban tan próximas que no nos habíamos dado cuenta. Y al rasgar el espacio para transportar la materia de un lugar a otro, el continuo espacio tiempo se colapsaba. Se formaba una estela, una huella, una región donde el universo y sus reglas no servían: la histéresis. La histéresis era el resultado de apuñalar el tejido de la realidad. Y cuando Magdalena me abrazó, fue como si dos pompas de jabón se fundieran en una sola. Sin leyes físicas que lo impidieran, mis átomos y los suyos se fundieron en el mayor proceso de aniquilación ocurrido desde la existencia del tiempo.
No temáis. El mundo continúa ahí fuera porque las masas estaban equilibradas. Nada ocurrió más allá del contorno de nuestros cuerpos. Esto solo nos afecta a Magdalena y a mí. Aquel salto significó que jamás podríamos tocarnos. Como las hormigas en el terrario, las que no vi. También me las encuentro en este infinito. Las pobres cruzaron sus antenas para intentar reconocerse.
Imagino que Ghellar solo vería un gran destello, y luego, nada. No quedaría ni rastro de nosotros. Al fin habíamos resuelto el misterio de la histéresis y esto debió de alegrarlo, aunque hubiéramos desaparecido. Todo ocurrió hace tanto tiempo, si aún existe…
En este infinito que durará apenas unas millonésimas de segundo en el mundo macroscópico, a veces, me encuentro con Magdalena y ella está triste, y ya no tengo brazos para abrazarla ni voz para consolarla. Y no deja de señalarme aquel sumando en la ecuación y me dice: «Aquí. Aquí nos equivocamos».
© Copyright de José Luis Gomar para NGC 3660, Octubre 2018