Por Ángel Ortega
Después de gastarse una fortuna en gasolina (¡cómo consumía el cabrón del Porsche!) cruzando Italia de este a oeste, Franz llegó a San Gimignano.
Como siempre, estaba todo atestado de turistas: dejó el coche en el aparcamiento a la entrada del pueblo y cruzó el arco de la ciudad.
Por todas partes había más policías y Carabinieri de lo habitual: lo ocurrido en Venecia debía tener al país, si no al mundo entero, en estado de alarma. Pero en el número de turistas no se notaba, había un torrente interminable de gente. Su aspecto le abría paso: cada vez que alguien se percataba de que el tipo que tenía al lado estaba magullado, ensangrentado y sucio se separaban lo suficiente como para no tener que tocar a nadie.
Parecía tocado por un aura mágica o protegido por un campo de fuerza. La misma armadura de repugnancia que protege a mendigos y maleantes.
Caminó hasta el final de la vía San Giovanni y llegó a la Piazza Cisterna, donde una niña huyó aterrorizada al verle para esconderse en las faldas de su madre. A Franz le hizo gracia, pero a la madre no, y le dijo algo en sueco o noruego. Franz le respondió con su dedo corazón apuntando hacia arriba.
Desde allí cruzó hasta la Piazza del Duomo y al final tomó San Mateo. Unos metros más adelante estaba su destino.
La puerta de una de las torres más altas de San Gimignano parecía no haberse abierto en años: descolgada de arriba y pintada de ese color verde oscuro tan feo que hace que nadie quiera entrar. Franz golpeó la puerta con los toques de la contraseña: una frase entera del ostinato del Bolero de Ravel.
Justo al terminar, la puerta emitió un crujido, pero no se abrió. Franz empujó con el hombro, pero no consiguió nada. Volvió a tocar la contraseña y solo obtuvo un sonido de engranajes rotos como respuesta.
—Me cago en la puta… —se quitó momentáneamente las gafas de sol que habían sido de Brigitte, se rascó los ojos con el pulgar y el índice y se las volvió a calar.
Había una puerta trasera, si no recordaba mal.
Por la calle San Mateo, desde la parte de abajo de la cuesta, la gente subía apresurada, mirando hacia atrás, como huyendo de algo. Al principio a paso ligero, luego al trote, luego al galope.
A ver qué cojones pasa ahora.
Pero no se paró a pensar: en lugar de ponerse a buscar el acceso trasero, tomó carrerilla de unos metros y embistió la puerta. Ésta crujió y las gafas de sol saltaron por los aires y se hicieron añicos contra el adoquinado. Cinco o seis patadas más y la puerta se desencajó de las bisagras. Unas cuantas ruedas dentadas melladas del mecanismo de apertura automático se fueron rodando calle abajo.
Franz cruzó el umbral y volvió a colocar la puerta como pudo, ahogando los gritos de la gente que huía y que iban en aumento. La puerta parecía cerrada, pero no pararía a nadie que supiera dónde buscar.
Esperó unos segundos a acostumbrarse a la penumbra y subió por la escalera los seis primeros pisos que conformaban la torre. A medida que subía, el frescor de bodega se convertía en un aire más caliente, más viciado y más apestoso.
La escalera del sexto al séptimo era el doble de alta porque entre el sexto y el séptimo había un espacio anómalo, que se usaba para un montón de cosas, pero que no había que utilizar a la ligera.
Cruzó el arco de medio punto del séptimo piso y esperó para recuperar un poco el resuello.
Ante él había, colgado de una cadena y con una gran argolla sujetándola por las cuencas de los ojos, una calavera humana, con parte del cuello y la columna colgando de él. Algunos jirones de carne marrón se mantenían aún en las sienes y los carrillos. Un líquido viscoso rezumaba desde arriba por la cadena, se escurría por los ojos y los agujeros de la nariz y terminaba cayendo al suelo siguiendo la línea del espinazo. En el ambiente había ese olor fresco, algo nauseabundo y a la vez sugerente que hay en las carnicerías.
La mandíbula del muerto, más desternillada de un lado que del otro, tembló un poco.
—¿Quién eres? —dijo al final. Muy bajito.
—Soy Franz Hauzman —respondió, aún jadeante.
—¿Hauzman? Pensé que estabas muerto.
—Pues no. ¿Quién eres tú?
—Soy Quiroga.
—Joder, Quiroga, yo también pensé que estabas muerto. Bueno, algo muerto sí que estás.
—Eres un gilipollas, Franz.
—Lo siento, no he podido evitarlo. ¿Cuánto tiempo llevas de Guardián del Almacén?
—Unos nueve meses, creo.
—Debiste hacerla muy gorda para acabar aquí.
—Preferiría no hablar de eso.
—Vale —en el fondo le importaba una mierda—. Necesito usar el Almacén. ¿Tienes idea de qué coño está pasando?
—Desde aquí no veo la tele.
—Hay una Anomalía. De las grandes.
—Ya lo sé. Estuvo aquí Fabrizio hace unos días. Fue él el que me dijo que habías muerto.
—¿Fabrizio te dijo que yo había muerto?
—Eso he dicho. Si no me oyes, acércate más, mi garganta ya no es lo que era.
—Fabrizio es un mentiroso. Además, ha jodido la puerta.
—Ya. Por mí, como si se va todo a la mierda. ¿Qué coño haces aquí? Me dijeron que te habías hecho rico.
—Sí, un poco. Es una larga historia.
—Entonces no me la cuentes. La verdad es que en mi situación todo me da un poco igual.
—Te entiendo. Ah, la puerta solo estaba atascada, el que la ha roto he sido yo.
El cráneo de Quiroga hizo un ruido raro. Quizá era el equivalente a un encogimiento de hombros.
—¿Te importa si uso el Almacén? Quisiera llamar a Montgomery.
Quiroga, de nuevo, no dijo nada comprensible.
Franz le sorteó y se dirigió al centro de la estancia.
El Almacén era un pozo circular sin brocal a rebosar de un líquido oscuro y negro parecido al petróleo que ocupaba casi toda la sala. Franz no sabía de qué estaba compuesto ni cómo era posible aquello, pero a veces resultaba útil.
Franz buscó con la vista los guantes de brazo completo que solía haber antes por allí, pero no los encontró. Tocar el líquido del Almacén no era buena idea, podía producir desde una irritación acompañada de un picor insoportable hasta alucinaciones que duraban días.
Resignado, se arrodilló y metió la mano en el líquido. Estaba frío y parecía temblar ligeramente. Era bastante asqueroso.
Finalmente metió el brazo hasta el sobaco y tanteó en el fondo.
Algo allí abajo le sujetó por la muñeca. Franz intentó sacar el brazo, pero solo provocó que lo que le agarraba apretase aún más.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Agosto 2016