Desastres soñados, futuros posibles – Reed.

 

Por Julián Díez

Artículo publicado originalmente en 2008

 

Julio VerneTan antiguos como los sueños del hombre son sus pesadillas. Y una de las primeras fue el temor a ser castigado por la naturaleza a la que intentaba dominar, y que periódicamente le golpeaba en forma de sequías o inundaciones. Luego, el empleo irresponsable de la tecnología ha incrementado las posibilidades de un desastre ecológico, y los escritores de ciencia ficción se encargaron de dar forma racional a esas pesadillas.

El género del romance científico tuvo dos padres fundadores, antes de que la ciencia ficción fuera conocida como tal: H.G. Wells y Julio Verne. El segundo confiaba casi ciegamente en las posibilidades del desarrollo humano, una creencia que le abandonó al final de su vida. Su obra póstuma, “El eterno Adán” (1905), narra cómo se encuentran los restos de la desaparecida civilización humana tras un desastre geológico, y su lenta reconstrucción. Wells, de corte más escéptico en su visión del futuro, previno sobre una temible evolución social y ecológica en caso de que el desarrollo industrial prosiguiera por el mismo camino. El futuro que dibuja en La máquina del tiempo (1895) divide a la raza humana en los oscuros descendientes del proletariado, los morlocks, y los angelicales pero inútiles hijos de la burguesía, los eloi. Otro clásico de la época, Jack London, se acercó al tema de las ecocatástrofes con La peste escarlata (1915), en el que una enfermedad diezma el planeta.

La primera novela notable puramente ecológica dentro de la ciencia ficción posiblemente es Más verde de lo que pensáis (1947), del estadounidense Ward Moore. En ella, un herbicida consigue que las malas hierbas se inmunicen y fortalezcan, arrasando la civilización humana a su paso. Otra plaga acaba con la civilización en La tierra permanece (1951), de George R. Stewart; una de las mejores novelas de la historia de la ciencia ficción, que se centra en la forma en que los supervivientes afrontan su nuevo futuro. Por su parte, Ray Bradbury aportó el relato “El ruido del trueno” (1951), que según el ensayista especializado en ciencia ficción Juan Manuel Santiago es «una especulación brillantísima sobre la responsabilidad humana en el cambio climático y la modificación de los ecosistemas, formulada medio siglo antes de que el concepto “cambio climático” se pusiese de moda».

Sin embargo, donde el género de las ecocatástrofes tendría su mejor plasmación es en Inglaterra. Buen número de grandes narradores ingleses de posguerra escribieron sobre el final de la civilización, debido casi siempre a errores científicos que cristalizan en desastres. El escritor y ensayista Brian W. Aldiss señala que hay una motivación psicológica en esa obsesión, lo que ha calificado como «catástrofes hogareñas»: por alguna razón, los lectores parecían disfrutar calentitos en sus hogares, reconstruidos tras la guerra mundial, leyendo acerca de hecatombes.

Algunas de esas novelas son extraordinariamente duras para la época. En La muerte de la hierba (1956), una plaga de roya acaba con todos los cultivos, y la civilización se viene abajo en busca de comida. Los protagonistas son dos hermanos que no dudarán en enfrentarse hasta la muerte para conseguir que los suyos sobrevivan. El día de los trífidos (1951) presenta a una humanidad cegada por un fenómeno astronómico, y que sucumbe ante vegetales seleccionados genéticamente, convertidos en depredadores ante la falta de control.

J. G. BallardLa cumbre del catastrofismo inglés posiblemente la compongan las novelas escritas a comienzos de los años sesenta por J. G. Ballard, en particular El mundo sumergido (1962) y La sequía (1963). La inundación debido a las irregularidades solares de la primera y la escasez de agua de la segunda dan pie a las reflexiones del autor sobre la fragilidad de la psique humana en entornos de pesadilla.

Los años sesenta vivieron el nacimiento de la generalización de las preocupaciones ecológicas, inicialmente centradas en los movimientos contraculturales, como el hippismo, pero poco a poco difundidas al resto de la sociedad. Una de las primeras cuestiones a debate fue la superpoblación, plasmada de forma inmejorable en la novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966), llevada al cine como Cuando el destino nos alcance (1973) en una versión algo edulcorada. Pese a todo, muchos de sus espectadores recordarán el terrible momento en el que el protagonista, encarnado por Charlton Heston, descubre que el alimento básico que se consume en su mundo está compuesto de restos de cadáveres. Otra obra curiosa al respecto es Mundo de día (1971), de Philip Jose Farmer, en la que se ha optado porque se duerma por turnos para evitar la congestión en las calles.

También presenta una sociedad superpoblada Todos sobre Zanzíbar (1967), del inglés John Brunner, si bien este autor ofrecería cinco años después la que posiblemente sea hasta hoy la más completa novela sobre desastres ecológicos, y sin duda un trabajo visionario: El rebaño ciego (1972). Escrita a la manera del Manhattan Transfer de John Dos Passos, presenta a través los ojos de ciudadanos normales una sociedad futura en la que el desarrollo económico se antepone a la evidente decadencia ambiental, donde nadie puede bañarse en el mar y hay que circular con mascarillas antipolución.

