Por Ángel Ortega
El camarero se acercó con otro vaso de cerveza lleno hasta el borde y se llevó el que estaba vacío.
—Grazie —dijo Franz, levantando levemente las gafas de sol que le había dejado Brigitte y enseñando un vendaje chapucero en su ceja herida.
—Prego —respondió en voz baja.
Nada más alejarse, el camarero volvió junto a sus compañeros, que hablaban entre sí con semblantes serios. Todo el mundo a su alrededor estaba visiblemente nervioso; la gente caminaba deprisa de un lado a otro y muy pocos turistas ocupaban las mesas que les rodeaban.
—Se les ve preocupados —Franz sorbió un poquito de la espuma perfectamente lisa del vaso de cerveza.
—Cuando el mundo se está acabando, es normal —respondió Brigitte, sin inmutarse, con los brazos y las piernas cruzadas.
Franz cortó otro trozo de ensalada Caprese, cuidando de que el tenedor llevase un trozo de tomate, uno de mozzarella y otro de hoja de albahaca y después mojándolo bien en el aceite.
—¿Sabes? Hasta que no vienes a Italia, te crees que la mierda blancuzca que no sabe a nada que te ponen por ahí es mozzarella. Luego vienes aquí, y hummmm… no tiene nada que ver. Qué cosa más rica.
Brigitte le miró, sin cambiar de expresión. Al final dijo:
—¿Qué has aprendido del episodio anterior?
Franz masticó su bocado y tragó fatigosamente. Luego bebió otro poco de cerveza y se limpió la espuma del labio con la punta de la lengua. Alguna magulladura le dio a la espuma un regusto metálico.
—¿Era una especie de lección o algo? ¿Qué tengo que aprender?
—Cada cosa que te ocurre debe ser un paso más hacia tu realización como persona o hacia tu redención, cualquiera que sea tu objetivo.
—Cada vez que me ocurre algo así —dijo tras pensarse un poco la respuesta— recuerdo lo que aprecio seguir con mis huevos pegados al cuerpo. Sí, esa es la lección, salvé mis huevos y lo celebro.
Bebió otro trago de cerveza.
—Por tanto —siguió ella— el episodio del servicio de caballeros podría tirarse a la basura y tu historia no cambiaría en absoluto.
Tanto rollo empezaba a enfadar a Franz.
—Recibí un mensaje de Calatrava justo antes de que aparecieran los bichos.
Brigitte enarcó una ceja, para volver después a su posición estoica.
—Mentira.
—Es verdad. Había un mensaje escrito en el espejo con sangre o con mierda o con algo pringoso parecido.
—¿Y qué decía?
—Ya no me acuerdo. Pero era de Calatrava. Didier tenía razón. Tengo que encontrar a Calatrava, o salvarle, o ambas cosas.
—¿Cómo sabes que no es una trampa? ¿Cómo sabes que el mensaje es de verdad de Calatrava?
—No lo sé, Mary Sue. Yo no sé mucho de nada; solo me muevo por lo que me parece en ese mismo momento. Los cursis dicen que son corazonadas. A mí me da un cosquilleo en el bajo vientre, y sospecho de algo, o no sospecho. Ese mensaje era de Calatrava. Tu perfección de tebeo barato no te deja margen de maniobra.
—¿Y tu intuición no es de tebeo barato?
—Déjame que te diga una cosa —Franz la señaló con el tenedor—: llevo metido en mierdas de éstas desde mucho antes de que tú fueras nada más que el sueño de un adolescente pajillero. Antes de que Didier, o Popescu, o el chamán de los cojones que te esté soñando ahora hubiera terminado de leerse el manual de creación de Mary Sues, yo ya tenía los huevos pelados de pelearme con demonios y sombras y pulpos del espacio que querían darme por culo. Sé cuándo algo es una mierda y cuándo es de verdad. Calatrava escribió eso y yo tengo que encontrarle.
—Vale, abuelo —Brigitte alzó las manos mostrándole las palmas—. ¿Has terminado? —hizo ademán de levantarse.
—No —Franz se terminó el vaso de un trago—. Ahora sí.
Brigitte se levantó de la mesa y se quedó esperando.
—Ahora soltarás un eructo ensordecedor, ¿no?
Franz se llevó las dos manos a la panza, como sopesando su contenido, y estiró la garganta a ver si ocurría algo.
—No.
—Pues en marcha.
Franz dejó un billete encima de la mesa, seguramente más de la cuenta, y aceleró el paso para alcanzarla, pues ya se había alejado unos cuantos metros.
—Didier hace tiempo que nos espera, es…
—Ah, no —Franz echó a correr para ponerse delante de ella— he dicho que no voy a ver a Didier. Calatrava me necesita.
—Didier me ha pedido que te lleve ante él, y eso voy a hacer. No se hable más.
—Todo es culpa de La Cabeza.
Brigitte paró.
—¿Qué?
—Sí, La Cabeza. Lo sé de buena tinta.
—¿Sí? ¿Otro mensaje de Calatrava? ¿Escrito con mierda en un espejo?
—No. Me lo dijo un gato, justo antes de que tú llegases a Venecia y me embistieses con tu barca.
—Ah, un gato. ¿Hablas con los gatos? ¿Antes o después de las cervezas?
—Brigitte, escúchame. O bueno, más bien, me da igual que me escuches o no. Ese puto gato me contó lo de La Cabeza mientras la plaza se llenaba de monstruos marinos. Y justo antes había recibido el primer mensaje de mi antiguo jefe en un periódico.
—¿Has recibido más mensajes de Calatrava? ¿Cuándo pensabas decírmelo? —le cogió fuertemente de la muñeca y echó a andar como una locomotora, casi haciéndole caer—. Didier debe saber esto.
A su lado frenó un Porsche Boxter con el volante a la derecha; un pijo, con sus gafas de sol oscuras, su peinado impecable y una camisa de rayas abrió la puerta listo para salir.
Franz se zafó de Brigitte de un tirón, sujetó al conductor por las solapas de la camisa y tiró de él; el hombre, completamente desprevenido, fue zarandeado como un muñeco. Le arrancó las llaves de la mano, lo lanzó al suelo, se metió en el coche y trató de cerrar la puerta.
—¡Hauzman! —gritó Brigitte, saltando por encima del pijo que rodaba por el suelo y agarrando a Franz de la camisa.
—Lo siento, me voy —Franz pisó el acelerador a tope, con la puerta aún abierta, arrastrando a Brigitte varios metros en los que ella mantuvo la velocidad corriendo; pero se dio cuenta de que así no podía pararle y le soltó.
Franz aceleró aún más y cerró la puerta; miró por el retrovisor a Brigitte para descubrir que le apuntaba con sus dos pistolas.
—¡Joder…! —tuvo tiempo de decir mientras daba un volantazo a la izquierda. Dos estampidos, seguidos de otros dos, atronaron en la avenida.
Uno de los cristales traseros estalló en pedazos. Por el retrovisor la vio empezar a correr hacia él.
—Puta loca… —enderezó la marcha, arrancó una papelera cuyo contenido voló por los aires y giró en cada esquina que pudo. Apenas respiró hasta que encontró la salida de la ciudad y llegó a una autopista.
Cuando hubo recuperado la calma y su corazón dejó de galopar, Franz ya sabía cuál sería el siguiente paso.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Agosto 2016