También en los años sesenta, un escritor español ya publicó relatos admonitorios sobre los peligros medioambientales, en particular la contaminación atmosférica. Domingo Santos (nacido en Barcelona en 1941) agrupó más adelante los mejores de ellos en la antología Futuro perfecto. «De mis cuentos ecológicos, escogería dos relatos netamente ecologistas per se: Smog y Encima de las nubes, ambos sobre la polución y la hipocresía de los poderes públicos y económicos», explica Santos.

Domingo SantosSu más reciente novela, El día del dragón (2007), incide en esos temas. Además, dirigió la mejor revista de ciencia ficción española de la época, Nueva Dimensión, que en fecha tan temprana como 1973 publicó un número especial sobre ciencia ficción y ecología. Como en otras cuestiones científicas y sociales, los lectores de este género estuvieron informados mucho antes que la opinión pública.

Desde entonces, con la ecología convertida ya en un tema de primer orden, se han publicado incontables obras al respecto. La más destacada en un plano literario es, posiblemente, Las torres del olvido (1985), del australiano George Turner. Describe un futuro en el que el cambio climático ha elevado el nivel de las aguas, desencadenando el enfrentamiento social entre los ciudadanos capaces de pagarse un lugar seguro y los que no.

No mucho después de su nacimiento, el cine inició el género de catástrofes. Una película inglesa de los años 30, Deluge, ya presentaba el planeta totalmente inundado por una serie de catástrofes naturales. Sin embargo, las películas centradas en tema de ecocatástrofes no llegarían hasta los años setenta, en particular con Naves misteriosas (1971). Un hermoso film sobre una nave en que se guardan las últimas plantas supervivientes, pero que peca de ingenuidad —el botánico al cargo tarda toda la película en captar que se le están muriendo por la falta de luz solar.

Blade Runner

El mejor retrato de una sociedad condicionada por la contaminación quizá es el que subyace a Blade Runner (1982), con sus cielos permanentemente encapotados. En la novela original, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1966), del que para muchos es el mejor escritor de ciencia ficción de la historia, Philip K. Dick, se insiste más en un tema apenas apuntado en la película: todos los animales han desaparecido en esa sociedad del futuro, y se han creado robots sustitutivos. Entre los filmes recientes con esta temática, puede citarse El día de mañana (2004), del alemán Roland Emmerich. En él, se alteran las corrientes marinas que moderan las temperaturas del este de los Estados Unidos a consecuencia del cambio climático, lo que produce una glaciación. 

 

Una influencia discutible

Aunque la ciencia ficción lleve hablando décadas de los peligros medioambientales, no está claro que su mensaje haya tenido un efecto sobre la opinión pública. Para el escritor Domingo Santos, «si ha servido para concienciar, ha sido en una medida muy pequeña. El hombre de la calle mantiene una grave contradicción: arregladme el planeta, dice, pero no me quitéis todo lo que he conseguido hasta ahora, no me dejéis sin nevera, sin televisor, sin coche. En este marco, la literatura puede ser poco más que un testimonio.»  El ensayista del género Juan Manuel Santiago cree, incluso, que estas obras pueden resultar contraproducentes: «En cierto modo ejercen el curioso efecto de tranquilizar conciencias, al presentarnos unos retratos del futuro tan pesimistas que podría interpretarse que nos podemos dar con un canto en los dientes con el estado actual de las cosas».

 

La creación de mundos

Portada DuneLa ciencia ficción se ha apoyado también en la ecología como ciencia para crear mundos verosímiles que sirvan de escenario a su rama más lúdica, la aventura espacial. El ejemplo más conocido es el del planeta desértico de la novela (luego llevada al cine por David Lynch) Dune (1965), creado de manera concienzuda por su autor, Frank Herbert. Además de esta obra, Juan Manuel Santiago destaca El nombre del mundo es bosque (1973), de Ursula K. Le Guin, que al igual que Dune «plantea una especulación muy sólida acerca de las relaciones entre el ser humano y el medio ambiente, y presentan ecosistemas muy elaborados». También fueron concebidos planetas cubiertos de vegetación (Hierba, de Sheri Tepper, 1990), totalmente inundados (A Door into the Ocean, de Joan Slonczewski, 1986) o dotados de una inteligencia colectiva propia en un desarrollo de la teoría de Gaia (Solaris, de Stanislaw Lem, 1962). Un logro de especial envergadura es el de la detallada descripción de la transformación de Marte en un planeta habitable que lleva a cabo Kim Stanley Robinson en su llamada “Trilogía Marciana” (Marte rojo, Marte verde y Marte azul, 1993-1996).

© Copyright de Julián Díez para NGC 3660, Junio 2017